domingo, 23 de noviembre de 2014

AQUEL DÍA DE AQUEL VERANO EN EL CINE LUMBRERAS

 RECUERDOS Y VIVENCIAS


(jt...)

Se puede decir que se pierde en mi memoria el momento que tuvimos que irnos del pueblo. La vida en Puente de Génave no era fácil y los jornales por trabajos en el campo, cada día más escasos, no eran suficientes para mantener con dignidad la vida familiar. Eran muchos los cantos de sirena que llegaban desde las lejanas tierras del levante español, lugar elegido por muchos paisanos que, con anterioridad, habían tomado la decisión de irse a buscar nuevas oportunidades y fórmulas de trabajo que permitieran la subsistencia personal.
 
No se puede decir que aquel día de principios de verano que, a hora temprana, cogimos el Terne con destino a Albacete fuera consciente que ya nada iba a ser igual en mi vida. Ciertamente el viaje lo cogí con mucha ilusión en aquel momento, pues se daba la circunstancia que iba a subir, después de una breve escala en Albacete, a un vetusto tren que nos llevaría a nuestro destino final y eso siempre era emocionante para un chiquillo como yo.
La nueva tierra se mostró generosa con nosotros pero la nueva dinámica no estaba exenta de añoranza por todo lo que se había quedado atrás. Mis abuelos, mis tíos, mis primos, mis amigos….ahora sólo estaban en el recuerdo y eso era excesivo tributo para una mente infantil como la mía. Por esa razón siempre daba respuesta positiva al incentivo que mis padres utilizaban para motivarme en mis estudios y allí iba a pasar todos los veranos después de un largo e intenso curso en el que debía estudiar y trabajar sin descanso si quería tener la compensación de ir al pueblo.

La verdad es que ese hecho no podía considerarlo un regreso, nunca podía serlo cuando para mi aquella casa, la de mis abuelos, la catalogaba como mía y a los amigos y conocidos como mi gente, la que me había arropado desde edades muy tempranas. Fueron las circunstancias, las malditas circunstancias económicas las que empujaron a mis padres a abandonar esa tierra para refugiarse en otro lugar extraño pero con más posibilidades de vida. No entendía en aquel momento por qué lo habían hecho, por qué sin pedirme opinión me llevaron a ese lugar, sin río, sin eras, sin arroyos donde poder ir a coger moras; además la gente era diferente, con otras costumbres, con otro ritmo de vida, con otra actitud, era un lugar con más gente, con más coches pero con más soledad. En el pueblo nadie era extraño y en ese nuevo lugar todos eran extraños. Mí vuelta siempre era un alivio, era estar en mis raíces, era estar con mis gentes y por lo tanto era estar en mi casa.

No puedo decir que la dinámica en esos días caluroso de verano fuera especialmente atractiva, pero siempre había lugar a la improvisación y a la aventura, y aquel día no iba a ser diferente. Eran casi las cinco de la tarde de un verano cualquiera. Mi impaciencia estaba provocando cierto nerviosismo a mi abuela. Ella no dejaba de repetirme que no eran horas de estar en la calle y que la gente debía descansar. Yo no podía perder ni un minuto en echar una siesta que me resultaba inútil, una siesta que me robaba vivencias, y aunque tenía razón en que el sol castigaba las tardes del Puente, yo siempre le repetía que a mí no me iba a pasar nada.
Aquella calurosa tarde, mi abuela había conseguido  retenerme en la casa y la espera para poder escaparme se me hizo eterna. Algún coche ruidoso subía ya la calle San Isidro, seguramente a recoger alguna hortaliza de las huertas la cañá de Peñolite; y esa mínima actividad fue suficiente excusa para solicitar y conseguir el deseado permiso. Subir a la plaza era algo mecánico en mi, siempre que podía me guardaba un pequeño trozo de pan de la comida que ofrecía a los peces de colores que nadaban, pienso que aburridos, en la prisión que suponía el pequeño estanque de la  fuente. Qué alegría me daba ver cómo chapoteaban por recoger un poco de miga y cómo disfrutaba yo al sentirme dominador de esa situación. Después, por la calle de atrás, a ver el río. Si había suerte incluso podría cazar alguna rana despistada. Con un palo en la mano me abría paso entre los juncos, pero aunque mi sigilo era máximo, las veía una tras otra saltar al agua hasta que desaparecían de mi vista; no puedo presumir de haber sido una gran cazador, pero sí puedo dármelas de ser bastante hábil en el lanzamiento de piedras que rebotaban sobre las tranquilas aguas mientras yo contaba…uno, dos, tres, cuatro, cincoooo!!!! Y lo volvía a intentar una y otra vez hasta que el juego se volvía monótono y alcanzaba el aburrimiento.
De pronto, una idea se cruzó en mi pensamiento. Habrá cine, me pregunté. La única forma de averiguarlo era ver las carteleras. La esquina de los Priscilos no estaba lejos y allí me dirigí deseando que la película de esta semana fuera más de mi agrado. La de la semana pasada fue una de Fumanchú y, aunque Louis de Funes estaba muy gracioso, no me llegó a gustar mucho.

Al llegar no pude contener la lógica emoción, en el colorido cartel aparecía la leyenda de “El Cid” y de forma inconsciente levanté ese palo, del que por fortuna no me había desprendido, para blandirlo en mi mano, a modo de justiciera espada; por fin, mis sueños de caballero se verían reflejados en la pantalla. Mi mirada, no exenta de ansiedad, se concentró en ver cada uno de los fotogramas que aparecían encerrados en aquella estructura de madera protegida por una vieja tela metálica. No eran muchos, pero los Hermanos Lumbreras no habían tenido el suficiente cuidado al colocarlos y había dos que no se veían bien al estar superpuestos, apareciendo en el que estaba detrás la  figura entrecortada de un caballo. Y sí, era el fotograma en el que aparecía Charlton Heston, poderoso sobre su caballo Babieca, vestido con aquella majestuosa capa que ondeaba al viento. Mi intención fue utilizar mi palitroque, a modo de espada, e introducirlo entre los huecos de la tela metálica para dejar al descubierto aquella impresionante estampa. De pronto escuché una voz ronca y fuerte que me asustó….. ¡¡¡nene…anda tate quieeeto, no ties otra cosa qu’hacer!!! 
Lo miré y, casi avergonzado, volví la esquina hacia la carretera. Al pasar por delante de la fuente, siempre miraba aquel impresionante escudo presidiendo la construcción de ladrillo rojo, y aunque no sabía lo que significaba, yo siempre lo miraba, su cruz roja en el centro me recordaba a antiguas batallas medievales. Bebí agua como disimilando mientras aquel hombre seguía mirándome desde la puerta de la tienda de Luna.
Tenía una gran noticia que comunicar a mis amigos. Ponían  una magnífica película y consideraba que era algo que teníamos que compartir. Todos contestaron prácticamente lo mismo…“si me deja mi madre…. “, iré”. No cabía en mi pensamiento que nadie pudiera perderse semejante espectáculo, era algo que no alcanzaba a comprender, era Charlton Heston y Sofía Loren, era “El Cid” y yo quería vivirlo con todos mis amigos. Olvidé que yo también tenía que pedir permiso a mi abuela, y tengo que confesar que tuve cierto miedo a que surgiera algo que me impidiera asistir,  aunque sabía que, si mis primos iban,  no tendría ningún problema. Además de mis amigos, vendrían también las chiquillas de la pandilla y eso haría todavía más especial aquella noche de verano.
La tarde estaba languideciendo ya, el sol perdía fuerza por detrás de La Terrera y el momento se acercaba. Había que cenar rápido porque habíamos quedado en la acera de la carretera, junto al bar Nacional. Y, cuando ya estábamos todos, nos pusimos en marcha, enfilamos el puente nuevo, las risas y la escandalera que llevábamos apagaban el ruido de los coches que pasaban muy pegados a nosotros. Y en un santiamén llegamos al cine de invierno, con sus puertas cerradas a conciencia tras unas rejas metálicas; no nos importó adentrarnos en la frondosa oscuridad que ofrecía el camino de tierra que, junto a él, nos llevaba al cine de verano,  situado justo detrás. Allí una tenue luz apenas permitía iluminar la taquilla y la puerta de acceso, eso sí, bien custodiada por Fernando el Municipal al que todos llamábamos “el porra”. He de confesar que el verlo allí, junto a la puerta de entrada, sentado en su silla de madera con el asiento de enea y apoyado en la pared, me causaba cierta envidia ya que él podía ver todas las películas y además sin pagar.
¡Por fin estábamos dentro!, corrimos a por nuestra silla al fondo del recinto, junto al bar, donde estaban amontonadas. Debíamos coger un sitio bueno, centrado y delantero; tan sólo una potente luz situada sobre la cabina de proyección iluminaba todo el recinto y eso hacía que nuestra sombra se reflejara en la tierra y la gravilla con la que se había acondicionado nuestro coqueto cine de verano. Aquella noche estaba prácticamente lleno y nosotros no dejábamos de bromear con las chiquillas que, como es lógico, se habían sentado todas juntas delante del grupo de los chicos. Las risas y las bromas cesaron de golpe cuando la luz se apagó y la proyección del NO-DO, con su estruendosa música, emitió un sinfín de reportajes que, para nosotros, no guardaban especial interés. Después, los “trailers” sobre las próximas proyecciones, sólo consiguieron  impacientarme más, hasta que por fin apareció en la pantalla el tan esperado título, “EL CID”, que con unas letras majestuosas, y acompañadas de una música grandilocuente, daba paso a la deseada historia. Todo era silencio, la atención máxima y poco a poco me iba metiendo en la piel del personaje, tan sólo algún que otro “corte” en la proyección conseguía abstraerme de aquel estado de atención pues siempre iba acompañado de diversos silbidos. Todo discurría como lo imaginaba, con acciones propias de un caballero,….qué digo caballero, de un héroe que impartía justicia y admiración entre los que le rodeaban, incluso de su amada Jimena a pesar de lo difícil que resultó su amor. Incluso en el momento del anunciado descanso, cuando las luces iluminaron otra vez el recinto, no me moví de mi asiento, los otros iban y venían, compraban gaseosas, pipas o chicles bazoka en el minúsculo bar, pero yo permanecí ensimismado  pensando en lo extraordinario que era aquel personaje y lo que a mí me hubiera gustado ser un héroe como él.
La proyección se reanudó, y las secuencias se sucedían en la pantalla y en mi imaginación. La incómoda silla hacía que otros se movieran sobre ella con inquietud, la seca enea no dejaba de marcase en la parte del muslo que el pantalón corto no podía cubrir;  pero ni sus chascarrillos y bromas lograban distraer mi atención. No podía permitirme el lujo de perder detalle. Aunque sí, he de confesar que sí, que hubo un instante en el que mi atención se desvió de la pantalla, fue justo cuando Doña Jimena cayó rendida en los brazos de Don Rodrigo, y se declararon su amor. La pasión se percibía en sus ojos mientras sus labios se acercaban lentamente; sí en ese momento la miré y pude comprobar que ella también me miraba, fue un momento mágico, roto por los silbidos de la gente que no pudo ver el beso de rigor por los cortes de la estricta censura de aquel tiempo, un momento que acabó con un cruce de sonrisas no exentas de inocente vergüenza.

Aquel momento fue distinto, aquello me inquietó, y la idea de que aquella chiquilla, a la que yo adoraba en silencio, se hubiera fijado en mi inundó mi pensamiento. La película continuó, y aunque las heroicidades del Mío Cid siguieron hasta el momento de su muerte, mi atención ya no fue tan directa, me resultaba difícil controlar mi mirada que inconscientemente se desviaba hacia su perfil, el perfil de una cara iluminada por la tenue luz que emanaba de la pantalla.
Y de pronto el final, la potente luz amarillenta se encendió para iluminar el recinto y todos nos levantamos. La volví a mirar, le sonreí y rápidamente desvié la mirada hacia la salida donde Fernando el Municipal se afanaba en abrir los portones a los que la gente se dirigía para buscar otra vez el oscuro pasadizo que formaban el cine de invierno y el seco cauce del arroyo. Todos juntos caminábamos por la acera de la carretera rumbo “a aquel lao”, bajo una noche de verano estrellada. Los comentarios de los chiquillos se solapaban con las risas de las chiquillas, y mi pensamiento en aquella mirada, en esa mirada que aquel instante me ofreció, y mi silencio se confundía con el sueño de que, tal vez, tal vez algún día, yo sería su Rodrigo y ella mi Jimena.
  
Quiso el destino que no quedaran muchos días de estancia en el pueblo para poder disfrutar de todas esas sensaciones nuevas. Mis padres habían venido a por mí, en un breve viaje, pues sus obligaciones laborales sólo permitían una corta estancia que daba poco más que para ver a la familia, y casi sin darme cuenta, ahí estaba yo, frente al cine Lumbreras, que seguía con sus puertas herméticamente cerradas, en la parada del autobús de UBESA. La realidad del tiempo hacía que se iniciara un nuevo ciclo que finalizaría con mi regreso nuevamente a mis raíces el próximo verano. 

(jt...)

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