jueves, 30 de septiembre de 2021

10º Premio Domingo Henares. INES Y LAS SERPIENTES VENENOSAS (2ª parte)

Continuamos con la publicación de la segunda entrega de la obra ganadora del X concurso de relato histórico "Domingo Henares" que recayó en el relato de Félix Pérez García inspirado en unos hechos que pudieron suceder, en otro tiempo, en la aldea de Peñolite y que aquí presentamos en dos entregas debido a su larga extensión. Historias que la tradición popular difundió y que quedaron perpetuadas por sus habitantes en la memoria colectiva y que el autor ha sabido recuperar y reconstruir a través de un relato extraordinariamente ameno sobre la "envenenada de Peñolite".


INÉS Y LAS SERPIENTES VENENOSAS. (2ª parte)


............. continúa.

De repente, empezó a recoger aceitunas del olivo y a machacarlas como pudo, estrujándolas con los dientes y con las manos. Al fin y al cabo, las manos las tenía libres. Había que escapar de allí lo antes posible.

Domingo Henares entrega el premio a Félix Pérez

Con los dedos pringados del rescoldo de los frutos, untó con el ungüento su pie atrapado, hasta que consiguió sacarlo del hueco del tronco y poder saltar a la tierra. Corrió tan deprisa, con sus pies descalzos, que pronto llegó a la alberca y, tras saludar a la serpiente, a las primeras casas de la aldea.

Un vecino, que la vio pasar con la boca llena de ese color tan característico que dejan las aceitunas en la boca cuando se mastican, exclamó:

–Verdaderamente, esta niña pasa hambre -y se santiguó.

Serafín cruzaba la plaza de la “Morea” el día que le sorprendieron dos de los hermanos, familiares de Mariola.

–No puedo hacerlo -les indicó.

–¡Debes hacerlo! -le dijeron ellos.

Todo parecía muy fácil. Enterrada Mariola, repartirían sus posesiones: fincas, casas, tierras, oliveras, de tal forma que él también podría salir beneficiado. Al fin y al cabo, la anciana tarde o temprano sucumbiría a la vida, con tantos males, achaques y con una edad que ya solo podría esperar la muerte. ¿Qué habría que temer? Simplemente la cuestión era adelantar en el tiempo el fatal desenlace.

Y todos estarían implicados. La mayoría de la familia más allegada era conocedora del secreto y del posible siniestro.

         Vivían tiempos revueltos. La falta de trabajo y la situación de precariedad del campo eran problemas muy graves a los que el Gobierno no daba solución.

Los asesinatos estaban a la orden del día. El país se encontraba revolucionado y en avatares políticos, económicos y sociales más importantes que la muerte de una anciana en una aldea olvidada.

Proclamación de la II República

La dictadura de Primo de Rivera ya había llegado a su fin. Alfonso XIII se marcharía exiliado. Más tarde, la Segunda República, se proclamó pacíficamente, pero la gran depresión mundial ocurrida durante esos tristes años treinta hundiría las economías de muchos países, y la falta de trabajo y la pésima situación de las clases obrera y campesina llegó a tales extremos que los enfrentamientos sociales harían fracasar la primera experiencia democrática de la España del siglo XX.

Las huelgas, las insurrecciones, las disputas entre los diferentes partidos políticos de la Segunda República, una situación inestable en el país, previa a lo que desembocaría en la sangrienta Guerra Civil, encubrirían cualquier acontecimiento extraño acaecido a una mujer enferma en un rincón de la sierra unos años atrás.

–No -les contestó de nuevo.

–Tienes que participar con nosotros.

–¡No quiero ser un asesino! -contestó Serafín.

Se marcharon, pero sabían que la conversación no había terminado aún. Le propondrían participar en el reparto de una forma más directa y contundente. Los sobrinos querían adelantar una herencia, pero tampoco deseaban ser señalados, en un pueblo tan pequeño, para el resto de sus días. Todo debía mantenerse en secreto y aparentar una muerte natural. Y quién mejor que él, que la atendía en sus cuidados, fuera el autor final.

Posiblemente no estaría muy convencido y habría varias conversaciones, pero debía mantener la boca cerrada. Al fin y al cabo, él era una persona cercana a la anciana, era su practicante, y sus recomendaciones y consejos hacia sus enfermedades serían ley para la mujer. Podría hacer que tomara cualquier cosa, aunque no tuviera acceso a cianuro, arsénico o cicuta, o a lo mejor sí, pero siempre podría hacerle ingerir algún matarratas casero de bicarbonato, harina y azúcar, o cualquier otra cosa. O simplemente, no darle lo correcto en el momento correcto, acrecentando su padecimiento y dejándola morir. Lo cierto es que Mariola siempre será recordada en el pueblo como “la envenenada”.

Y así lo hicieron. Y él, probablemente lleno de incertidumbre durante mucho tiempo, sólo tuviera la solución de someterse o huir. Y, tal vez por las presiones o tal vez por el supuesto beneficio, finalmente accedió.

Inés desconocía el mundo de los zapatos de charol. Su minúscula existencia solo le había regalado el ser un bebé huérfano de la Guerra Civil, ambulante de casa en casa, unos brazos para trabajar y unos pies descalzos para caminar.

Cuando la hija de su madrastra apareció con unas zapatillas en una fría noche de Reyes, no salía de su asombro. Su alegría era tal que pensó que no se descalzaría ni de noche ni de día. Ni los mejores zapatos de charol podrían superar aquella felicidad.

El verse calzada, después de una niñez harapienta, bien podría parecer que por fin la vida le sonreía, aunque no dispusiese ni de una perra gorda propia. Y así fue como estrenó su primer calzado cuando ya contaba con alrededor de diez años.

Un buen día acompañó a una amiga a los huertos cercanos al arroyo a recoger tomates. Debía hacer de carabina, porque un chico se encontraría con ellas en los hortales y pasearían un rato por el campo.

La amiga era hija de uno de los participantes en el “envenenamiento” y, aunque este hecho estaría ensombrecido por la Guerra Civil posterior, aún perduraba en las habladurías del pueblo como algo funesto, acaecido años atrás. Todos recordaban a los implicados, la aldea era conocedora de los hechos, de los hermanos, de los familiares, del practicante, de lo que sucedió y de cómo pudo llevarse a cabo, y no solo corrían murmuraciones sino hasta se escribieron coplillas que algunos contaban con malicia en fiestas y cantinas, recorriendo las aldeas olvidadas de la Sierra de Segura,   como si fueran juglares cantando romances, llevando las nuevas por todos los contornos y, tal vez, convirtiendo la murmuración en realidad. O quizá era tan veraz como que la tierra es redonda, porque toda la historia pasaría a los anales del lugar, de generación a generación, como un secreto a voces.

Alguien que pasaba por allí montado en una mula la vio caminar junto a sus amigos y la increpó:

–Inés. ¿Es que eres amiga de los asesinos? -le preguntó al verlos juntos.

–Soy amiga de quien me sale el “panete” -le contestó.

Y con esa respuesta dejó zanjada la pregunta. Además, ¿qué culpa tenían las generaciones posteriores de lo que habían hecho sus padres?

–Para mí, esta gente es buena gente -añadió.

Y, junto a sus amigos, siguió caminando, conversando, jugando, riendo. Al fin y al cabo, llevaba sus zapatillas nuevas, y estas le permitían subirse ágilmente a los árboles más grandes y frondosos y pisar los surcos de barro de las huertas sin mojarse. Ya no caminaba descalza. Era tan libre como cualquier moza de la aldea y tan resuelta y trabajadora que podría valerse por sí misma en los años difíciles de la posguerra. Por aquellos tiempos, ella comenzó una época de progreso y libertad, y solo le faltaba tener un novio, como su amiga, la llamada “asesina”.

Somos así, la sociedad es así, los pueblos son así y en cada círculo cerrado aparece el recuerdo de lo siniestro como un martilleo en las mentes futuras, perdurando la culpabilidad de padres a hijos como un reguero de aceite en el suelo y en el tiempo.

Iglesia de San Juan Bautista. Peñolite

La anciana Mariola murió y a nadie le extrañó. Fue enterrada por los suyos como era normal y mandaban los cánones de la Santa Madre Iglesia. En esos días, todos en la aldea se encontraban muy afligidos, familiares o no, y hasta guardaron luto y lloraron su pérdida, porque, al fin y al cabo, en vida había sido una buena mujer. En muerte, no sabemos si apareció retorciendo conciencias, destruyendo mentes y recordando qué cruel llega a ser el ser humano cuando desea poseer lo que es del prójimo.

¡Qué malicia esconde el hombre, como serpiente venenosa, que, aunque corra la misma sangre por su cuerpo, con el fin de la consecución de algo, puede retorcer la vida de sus semejantes a conciencia, por envidia, codicia y una saca de maldad!

Y repartieron sus tierras, probablemente al modo tradicional de la aldea; unos lotes bien equilibrados y supervisados por los ancianos del lugar, que a la vez harían de testaferros, jueces sin parte, vecinos de juicio, amigos de los familiares y, por supuesto, desconocedores de la realidad. Una herencia que haría feliz a muchos, puesto que era cuantiosa para aquellos caóticos y míseros años de hambruna y escasez.

Pero, inexplicablemente, no había parte para el practicante. Se había quedado sin nada de lo que le prometieron. La codicia incumple promesas. Las promesas son rotas por aquellos que adquieren escrúpulos de malicia y hacen de la malicia la ley, y convierten esa ley en premisa de vida, como si no hubiera un mañana, como si les faltara el pan que debería caer solo a las buenas personas por doquier. Un mundo injusto donde los buenos son tontos y los listos tratan y hasta consiguen vivir de los tontos.

Y Mariola sucumbió al veneno de sus males, que fueron sus propios familiares, los que lloraban el féretro, quienes precipitaron su muerte. Y así sería recordada, como “la envenenada”. Ya hace casi cien años que ocurrió y forma parte de una historia no resuelta, como tantas otras, pero en boca de todos los lugareños con los nombres y apellidos de los implicados.

Tiempo después, alguien relató el suceso. Y fue impreso en octavillas de papel que recorrían los pueblos cercanos como la pólvora. La Sierra de Segura ya era conocedora del “envenenamiento” de Peñolite, y un hombre apareció en la misma aldea con afán de cambiarlas por unas monedas, por lo que fuera, como repartiendo los sucesos macabros de la época en el entorno cercano. Pero los hermanos involucrados se enteraron, pagaron al intruso todos los folletos y le obligaron a marcharse, para evitar aún más el escándalo.

Inés seguía trabajando, luchando por subsistir de otra forma distinta, con sudor y esfuerzo, en las labores del campo, en las casas, enjalbegando paredes, en la rebusca de la aceituna o en lo que hiciera falta. Nada más triste que crecer en una familia que no era su familia, con el desarraigo de una madre fallecida, abandonada a su suerte en plena Guerra Civil en un mundo rural sin charol, sin zapatos, para hacerse dura ante las adversidades de la vida. Pero creciendo, aun así, y dando buen corazón a los que merecían recibirlo, aunque tuviera como amigas a las serpientes.

Calle Ancha. Peñolite

Un joven alto y delgado, hijo de los que apodaban los “Ciegos”, otros dicen que los “Calero”, porque, además de a las tareas del campo y de cuidar a un pequeño rebaño de ovejas, se dedicaban a la construcción de hornos de cal, la empezó a rondar. Y, aunque ninguno era bienvenido en casa de sus respectivas familias, empezaron a quedar y a salir juntos. Y así fue como Inés, que ya no iba descalza por los caminos y ya era moza, se echó novio.

Cuando amaneció, Admiración, la mujer del practicante, encontró a su marido muerto sobre la cama. No pudo contener las lágrimas y sollozos, y empezó a gritar de desesperación. Relativamente, su marido era joven, y no se explicaba qué podría haber pasado para una muerte tan repentina.

Porque Serafín también murió en aquellas fechas locas, poco después que la anciana. Y nada ni nadie sabían la causa, excepto un papel que dicen que apareció, tal vez, debajo de la almohada, manuscrito por él, de su puño y letra, donde explicaba cómo la conciencia retuerce las mentes buenas como un veneno en el subconsciente, cómo al final accedió a las pretensiones de los familiares de Mariola, cómo participó en su asesinato, cómo, engañado por las promesas de los herederos, no había recibido nada de lo prometido, y cómo decidió, finalmente, acabar con sus días de la misma forma que utilizó para la anciana, que probablemente le visitaba constantemente, machaconamente, imperdonablemente, como hacia él en otros tiempos para sanarla, como un espíritu que le creaba remordimiento, con la inquietud de ese triste sentimiento de culpabilidad y amargura por una mala acción realizada que intranquiliza. Y cómo puso fin a la codicia de la que también fue parte, que, como si fuera una serpiente venenosa, no le dejaba respirar.

Inés, por fin, se liberó de la familia de “acogida” y, ya hecha toda una mujer, prosiguió con su noviazgo, y aunque su novio era un buen amigo del hijo del “asesino”, y a pesar de las desavenencias por otras causas, de ambas familias, celebrarían la boda en 1958 en la Ermita de San Juan Bautista, de Peñolite.

Difícil tarea la emancipación en la pobreza para vivir de no se sabe bien qué; de unos jornales en unos años duros para ganar unas pesetas, de la recolección de la aceituna o de la crianza de un gorrino.

Y ella y su marido Félix buscaron casa en la aldea para vivir religiosamente. Ya dice el refrán que el casado casa quiere. La viuda del practicante, ya anciana, les arrendó su primer hogar, donde poder formar una familia. Admiración fue una buena mujer, y siempre intentaba hacer el bien a todo el mundo. Solo les cobraría en trabajos y jornales en el campo el alquiler de la vivienda.

Nuevamente, en un pueblo tan pequeño -ya se sabe que "en pueblo chico infierno grande”-, ellos mezclarían sus vidas con la de los “asesinos” una y otra vez, como en un círculo cerrado que gira y gira sin parar. Y, aunque no fuera un plato de buen gusto, cada individuo debe juzgar a los demás conforme se comportan con uno mismo, y sobrellevar las críticas y habladurías de las víboras lo mejor posible.

Dicen que la vida devuelve lo que sembramos y que la energía negativa enviada a otros volverá a nosotros de una forma más potente a través del Universo. Porque hacer el mal o el bien depende de cada uno y todos nuestros actos tienen consecuencias, y somos, en gran parte, responsables de ello.

En los años posteriores, las vicisitudes de las personas que participaron en el caso del “envenenamiento”, no fueron del todo halagüeñas. Transcurrieron años difíciles en la España de la posguerra, llegando a cambiar olivas por un saco de harina para poder comer. Y cuentan que perdieron gran parte de la hacienda, tan sórdidamente acrecentada, como por un maleficio inexplicable de lo que había sucedido, porque parece ser verdad que el tiempo pone a todos en su lugar.

Y hasta alguno de ellos, en años relativamente más recientes, sufrió en su propia familia más cercana un escandaloso asesinato.

Pero esto… esto es la historia de otras serpientes venenosas.

Peñolite, años treinta, cuarenta y cincuenta. 


NOTA DEL AUTOR: No todos los nombres de los personajes son ficticios.


viernes, 17 de septiembre de 2021

10º Premio Domingo Henares. INES Y LAS SERPIENTES VENENOSAS (1ª parte)

Como viene siendo tradicional iniciamos una nueva temporada de publicaciones en el "Blog...Historia Puente de Génave" con la obra ganadora del X concurso de relato histórico "Domingo Henares" que en esta ocasión recayó en el relato de Félix Pérez García inspirado en unos hechos que pudieron suceder, en otro tiempo, en la aldea de Peñolite y que aquí presentamos en dos entregas debido a su larga extensión. Historias que la tradición popular difundió y que quedaron perpetuadas por sus habitantes en la memoria colectiva y que el autor ha sabido recuperar y reconstruir a través de un relato extraordinariamente ameno sobre la "envenenada de Peñolite".


INÉS Y LAS SERPIENTES VENENOSAS.   (1ª parte)

 

Inés, una vez más, salió a la calle descalza, con sus harapos limpios y una panilla de hojalata en la mano. Recorría las callejuelas del pueblo pidiendo aceite. Todo escaseaba en esos tiempos de pobreza y se veía obligada a llamar a las puertas de las vecinas para obtener un poco y llevarlo a la casa que la acogió, siendo niña, en plena Guerra Civil. Había quien le daba una onza de ese apreciado líquido y también quien la rechazaba porque su miseria era aún mayor.

Félix Pérez García recibiendo el premio.

Muy lejano quedaba para ella que, en aquel mismo momento, los Aliados desencadenaban el desembarco en las costas de Normandía, porque su mundo era un pequeño mundo de hambre en una aldea olvidada.

Después, debía lavar la ropa de la familia en la alberca cercana a donde vivía, y allí conoció a su amiga, una culebra de agua que subía para saludarla sobre la superficie de la charca y se movía sinuosamente o se arrastraba por la pared como intentando alcanzarla.

–¿Será venenosa? -preguntó a unas vecinas que también lavaban en el buzón.

–Estas “bichas” no hacen nada -le contestaban.

–No temas, Inés -le indicó otra chica mientras extendía la ropa limpia sobre la yerba cercana para secarla al sol.

–No le tengo miedo, porque es amiga mía -les respondió a todas.

–Los amigos también pueden ser venenosos -comentó una mujer mayor mientras golpeaba su ropa en la charca.

–Hasta la propia familia -añadió en voz baja otra señora que llegaba cargada con un canasto de mimbre lleno de trapajos sucios.

         Inés recogió el jabón de sosa, la ropa limpia, la tabla de lavar y se marchó. Debía preparar la leña para el horno de su madrastra y no podía perder el tiempo escuchando chismes de las vecinas sobre historias ya pasadas. Todos sabemos que estos salpican un triple veneno; al que lo dice, al que lo escucha y de quien se habla.

Y mientras las avispas rondaban la charca, la culebra se sumergió de nuevo en el agua para alcanzar a un ratoncillo que flotaba muerto entre las algas.

Lavadero de Peñolite

Mariola era una mujer mayor, anciana ya, a la que los achaques de la vejez le habían arrebatado la vitalidad de los años mozos de los que disfrutaba Inés.

Toda una vida trabajando para conseguir, penuria tras penuria junto a su familia, poseer unas cuantas tierras, miles de olivos, casas, animales y, aunque empezó ahorrando perras chicas y gordas, para entonces tenía acumuladas pesetas y bastantes duros de la época.

Pero el tiempo no perdona a nadie; ni al ratón, ni al reptil del estanque, ni a la anciana mujer y ni siquiera perdonaría a Inés. Las enfermedades maceran los cuerpos, el tiempo no pasa en balde, y la vida transcurre despacio, pero transcurre para todos, como el chorrillo de la alberca, que un día dejará de brotar, como los latidos de un corazón.

La anciana lo tenía todo. Parecía que todas las dolencias se acercaban a ella y no se privaba de ninguna. Tampoco era ajena al cariño de sus familiares más cercanos, de la envidia y de la codicia. Y los males la maltrataban restando fuerzas, pero resistiendo a todos los envites a pesar de su debilitamiento y avanzada edad.

Un practicante amigo y cercano la visitaba y animaba a vivir con su amabilidad, conocimiento y consejos para mejorar su salud.

         Inés recorrió descalza el sendero de Las Torres. Una rana croaba sobre el musgo de la alberca cercana y saltó despavorida estirando sus largas ancas hasta zambullirse en el agua oscura. Las algas ocupaban la superficie de la balsa y, aunque nacía limpia y muy despacio, como borbotones desde las entrañas de la tierra, poco después se convertía en un estanque de sucia ova, pero rezumando vida en las huertas contiguas a través de la acequia que la transportaba pendiente abajo, encharcando los campos, surcando surcos, hasta finalmente filtrarse en la roca y regresando de nuevo a la vista, ladera abajo.

Las Torres de Peñolite

La serpiente de agua se asomó a saludarla, pero giró su sinuoso cuerpo y se adentró en la balsa. Tal vez le pareciese más apetitoso perseguir al anfibio que unos pies descalzos que saltaban barro, que saltaban piedras, rozando dedos, rozando yerbas, ortigas traidoras de los campos, que caminaba sobre zarzales enredados en los márgenes del arroyo, que abrazaban árboles sin cariño, como la abrazaban a ella. Tal vez una niña huérfana no era lo más tentador, porque no existía posguerra para los animales silvestres, pero sí para Inés, que recorría el camino del cortijo para trabajar en las casas, limpiando y realizando todas las tareas que pudieran llevar algo de valor a casa o unas pesetas.

Un árbol se interpuso en su camino. Él se fijó en ella, y ella en él. Era un olivo. Había muchos olivos en la Dehesa. Realmente todo allí era un inmenso olivar.

Pero era diferente. Sus copas parecían gigantescas, altas, verdes y escandalosamente robustas. Y toda esa maraña de ramas se sustentaba en un grueso tronco hueco, lleno de un musgo reluciente y a la vez sombrío.

–“Voy a subirme” -pensó Inés.

–“Vas a caerte” -pensó el árbol.

         Y la vida transcurría pausada. Mientras que Inés, siendo niña, amasaba harina en el horno de su madrastra, preparaba las latas, los fogones, y traía ramas y leña de olivo, descalza por los corrales y la casa, para poder hacer pan y, en ocasiones, bizcochos, tortas de manteca y dulces, escuchaba a las mujeres cuchichear sobre un “envenenamiento” de una anciana enferma, ocurrido años atrás en la aldea.

Pero la Guerra se comió todo, y acrecentó tantos recuerdos desagradables y trágicos de familias maltrechas, como la de Inés, y casos hirientes, que uno más, en una larga lista de asesinatos, violaciones, injusticias, vejaciones, tragedias, violencias, odios, paseíllos y envidias, era uno más, pero empañado, turbulento, escondido, silenciado y a la vez murmurado entre los más ancianos del lugar, que aún hoy en día lo recuerdan.

La anciana, moza vieja, o viuda, da igual, era el tema de conversación de sus familiares más allegados. Porque en tiempos de escasez, penuria, mendicidad y miseria, la gente tiene hambre y, aunque algunos eran ya la envidia de la aldea, parecían necesitar el odio para ser completamente felices y precisaban de una posible herencia para seguir subsistiendo y poder sobrevivir de lo que daba el campo.

Peñolite y su Dehesa.

Una idea corría de la mano de la codicia serpenteando como las serpientes venenosas. Basta una mente traviesa y mezquina para transformar la bondad natural de las personas. Basta una chispa para provocar un incendio. Y basta una idea brillante, pero maliciosa, para lograr lo que uno se propone con ánimo de progresar en la vida sin importarle ni nada ni nadie de los que te rodean. Y si se comparte, en busca de un bien común, parece que psicológicamente la culpa será menor, porque, repartido el hecho, se diluye entre lo bueno y lo malo, la maldad desaparece en una gran proporción y apenas queda un resquicio, que, si se manifiesta, se intenta machacar como sea para que no ocupe un lugar en la mente.

–¿Cómo se encuentra hoy, Mariola?

–Bastante mejor -dijo la anciana.

–Tómese esto, que le sentará bien -dijo el practicante acercándole a la boca una cuchara con algún brebaje medicinal.

–Gracias por todo, Serafín. Es usted un hombre muy bueno.

–No pasa nada. En breve se repondrá y se encontrará mejor.

–¡Ay, que Dios se lo pague!

–Dios me lo pagará, sin duda, con su bienestar -le respondió él.

Y Serafín salió de la estancia, donde la chimenea chispeaba ascuas, despidiéndose de la mujer a la cual visitaba a menudo, ayudaba y reconfortaba como podía, sabía o estimaba mejor para ella, dada su avanzada edad y sus enfermedades, que tarde o temprano se la llevarían de la vida, de su aldea y de su querida familia.

Al poco tiempo de atravesar la puerta, en la calle Ancha, se encontró con uno de los sobrinos de la anciana.

–¿Cómo está? -le preguntó.

–Mejor. Bastante mejor. Esta mujer es fuerte, ha pasado mucho, pero seguro que nos enterrará a todos -le respondió él.

–Pues, si nos ha de enterrar a todos, tendremos que hablar -le respondió lacónicamente el sobrino y, cogiendo su bastón, echó a andar calle abajo.

Inés, después de limpiar un par de casas en Las Torres y ayudar con las faenas del hogar, recorrió el camino de vuelta a través de las cuestas y olivares, saltando acequias de agua clara, llegando al majestuoso olivo sesgado por el tiempo, hueco en las entrañas, grandioso en sus copiosas copas.

Aunque era ya tarde, aún le quedaban fuerzas y no escatimó en colocar en el tronco sus pequeños pies descalzos e intentar encaramarse. Escalaría sus ramas sin problemas. Era una niña joven y ágil, que estaba en la flor de la vida, aunque esta no pareciera que estuviera muy a favor de ella.

De repente, un nido atrajo su atención. Se dirigió hacia él trepando por las ramas, con la mala fortuna de resbalar y quedar atrapada con uno de sus pies en el tronco hueco.

Y allí se quedó, magullada y pensando qué hacer; si alcanzar el nido, cortarse el pie, gritar, romper la corteza a mordiscos o estirar de él hasta que saliera, aunque fuera maltrecho y ensangrentado.

Mientras tanto, un pájaro regresó a su nido, un lagarto apareció en la tierra cercana al árbol y una culebra silbó, al mismo tiempo que la tarde se acercaba. Al fin y al cabo, allí no se encontraba del todo mal, hasta podría recostarse y descansar un poco, si no fuera por la reprimenda que le esperaba en casa por la tardanza.

El día en que se reunieron era una noche fría y oscura. La chimenea lanzaba briznas encendidas y chisporroteaban las ascuas de leña de olivo. No hay mejor leña que la de olivo seca para dar calor a un hogar.

Pero el ambiente era tenso y se respiraba fatigosamente. El botijo recorría las gargantas, pero también lo haría la cazalla. Y todo producía calor y somnolencia.

         Alguien habló. Otros escucharon. Alguien propuso llenarse de envidia en la aldea. Y alguien estuvo de acuerdo. Tarde o temprano tendría que suceder y, por el bien de todos, mejor antes que después.

–Tenemos que hacer algo -dijo otro “alguien”.

–Yo estoy de acuerdo -contestó un sobrino.

–Yo también -dijo su hermano.

A veces la ruindad produce valentía, y la valentía riesgo, y el riesgo, valentía, y los humanos recrean la mente de tal forma que se perturba el bien, y sólo queda el mal para conseguir un propósito, porque al final, si eres duro, siempre dañarás a otro ser humano, y si eres de buen corazón, no lo dudes, te dañarán a ti, como si fueran serpientes venenosas. Y todos los “alguien” estuvieron de acuerdo. Otros escucharon y simplemente dijeron “sí “.

Y repartirían los bienes por igual y saldrían beneficiados. Total, la anciana era ya tan mayor y con tantos achaques que un soplo bastaría para llevársela al cielo. Porque eso es lo que necesitaban, que se marchara al cielo lo antes posible.

¿Para qué esperar a la ley natural de la vida, si podían acelerar su muerte?

Y así fue como la propia familia determinó que la vida de Mariola corría peligro. Porque ya estaba en una edad en que cualquier brisa del Yelmo, cualquier gripe vana o picadura de alacrán se la podría llevar de este mundo para recorrer el mundo de los espíritus, vagando antes de tiempo por la Dehesa de Peñolite.

         En el mismo momento en el que Inés intentó sacar el pie de la hendidura del tronco, rozó su tobillo de tal forma que la sangre apareció en su piel descalza. No se asustó. Estaba habituada a las rozaduras y se entretuvo en contemplar al lagarto, al nido con el pájaro que no dejaba de trinar alborotadamente y revolotear por encima de su cabeza, defendiendo lo suyo, con talante amenazante, como ella misma hubiese hecho en la misma situación.

Un toro medio bravo, medio bravo y medio manso, apareció en el olivar cercano. Se encontraba suelto. Era “Morito”. Esta vez, no estaba enganchado al yugo con su compañero “Colorao", Alguien lo habría dejado pastar a su aire después de arar los campos. Rumiaba algo entre sus dientes y parecía tranquilo, hasta que divisó a Inés en el olivo.

Con paso quedo se dirigió hacia ella. Despacio, como quien quiere pasar desapercibido pero pesado, lento y lleno de curiosidad, hundía sus más de cuatrocientos kilos en la tierra seca. Sus astas, bien parecían guadañas, y su pelaje negro le hacía más temible de lo que era en realidad. Al fin y al cabo, lo habían criado como a un toro de labranza, y su comportamiento debería ser noble, comedido y bonachón con las personas. Pero a veces lanzaba coces de rabia, por algún maltrato recibido o por resquicios de su propia bravura arrebatada por el humano, que aún brotaba en sus venas.

Pero esa figurita de niña tratando de esconderse entre la hojarasca del árbol, y un pájaro revoloteando y gritando sin cesar, hicieron acercarse al gigante poco a poco al olivar. Inés, sobrecogida, empezó a temblar de miedo. Un toro bravo era lo último que le faltaba ese día para rematar la faena. Tal vez, la bestia, no se acercara lo suficiente; o tal vez sí, pero se encontraba en una situación tan comprometida que sólo pensaba en cómo salir de allí y echar a correr antes de que ese toro medio bravo se le acercara.

(..................continuará.)