viernes, 17 de septiembre de 2021

10º Premio Domingo Henares. INES Y LAS SERPIENTES VENENOSAS (1ª parte)

Como viene siendo tradicional iniciamos una nueva temporada de publicaciones en el "Blog...Historia Puente de Génave" con la obra ganadora del X concurso de relato histórico "Domingo Henares" que en esta ocasión recayó en el relato de Félix Pérez García inspirado en unos hechos que pudieron suceder, en otro tiempo, en la aldea de Peñolite y que aquí presentamos en dos entregas debido a su larga extensión. Historias que la tradición popular difundió y que quedaron perpetuadas por sus habitantes en la memoria colectiva y que el autor ha sabido recuperar y reconstruir a través de un relato extraordinariamente ameno sobre la "envenenada de Peñolite".


INÉS Y LAS SERPIENTES VENENOSAS.   (1ª parte)

 

Inés, una vez más, salió a la calle descalza, con sus harapos limpios y una panilla de hojalata en la mano. Recorría las callejuelas del pueblo pidiendo aceite. Todo escaseaba en esos tiempos de pobreza y se veía obligada a llamar a las puertas de las vecinas para obtener un poco y llevarlo a la casa que la acogió, siendo niña, en plena Guerra Civil. Había quien le daba una onza de ese apreciado líquido y también quien la rechazaba porque su miseria era aún mayor.

Félix Pérez García recibiendo el premio.

Muy lejano quedaba para ella que, en aquel mismo momento, los Aliados desencadenaban el desembarco en las costas de Normandía, porque su mundo era un pequeño mundo de hambre en una aldea olvidada.

Después, debía lavar la ropa de la familia en la alberca cercana a donde vivía, y allí conoció a su amiga, una culebra de agua que subía para saludarla sobre la superficie de la charca y se movía sinuosamente o se arrastraba por la pared como intentando alcanzarla.

–¿Será venenosa? -preguntó a unas vecinas que también lavaban en el buzón.

–Estas “bichas” no hacen nada -le contestaban.

–No temas, Inés -le indicó otra chica mientras extendía la ropa limpia sobre la yerba cercana para secarla al sol.

–No le tengo miedo, porque es amiga mía -les respondió a todas.

–Los amigos también pueden ser venenosos -comentó una mujer mayor mientras golpeaba su ropa en la charca.

–Hasta la propia familia -añadió en voz baja otra señora que llegaba cargada con un canasto de mimbre lleno de trapajos sucios.

         Inés recogió el jabón de sosa, la ropa limpia, la tabla de lavar y se marchó. Debía preparar la leña para el horno de su madrastra y no podía perder el tiempo escuchando chismes de las vecinas sobre historias ya pasadas. Todos sabemos que estos salpican un triple veneno; al que lo dice, al que lo escucha y de quien se habla.

Y mientras las avispas rondaban la charca, la culebra se sumergió de nuevo en el agua para alcanzar a un ratoncillo que flotaba muerto entre las algas.

Lavadero de Peñolite

Mariola era una mujer mayor, anciana ya, a la que los achaques de la vejez le habían arrebatado la vitalidad de los años mozos de los que disfrutaba Inés.

Toda una vida trabajando para conseguir, penuria tras penuria junto a su familia, poseer unas cuantas tierras, miles de olivos, casas, animales y, aunque empezó ahorrando perras chicas y gordas, para entonces tenía acumuladas pesetas y bastantes duros de la época.

Pero el tiempo no perdona a nadie; ni al ratón, ni al reptil del estanque, ni a la anciana mujer y ni siquiera perdonaría a Inés. Las enfermedades maceran los cuerpos, el tiempo no pasa en balde, y la vida transcurre despacio, pero transcurre para todos, como el chorrillo de la alberca, que un día dejará de brotar, como los latidos de un corazón.

La anciana lo tenía todo. Parecía que todas las dolencias se acercaban a ella y no se privaba de ninguna. Tampoco era ajena al cariño de sus familiares más cercanos, de la envidia y de la codicia. Y los males la maltrataban restando fuerzas, pero resistiendo a todos los envites a pesar de su debilitamiento y avanzada edad.

Un practicante amigo y cercano la visitaba y animaba a vivir con su amabilidad, conocimiento y consejos para mejorar su salud.

         Inés recorrió descalza el sendero de Las Torres. Una rana croaba sobre el musgo de la alberca cercana y saltó despavorida estirando sus largas ancas hasta zambullirse en el agua oscura. Las algas ocupaban la superficie de la balsa y, aunque nacía limpia y muy despacio, como borbotones desde las entrañas de la tierra, poco después se convertía en un estanque de sucia ova, pero rezumando vida en las huertas contiguas a través de la acequia que la transportaba pendiente abajo, encharcando los campos, surcando surcos, hasta finalmente filtrarse en la roca y regresando de nuevo a la vista, ladera abajo.

Las Torres de Peñolite

La serpiente de agua se asomó a saludarla, pero giró su sinuoso cuerpo y se adentró en la balsa. Tal vez le pareciese más apetitoso perseguir al anfibio que unos pies descalzos que saltaban barro, que saltaban piedras, rozando dedos, rozando yerbas, ortigas traidoras de los campos, que caminaba sobre zarzales enredados en los márgenes del arroyo, que abrazaban árboles sin cariño, como la abrazaban a ella. Tal vez una niña huérfana no era lo más tentador, porque no existía posguerra para los animales silvestres, pero sí para Inés, que recorría el camino del cortijo para trabajar en las casas, limpiando y realizando todas las tareas que pudieran llevar algo de valor a casa o unas pesetas.

Un árbol se interpuso en su camino. Él se fijó en ella, y ella en él. Era un olivo. Había muchos olivos en la Dehesa. Realmente todo allí era un inmenso olivar.

Pero era diferente. Sus copas parecían gigantescas, altas, verdes y escandalosamente robustas. Y toda esa maraña de ramas se sustentaba en un grueso tronco hueco, lleno de un musgo reluciente y a la vez sombrío.

–“Voy a subirme” -pensó Inés.

–“Vas a caerte” -pensó el árbol.

         Y la vida transcurría pausada. Mientras que Inés, siendo niña, amasaba harina en el horno de su madrastra, preparaba las latas, los fogones, y traía ramas y leña de olivo, descalza por los corrales y la casa, para poder hacer pan y, en ocasiones, bizcochos, tortas de manteca y dulces, escuchaba a las mujeres cuchichear sobre un “envenenamiento” de una anciana enferma, ocurrido años atrás en la aldea.

Pero la Guerra se comió todo, y acrecentó tantos recuerdos desagradables y trágicos de familias maltrechas, como la de Inés, y casos hirientes, que uno más, en una larga lista de asesinatos, violaciones, injusticias, vejaciones, tragedias, violencias, odios, paseíllos y envidias, era uno más, pero empañado, turbulento, escondido, silenciado y a la vez murmurado entre los más ancianos del lugar, que aún hoy en día lo recuerdan.

La anciana, moza vieja, o viuda, da igual, era el tema de conversación de sus familiares más allegados. Porque en tiempos de escasez, penuria, mendicidad y miseria, la gente tiene hambre y, aunque algunos eran ya la envidia de la aldea, parecían necesitar el odio para ser completamente felices y precisaban de una posible herencia para seguir subsistiendo y poder sobrevivir de lo que daba el campo.

Peñolite y su Dehesa.

Una idea corría de la mano de la codicia serpenteando como las serpientes venenosas. Basta una mente traviesa y mezquina para transformar la bondad natural de las personas. Basta una chispa para provocar un incendio. Y basta una idea brillante, pero maliciosa, para lograr lo que uno se propone con ánimo de progresar en la vida sin importarle ni nada ni nadie de los que te rodean. Y si se comparte, en busca de un bien común, parece que psicológicamente la culpa será menor, porque, repartido el hecho, se diluye entre lo bueno y lo malo, la maldad desaparece en una gran proporción y apenas queda un resquicio, que, si se manifiesta, se intenta machacar como sea para que no ocupe un lugar en la mente.

–¿Cómo se encuentra hoy, Mariola?

–Bastante mejor -dijo la anciana.

–Tómese esto, que le sentará bien -dijo el practicante acercándole a la boca una cuchara con algún brebaje medicinal.

–Gracias por todo, Serafín. Es usted un hombre muy bueno.

–No pasa nada. En breve se repondrá y se encontrará mejor.

–¡Ay, que Dios se lo pague!

–Dios me lo pagará, sin duda, con su bienestar -le respondió él.

Y Serafín salió de la estancia, donde la chimenea chispeaba ascuas, despidiéndose de la mujer a la cual visitaba a menudo, ayudaba y reconfortaba como podía, sabía o estimaba mejor para ella, dada su avanzada edad y sus enfermedades, que tarde o temprano se la llevarían de la vida, de su aldea y de su querida familia.

Al poco tiempo de atravesar la puerta, en la calle Ancha, se encontró con uno de los sobrinos de la anciana.

–¿Cómo está? -le preguntó.

–Mejor. Bastante mejor. Esta mujer es fuerte, ha pasado mucho, pero seguro que nos enterrará a todos -le respondió él.

–Pues, si nos ha de enterrar a todos, tendremos que hablar -le respondió lacónicamente el sobrino y, cogiendo su bastón, echó a andar calle abajo.

Inés, después de limpiar un par de casas en Las Torres y ayudar con las faenas del hogar, recorrió el camino de vuelta a través de las cuestas y olivares, saltando acequias de agua clara, llegando al majestuoso olivo sesgado por el tiempo, hueco en las entrañas, grandioso en sus copiosas copas.

Aunque era ya tarde, aún le quedaban fuerzas y no escatimó en colocar en el tronco sus pequeños pies descalzos e intentar encaramarse. Escalaría sus ramas sin problemas. Era una niña joven y ágil, que estaba en la flor de la vida, aunque esta no pareciera que estuviera muy a favor de ella.

De repente, un nido atrajo su atención. Se dirigió hacia él trepando por las ramas, con la mala fortuna de resbalar y quedar atrapada con uno de sus pies en el tronco hueco.

Y allí se quedó, magullada y pensando qué hacer; si alcanzar el nido, cortarse el pie, gritar, romper la corteza a mordiscos o estirar de él hasta que saliera, aunque fuera maltrecho y ensangrentado.

Mientras tanto, un pájaro regresó a su nido, un lagarto apareció en la tierra cercana al árbol y una culebra silbó, al mismo tiempo que la tarde se acercaba. Al fin y al cabo, allí no se encontraba del todo mal, hasta podría recostarse y descansar un poco, si no fuera por la reprimenda que le esperaba en casa por la tardanza.

El día en que se reunieron era una noche fría y oscura. La chimenea lanzaba briznas encendidas y chisporroteaban las ascuas de leña de olivo. No hay mejor leña que la de olivo seca para dar calor a un hogar.

Pero el ambiente era tenso y se respiraba fatigosamente. El botijo recorría las gargantas, pero también lo haría la cazalla. Y todo producía calor y somnolencia.

         Alguien habló. Otros escucharon. Alguien propuso llenarse de envidia en la aldea. Y alguien estuvo de acuerdo. Tarde o temprano tendría que suceder y, por el bien de todos, mejor antes que después.

–Tenemos que hacer algo -dijo otro “alguien”.

–Yo estoy de acuerdo -contestó un sobrino.

–Yo también -dijo su hermano.

A veces la ruindad produce valentía, y la valentía riesgo, y el riesgo, valentía, y los humanos recrean la mente de tal forma que se perturba el bien, y sólo queda el mal para conseguir un propósito, porque al final, si eres duro, siempre dañarás a otro ser humano, y si eres de buen corazón, no lo dudes, te dañarán a ti, como si fueran serpientes venenosas. Y todos los “alguien” estuvieron de acuerdo. Otros escucharon y simplemente dijeron “sí “.

Y repartirían los bienes por igual y saldrían beneficiados. Total, la anciana era ya tan mayor y con tantos achaques que un soplo bastaría para llevársela al cielo. Porque eso es lo que necesitaban, que se marchara al cielo lo antes posible.

¿Para qué esperar a la ley natural de la vida, si podían acelerar su muerte?

Y así fue como la propia familia determinó que la vida de Mariola corría peligro. Porque ya estaba en una edad en que cualquier brisa del Yelmo, cualquier gripe vana o picadura de alacrán se la podría llevar de este mundo para recorrer el mundo de los espíritus, vagando antes de tiempo por la Dehesa de Peñolite.

         En el mismo momento en el que Inés intentó sacar el pie de la hendidura del tronco, rozó su tobillo de tal forma que la sangre apareció en su piel descalza. No se asustó. Estaba habituada a las rozaduras y se entretuvo en contemplar al lagarto, al nido con el pájaro que no dejaba de trinar alborotadamente y revolotear por encima de su cabeza, defendiendo lo suyo, con talante amenazante, como ella misma hubiese hecho en la misma situación.

Un toro medio bravo, medio bravo y medio manso, apareció en el olivar cercano. Se encontraba suelto. Era “Morito”. Esta vez, no estaba enganchado al yugo con su compañero “Colorao", Alguien lo habría dejado pastar a su aire después de arar los campos. Rumiaba algo entre sus dientes y parecía tranquilo, hasta que divisó a Inés en el olivo.

Con paso quedo se dirigió hacia ella. Despacio, como quien quiere pasar desapercibido pero pesado, lento y lleno de curiosidad, hundía sus más de cuatrocientos kilos en la tierra seca. Sus astas, bien parecían guadañas, y su pelaje negro le hacía más temible de lo que era en realidad. Al fin y al cabo, lo habían criado como a un toro de labranza, y su comportamiento debería ser noble, comedido y bonachón con las personas. Pero a veces lanzaba coces de rabia, por algún maltrato recibido o por resquicios de su propia bravura arrebatada por el humano, que aún brotaba en sus venas.

Pero esa figurita de niña tratando de esconderse entre la hojarasca del árbol, y un pájaro revoloteando y gritando sin cesar, hicieron acercarse al gigante poco a poco al olivar. Inés, sobrecogida, empezó a temblar de miedo. Un toro bravo era lo último que le faltaba ese día para rematar la faena. Tal vez, la bestia, no se acercara lo suficiente; o tal vez sí, pero se encontraba en una situación tan comprometida que sólo pensaba en cómo salir de allí y echar a correr antes de que ese toro medio bravo se le acercara.

(..................continuará.)

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