viernes, 27 de octubre de 2023

11º Premio Domingo Henares. EL MOLINO (2ª parte)

 EL MOLINO.

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El fraile guardó silencio mientras le sostenía la mirada, hasta que el caballero se desentendió y comenzó a roer la madera con la daga.

–Lo que sucede en estas villas –comenzó don Álvaro sin reparos– es lo mismo que viene aconteciendo en cualquier lugar de la creación divina. Nuestro Señor castiga a los hombres por sus faltas, y no se salva nadie: ni cristianos ni infieles, ni nobles ni menesterosos, ni laicos ni religiosos. Todos sufren por igual la ira de Dios. Desde hace años las cosechas se pierden por falta de lluvias y los más desdichados deambulan por los campos comiendo cualquier cosa, raíces o alimañas; los más sediciosos acaban abandonando los campos y se dedican al pillaje y al bandidaje, pero ni ellos escapan del castigo divino, pues una gran pestilencia azota a todo el orbe conocido y, si bien la hambruna puede ser capeada por las familias más pudientes, este mal se ceba con todos por igual.

Ruedas del molino harinero.

–¿Y qué males han cometido los hombres para que Dios los castigue con tanta severidad?

Don Álvaro miró a fray Federico con cierta incredulidad.

–¿Acaso todo esto que os relato es absolutamente nuevo para vuestra persona? ¿Acaso de donde venís se libran los hombres de padecer la ira del Señor?

–No, por desgracia. Sufrimos los mismos males que caen sobre estas sierras, y otros que no tienen nada que ver con la mano de Dios, puesto que en las ciudades castellanas los linajes de la nobleza se dedican a disputarse el gobierno de las mismas, luchando entre ellas y destruyéndose a sí mismas en vez de hacer la guerra al infiel, que aprovecha nuestra debilidad para acometer con sus aceifas de forma cada vez más osada.

–Al tanto estamos de esto que nos contáis, pues nosotros mismos lo hemos vivido no hace mucho tiempo, cuando una hueste granadina intentó arrebatarnos la fortaleza de Siles, que, si no es por el socorro organizado por el maestre de la Orden, bien pudiéramos estar ahora mismo en una mazmorra mahometana.

Castillo de Siles,

–¿Creéis, pues, que todos estos males que padecemos son obra de Dios? ¿Y qué pecados ha podido cometer la raza humana para ser escarmentada con tanta inclemencia? Pero, ¿dónde está la piedad de Dios? No. El Señor es clemente y misericordioso, y todos estos males no son por obra suya, sino a causa de los desaciertos de los hombres, que infligen el mal contra sí mismos. El Señor nos recibe en su reino con los brazos abiertos, nos perdona por nuestros pecados y nos procura una vida eterna alejada del sufrimiento y las maldades que los hombres cometemos en la tierra. No es Dios quien nos manda el hambre, la enfermedad y la guerra, sino que somos los propios hombres quienes esparcimos la semilla del mal. Nuestro Señor, en cambio, es quien nos salva y nos libra de estos padecimientos.

Se hizo un silencio profundo pues ninguno de los presentes podía rebatir este último sermón de fray Federico. El peso de su hábito se hizo evidente, arrinconando la altanería que el brillo de los aceros provoca en quien los empuña; la palabra había vencido y la superstición huía, humillada por la evidencia.

–Decidme, si tenéis aún respeto a un siervo de Dios, ¿qué delito cometió ese hombre para ser prendido por la justicia de la Orden? –esta vez no fue una petición, sino un imperativo que derrumbó las reticencias de ambos caballeros.

–Padre –comenzó don Álvaro mientras don Nuño agachaba la cabeza, humillado–, este hombre encabezó una asonada en contra de la justa autoridad que don Gonzalo Rodríguez de Castro representa. Convenció a todos los vecinos de Xénabe de negarse a satisfacer los tributos que por derecho corresponden a su señor, de tal manera que tenían preparada una celada para cuando el recaudador se presentase en la Torre de la Tercia para disponer de ellos. Como fuese despedido de Xénabe con graves humillaciones, al poco nos presentamos con nuestro señor don Gonzalo para castigar tal osadía y procurar hacer prevalecer los derechos de servidumbre que los freires de la Orden de Santiago poseen sobre los vecinos de esta Encomienda. Pero no se amedrentaron al vernos llegar con nuestros estandartes e intentaron presentar batalla con las pocas armas de que disponían, por lo que dimos buena cuenta de algunos de ellos, mientras que el resto claudicaba a nuestra autoridad. Excepto este hombre que tenemos aquí, que fue el culpable de que su mujer pereciera en la refriega porque se expuso insensatamente frente a la espada desnuda de don Gonzalo. No contento con ver morir a su esposa, juró venganza contra don Gonzalo, hiriéndole de palabra, por lo que, por todos estos delitos, se dispuso que fuese ajusticiado en la horca. Mas logró evadirse de la mazmorra donde estaba retenido, sin que aún sepamos cómo. Y así hemos estado cercándole durante los últimos dos días con sus dos noches. Por lo que mañana tornaremos a Xénabe, donde se dará cumplida sentencia.

Rebelión campesina.

Fray Federico guardó silencio, luego agachó la cabeza y recitó una imperceptible oración en latín. Al cabo de un instante, que se hizo eterno para don Álvaro, tomó la palabra:

–Responded con sinceridad, don Álvaro. ¿Qué habría hecho vuestra merced en caso de verse en la piel de este hombre? ¿Acaso no habríais defendido a vuestra familia con la misma furia? ¿No habríais derramado hasta la última gota de vuestra sangre por socorrerla? ¿Por salvar vuestro honor? No, a este hombre no podéis castigarlo ya, porque bastante castigo le habéis infligido. Cumplir la sentencia que le tenéis impuesta no será sino liberarlo, porque el Señor, en su infinita misericordia, lo acogerá en el reino de los cielos y los liberará de todos los males, pesares y aflicciones que esta vida terrenal nos regala.

–Padre –respondió don Álvaro bastante atribulado–, tened la merced de asistirme, sin más tardar, en la confesión de mis pecados.

Don Nuño observó desconcertado cómo, en un arrebato de su camarada de armas, aquel fraile, aparecido como un ángel redentor, se disponía a concederle la gracia de Dios. Recelaba de los pecados que pudiese relatar, pues consideraba que a don Álvaro le flaqueaba el ánimo, y no lo tenía en buena estima porque eran demasiadas las veces que lo había sentido cuestionarse las obligaciones de su oficio. Sin embargo, pese al exceso de escrúpulos que éste siempre había demostrado, don Nuño sabía que en el combate era un caballero formidable, de los que saben qué hacer y cómo hacerlo en medio de la más comprometida lid. Y allí estaba él, apartado de cualquier otro hombre que morase en aquel molino por esa noche, solo, mientras el preso dormía entre terribles pesadillas que le hacían pronunciar palabras incomprensibles y removerse continuamente en el rincón donde había caído rendido; y su compañero se confesaba, con murmullos inaudibles, al siervo de Dios con quien tan extrañamente se habían cruzado. Se percató de que tal situación le incomodaba, por lo que, con gestos lentos y suaves, fue aposentándose con su espada y su rodela bien prestas, la daga dispuesta bajo el sayo, disimulado todo bajo su capa, fingiendo como el que va a echar un duermevela con absoluta despreocupación.

Símbolo franciscano.

Al poco, fraile y caballero se alzaron y retornaron cerca de la lumbre y de don Nuño, que levantó la mirada con aire somnoliento, e incorporándose propuso:

–Don Álvaro, ya que estáis en paz con Nuestro Señor, haga vuestra merced una guardia mientras yo reposo, porque, aunque la noche no se presta a sobresaltos, pequemos en exceso de ser precavidos. En cuanto sintáis el peso del cansancio, no dudéis en levantarme para que os dé el relevo, pese a que no sea llegado aún el momento preceptivo.

Propuso de tal manera porque sospechó que a lo largo de la noche podría ser traicionado por quien, en función de su juramento, debía apoyarlo en ese trance, y estimó que, si don Álvaro planeaba alguna celada contra su persona, no iba a darle la oportunidad de prepararla a conciencia, por lo que prefirió simular un sueño en la primera hora, antes de verse sorprendido más adelantada la noche y con un adversario que acabase de descansar.

–Me parece bien. Id a descansar en buena hora, que yo velaré por nuestras personas – respondió don Álvaro.

–Si no ven inconveniente los señores caballeros, me ofrezco a cubrir la última guardia – añadió fray Federico–, pues acostumbrado estoy a madrugar para los maitines. Y ahora acompañaré a don Álvaro con mis últimas oraciones del día.

–Sea, pues.

Hizo ademán don Nuño de conciliar el sueño de manera presta y sin impedimentos, manteniendo en verdad, como se dice, un ojo cerrado y otro abierto, a la espera de cualquier movimiento fuera de lugar de su camarada, que, para su entendimiento, habíase convertido en desertor de su causa y esperaba de él cualquier emboscada.

Como pasaban los minutos y allí nada se movía, a excepción de que el fraile también había decidido dejar volar sus pensamientos por el mundo de los sueños, empezó a impacientarse y a sentirse incómodo, pues ni dormía ni velaba, y estaba intentando hacer con el cuerpo lo contrario que con la mente. Así que, al cabo, se incorporó disimulando un falso desvelo.

–Parece que me cuesta esta noche conciliar el sueño.

–A mí también, don Nuño.

Permanecieron en silencio unos eternos segundos, en los que don Nuño intentó escudriñar qué pensamientos prosperaban en la mente de su adlátere, imaginándose que estaba pasando por todo tipo de remordimientos y desazones, pues hasta él era capaz de discernir que aquel preso había sido víctima de un terrible infortunio y que sus acciones habían sido, desde el punto de vista de los fueros internos que deben regir a todo cristiano viejo, completamente dignificantes de su persona. Pero también consideraba que, cuando uno había luchado por su honor, esforzándose y sacrificando hasta la última gota de su sangre, una vez que la derrota se presenta por la inescrutable voluntad de Dios, se debía aceptar tal designio y someterse al veredicto del vencedor. Por eso, aunque el sermón de fray Federico había calado en la consideración previa que poseía de su presa, no se cuestionaba lo más mínimo la posibilidad de impedir que respondiese ante la justicia de su señor, don Gonzalo Rodríguez de Castro, y en ello empeñaría su honor y su vida si fuese necesario.

Maestre de la Orden de Santiago.

–¿Don Nuño –dijo de pronto don Álvaro–, no creéis que a Fray Federico le sobra la razón?

¿Que a este infeliz ya no podemos infligirle castigo alguno?

–Yo no creo nada, salvo los votos que realicé en mi juramento de fidelidad –respondió con brevedad.

–Hay muchas veces que me cuestiono si la naturaleza de mis acciones enfada a Nuestro Señor, muchas veces en que he desenvainado mi espada contra otros cristianos, unos armados, otros indefensos, en pro de defender los privilegios de aquel a quien sirvo. Pero a veces dudo de que los privilegios de don Gonzalo estén en conformidad con la voluntad de Dios.

–Quizá deberíais dejar vuestra espada envainada para siempre y plantearos vestir un hábito –volvió a responder con sequedad; luego, cediendo un poco a la consideración, añadió:– Escuchad bien, don Álvaro, sabed que os considero uno de los mejores caballeros que campean por estas sierras. Os he visto en muchos combates y sé de lo que sois capaz. Es un honor para mí haber peleado hombro con hombro con vuestra merced en las más difíciles ocasiones que un guerrero puede verse. Os respeto y os estimo por esto, pero también debo advertiros de que nada ni nadie me impedirá llevar a este preso a recibir el justo castigo que se merece por sus ofensas a don Gonzalo.

–No habéis entendido nada, don Nuño. Ni vuestra merced ni don Gonzalo Rodríguez de Castro ni el mismísimo diablo pueden castigar ya a este hombre.

Se hizo el silencio y ambos caballeros permanecieron en su mismo puesto durante un tiempo que se hizo infinito, cada uno con sus pensamientos y sus tribulaciones, casi sin cruzarse miradas, sin más comentarios, sin movimientos bruscos, como si esperasen que, en lo que dura una oración, el astro cercenase la noche con sus primeros rayos. La tormenta había amainado y ya no llovía. A cambio, cada cierto tiempo se escuchaba el agudo silbido del viento, que penetraba por mil rendijas del molino profiriendo una llamada endiablada. Pasó la noche y don Álvaro se dejó vencer por el sueño, reposando sin mayor cuidado que el de abrigarse convenientemente con la capa. Don Nuño recelaba al principio, pero acabó por cerrar los párpados mientras soñaba que hacía guardia en un molino junto a un río, acompañado de un monje y otro caballero, para que un preso, al que había estado persiguiendo durante dos días, no tuviera la tentación de escapar.

Con los primeros rayos del sol, don Nuño volvió a abrir los ojos y descubrió con espanto que estaba solo en la cámara del molino. La luz entraba clara y radiante por el ventanuco y el aire llegaba fresco y con un intenso olor a tierra mojada; el rumor del río era menos intenso que unas horas antes y dejaba apreciar un melódico piar de todo tipo de aves que en el bosque de ribera hallaban alimento y cobijo.

Se maldijo mil veces y, enfurecido, se aprestó a vestir sus armas con la mayor celeridad. Apretaba los dientes de rabia mientras manipulaba las hebillas de sus correajes, ciñéndose adecuadamente la vaina de su espada y la rodela en su brazo izquierdo. El portón del molino estaba abierto de par en par, por lo que marchó con presteza hacia el exterior con la esperanza de hallar no muy lejos de allí a su cabalgadura, esperando que los traidores hubiesen tenido al menos la consideración de no haberle privado de ella. Al salir se dio de bruces con una realidad que no había podido ni tan siquiera imaginar: a pocas varas del molino, en un claro, descansaban los tres hombres que habían pasado la noche con él, sentados en grandes piedras en torno a una fogata, cocinando algo sobre ella. Inmediatamente lo miraron y le invitaron con gestos a aproximarse.

Al llegar junto a ellos advirtió que sus semblantes carecían en absoluto de la tensión que reflejaban en horas pasadas; el preso mantenía las manos maniatadas, por delante del vientre, y asía con ellas una escudilla con gachas y un cucharón con el que daba buena cuenta de ellas. Si no fuese por el cordel que le impedía liberar sus manos, nadie diría que fuese a abandonar el mundo terrenal ese mismo día. Don Álvaro, embutido en su coraza, con la espada ceñida y envainada, y la rodela y el capacete reposando a su izquierda, recibía en aquel instante su ración de gachas de manos de fray Federico. Le sonreía suavemente, con honestidad, y le invitaba con gestos a recibir su parte del desayuno. Fray Federico era quien guisaba junto al fuego y quien repartía las raciones, con el mismo semblante desenfadado, sereno, como si se presentase un provechoso día por delante.

Aún desconfiado, don Nuño se aproximó al grupo, ocupando el hueco libre sin tan siquiera proponérselo. Observaba incrédulo al preso comer con lentitud, con un semblante que denotaba una resignación que escasas horas antes habría sido imposible de prever. De vez en cuando, a éste, se le perdía la mirada hacia el horizonte, a los valles y las cumbres que desde las inmediaciones del molino dejaban entrever los caminos de las sierras. No había tensión, no había miedo, ni tan siquiera tristeza, su faz era la de un hombre que aceptaba su destino fuese el que fuese. Tampoco se atisbaba ni lo más mínimo un sentimiento de derrota o sometimiento: estaba allí como si aquel fuese su lugar.

–En cuanto apuremos este desayuno y aprestemos los caballos, tornaremos a Xénabe a dar con nuestro señor, don Gonzalo.

–He considerado su consejo de ayer, don Nuño –indicó fray Federico-, y he decidido asistir al juicio que este hombre tiene con la justicia de la Orden, que es la justicia de Dios en la tierra.

Al escuchar eso, Don Nuño volvió a sentir cierta desconfianza.

–¿Y a qué se debe ese cambio de parecer? ¿No teméis llegar a deshora a encontraros con vuestro hermano?

–¡Oh! No os aflijáis por eso. Sin duda mi hermano tiene multitud de atenciones en este instante. Sin embargo, Nuestro Señor Jesucristo nos enseñó en el Sermón de la Montaña que dichosos son los pobres de espíritu y los que lloran y los humildes y los que tienen hambre y sed de justicia...

–Sí, sí –interrumpió don Nuño–, todos conocemos las Bienaventuranzas.

–Callad, insensato –espetó don Álvaro–, y respetad la palabra del Señor.

–No estamos ante la administración de ningún santo sacramento, don Álvaro. Y guardaos de pronunciar palabras de las que podáis arrepentiros.

–¡No, por el amor de Dios! No discutan vuestras mercedes –intervino fray Federico arbitrando en tal discordia–. Sin duda, don Nuño no ha pretendido ofender a nadie. Sosegaos. Relajen su orgullo.

Dependencias de la Torre de la Tercia. Génave

–¿Qué pretendéis entonces asistiendo a la ejecución de este hombre?

–Vuestra merced lo ha dicho. Asistir a este hijo de Dios en el momento en que deba rendir cuentas a la justicia de la Orden –comprendiendo que don Nuño aún lo observaba con desconfianza, añadió:– Oíd, don Nuño, poco antes del alba, como es costumbre en nuestra orden franciscana, me he despertado para rezar mis oraciones y, al mismo tiempo, cumplir con mi palabra de ayudar a guardar este campamento. Al poco, Santiago se ha desperezado y el Señor nos ha iluminado con su inspiración, así que hemos mantenido un coloquio muy provechoso, por el cual, aquí donde lo veis, Santiago se ha sometido a los designios divinos y va a recibir la gracia de Dios con humildad y resignación; porque él sabe ya que será recompensado en la vida eterna y que esta noche cenará a la derecha de Dios, con su hija y con su esposa, que lo están esperando con los brazos abiertos. Nuestro Señor, en su infinita misericordia, le ha perdonado por todos sus pecados, y está en disposición de aceptar su destino.

–Don Nuño –habló entonces Santiago–, debéis saber, y lo mismo le he manifestado a don Álvaro, que no os guardo rencor por lo que, en estos últimos días, hemos litigado. Soy consciente de que vuestra merced es un caballero y tiene unas obligaciones y unos juramentos que por honor debe cumplir. Guardad, pues, la conciencia tranquila. Y por mi parte, para poder recibir la misericordia del Señor con plenas garantías, debo saber que vuestra merced también me perdona si en algún momento ofendí vuestra condición con la desobediencia que he mostrado en los últimos días.

Don Nuño no daba crédito a lo que escuchaba, pues la rebeldía, la rabia y el odio que durante los últimos días aquel reo había mostrado eran absolutamente opuestos a la mansedumbre que ahora ofrecía. Como era soldado acuchillado, no dejaba de recelar de las verdaderas intenciones de todos aquellos que, con tan buen agrado, compartían el desayuno con él.

–¡Válgame el Señor! ¿Qué otra prueba de su misericordia necesitamos? –exclamó de pronto fray Federico al tiempo que, alzándose sobresaltado, señalaba con su mano libre hacia el monte circundante.

A cierta distancia, junto a un roquedo que le servía de abrigo, estaba el jumento que se había ahuyentado la noche anterior, en perfectas condiciones, pastando descuidadamente los brotes tiernos que previamente olisqueaba.

–Ni los lobos se aventuraron anoche –opinó don Álvaro.

–Esto es una prueba divina de que el Señor ha perdonado a Santiago Yáñez, pues andaba mi ingenio intentando averiguar la manera de hacer el camino sin tener que hacer sufrir más a esta criatura y el Señor nos envía este presente.

Relucían las aguas del gran río al reflectar los rayos del sol, algo crecidas por las lluvias pasadas y con esa coloración ocre que muestran cuando fluían removidas, y brillaban las alamedas con sus hojas plateadas, bailando al compás de la brisa que bajaba por el valle, mientras mil sonidos descompasados rompían cualquier atisbo de monotonía en la naturaleza. Una atmósfera nítida y brillante lo envolvía todo y el calor de la mañana se imponía sobre sus cuerpos cansados y maltrechos, templando sus músculos y penetrando en sus humedecidos huesos. Sus aceros relucían exultantes y las diferentes cabalgaduras ramaleaban con obediencia, cuando se dispusieron a abandonar el paraje del molino y enfilaron la senda del viejo puente para tomar el camino de Xénabe.

Caminaron entre coloquios y silencios, discurriendo sobre la bondad de Dios, los castigos divinos o los pecados humanos; sobre las lluvias y las cosechas que se perdieron y las que estaban por llegar; sobre sucesos acaecidos allende los montes, en la vieja Castilla, en los llanos manchegos o en las Andalucías; sobre las últimas incursiones y luchas con los moros, recitando algunos versos que narraban historias de caballeros enamorados, de duelos singulares, de victorias cristianas.

Ninguno parecía mostrar ni el más mínimo grado de patetismo ante el inminente futuro que le deparaba a Santiago Yáñez, ni tan siquiera él mismo, que de buen grado se dejaba conducir ante una muerte segura. Y esta resignación hacía pensar a don Nuño, en meditaciones silenciosas y personales que no pensaba compartir con nadie: “¿qué habría hecho vuestra merced en caso de verse en la piel de este hombre?”. Esas palabras escapaban y tornaban una y otra vez de la mente de don Nuño.

“Luchar, yo habría muerto luchando. A mí no me llevarían ante el verdugo con la mansedumbre de un cordero como a este infeliz. Yo no soy de los que suplican indulgencias a mis enemigos; yo soy un caballero que vende cara su piel y prefiero condenarme mil veces en el infierno que empeñar mi honor y mi libertad, que verme de rodillas ante el verdugo. Prefiero mil veces morir con una espada en la mano, peleando por mi dignidad, cumpliendo la venganza que justamente me pertenecería si me viera en la misma posición que este desgraciado, al que todo le fue arrebatado por la codicia de su señor, porque fue la codicia lo que llevó a don Gonzalo a exprimir a sus siervos. Es la ambición y la rapacidad de ciertos señores lo que provoca que siervos fieles como estos acaben embistiendo hacia la autoridad que el Señor les concedió; y son monjes como éste los que aplacan la furia y la irritación de los siervos que deciden morir como cristianos viejos antes que dejarse humillar como un perro; son estos religiosos los que convencen al vulgo de que se resignen a vivir en la más completa obediencia. Pero una cosa es ser leal, fiel, honrado, y otra cosa es vivir degradado, ser dócil, carecer de dignidad. Son despreciables, no merecen medrar en esta vida en la que un hombre con valor y con razonamiento puede vivir y morir con honor, haciendo respetar su persona, sirviendo con lealtad, pero sin dejarse maltratar por ningún señor, ¡ni por el mismísimo rey de Castilla! No, a mí este astuto monje no me convencería jamás de aceptar con tan descarada vergüenza una servidumbre tan indigna. Yo soy un hombre libre y elijo por quién he de morir”.

Al poco, se adentraron por las callejuelas de Xénabe, dirigiendo sus caballerías hacia el recinto fortificado, mientras algunas mujeres vestidas de riguroso luto y otros hombres de armas de toda condición salían al paso para contemplarlos.

–Recordad –dijo fray Federico dirigiéndose a Santiago Yáñez, mostraos reverente con don Gonzalo y evitaréis torturas y sufrimientos innecesarios.

Pedro Herreros Cejas

Nota del Autor:

Me he tomado algunas licencias históricas en pos de la belleza del relato. Por ejemplo, el molino harinero, cuyas ruinas podemos encontrar hoy en Puente de Génave, data del siglo XVI, aunque por qué no suponer que hubo con anterioridad otra edificación que fuese reformada en tales fechas.

Tampoco se ha querido reproducir con exactitud académica la forma de narrar del pasado, ni en la morfología ni en el léxico. Soy consciente de que este relato caerá en manos de lectores del siglo XXI y no he querido estar constantemente consultando diccionarios ni obligar a los lectores a hacer lo mismo. Aunque sí he intentado mantener ciertas formas arcaicas para buscar esa belleza literaria que consideramos más importante que cualquier corrección histórica.

En definitiva y apuntando un par de ideas para el debate literario, mi mayor preocupación ha sido la de crear un argumento que invite a reflexionar cómo, a pesar de la distancia temporal, los seres humanos libramos continuamente las mismas batallas. Del mismo modo, se debe señalar que, en este mundo, a veces los héroes no son precisamente quienes creemos.

 

BIBLIOGRAFÍA

•DE LA CRUZ AGUILAR, EMILIO, Ordenanzas del Común de la Villa de Segura y su Tierra de 1580, Imprenta Vera-Cruz, Orcera, 2005.

•AVILÉS PASCUAL, DAVID, Esta tierra es mía. Ocupación de los montes y baldíos del norte de Segura en el siglo XIX, Imprenta Vera-Cruz, 2015.

•BALLESTEROS LINARES, MARÍA, Establecimiento de la Orden Militar de Santiago en la Sierra de Segura. La Encomienda de Segura de la Sierra, Boletín Instituto de Estudios Giennénses, 2010.

•VILLEGAS DÍAZ, LUIS RAFAEL, Y GARCÍA SERRANO, RAFAEL, Relación de los pueblos de Jaén, ordenadas por Felipe II, Boletín del Instituto de Estudios Giennénses, 1975.

•ASOCIACIÓN CULTURAL SIERRA DE SEGURA, Anales de la Sierra de Segura, 2003.

•AA.VV., Segura de la Sierra. Territorio de Frontera, Fundación Patrimonio Sierra de Segura, 2009.

•ALGUACIL GONZÁLEZ, OLAYO, Rincones Serranos, Ed. Amarantos, 2006.

•ALGUACIL GONZÁLEZ, OLAYO, Arquitectura Tradicional Serrana, Ed. Amarantos, 2008.

•ALGUACIL GONZÁLEZ, OLAYO, Útiles y aperos tradicionales, Ed. Amarantos, 2009.


lunes, 16 de octubre de 2023

11º Premio Domingo Henares. EL MOLINO (1ª parte)

Presentamos, algo que ya viene siendo habitual en nuestro blog, la publicación de la narración ganadora del concurso literario de Relato Histórico Domingo Henares convocado por el Ayuntamiento de Puente de Génave. En esta edición correspondiente a 2023, resultó ganador el relato de D. Pedro Herreros Cejas, que nos transporta a la Edad Media donde la relación entre caballeros, servidores de la fe de Dios y los villanos, no siempre fácil, dentro de la Encomienda de Segura bajo el control de la Orden de Santiago en tierras de frontera con la Granada musulmana. Dividimos por su extensión en dos partes este relato que seguro os cautivará.

D. Pedro Herreros Cejas recibiendo el premio.

EL MOLINO

–Encomienda tu alma al Señor.

Un dolor agudo sacudió el vientre de la víctima y la angustia que precede al pánico comenzó a invadir todo su cuerpo, desde los pies hasta la cabeza, inmovilizándolo en una extraña sensación de parálisis.

El caballero alzó una daga con la diestra, mientras asía con la otra el cabello de su presa, con intención de alzarle la cabeza para que el acero entrara con mayor facilidad por su garganta.

–Don Nuño, no le corresponde a vuestra merced dictar sentencia ni ejecutar al reo. Deberíamos esperar a estar en presencia de don Gonzalo.

Quien así hablaba era otro hombre de igual condición que el improvisado verdugo, aunque de semblante más sereno y ademanes más juiciosos. El nombre de don Gonzalo hizo dudar a don Nuño, provocando que aflojara la tensión con la que sujetaba la cabeza de aquel que estaba a punto de ser degollado, con lo que el dramatismo de aquella escena pudo atenuarse por un instante. Recobrando la compostura y haciendo gala de una simulada frialdad, acertó a componer el siguiente discurso:

–Don Álvaro, sería aconsejable que jamás os interpusierais entre un cazador y su presa; la caza es un acto en que el buen juicio deja lugar, en el último instante, al ardor y a la excitación, y, en ese momento, una jabalina dirigida hacia una alimaña puede atravesar a cualquier cristiano que tercie por cobrar la presa para sí mismo.

Trabajo de los villanos en la Edad Media

Tal amenaza no amedrentó a don Álvaro, aunque tampoco produjo el efecto de ofenderle, por lo que con igual templanza respondió:

–Os aseguro que nunca he intentado cobrar otras presas que las que mis aceros han arrebatado a la vida, pero sé perfectamente quién es mi señor y qué privilegios le corresponden. Jamás cazaría en su coto sin su licencia.

Tal razonamiento pareció convencer a don Nuño, que descendió lentamente su brazo armado e incorporó con vehemencia a aquel hombre que, aunque solo fuera por un tiempo no muy largo, acababa de salvar su vida.

–Esperemos, pues, a estar en presencia de nuestro señor don Gonzalo, pero sabed que, con su aquiescencia, yo mismo cumpliré la sentencia que le espera a este miserable.

–No me parece mal tal decisión. Permitidme que amarre a este infeliz a mi corcel, pues el vuestro es más brioso y podría descoyuntarle los huesos antes de que lleguemos a Xénabe.

Torre de La Tercia en Génave.

Don Álvaro anudó las muñecas del reo con una soga que portaba en la silla de montar y enlazó el otro cabo en el fuste de la misma. Por primera vez se detuvo a observar el semblante de quien había estado rastreando y persiguiendo durante los últimos dos días y pudo percibir que era mucho más joven de lo que en un principio estimaba. Poseía unos brazos delgados y fibrosos, pero firmes; una tez tostada, cabello no muy largo, enmarañado, y unas manos grandes, recias y callosas. Poseía unos ojos profundos que reflejaban años de hambre, de miseria y de odio. De haber sido otra la fortuna de aquel hombre, posiblemente habría sido un valioso guerrero, un compañero de armas de los que más vale tener en tu mesnada que frente a ti. Había visto antes villanos de tal estirpe; eran muy diferentes de la mayoría de siervos que trabajaban las tierras de los señores. Altivos, orgullosos, sufridos, cristianos viejos que otorgaban su fidelidad solo a cambio del respeto de sus fueros. El señor de estos vasallos debía cumplir su pacto, evitar llevar a cabo abusos y conceder las prebendas que empeñaba con su palabra; en caso contrario se exponía a una algarada del vulgo que solía acabar de igual manera: aquellos valientes eran ajusticiados por encabezar la rebelión y el resto, los cobardes, volvían al redil amedrentados y encogidos, con la misma miseria por la que se alzaron contra su señor.

–No alcanzaremos hoy los hogares de Xénabe –dijo don Nuño, señalando el horizonte–. Los caballos no pueden ser forzados tras la caza de hoy y aquellas tormentas estarán aquí antes de que crucemos el río Guadalimar por el puente. Procuremos ganar el molino y dormiremos a resguardo esta noche. Si no, preparémonos para buscar otro refugio.

–El molino servirá –respondió don Álvaro.

Molino harinero junto al río Guadalimar

Marcharon al paso por estrechas veredas que serpenteaban a través de las lomas que flanqueaban el río, dirigiéndose al único paso que permitía vadearlo cuando el caudal del mismo aumentaba a causa de los fuertes aguaceros que descargaban en su curso alto. La tarde se oscurecía con un cielo vaporoso, pleno de grisáceas nubes que conferían una atmósfera húmeda y violenta a causa de los remolinos de viento que con frecuencia se levantaban entre los prados y chaparrales; cerca del río, las alamedas proferían gritos aterradores al tiempo que sus hojas se desprendían como lágrimas que se liberan, y, un poco más allá, tronaba el agua cual volcán en pleno fulgor.

–¡No debemos estar muy lejos! –advirtió don Álvaro–. ¡Ese rumor de agua viene del salto que acontece a no más de un cuarto de legua del puente!

–¡Apurad, vuestra merced, al caballo y no miréis por el bienestar de ese villano o llegaremos con la tormenta arreciando!

Recorrido un trecho del camino, el prisionero dio con sus bruces en el suelo de manera estrepitosa, siendo arrastrado a lo largo de algunas varas y lastimándose por ello codos y rodillas. Al percatarse, detuvo don Álvaro su cabalgadura y, viendo que a causa de los golpes era incapaz el cautivo de ponerse en pie, descabalgó y se aprestó a alzarlo con más cuidados que los que su condición servil admitían. En cuanto lo tuvo cara a cara, apreciando la fortaleza de aquel desdichado, a quien habían estado rastreando como si de una bestia se tratase, fue incapaz de reprimir la siguiente inquisición:

–Decidme, ¿por qué motivo pusisteis empeño en traicionar a vuestro señor natural?

–Tiene que comprender vuestra señoría –respondió el reo completamente extenuado– que todo señor natural debe procurar el sustento y la provisión de sus vasallos, y que, cuando esto no ocurre, es deber del siervo luchar por sus fueros.

Puente de los de Xénabe

Se lo dijo sin sobrecogerse ni apurarse lo más mínimo, sosteniéndole la mirada, sin ceder ni un solo ápice de orgullo y dignidad. “Qué adversa es la fortuna”, meditó don Álvaro a la par que una punzada le oprimía el pecho.

–¡No detengáis la marcha para departir con el prisionero, don Álvaro, o no llegaremos secos al molino!

–¡Disponed vuestro corcel al paso que vuestra merced guste, que yo llevaré a este hombre vivo ante la presencia de don Gonzalo! ¡Y si para eso he de calarme hasta los huesos, así sea, si esa es la voluntad de Dios!

–¡Con ella llegaremos a presencia de don Gonzalo, pero en nuestro albedrío está pasar la noche con los ropajes secos o empapados! ¡Dejaos de monsergas y apretemos el paso!

¡Si este rufián ha trotado estos montes durante dos días sin desfallecer, capaz es de apurar el paso un cuarto de legua más!

Continuaron durante menos de una hora a lo largo de la ribera del río, a cuyo flanco discurría la vereda que conducía al molino donde los vecinos de Xénabe acudían a moler el cereal. Después de dos años sin apenas cosechar nada que moler, el propio molinero había sido pasado por las armas por las mismas razones que ahora arrastraban al preso, por lo que el oficio de molinero se encontraba vacante; aun así, sabían que tenían la puerta franca, pues incluso algunos gañanes encontraban refugio en él en momentos como aquel. Al vislumbrar sus piedras ocres ya entraba la noche, y la penumbra les permitió distinguir un haz de luz que salía del interior a través de un ventanuco que a buena altura se abría en el muro.

–¡Una candela! ¡Alguien se refugia en el molino! –exclamó don Álvaro.

–¡Aprestemos las armas!

–Primero habré de asegurar al preso.

–Amarradlo a ese chaparro y acudid vuestra merced por detrás en previsión de hallar gente de armas mal avenida. Yo acometeré de frente, en corto y por derecho.

No hacía falta acordar más, puesto que ambos conocían su oficio. Don Nuño alentó a su cabalgadura para amarrarla a cierta distancia y, tras descabalgar, se dispuso a alcanzar el portón del molino y estar presto a cualquier eventualidad, con la espada desenvainada y una rodela cubriendo su pecho, mientras daba tiempo a don Álvaro de realizar su cometido y posicionarse en lugar donde sorprender a un fortuito enemigo. Una vez en guardia, don Nuño abrió el portón con ímpetu, adentrándose con el filo de la espada por delante. Observó con prontitud que la única persona que aguardaba en el interior era un fraile atemorizado por el susto que el retumbar del portón y el brillo del acero le habían causado.

Aquel fraile, que viajaba solo, con la única compañía de su jumento, observó espantado cómo un ser robusto, bizarro, de espesa barba negra, algo encanecida, armado con espada, rodela, barbuta, peto y espaldar, lo acometía con sangre en los ojos sin tan siquiera apelar ni al Altísimo ni al Diablo.

–Vuestro nombre.

–Fray Federico –respondió el monje titubeando–. Profeso la orden franciscana y pertenezco al convento de San León en la ciudad de Baeza.

–¿Y qué hace un padre franciscano por estas encomiendas de la orden de Santiago?

En ese momento, don Álvaro, consciente de que la situación carecía, a primera vista, de un peligro a tener en cuenta, apareció tras el umbral empuñando su espada, pero con la punta baja, casi rozando el suelo empedrado del molino.

–Hago camino hacia la aldea de Siles, donde asuntos familiares me reclaman…

–¿En soledad por estos caminos? –inquirió don Nuño con irrespetuoso asombro.

–En compañía de otros hermanos de mi orden hasta Beas, y desde allí, y por consejo de un ventero de aquel lugar, por estas veredas con la esperanza de hacer noche en La Puerta. Pero viajaba con otro asno que se espantó a causa de una raposa que se cruzó no lejos de aquí, por lo que, intentando recobrarlo, deduje que se me hacía de noche, y busqué amparo en el molino, pues va a ser noche oscura y no aconseja la prudencia aventurarse por veredas que hace años que en persona no se transitan.

Ruinas del Convento Franciscano de Baeza

Quedaron satisfechos ambos caballeros con las explicaciones del franciscano y don Nuño bajó la guardia, acordando pasar la noche juntos y sin más cuidados, pues era cierto que se presentaba una oscuridad que a ninguna hueste granadina ni banda de salteadores le hubiera permitido preparar una celada.

En el momento en que don Álvaro apareció, poco después, con el prisionero, al cual había desatado del árbol y llevaba maniatado igual que una alimaña, Fray Federico pudo observarlo pausadamente, examinando sus heridas con respetuoso silencio, conjeturando acerca de las desdichas que habían llevado a ese hombre a encontrarse en tal condición. Luego volvió a sentarse junto al fuego y se dispuso a sacar del zurrón pan negro, tocino curado, queso y una bota de piel de cabra. Don Nuño se desprendía de su armadura y se disponía a hacer lo mismo, cuando el religioso intervino:

–He de suponer que, aunque este hombre se encuentre preso, al ser tan cristiano como nosotros, cenará también algo de tocino y beberá de lo que hay en este pellejo, que no sé si es vino con algo de agua o agua con algo de vino.

El gracejo no hizo mella en don Nuño, que con gravedad respondió:

–Cenará lo que cenan los presos que van a ser juzgados por traición.

–Cenará –intervino don Álvaro–, porque es menester llevarlo vivo en presencia de su señoría, don Gonzalo Rodríguez de Castro, freire de la Orden de Santiago, al cual servimos, vicario de la Orden en las aldeas de Xénabe, Torres, Bayonas y Albaladejuelo de la Sierra, que administra en nombre del Maestre, don Rodrigo Fernández Mexía.

–Graves serán sus pecados para que tan ilustres caballeros perseveren en ajusticiar a un hombre tan humilde –dedujo fray Federico.

–Estáis en lo cierto –respondió don Nuño–, pero no es lugar este para hacer públicos sus delitos, sino mañana delante del tribunal que habrá de juzgarlo, por lo que, si tanto os interesan sus pecados, podéis desviar vuestro camino y presenciarlos vuestra ilustrísima por sí misma.

Territorio de Encomienda de Segura

El monje percibió la sorna que aquel “vuestra ilustrísima” representaba, pues sabía muy bien fray Federico que don Nuño percibía exactamente su condición dentro del estamento al que pertenecía y tal tratamiento de respeto era excesivo a todas luces.

–Que no os engañe la humildad de mi hábito, pues soy de linaje hidalgo, y los asuntos familiares que en Siles me requieren consisten en asistir en su lecho de muerte a mi hermano, don Lope de Montefrío, caballero de sierra de esta encomienda de Segura, y descendiente de hidalgos que acompañaron al maestre Pelay Pérez Correa, en los tiempos en que el rey don Fernando el Tercero, señor de Castilla, arrebató estas fortalezas a los moros.

–¡Don Lope de Montefrío! –exclamó don Álvaro– Por mi honor que no tenía conocimiento de que se encontraba en trance de reunirse con Nuestro Señor. Lo conozco bien, pues no pocos venados hemos asaetado años ha, cuando él aún estaba en disposición de cabalgar y yo apenas era mozo. Pero decís que os dirigís a la aldea de Siles y creo que erráis, pues don Lope hace años que levantó solar en la villa de Segura, como han hecho todos los grandes señores de ganado de estas sierras.

–¿Don Lope en la villa de Segura? –preguntó el monje– Por la salvación de mi alma que esa es nueva. ¿Tantos años ha que no vuelvo al lugar que me vio nacer? ¿Y qué poderosas razones habrán llevado a mi hermano a abandonar el solar de nuestros antepasados? Pues en Siles era señor de vasallos y poseía tierras de sembradura con sus aldeas, montes de donde sacaban buenas cargas de madera y pastos y dehesas en donde el ganado prosperaba y enriquecía la hacienda.

–Y debe seguir siéndolo, pues tampoco tenemos nuevas de que perdiera tal heredad, mas es costumbre de la gente principal de esta encomienda trasladarse a Segura, por ser aquella la fortaleza más fuerte e inexpugnable, la mejor protegida contra las cabalgadas de los moros granadinos y las mesnadas hostiles a la Orden y al rey de Castilla.

En este punto de la conversación, intervino don Nuño con ánimo de centrar la atención en la mejor manera de calentar la cena y pasar la noche:

–No nos place conocer el estado en que se encuentra vuestro hermano y mañana mismo, cuando arribéis a La Puerta, haced las pesquisas oportunas para averiguar su paradero, no sea que hagáis el camino en balde y, cuando estéis en su presencia, elevad una oración al Altísimo en nuestro nombre por la salvación de su alma. Mientras tanto, es menester que dispongamos de una vez por todas la cena, apañemos el estado de nuestras cabalgaduras y ajustemos las ligaduras de este rufián para que no sienta la tentación de huir durante la oscuridad de la noche.

Segura de la Sierra. Sede de la Encomienda Santiaguista

No había apenas acabado esta disquisición, cuando el cielo empezó a descargar con furia un aguacero tan grande que hacía retumbar la techumbre del molino, mientras los truenos rompían el acompasado tañido de la lluvia. La noche era verdaderamente cerrada y solo un loco podría pensar en campear por aquellos cerros en un momento así.

El tronar que acompañaba a la tormenta provocó que ambos caballeros levantaran la guardia y se dispusieran a examinar el improvisado refugio en el que debían guarecerse en pos de preparar una defensa eficaz ante cualquier posible amenaza. El molino contaba con las dos plantas habituales, tal y como era costumbre desde tiempos inmemoriales. En la inferior se encontraba el rodezno que, durante la molienda, era movido por las fuerzas de las aguas del río, cuya corriente se desviaba a través de un cubo de presión hacia su interior y era desalojada mediante un socaz. Este sistema de canales se hallaba convenientemente sellado en aquel tiempo. De otro modo habría sido imposible conciliar el sueño en aquel lugar. Como otros molinos, el buje se alzaba hasta la planta superior, donde se erigía el resto del ingenio: una enorme piedra solera y la volandera sobre ella; la tolva, con su habitual forma de pirámide invertida; el harnero donde cribar la harina; el cernedor donde depurarla; y el complejo de la cabria, con sus vigas y poleas. Afortunadamente, la sala molinera no llenaba todo el edificio; una antesala permitía llevar una vida más holgada al molinero que obraba en los meses de molienda. Esta antesala era la que acogía al fraile cuando los dos caballeros asaltaron el molino, y se hallaba muy pobremente provista: apenas un hogar donde encender lumbre, una leñera escasamente abastecida, un par de banquetas viejas y agrietadas, un camastro donde echar un jergón cuando estuviese en uso y algunas piezas toscas de vajilla de barro con algunas tarascadas. Todo aquello que nadie se llevaría cuando hubiera que desalojar el molino por falta de labor; aquello que ni los saqueadores codiciarían. Un par de ventanucos, defendidos por estacas de madera carcomida, permitían airear sobradamente toda la estancia.

–Bien –dijo fray Federico–, volviendo al asunto anterior. Si bien es cierto que no soy juez para juzgar los pecados de este infeliz, sí que ejerzo el ministerio que posibilita que, si tiene a bien arrepentirse de ellos, pueda perdonarlos en nombre de Nuestro Señor Jesucristo. Recordad que a ningún cristiano se le puede negar el sacramento de la penitencia y, ya que la noche va a ser larga, permitidme que lo oiga en confesión, si el propio reo no muestra impedimento alguno.

Caballero de la Orden de Santiago

Sin apreciar demasiado ese razonamiento, no le quedó más remedio a don Nuño que aceptar a regañadientes tal disposición, al tiempo que don Álvaro mostraba una absoluta indiferencia.

–Acercaos, pues, si deseáis someteros al juicio de Dios antes de encomendaros al juicio de los hombres –indicó fray Federico al reo.

Apartándose hacia un rincón de la estancia, lo más alejado de la lumbre en la que don Nuño pretendía asar una morcilla que guardaba en las alforjas, el monje se dispuso a escuchar al preso en confesión santa, sentado aquél en un taburete abandonado, con las manos sobre los hombros de éste, que, puesto de rodillas, cruzaba los dedos de ambas manos apoyadas sobre su vientre, intimando cara con cara, de tal manera que era imposible oír la confesión para los dos caballeros, que habían decidido dedicarse a sus quehaceres.

–Padre –comenzó el reo–, os agradezco lo que queréis hacer por mí, pero no puedo recibir este santo sacramento.

–¿Por qué habláis así? La misericordia del Señor es infinita.

–Porque no puedo arrepentirme de los pecados por los cuales seré juzgado y sentenciado a morir.

–Por favor, contadme qué pecados son esos e intercederé con mis oraciones por la salvación de vuestra alma, porque no hay mal cometido por el hombre que Dios no perdone; recordad que Él nos envió a su propio hijo para redimirnos del pecado original.

–Padre, mi nombre es Santiago Yáñez. Nací en Xénabe y en toda mi vida jamás me he alejado de ella más de diez o doce leguas. Soy siervo de la Orden de Santiago, que tiene encomendada la defensa de estas sierras como bien sabéis. Antes de mí, lo fue mi padre, y antes de él, lo fue el suyo, y así hasta que se pierde la memoria. Siempre hemos acatado una servidumbre obediente y hemos respetado los fueros que nos gobiernan; por eso, siempre hemos pagado las rentas, las tercias, los diezmos y cuantas imposiciones han sido exigidas por nuestros señores; siempre hemos respetado y cumplido las ordenanzas que rigen en esta Encomienda de Segura; jamás hemos traicionado ni hemos llevado a cabo trabajos contrarios a los intereses de la Orden. Pero la fidelidad de un siervo está condicionada por el cumplimiento de sus obligaciones por parte de su señor y, cuando tales obligaciones quedan insatisfechas, al siervo no le queda otra que luchar por sí mismo…

–No deis más requiebros retóricos, os lo suplico. Decidme por qué os llevan preso.

–Padre, me acusan, con razón, de haber levantado a los vecinos de Xénave para que se negaran a pagar las tercias que don Gonzalo nos exigía, a causa de nuestra miseria, porque ha dos años ya que el Señor nos castiga con malas cosechas, y la hambruna y la peste se han extendido por estas tierras. Y es cierto, encabecé una algarada contra don Gonzalo, pero solo después de haber enterrado a mi mujer y a mi hija pequeña; la primera, víctima de don Gonzalo, la segunda, del hambre -en este punto, el reo, que decía llamarse Santiago, comenzó a sollozar amargamente–. No puedo más, padre. Prefiero morir a seguir viviendo con esta pena. Pero antes, solo quiero cumplir en la tierra la venganza que juré contra don Gonzalo Rodríguez de Castro.

Revuelta campesina

–La venganza de un siervo contra su señor natural no es algo que Nuestro Señor permita, pues solo es Él quien tiene potestad de castigar a los señores que hacen mal a los siervos que su Divina Providencia les ha concedido.

–Padre, yo soy hombre iletrado, pero cristiano viejo, y tengo para mí que Nuestro Señor liberó al pueblo de Israel de la esclavitud a la que estaba sometida en Egipto, castigando duramente a los mismos egipcios con diez plagas, la última de las cuales fue la condena a muerte a todos los primogénitos. Padre, yo soy el Ángel de la Muerte que va a cumplir el castigo del Señor.

–¡Callad, por el amor de Dios, cerrad la boca! ¡Vuestra merced solo es un pobre desdichado víctima de una injusticia! Cualquier maldad que don Gonzalo hubiera cometido contra vos o contra vuestra esposa, será justamente castigada en el Cielo, pues todos nos hemos de ver algún día bajo la implacable mirada justiciera de Dios. ¡Arrepentíos ahora de vuestros pecados y encontraréis el consuelo del Altísimo en la otra vida, una vida eterna que podéis vivir junto con vuestra esposa y vuestra hija, o bien, preparaos para la condena eterna en un infierno sin consuelo ni paz para vuestra alma!

–Padre, ahora es vuestra señoría quien abusa de la retórica.

El rechazo a la confesión produjo una gran desazón en fray Federico, que, al alzar la mirada, comprobó que los dos caballeros los observaban curiosos, sin duda alertados por los ademanes nerviosos que en él habían provocado las respuestas de Santiago. Gesticuló tal y como solía hacer cuando de común administraba el perdón de los pecados y abandonó al reo en aquel rincón para aproximarse a la lumbre mientras comentaba:

–Hecha está. Ahora sí es momento de cenar en buena paz.

Cenaron todos, unos más frugalmente que otros, y, al cabo, ambos caballeros y el fraile se dispusieron a departir antes de dejarse vencer por el sueño. La tormenta no cejaba, aunque los truenos retumbaban cada vez más distantes; la corriente del río se podía sentir como si en cualquier momento fuese a inundar aquella sala y arramblase con todo lo que en el interior se encontrara; y la más absoluta obscuridad se podía entrever a través de un ventanuco con dos barrotes de madera que hacía las veces de enrejado. El fuego apenas daba para alumbrar media estancia, y en su parte más sombría se encontraba amarrado Santiago Yañez, que había caído en un profundo sueño, fruto de la extenuación en la que su cuerpo se encontraba tras haber sido perseguido, acosado y maltratado durante los últimos dos días. Las vivas llamas de la lumbre proyectaban luces que iban y venían a lo largo del piso y las paredes, creando formas terroríficas y siluetas de efímeros espíritus que aparecían y desaparecían según el capricho del fuego.

Fray Federico se mostraba pensativo tras haber recitado las oraciones preceptivas. Aguardaba el momento oportuno, mientras sus dos eventuales compañeros de cámara acordaban ciertos detalles del oficio. Una vez se hizo un momento de silencio, pudo dirigir la atención hacia aquello que le devoraba por dentro:

–Entiendo que vuestras mercedes son caballeros esforzados y sufridos, y el Señor me libre de juzgar sus acciones, pero, solo por saber de nuevas de los males que afectan a esta comarca, ¿pueden referirme qué sucesos nos han llevado a encontrarnos en esta lúgubre noche en un lugar tan luctuoso?

Don Nuño dirigió una mirada desdeñosa al fraile e inmediatamente asió una pequeña daga que llevaba en el cinto con la que dispuso a dar forma a una vieja pata de una antigua silla de enea que en un rincón del molino había hallado.

–¿Acaso no se lo hemos descrito ya? - respondió con menosprecio.

-------- continuará..........................