domingo, 30 de octubre de 2022

LOS NEVEROS DE LA SIERRA DE SEGURA

 

Los pozos de nieve. Siles y Segura de la Sierra

Con la modernidad, el hombre, ha perdido o ha abandonado gran parte de su patrimonio cultural tradicional. Ha dejado de usar métodos tradicionales de cultivo, cambiándolos por otros más modernos, también la forma de conservar los alimentos, la forma de construir, de trabajar materiales e incluso, ha cambiado la forma de relacionarse con la naturaleza.

Nevero de Siles

Hace años, apareció un pequeño artículo en las Noticias de Canal Sur, sobre la Reina de las Nieves. No es broma. Llamaban así a una Señora de la provincia de Granada, que aún tenía una concesión hereditaria muy antigua, no recuerdo de qué época, la cual autorizaba a ésta Señora, claro está, anteriormente a sus antepasados y posteriormente a sus descendientes, a recoger y trasladar nieve desde Sierra Nevada, hasta Granada, para abastecer de hielo, a los Hospitales de la capital granadina.

Evidentemente, en otras épocas este comercio de la nieve era algo tradicionalmente normal en nuestra geografía, y en nuestro entorno de la Sierra de Segura, donde se producían importantes nevadas, especialmente en las zonas altas de Siles, Santiago-Pontones o Segura.

Esta actividad se producía también en otros lugares de la provincia de Jaén o el resto de España, incluso en lugares tan alejados como las Islas Canarias, donde podemos encontrar construcciones llamadas "Pozo de las Nieves" o denominaciones similares. No es un tipo de construcción relevante en cuanto a lo arquitectónico o estético de la misma, de hecho, podría pasar desapercibida a los ojos de muchos de nosotros que no conoceríamos el uso que tendrían esos enormes agujeros excavados en la tierra de no ser por el cartel explicativo que indica en la actualidad el uso que se le daba.

En la Sierra de Segura, como mínimo, hay dos aún visibles, una en Siles y otro en Segura de la Sierra. Hay autores, que nombran otros ya desaparecidos tanto en Génave, como en Beas de Segura.

Nevero de Segura de la Sierra

Ambos pozos de las nieves, esencialmente constan de una enorme oquedad para almacenar la nieve. En el de Segura de la Sierra, el pozo, es completamente visible. El edificio que debiera tener para proteger la nieve de los elementos atmosféricos ha desaparecido, viéndose un pozo, de gran diámetro y una profundidad aceptable. Está situado en las cercanías del castillo, a escasos metros del patio de armas del mismo, el cual se encuentra curiosamente fuera del recinto amurallado actual, y que ahora tiene el uso de plaza de toros.

La cultura de la nieve ha sido bastante importante en ciertas zonas de Sierra, especialmente donde se producían las nevadas importantes y las condiciones climatológicas permitían el almacenamiento y conservación optima de la nieve para su posterior transformación en "hielo" a través del método de prensado. Recordemos que hasta mediados del Siglo XX, no se comenzó con la fabricación por medios industriales de hielo, por lo que había que fabricarlo por medios naturales.

Hay noticias de pozos de la nieve en la provincia de Jaén, que se remontan al S.XVI. Uno de los más modernos -mediados del S.XIX- es el que encontramos en el término municipal de Siles, en un paraje de frío, situado en una umbría, que permanece durante muchos días del año escondido del sol. El paraje es conocido como "La Fresnedilla". Es la parte alta de la ladera del monte, en la cara norte del mismo, como habréis supuesto. Hace frío hasta en verano, y en invierno, si no es bien abrigado, cuando está cayendo la tarde, se nota como desciende la temperatura varios grados centígrados en poco tiempo en un margen relativamente corto de tiempo.

Ilustración explicativa del sistema de conservación de la nieve

No es difícil imaginar las cuadrillas de trabajadores, a mediados del siglo XIX, que es la época de construcción aproximada de éste pozo. El frío que debían pasar al subir desde alguna aldea o cortijada cercana, con sus bestias de carga, sus espuertas de esparto, sus azadas o palas, y abrigados con la poca ropa de que pudieran disponer en aquella época, y cómo al amanecer, comenzaban a recoger la nieve de los alrededores del nevero, para llevarla hasta el pozo, vaciar las espuertas, los serones o aguaderas de las bestias dentro del pozo, donde había otras personas encargadas de prensar la nieve, bien pisándola o aplastándola con palas u otras herramientas, y, separando cada cierto tiempo, unas capas de nieve de otras, mediante paja, mientras los que recogían la nieve, volvían a empezar.

Lo de separar la nieve en capas, y mediante paja, es un sistema bastante inteligente. Si todo se hace un bloque de hielo, cortarlo para poder comercializarlo hubiera sido más trabajoso, y mucho menos regular. De ésta forma, se evitaban trabajo, y los trozos de hielo, tenían una forma y tamaño más regular.

Para transportarla hasta los comercios, domicilios particulares, u otros puntos de venta, usaban las bestias de carga -burros, mulos- solas o tirando de carretas. El transporte era realizado por los "arrieros", y sus animales, los cuales recogían la nieve ya hecha hielo muy temprano e incluso madrugada, para que no les diera el calor durante el viaje, y no se les estropeara la carga, llegando así en buenas condiciones a su destino.

Nevera antigua

Después, a finales del S. XIX, esta actividad cayó en desuso con la fabricación industrial del hielo que permitía un abastecimiento a las grandes ciudades, cuestión que resultaba imposible para estos trabajos realizados en los neveros tradicionales. También aparecen de forma paralela las primeras neveras domésticas, que no dejaban de ser una caja metálica, de aluminio generalmente, con una puerta pequeña, y un grifo de desagüe, para eliminar el agua de derretirse el hielo. Las había en los domicilios de la gente adinerada, y en los locales o establecimientos como Casinos, Hoteles o Restaurantes, aunque poco a poco fueron abaratándose en su proceso de fabricación llegando a todo tipo de domicilios.

Fuente y pilones del nevero de Siles

Esta circunstancia influyó decisivamente que las gentes dejaran de lado la cultura de la nieve y los pozos de nieve se abandonaran a su suerte, llenándose de maleza y entrando en un deterioro considerable. Por esa razón, los que han llegado a nuestros días son verdaderas reliquias que debemos conservar. Así vemos que, en el caso de Siles, no solo está el pozo de nieve, sino que a unos metros más abajo, nos encontramos con una fuente, posiblemente originaria como desagüe del pozo, con varios pilares o piletas consecutivas, algo muy común también en la zona de la Sierra de Segura, aunque éstos son de cemento, y los tradicionales, son troncos, los cuales han sido vaciados en su interior.  Pasear por ésta zona, dependiendo de la época del año, puede ser bastante agradable, o desapacible. Lo que sí es seguro, es que el paseo, no os deja indiferentes.

Art.- "lo que se oculta bajo el sol"

sábado, 15 de octubre de 2022

10º Premio Domingo Henares. LA MEMORIA INCIERTA (2ª parte)

Continuamos con la publicación de la segunda parte de la obra ganadora del 10º concurso de relato histórico "Domingo Henares" patrocinado por el Ayuntamiento de Puente de Génave, escrita por Carmelo Cañete Rubio, en el que se hace referencia a los recuerdos de aquellas vivencias que nuestros mayores sufrieron durante la Guerra Civil Española en la Sierra de Segura. Un relato entrañable que nos acercará a aquel tiempo de la mano de los momentos que nieto y abuelo comparten en un viaje hacia el pasado. 

-----------------continúa.........

                                           

                         LA MEMORIA INCIERTA   (2ª parte)

Se metieron en el coche y el anciano le dijo que tendrían que coger por la carretera que pasaba por la parte superior de la calle en la que estaban. Así que dieron media vuelta para girar a la izquierda en el cruce situado apenas a veinte metros.

  Sigue recto por aquí - dijo el anciano una vez que hubieron entrado en la carretera.

Entrega del premio Domingo Henares a Carmelo Cañete

Era la misma carretera por la que habían llegado hasta el pueblo, solo que aquí parecía más estrecha aún y peor conservada. Cuando habían recorrido algo menos de un kilómetro enfilaron una bajada pronunciada para llegar a una curva muy cerrada a la izquierda, después de haber pasado, a la izquierda, ante lo que parecía un almacén, una edificación relativamente nueva, de color gris con un par de puertas grandes que acabada en un patio cerrado con tela metálica.

  Para, para.

El nieto detuvo el vehículo en el centro de la calzada. Tampoco había ningún lugar al que arrimarse, ni ningún otro vehículo al que estorbar.

  Me he equivocado.

  Ya me parecía a que por aquí no iríamos a ningún sitio -comentó el nieto mirando al frente donde la carretera, ya convertida en calle, se dividía en dos caminos de tierra más estrechos aún.

  Da la vuelta, anda.

El coche dio la vuelta y empezó a subir la cuesta despacio. El anciano miraba a ambos lados, tratando de descubrir el camino que buscaba. Un poco antes de llegar al punto donde se acababa la pendiente, el anciano le pidió que se detuviera de nuevo ante un camino que salía a la izquierda.

  Tiene que ser por aquí - dijo el anciano señalando el camino.

  ¡Claro, no hay otro camino! - rio Alfredo.

  No seas impertinente, niño.

  El anciano se sumó a las risas del nieto.

  ¿Cómo lo ves? ¿Podremos pasar?

  Supongo.

Enfilaron el camino que subía en una pronunciada pendiente que, por suerte, se acabó pronto y pasaron a recorrer la ladera del monte que quedaba a su derecha. El camino se ensanchó un poco y también empezó a presentar menos piedra suelta y más tierra, aunque había numerosos baches que los obligaban a avanzar prácticamente al paso.

Tardaron algo más de un cuarto de hora en recorrer poco más de un kilómetro. Cuando llegaron a una curva muy cerrada a la izquierda y cruzaron el arroyo por un puente, el anciano pidió que parara el coche.

  ¡Creo que es aquí!

La voz del anciano no reflejaba alegría ni sorpresa, tan solo duda. Cuando el vehículo estuvo apartado del camino, abrió la puerta y bajó.

  ¡Anda, vamos! ¿Qué esperas?

  Voy -dijo el nieto, que no acababa de entender qué quería hacer su abuelo.

Cruzaron el puente andando y entonces el anciano se salió del camino y tomó una vereda estrecha que se abría a la izquierda.

  Abuelo, ¿seguro que quieres ir por aquí? Mira que el camino no es muy bueno...

  Son unos pocos metros. No te preocupes.

  No me preocupo. Lo que no quiero es que te caigas y te hagas daño.

  Tú quédate aquí a mi lado por si acaso. No te preocupes, que no me voy a caer.

Realmente el anciano abordó la senda con una seguridad que no parecía propia de su edad, parecía esperanzado en llegar a algún sitio que el nieto no acertaba a entrever. Cien metros después pasaron por una arboleda. El anciano observó los árboles con una mirada acuosa, tratando quizás de descubrir un recuerdo, un lugar familiar. Desembocaron en un prado verde, no muy grande, y el anciano se detuvo.

  Aquí - dijo.

  ¿Aquí? ¿Qué pasa aquí?

Tinada para guardar ganado. Marchena

Por toda respuesta el anciano siguió andando hasta cruzar el prado en diagonal, hacia la derecha, y avanzó bajo otros árboles, seguido de cerca por el nieto. Vieron un corral formado por muros altos de piedra y el anciano se detuvo para tomar aliento mientras miraba al frente. Luego siguió andando, bordeó el corral y se dirigió a una puerta que había en la edificación. La entreabrió y miró dentro.

  ¿Se puede saber qué demonios buscas, abuelo? -inquirió ahora serio el nieto.

  Aquí solía encerrar el ganado.

  ¿El ganado? ¿Qué ganado?

  Y también aquí los conocí.

  ¿Qué conociste a quién? Abuelo, me vas a tener que dar un par de explicaciones. Al fin y al cabo, te he traído hasta aquí, y en contra de la opinión del resto de la familia.

  No te preocupes. Te lo explicaré. Busquemos un sitio donde sentarnos.

El anciano esperó mientras Alfredo movía un par de piedras del muro que aparecían caídas, para preparar un precario asiento para su abuelo. Cuando estuvo satisfecho porque parecía estable, se lo ofreció, y aquel se acercó y se sentó, desconfiado al principio y más confiado cuando comprobó la estabilidad del conjunto. Alfredo hizo lo mismo a su lado, pero directamente en el suelo.

  No hemos traído agua, ¿verdad?

  ¡Abuelo, no! ¡No hemos traído agua!

El anciano miro alrededor, como tratando de impregnarse del agradable entorno, buscando quizás un poco de ayuda para contar algo que no le había contado a nadie nunca, ni tan siquiera a su mujer. Y no es que le preocupara contarlo. No había nada malo en ello. Bueno, al principio sí que tenía miedo, miedo de la policía y de la guardia civil, pero al cabo de unos años a nadie le importaba ya nada de lo ocurrido en aquel remoto paraje de la provincia de Jaén. No tenía por qué tener miedo, pero sentía una especie de pudor, como si le debiera algo a aquellos hombres que había conocido allí, en medio de ningún sitio. Sentía que hablar de ellos era como delatarlos, como descubrir su escondite. 

  Aquí, una vez… en otra vida, fui pastor -hizo una larga pausa, que fue respetada con cierta dosis de impaciencia y asombro por Alfredo-. Yo traía el ganado desde el pueblo hasta aquí, a pastar. Bueno, aquí y a muchos otros sitios. El ganado se tenía que mover continuamente. Los pastos se acaban y tienes que llevarlos a diferentes lugares en función de la disponibilidad de alimento y de los pastos de los que disponga el señor del hato...

  ¿El señor de qué? -interrumpió su nieto.

  El señor del hato. Es como llamábamos a los propietarios de los rebaños. En otros lugares también los llamaban amos, pero aquí la costumbre era llamarlos señores de los hatos.

  Ya... Pero ¿el rebaño no era tuyo, entonces?

  ¿Mío? -el anciano se echó a reír de buena gana-. Yo no tenía ni donde caerme muerto. Gracias podía dar al cielo porque comía todos los días, unos más y otros menos, pero todos los días. Había otras personas en el pueblo que no tenían ese privilegio.

– Eran tiempos muy duros. Yo tenía once años, a mi padre lo mataron en la guerra el año en que yo nací, nunca lo conocí, y mi madre murió cuando yo tenía siete años.

Cuando me quedé huérfano, apenas había empezado de zagal con otro pastor de la zona, Germán se llamaba. Era una buena persona, pero tampoco podía pagarme mucho. De hecho, trabajaba por la comida y algo de leche que llevaba para casa, cuando las ovejas o las cabras daban leche. En realidad, creo que él la hurtaba al señor del hato y me la daba poco menos que a escondidas.

– Pero me enseñó el oficio. Tanto es así que con once años ya trabajaba de pastor, aunque dudo que le pagaran a mi hermano como tal. Debían pagarle como zagal lo más seguro, aunque yo trabajara como pastor.

  ¿Le pagaban a tu hermano?

– Claro. Yo era poco más que un niño. Ni entraba en conversaciones ni tenía derecho a opinar. A mí me decían ve y yo iba. Punto.

– Para mi hermano era importante tener una boca menos que alimentar, al menos durante la trashumancia, que eran seis meses al año más o menos. Era un tiempo en el que no se tenía que preocupar de ponerme un plato por delante, pero el resto del año sí era un problema para él.

– Lo cierto es que, en mayo de mil novecientos cuarenta y nueve, yo había vuelto de pasar el invierno en las tierras de abajo y, estando aquí con el ganado, me sobresaltó un ruido en el establo, me acerqué y me asusté al ver a cuatro hombres armados que me apuntaban con las escopetas.

– El primero, que fue con el único que hablé en aquel momento, se llamaba Sixto y sé que era de aquí, de Marchena, y que conoció a mi padre. De los otros tres, no me acuerdo bien. Creo que dos eran de Albacete.

 Abuelo, no te quiero interrumpir, la historia es fascinante, pero es la hora de comer y si llegamos tarde lo mismo nos quedamos a dos velas. Tampoco quiero tener a la señora del hotel esperando y en el pueblo, ya has visto, no hay ningún otro sitio al que acudir.

Pastoreo en los campos de Santiago-Pontones

El anciano suspiró profundamente y contempló el vuelo de dos mariposas, de un blanco inmaculado, que dibujaban rayas imaginarias con su danza en el espacio. Ahora que se había arrancado a contarle a alguien aquella historia le fastidiaba tener que parar a medias. Pero su nieto tenía razón, así que se ayudó del bastón y, agarrándose a la mano que le tendía su nieto, se levantó y ambos recorrieron el camino de vuelta hasta el coche.

Después de comer se trasladaron al salón y, una vez acomodados, Alfredo instó a su abuelo a continuar con la historia.

  Déjame que descanse ahora un rato, hijo. Estoy cansado.

  Como quieras, pero me debes el resto.

  Tiempo habrá. No te preocupes, mañana será otro día.

  Recuerda que mañana nos vamos.

  Lo recuerdo. No sufras.

Alfredo, mientras su abuelo dormía una plácida y reparadora siesta, salió a la calle y decidió acercarse hasta el lugar donde habían estado por la mañana.

Fue un agradable paseo a pie. Cubrió los poco más de dos kilómetros en veinte minutos y una vez allí bajó hasta el arroyo, agreste, con enormes piedras que el tiempo y la erosión habían colocado allí. Subió de nuevo al corral, lo inspeccionó y trató de imaginarse a su abuelo, con doce años, rodeado de ovejas, deambulando por allí, pero fue incapaz y desechó la idea. Intentó entrar en el establo, pero estaba cerrado con llave, así que se limitó a mirar por el ojo de la cerradura. “La llave debe de ser enorme”, pensó. Tampoco había nada allí que tuviera interés para él. Pesebres y poco más.

Aldea de Marchena

Volvió al pueblo, pero en vez de ir directo al hotel entró por la parte baja del caserío, saludó a un par de personas que se encontró en su camino y trató de identificar alguna casa antigua. Su abuelo había dicho que su casa estaba “por ahí abajo”Desistió también de encontrar una casa antigua. Todas las que vio estaban rehabilitadas o eran nuevas. Al volver al hotel saludó a las personas que se agolpaban en amena conversación ante la puerta trasera de una furgoneta abierta, donde un hombre vendía diversos productos a los allí reunidos.

                                        Día tres

El día amaneció apagado, por contraposición al día anterior, en el que el sol brillaba desde primera hora. Negros nubarrones avanzaban rápidamente desde el este con la intención de cubrir todo el pueblo. Mientras que desayunaban empezó a llover, o eso pensaron cuando, al dirigirse a la puerta para ir al coche, vieron cómo todo estaba mojado y una espesa cortina de agua les disuadía de salir.

  Esperen, que los acompaño al coche.

Agradecieron no tener que mojarse y recorrieron el escaso trecho hasta el coche protegidos bajo el enorme paraguas. Primero fue el anciano, que se metió tan rápido como pudo en el asiento del copiloto. Después fue su nieto que, después de meter las dos maletas en el maletero, se introdujo en el asiento del conductor. Arrancaron y dejaron atrás Marchena. Alfredo se fijó en que su abuelo no volvió la vista ni una sola vez.

  ¿No miras para despedirte de tu pueblo?

  No hay nada ahí de lo que me tenga que despedir -contestó parco el anciano.

  ¿Me vas a contar el resto?

 Claro. Ya te dije ayer que lo haría, pero ahora céntrate en conducir, que llueve mucho y la carretera es estrecha y llena de curvas.

Alfredo se resignó y se centró en conducir. Cuando estaban llegando a Santiago de la Espada, el anciano despegó los labios de nuevo.

  Busca la plaza y tomamos un café, si no te importa.

  Claro. Me irá bien parar un rato, que el camino hasta aquí ha sido difícil con tanta curva y tanta agua.

Alfredo siguió recto hacia el centro del pueblo en lugar de tomar la carretera de circunvalación y, guiándose por el más puro instinto, fue a dar con un tramo de calle más ancho que el resto. El anciano miraba las calles tratando de orientarse, cuando vio un letrero que ponía

“Calle de la fuente”.

  Es aquí. Si esta es la Calle de la fuente, es al final de esta calle.

  ¿Qué hay al final de esta calle, abuelo?

  Eso es el ayuntamiento, ¿verdad? -preguntó el anciano sin responder a la pregunta.

  Eso parece, al menos por las banderas.

  Pues aparca donde puedas.

Ayuntamiento de Santiago-Pontones

Aparcó justo enfrente de la entrada del ayuntamiento y el anciano se precipitó a bajar del vehículo. Había dejado de llover, pero la calle estaba llena de charcos y el ambiente había refrescado mucho con respecto al día anterior. Abrió la puerta trasera y se puso el chaquetón que había dejado allí al subirse al coche.

  Ese edificio es nuevo -dijo señalando al ayuntamiento. No lo recuerdo.

  Tiene pinta de no ser muy viejo ¿Y ese café al que me ibas a invitar?

El anciano miró alrededor y señaló un bar. Cuando se dirigían hacia la puerta, se desvió haciendo que su nieto se detuviera por un instante. El anciano se acercó al centro de la plaza y miró alrededor, como tratando de recordar algo. Entraron en el bar y el anciano se dirigió a una mesa que estaba puesta junto a una ventana desde la que se podía ver la plaza.

  Bueno, abuelo, ¿vas a terminar de contarme la historia?

  Claro -contestó el anciano suspirando-. ¿Por dónde me quedé?...

  Me estabas diciendo que el hombre que viste se llamaba...

  Sixto. Ya me acuerdo. El que salió primero del establo se llamaba Sixto y fue con el que tuve más contacto. Los otros eran más callados. Sixto era de Marchena y había conocido a mi padre. Eso es lo que más llamó mi atención. Los otros, no sé, creo que eran de Albacete. Me falla la memoria.

– No sé si eran buena o mala gente. Solo sé lo que me contó Sixto, que dijo que durante la guerra habían luchado en el bando de la República y que, acabada ésta, los habían recluido en diversos campos de concentración y que, como la vida allí era imposible, se habían fugado y luego se habían juntado en la sierra por pura casualidad.

Los cafés interrumpieron el relato. El anciano esperó a que el camarero se hubiera ido para continuar.


  Me dijeron que en realidad no tenían ideales políticos. Bueno, uno sí. Uno me dijo que había sido alcalde, pero no era Sixto. Lo cierto es que, habiendo perdido la guerra y habiéndose fugado debido a las durísimas condiciones de vida de los campos, era “o te escapabas o te morías de hambre y penurias”, dijo. No quedaba más camino que la sierra.

Lo cierto es que aquel día estuvimos hablando un buen rato. Comimos cada cual de lo suyo. Tampoco es que ninguno tuviéramos mucho que compartir. Y luego simplemente se fueron.

Durante aquel verano los vi en diversas ocasiones. Yo intentaba tener algo que ofrecerles, un poco de pan, unas manzanas que robaba al pasar por cualquier huerto... lo que fuera, y ellos compartían conmigo lo poco que tenían, una liebre o una perdiz que hubiera caído en alguna de las trampas que ponían. Una vez que no tenían nada matamos un cordero y luego le dije al señor del hato que había bajado el lobo.

  ¿Y te creyó?

  Supongo que no, pero tampoco le quedaba otra. Le dije que no había matado más porque entre el perro y yo habíamos conseguido ahuyentarlo -el anciano sonrió recordando ese momento-. En fin, que durante aquel verano estuve relativamente a menudo con aquellos hombres. Me enteré de algunas cosas sobre mi padre y mi madre que no sabía, nada del otro mundo, y llegó noviembre, y con los fríos tocó bajar con el ganado y perdí el contacto.

– Al cabo de seis meses, como siempre, volví a Marchena, en mayo, como cada año. Volví a los pastos de la montaña y a los sitios donde teníamos nuestros encuentros, pero los primeros días no aparecieron.

– A finales de mes, no sé el día exacto, por aquel entonces no teníamos calendarios ni yo sabía contar el tiempo más allá de que por la mañana salía el sol y por la tarde se ponía, me pareció escuchar unos tiros a lo lejos, bastante lejos de donde yo estaba. Al día siguiente traté de acercarme a la zona con el rebaño y volví a oír tiros, esta vez con más claridad, pero, claro, no me atrevía a acercarme.

– Al anochecer, cuando iba camino del corral, oí una gran explosión. Encerré el ganado en el corral que viste ayer y en vez de ir a casa de mi hermano volví al monte, en dirección al Cerro de Marchena, por donde había oído la explosión. Vi algunas luces de lejos y pasé la noche escondido bajo unos arbustos.

– Cuando amaneció, oí algo de jaleo. Entonces vi que varios guardias civiles bajaban de la sierra tirando del ronzal de un par de mulos que llevaban dos bultos encima. Me armé de valor y salí a su encuentro. Al verme a lo lejos, detuvieron su marcha y se pusieron alerta hasta que vieron que solo era un chaval.

– Uno de ellos me gritó que me marchara. Yo me detuve y pregunté a mi vez dónde los llevaban. El que me había gritado hizo ademán de acercarse empuñando el fusil en actitud amenazadora, pero otro lo detuvo y me gritó “A Santiago”.

– Llorando como una madalena eché a correr monte abajo hasta llegar al camino que conectaba Marchena con Santiago.

– Cuando llegué, los guardias ya habían llegado y estaban bajando los dos cadáveres de los caballos y los apoyaban contra una pared. Los dejaron como si estuvieran sentados.

– Esperé porque salieron varios hombres de un edificio. Supongo que el alcalde y la gente del ayuntamiento, a los que se sumó el cura. Hablaron durante un buen rato, situados alrededor de los cadáveres. Los curiosos se fueron acercando, aunque no demasiado, y comentaban entre ellos mientras fumaban un cigarro. Las mujeres que pasaban miraban y se santiguaban antes de seguir su camino murmurando rezos.

– Cuando, al cabo de un buen rato se marcharon los hombres y se quedó solo un guardia civil, el mismo que me había contestado en el monte, me atreví a acercarme, no demasiado. Uno de los cadáveres que me pareció identificar con Sixto presentaba varios disparos en el pecho. Al otro me fue imposible identificarlo. Estaba medio quemado.

– Habían colocado un cartel, pero no pude leerlo. El guardia civil, al reconocerme, se acercó y me dijo “no te metas en líos”. No lo dijo como una amenaza. Su tono era incluso un poco paternal.

– Miré de nuevo los dos cadáveres. Los ratos que pasé con aquellos hombres fue lo más parecido a reuniones familiares que tuve durante mi infancia.

– Salí corriendo y en lugar de volver a casa de mi hermano busqué el cordel y bajé de la sierra. Tardé dos años en llegar a Madrid.

– Y eso es todo. Nunca más he vuelto por aquí. Hasta ahora, que apenas puedo recordar sus caras, que se han quedado desdibujadas en mi memoria incierta.

El anciano había terminado de hablar con la mirada perdida, más sumergida en los recuerdos de un pasado tan lejano que en el presente.

Carmelo Cañete

-¡Caray abuelo! ¡Menuda historia! -dijo Alfredo al cabo de un rato, mientras que su abuelo continuaba mirando por la ventana, con la vista fija en una pared frente al bar.

  Sí -contestó el anciano-. Menuda historia.

  Me has dicho que no pudiste leer el cartel. ¿Y eso?

El anciano miro a su nieto, luego miró el café, que no había tocado y contestó:

  No sabía leer.

  ¿Cómo que no sabías leer? Abuelo, eres un gran escultor, reconocido por medio mundo... una persona culta y formada... reconocida.

  ¿Y…? Aprendí a leer con casi veinte años.

                                                Epílogo

Al cabo de dos meses el anciano recibió un WhatsApp. No es que fuera muy ducho con la tecnología, pero se defendía. Era de Alfredo, su nieto.

¡Abuelo, he estado investigando! Y no creas que ha sido fácil. Lo que me contaste pasó el 22 de mayo de mil novecientos cincuenta. Los cadáveres que viste eran el de Sixto García, alias “el de Marchena”, y el de Julián Ruíz, que fue alcalde republicano de Yeste. Los otros dos que conociste eran Juan Sáez, que había sido alcalde republicano de Nerpio, en Albacete, que no estuvo mucho con el grupo y se marchó presumiblemente al exilio; el otro era Manuel Romero, que había sido secretario del mismo ayuntamiento. Manuel Romero, en marzo de mil novecientos cincuenta se entregó a la guardia civil y denunció el escondite de Sixto y Julián.

El anciano leyó el mensaje y, sin contestar, apagó el teléfono.