RECUERDOS Y VIVENCIAS
(jt...)
Se puede decir que se pierde en mi memoria el momento
que tuvimos que irnos del pueblo. La vida en Puente de Génave no era fácil y
los jornales por trabajos en el campo, cada día más escasos, no eran
suficientes para mantener con dignidad la vida familiar. Eran muchos los cantos
de sirena que llegaban desde las lejanas tierras del levante español, lugar
elegido por muchos paisanos que, con anterioridad, habían tomado la decisión de
irse a buscar nuevas oportunidades y fórmulas de trabajo que permitieran la
subsistencia personal.
No se puede decir que aquel día de principios de verano que, a hora temprana, cogimos el Terne con destino a Albacete fuera consciente que ya nada iba a ser igual en mi vida. Ciertamente el viaje lo cogí con mucha ilusión en aquel momento, pues se daba la circunstancia que iba a subir, después de una breve escala en Albacete, a un vetusto tren que nos llevaría a nuestro destino final y eso siempre era emocionante para un chiquillo como yo.
No se puede decir que aquel día de principios de verano que, a hora temprana, cogimos el Terne con destino a Albacete fuera consciente que ya nada iba a ser igual en mi vida. Ciertamente el viaje lo cogí con mucha ilusión en aquel momento, pues se daba la circunstancia que iba a subir, después de una breve escala en Albacete, a un vetusto tren que nos llevaría a nuestro destino final y eso siempre era emocionante para un chiquillo como yo.
La nueva tierra se mostró generosa con nosotros pero
la nueva dinámica no estaba exenta de añoranza por todo lo que se había quedado
atrás. Mis abuelos, mis tíos, mis primos, mis amigos….ahora sólo estaban en el
recuerdo y eso era excesivo tributo para una mente infantil como la mía. Por
esa razón siempre daba respuesta positiva al incentivo que mis padres
utilizaban para motivarme en mis estudios y allí iba a pasar todos los veranos
después de un largo e intenso curso en el que debía estudiar y trabajar sin
descanso si quería tener la compensación de ir al pueblo.
La verdad es que ese hecho no podía considerarlo un
regreso, nunca podía serlo cuando para mi aquella casa, la de mis abuelos, la
catalogaba como mía y a los amigos y conocidos como mi gente, la que me había
arropado desde edades muy tempranas. Fueron las circunstancias, las malditas
circunstancias económicas las que empujaron a mis padres a abandonar esa tierra
para refugiarse en otro lugar extraño pero con más posibilidades de vida. No
entendía en aquel momento por qué lo habían hecho, por qué sin pedirme opinión
me llevaron a ese lugar, sin río, sin eras, sin arroyos donde poder ir a coger
moras; además la gente era diferente, con otras costumbres, con otro ritmo de
vida, con otra actitud, era un lugar con más gente, con más coches pero con más
soledad. En el pueblo nadie era extraño y en ese nuevo lugar todos eran
extraños. Mí vuelta siempre era un alivio, era estar en mis raíces, era estar
con mis gentes y por lo tanto era estar en mi casa.
No puedo decir que la dinámica en esos días caluroso
de verano fuera especialmente atractiva, pero siempre había lugar a la
improvisación y a la aventura, y aquel día no iba a ser diferente. Eran casi
las cinco de la tarde de un verano cualquiera. Mi impaciencia estaba provocando
cierto nerviosismo a mi abuela. Ella no dejaba de repetirme que no eran horas
de estar en la calle y que la gente debía descansar. Yo no podía perder ni un
minuto en echar una siesta que me resultaba inútil, una siesta que me robaba
vivencias, y aunque tenía razón en que el sol castigaba las tardes del Puente,
yo siempre le repetía que a mí no me iba a pasar nada.
Aquella calurosa tarde, mi abuela había conseguido retenerme en la casa y la espera para poder
escaparme se me hizo eterna. Algún coche ruidoso subía ya la calle San Isidro,
seguramente a recoger alguna hortaliza de las huertas la cañá de Peñolite; y
esa mínima actividad fue suficiente excusa para solicitar y conseguir el
deseado permiso. Subir a la plaza era algo mecánico en mi, siempre que podía me
guardaba un pequeño trozo de pan de la comida que ofrecía a los peces de
colores que nadaban, pienso que aburridos, en la prisión que suponía el pequeño
estanque de la fuente. Qué alegría me
daba ver cómo chapoteaban por recoger un poco de miga y cómo disfrutaba yo al
sentirme dominador de esa situación. Después, por la calle de atrás, a ver el
río. Si había suerte incluso podría cazar alguna rana despistada. Con un palo
en la mano me abría paso entre los juncos, pero aunque mi sigilo era máximo,
las veía una tras otra saltar al agua hasta que desaparecían de mi vista; no
puedo presumir de haber sido una gran cazador, pero sí puedo dármelas de ser
bastante hábil en el lanzamiento de piedras que rebotaban sobre las tranquilas
aguas mientras yo contaba…uno, dos, tres, cuatro, cincoooo!!!! Y lo volvía a
intentar una y otra vez hasta que el juego se volvía monótono y alcanzaba el
aburrimiento.
De pronto, una idea se cruzó en mi pensamiento. Habrá
cine, me pregunté. La única forma de averiguarlo era ver las carteleras. La
esquina de los Priscilos no estaba lejos y allí me dirigí deseando que la
película de esta semana fuera más de mi agrado. La de la semana pasada fue una
de Fumanchú y, aunque Louis de Funes estaba muy gracioso, no me llegó a gustar
mucho.
Al llegar no pude contener la lógica emoción, en el colorido cartel aparecía la leyenda de “El Cid” y de forma inconsciente levanté ese
palo, del que por fortuna no me había desprendido, para blandirlo en mi mano, a modo de justiciera espada; por fin, mis sueños de caballero se verían reflejados
en la pantalla. Mi mirada, no exenta de ansiedad, se concentró en ver cada uno de los fotogramas que
aparecían encerrados en aquella estructura de madera protegida por una vieja
tela metálica. No eran muchos, pero los Hermanos Lumbreras no habían tenido el
suficiente cuidado al colocarlos y había dos que no se veían bien al estar
superpuestos, apareciendo en el que estaba detrás la figura entrecortada de un caballo. Y sí, era
el fotograma en el que aparecía Charlton Heston, poderoso sobre su caballo
Babieca, vestido con aquella majestuosa capa que ondeaba al viento. Mi
intención fue utilizar mi palitroque, a modo de espada, e introducirlo entre
los huecos de la tela metálica para dejar al descubierto aquella impresionante estampa.
De pronto escuché una voz ronca y fuerte que me asustó….. ¡¡¡nene…anda tate
quieeeto, no ties otra cosa qu’hacer!!!
Lo miré y, casi avergonzado, volví la
esquina hacia la carretera. Al pasar por delante de la fuente, siempre miraba
aquel impresionante escudo presidiendo la construcción de ladrillo rojo, y
aunque no sabía lo que significaba, yo siempre lo miraba, su cruz roja en el
centro me recordaba a antiguas batallas medievales. Bebí agua como disimilando
mientras aquel hombre seguía mirándome desde la puerta de la tienda de Luna.
Tenía una gran noticia que comunicar a mis amigos.
Ponían una magnífica película y
consideraba que era algo que teníamos que compartir. Todos contestaron
prácticamente lo mismo…“si me deja mi madre…. “, iré”. No cabía en mi
pensamiento que nadie pudiera perderse semejante espectáculo, era algo que no
alcanzaba a comprender, era Charlton Heston y Sofía Loren, era “El Cid” y yo
quería vivirlo con todos mis amigos. Olvidé que yo también tenía que pedir
permiso a mi abuela, y tengo que confesar que tuve cierto miedo a que surgiera
algo que me impidiera asistir, aunque sabía que, si mis primos iban, no tendría ningún problema. Además de mis
amigos, vendrían también las chiquillas de la pandilla y eso haría todavía más
especial aquella noche de verano.
La tarde estaba languideciendo ya, el sol perdía
fuerza por detrás de La Terrera y el momento se acercaba. Había que cenar rápido
porque habíamos quedado en la acera de la carretera, junto al bar Nacional. Y,
cuando ya estábamos todos, nos pusimos en marcha, enfilamos el puente nuevo,
las risas y la escandalera que llevábamos apagaban el ruido de los coches que
pasaban muy pegados a nosotros. Y en un santiamén llegamos al cine de invierno,
con sus puertas cerradas a conciencia tras unas rejas metálicas; no nos importó
adentrarnos en la frondosa oscuridad que ofrecía el camino de tierra que, junto
a él, nos llevaba al cine de verano,
situado justo detrás. Allí una tenue luz apenas permitía iluminar la
taquilla y la puerta de acceso, eso sí, bien custodiada por Fernando el
Municipal al que todos llamábamos “el porra”. He de confesar que el verlo allí,
junto a la puerta de entrada, sentado en su silla de madera con el asiento de
enea y apoyado en la pared, me causaba cierta envidia ya que él podía ver todas
las películas y además sin pagar.
¡Por fin estábamos dentro!, corrimos a por nuestra
silla al fondo del recinto, junto al bar, donde estaban amontonadas. Debíamos coger
un sitio bueno, centrado y delantero; tan sólo una potente luz situada sobre la
cabina de proyección iluminaba todo el recinto y eso hacía que nuestra sombra
se reflejara en la tierra y la gravilla con la que se había acondicionado
nuestro coqueto cine de verano. Aquella noche estaba prácticamente lleno y
nosotros no dejábamos de bromear con las chiquillas que, como es lógico, se
habían sentado todas juntas delante del grupo de los chicos. Las risas y las
bromas cesaron de golpe cuando la luz se apagó y la proyección del NO-DO, con
su estruendosa música, emitió un sinfín de reportajes que, para nosotros, no
guardaban especial interés. Después, los “trailers” sobre las próximas
proyecciones, sólo consiguieron
impacientarme más, hasta que por fin apareció en la pantalla el tan
esperado título, “EL CID”, que con unas letras majestuosas, y
acompañadas de una música grandilocuente, daba paso a la deseada historia. Todo
era silencio, la atención máxima y poco a poco me iba metiendo en la piel del
personaje, tan sólo algún que otro “corte” en la proyección conseguía
abstraerme de aquel estado de atención pues siempre iba acompañado de diversos
silbidos. Todo discurría como lo imaginaba, con acciones propias de un
caballero,….qué digo caballero, de un héroe que impartía justicia y admiración
entre los que le rodeaban, incluso de su amada Jimena a pesar de lo difícil que
resultó su amor. Incluso en el momento del anunciado descanso, cuando las luces
iluminaron otra vez el recinto, no me moví de mi asiento, los otros iban y
venían, compraban gaseosas, pipas o chicles bazoka en el minúsculo bar, pero yo
permanecí ensimismado pensando en lo
extraordinario que era aquel personaje y lo que a mí me hubiera gustado ser un
héroe como él.
La proyección se reanudó, y las secuencias se sucedían en
la pantalla y en mi imaginación. La incómoda silla hacía que otros se movieran sobre ella con
inquietud, la seca enea no dejaba de marcase en la parte del muslo que el
pantalón corto no podía cubrir; pero ni sus chascarrillos y bromas lograban distraer mi atención. No podía
permitirme el lujo de perder detalle. Aunque sí, he de confesar que sí, que
hubo un instante en el que mi atención se desvió de la pantalla, fue justo cuando
Doña Jimena cayó rendida en los brazos de Don Rodrigo, y se declararon su amor.
La pasión se percibía en sus ojos mientras sus labios se acercaban lentamente;
sí en ese momento la miré y pude comprobar que ella también me miraba, fue un
momento mágico, roto por los silbidos de la gente que no pudo ver el beso de
rigor por los cortes de la estricta censura de aquel tiempo, un momento que
acabó con un cruce de sonrisas no exentas de inocente vergüenza.
Aquel momento fue distinto, aquello me inquietó, y la
idea de que aquella chiquilla, a la que yo adoraba en silencio, se hubiera
fijado en mi inundó mi pensamiento. La película continuó, y aunque las
heroicidades del Mío Cid siguieron hasta el momento de su muerte, mi atención
ya no fue tan directa, me resultaba difícil controlar mi mirada que
inconscientemente se desviaba hacia su perfil, el perfil de una cara iluminada
por la tenue luz que emanaba de la pantalla.
Y de pronto el final, la potente luz amarillenta se
encendió para iluminar el recinto y todos nos levantamos. La volví a mirar, le
sonreí y rápidamente desvié la mirada hacia la salida donde Fernando el
Municipal se afanaba en abrir los portones a los que la gente se dirigía para
buscar otra vez el oscuro pasadizo que formaban el cine de invierno y el seco
cauce del arroyo. Todos juntos caminábamos por la acera de la carretera rumbo
“a aquel lao”, bajo una noche de verano estrellada. Los comentarios de los
chiquillos se solapaban con las risas de las chiquillas, y mi pensamiento en
aquella mirada, en esa mirada que aquel instante me ofreció, y mi silencio se
confundía con el sueño de que, tal vez, tal vez algún día, yo sería su Rodrigo
y ella mi Jimena.
Quiso el destino que no quedaran muchos días de
estancia en el pueblo para poder disfrutar de todas esas sensaciones nuevas.
Mis padres habían venido a por mí, en un breve viaje, pues sus obligaciones
laborales sólo permitían una corta estancia que daba poco más que para ver a la
familia, y casi sin darme cuenta, ahí estaba yo, frente al cine Lumbreras, que
seguía con sus puertas herméticamente cerradas, en la parada del autobús de
UBESA. La realidad del tiempo hacía que se iniciara un nuevo ciclo que
finalizaría con mi regreso nuevamente a mis raíces el próximo verano.
(jt...)
(jt...)
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