lunes, 16 de octubre de 2023

11º Premio Domingo Henares. EL MOLINO (1ª parte)

Presentamos, algo que ya viene siendo habitual en nuestro blog, la publicación de la narración ganadora del concurso literario de Relato Histórico Domingo Henares convocado por el Ayuntamiento de Puente de Génave. En esta edición correspondiente a 2023, resultó ganador el relato de D. Pedro Herreros Cejas, que nos transporta a la Edad Media donde la relación entre caballeros, servidores de la fe de Dios y los villanos, no siempre fácil, dentro de la Encomienda de Segura bajo el control de la Orden de Santiago en tierras de frontera con la Granada musulmana. Dividimos por su extensión en dos partes este relato que seguro os cautivará.

D. Pedro Herreros Cejas recibiendo el premio.

EL MOLINO

–Encomienda tu alma al Señor.

Un dolor agudo sacudió el vientre de la víctima y la angustia que precede al pánico comenzó a invadir todo su cuerpo, desde los pies hasta la cabeza, inmovilizándolo en una extraña sensación de parálisis.

El caballero alzó una daga con la diestra, mientras asía con la otra el cabello de su presa, con intención de alzarle la cabeza para que el acero entrara con mayor facilidad por su garganta.

–Don Nuño, no le corresponde a vuestra merced dictar sentencia ni ejecutar al reo. Deberíamos esperar a estar en presencia de don Gonzalo.

Quien así hablaba era otro hombre de igual condición que el improvisado verdugo, aunque de semblante más sereno y ademanes más juiciosos. El nombre de don Gonzalo hizo dudar a don Nuño, provocando que aflojara la tensión con la que sujetaba la cabeza de aquel que estaba a punto de ser degollado, con lo que el dramatismo de aquella escena pudo atenuarse por un instante. Recobrando la compostura y haciendo gala de una simulada frialdad, acertó a componer el siguiente discurso:

–Don Álvaro, sería aconsejable que jamás os interpusierais entre un cazador y su presa; la caza es un acto en que el buen juicio deja lugar, en el último instante, al ardor y a la excitación, y, en ese momento, una jabalina dirigida hacia una alimaña puede atravesar a cualquier cristiano que tercie por cobrar la presa para sí mismo.

Trabajo de los villanos en la Edad Media

Tal amenaza no amedrentó a don Álvaro, aunque tampoco produjo el efecto de ofenderle, por lo que con igual templanza respondió:

–Os aseguro que nunca he intentado cobrar otras presas que las que mis aceros han arrebatado a la vida, pero sé perfectamente quién es mi señor y qué privilegios le corresponden. Jamás cazaría en su coto sin su licencia.

Tal razonamiento pareció convencer a don Nuño, que descendió lentamente su brazo armado e incorporó con vehemencia a aquel hombre que, aunque solo fuera por un tiempo no muy largo, acababa de salvar su vida.

–Esperemos, pues, a estar en presencia de nuestro señor don Gonzalo, pero sabed que, con su aquiescencia, yo mismo cumpliré la sentencia que le espera a este miserable.

–No me parece mal tal decisión. Permitidme que amarre a este infeliz a mi corcel, pues el vuestro es más brioso y podría descoyuntarle los huesos antes de que lleguemos a Xénabe.

Torre de La Tercia en Génave.

Don Álvaro anudó las muñecas del reo con una soga que portaba en la silla de montar y enlazó el otro cabo en el fuste de la misma. Por primera vez se detuvo a observar el semblante de quien había estado rastreando y persiguiendo durante los últimos dos días y pudo percibir que era mucho más joven de lo que en un principio estimaba. Poseía unos brazos delgados y fibrosos, pero firmes; una tez tostada, cabello no muy largo, enmarañado, y unas manos grandes, recias y callosas. Poseía unos ojos profundos que reflejaban años de hambre, de miseria y de odio. De haber sido otra la fortuna de aquel hombre, posiblemente habría sido un valioso guerrero, un compañero de armas de los que más vale tener en tu mesnada que frente a ti. Había visto antes villanos de tal estirpe; eran muy diferentes de la mayoría de siervos que trabajaban las tierras de los señores. Altivos, orgullosos, sufridos, cristianos viejos que otorgaban su fidelidad solo a cambio del respeto de sus fueros. El señor de estos vasallos debía cumplir su pacto, evitar llevar a cabo abusos y conceder las prebendas que empeñaba con su palabra; en caso contrario se exponía a una algarada del vulgo que solía acabar de igual manera: aquellos valientes eran ajusticiados por encabezar la rebelión y el resto, los cobardes, volvían al redil amedrentados y encogidos, con la misma miseria por la que se alzaron contra su señor.

–No alcanzaremos hoy los hogares de Xénabe –dijo don Nuño, señalando el horizonte–. Los caballos no pueden ser forzados tras la caza de hoy y aquellas tormentas estarán aquí antes de que crucemos el río Guadalimar por el puente. Procuremos ganar el molino y dormiremos a resguardo esta noche. Si no, preparémonos para buscar otro refugio.

–El molino servirá –respondió don Álvaro.

Molino harinero junto al río Guadalimar

Marcharon al paso por estrechas veredas que serpenteaban a través de las lomas que flanqueaban el río, dirigiéndose al único paso que permitía vadearlo cuando el caudal del mismo aumentaba a causa de los fuertes aguaceros que descargaban en su curso alto. La tarde se oscurecía con un cielo vaporoso, pleno de grisáceas nubes que conferían una atmósfera húmeda y violenta a causa de los remolinos de viento que con frecuencia se levantaban entre los prados y chaparrales; cerca del río, las alamedas proferían gritos aterradores al tiempo que sus hojas se desprendían como lágrimas que se liberan, y, un poco más allá, tronaba el agua cual volcán en pleno fulgor.

–¡No debemos estar muy lejos! –advirtió don Álvaro–. ¡Ese rumor de agua viene del salto que acontece a no más de un cuarto de legua del puente!

–¡Apurad, vuestra merced, al caballo y no miréis por el bienestar de ese villano o llegaremos con la tormenta arreciando!

Recorrido un trecho del camino, el prisionero dio con sus bruces en el suelo de manera estrepitosa, siendo arrastrado a lo largo de algunas varas y lastimándose por ello codos y rodillas. Al percatarse, detuvo don Álvaro su cabalgadura y, viendo que a causa de los golpes era incapaz el cautivo de ponerse en pie, descabalgó y se aprestó a alzarlo con más cuidados que los que su condición servil admitían. En cuanto lo tuvo cara a cara, apreciando la fortaleza de aquel desdichado, a quien habían estado rastreando como si de una bestia se tratase, fue incapaz de reprimir la siguiente inquisición:

–Decidme, ¿por qué motivo pusisteis empeño en traicionar a vuestro señor natural?

–Tiene que comprender vuestra señoría –respondió el reo completamente extenuado– que todo señor natural debe procurar el sustento y la provisión de sus vasallos, y que, cuando esto no ocurre, es deber del siervo luchar por sus fueros.

Puente de los de Xénabe

Se lo dijo sin sobrecogerse ni apurarse lo más mínimo, sosteniéndole la mirada, sin ceder ni un solo ápice de orgullo y dignidad. “Qué adversa es la fortuna”, meditó don Álvaro a la par que una punzada le oprimía el pecho.

–¡No detengáis la marcha para departir con el prisionero, don Álvaro, o no llegaremos secos al molino!

–¡Disponed vuestro corcel al paso que vuestra merced guste, que yo llevaré a este hombre vivo ante la presencia de don Gonzalo! ¡Y si para eso he de calarme hasta los huesos, así sea, si esa es la voluntad de Dios!

–¡Con ella llegaremos a presencia de don Gonzalo, pero en nuestro albedrío está pasar la noche con los ropajes secos o empapados! ¡Dejaos de monsergas y apretemos el paso!

¡Si este rufián ha trotado estos montes durante dos días sin desfallecer, capaz es de apurar el paso un cuarto de legua más!

Continuaron durante menos de una hora a lo largo de la ribera del río, a cuyo flanco discurría la vereda que conducía al molino donde los vecinos de Xénabe acudían a moler el cereal. Después de dos años sin apenas cosechar nada que moler, el propio molinero había sido pasado por las armas por las mismas razones que ahora arrastraban al preso, por lo que el oficio de molinero se encontraba vacante; aun así, sabían que tenían la puerta franca, pues incluso algunos gañanes encontraban refugio en él en momentos como aquel. Al vislumbrar sus piedras ocres ya entraba la noche, y la penumbra les permitió distinguir un haz de luz que salía del interior a través de un ventanuco que a buena altura se abría en el muro.

–¡Una candela! ¡Alguien se refugia en el molino! –exclamó don Álvaro.

–¡Aprestemos las armas!

–Primero habré de asegurar al preso.

–Amarradlo a ese chaparro y acudid vuestra merced por detrás en previsión de hallar gente de armas mal avenida. Yo acometeré de frente, en corto y por derecho.

No hacía falta acordar más, puesto que ambos conocían su oficio. Don Nuño alentó a su cabalgadura para amarrarla a cierta distancia y, tras descabalgar, se dispuso a alcanzar el portón del molino y estar presto a cualquier eventualidad, con la espada desenvainada y una rodela cubriendo su pecho, mientras daba tiempo a don Álvaro de realizar su cometido y posicionarse en lugar donde sorprender a un fortuito enemigo. Una vez en guardia, don Nuño abrió el portón con ímpetu, adentrándose con el filo de la espada por delante. Observó con prontitud que la única persona que aguardaba en el interior era un fraile atemorizado por el susto que el retumbar del portón y el brillo del acero le habían causado.

Aquel fraile, que viajaba solo, con la única compañía de su jumento, observó espantado cómo un ser robusto, bizarro, de espesa barba negra, algo encanecida, armado con espada, rodela, barbuta, peto y espaldar, lo acometía con sangre en los ojos sin tan siquiera apelar ni al Altísimo ni al Diablo.

–Vuestro nombre.

–Fray Federico –respondió el monje titubeando–. Profeso la orden franciscana y pertenezco al convento de San León en la ciudad de Baeza.

–¿Y qué hace un padre franciscano por estas encomiendas de la orden de Santiago?

En ese momento, don Álvaro, consciente de que la situación carecía, a primera vista, de un peligro a tener en cuenta, apareció tras el umbral empuñando su espada, pero con la punta baja, casi rozando el suelo empedrado del molino.

–Hago camino hacia la aldea de Siles, donde asuntos familiares me reclaman…

–¿En soledad por estos caminos? –inquirió don Nuño con irrespetuoso asombro.

–En compañía de otros hermanos de mi orden hasta Beas, y desde allí, y por consejo de un ventero de aquel lugar, por estas veredas con la esperanza de hacer noche en La Puerta. Pero viajaba con otro asno que se espantó a causa de una raposa que se cruzó no lejos de aquí, por lo que, intentando recobrarlo, deduje que se me hacía de noche, y busqué amparo en el molino, pues va a ser noche oscura y no aconseja la prudencia aventurarse por veredas que hace años que en persona no se transitan.

Ruinas del Convento Franciscano de Baeza

Quedaron satisfechos ambos caballeros con las explicaciones del franciscano y don Nuño bajó la guardia, acordando pasar la noche juntos y sin más cuidados, pues era cierto que se presentaba una oscuridad que a ninguna hueste granadina ni banda de salteadores le hubiera permitido preparar una celada.

En el momento en que don Álvaro apareció, poco después, con el prisionero, al cual había desatado del árbol y llevaba maniatado igual que una alimaña, Fray Federico pudo observarlo pausadamente, examinando sus heridas con respetuoso silencio, conjeturando acerca de las desdichas que habían llevado a ese hombre a encontrarse en tal condición. Luego volvió a sentarse junto al fuego y se dispuso a sacar del zurrón pan negro, tocino curado, queso y una bota de piel de cabra. Don Nuño se desprendía de su armadura y se disponía a hacer lo mismo, cuando el religioso intervino:

–He de suponer que, aunque este hombre se encuentre preso, al ser tan cristiano como nosotros, cenará también algo de tocino y beberá de lo que hay en este pellejo, que no sé si es vino con algo de agua o agua con algo de vino.

El gracejo no hizo mella en don Nuño, que con gravedad respondió:

–Cenará lo que cenan los presos que van a ser juzgados por traición.

–Cenará –intervino don Álvaro–, porque es menester llevarlo vivo en presencia de su señoría, don Gonzalo Rodríguez de Castro, freire de la Orden de Santiago, al cual servimos, vicario de la Orden en las aldeas de Xénabe, Torres, Bayonas y Albaladejuelo de la Sierra, que administra en nombre del Maestre, don Rodrigo Fernández Mexía.

–Graves serán sus pecados para que tan ilustres caballeros perseveren en ajusticiar a un hombre tan humilde –dedujo fray Federico.

–Estáis en lo cierto –respondió don Nuño–, pero no es lugar este para hacer públicos sus delitos, sino mañana delante del tribunal que habrá de juzgarlo, por lo que, si tanto os interesan sus pecados, podéis desviar vuestro camino y presenciarlos vuestra ilustrísima por sí misma.

Territorio de Encomienda de Segura

El monje percibió la sorna que aquel “vuestra ilustrísima” representaba, pues sabía muy bien fray Federico que don Nuño percibía exactamente su condición dentro del estamento al que pertenecía y tal tratamiento de respeto era excesivo a todas luces.

–Que no os engañe la humildad de mi hábito, pues soy de linaje hidalgo, y los asuntos familiares que en Siles me requieren consisten en asistir en su lecho de muerte a mi hermano, don Lope de Montefrío, caballero de sierra de esta encomienda de Segura, y descendiente de hidalgos que acompañaron al maestre Pelay Pérez Correa, en los tiempos en que el rey don Fernando el Tercero, señor de Castilla, arrebató estas fortalezas a los moros.

–¡Don Lope de Montefrío! –exclamó don Álvaro– Por mi honor que no tenía conocimiento de que se encontraba en trance de reunirse con Nuestro Señor. Lo conozco bien, pues no pocos venados hemos asaetado años ha, cuando él aún estaba en disposición de cabalgar y yo apenas era mozo. Pero decís que os dirigís a la aldea de Siles y creo que erráis, pues don Lope hace años que levantó solar en la villa de Segura, como han hecho todos los grandes señores de ganado de estas sierras.

–¿Don Lope en la villa de Segura? –preguntó el monje– Por la salvación de mi alma que esa es nueva. ¿Tantos años ha que no vuelvo al lugar que me vio nacer? ¿Y qué poderosas razones habrán llevado a mi hermano a abandonar el solar de nuestros antepasados? Pues en Siles era señor de vasallos y poseía tierras de sembradura con sus aldeas, montes de donde sacaban buenas cargas de madera y pastos y dehesas en donde el ganado prosperaba y enriquecía la hacienda.

–Y debe seguir siéndolo, pues tampoco tenemos nuevas de que perdiera tal heredad, mas es costumbre de la gente principal de esta encomienda trasladarse a Segura, por ser aquella la fortaleza más fuerte e inexpugnable, la mejor protegida contra las cabalgadas de los moros granadinos y las mesnadas hostiles a la Orden y al rey de Castilla.

En este punto de la conversación, intervino don Nuño con ánimo de centrar la atención en la mejor manera de calentar la cena y pasar la noche:

–No nos place conocer el estado en que se encuentra vuestro hermano y mañana mismo, cuando arribéis a La Puerta, haced las pesquisas oportunas para averiguar su paradero, no sea que hagáis el camino en balde y, cuando estéis en su presencia, elevad una oración al Altísimo en nuestro nombre por la salvación de su alma. Mientras tanto, es menester que dispongamos de una vez por todas la cena, apañemos el estado de nuestras cabalgaduras y ajustemos las ligaduras de este rufián para que no sienta la tentación de huir durante la oscuridad de la noche.

Segura de la Sierra. Sede de la Encomienda Santiaguista

No había apenas acabado esta disquisición, cuando el cielo empezó a descargar con furia un aguacero tan grande que hacía retumbar la techumbre del molino, mientras los truenos rompían el acompasado tañido de la lluvia. La noche era verdaderamente cerrada y solo un loco podría pensar en campear por aquellos cerros en un momento así.

El tronar que acompañaba a la tormenta provocó que ambos caballeros levantaran la guardia y se dispusieran a examinar el improvisado refugio en el que debían guarecerse en pos de preparar una defensa eficaz ante cualquier posible amenaza. El molino contaba con las dos plantas habituales, tal y como era costumbre desde tiempos inmemoriales. En la inferior se encontraba el rodezno que, durante la molienda, era movido por las fuerzas de las aguas del río, cuya corriente se desviaba a través de un cubo de presión hacia su interior y era desalojada mediante un socaz. Este sistema de canales se hallaba convenientemente sellado en aquel tiempo. De otro modo habría sido imposible conciliar el sueño en aquel lugar. Como otros molinos, el buje se alzaba hasta la planta superior, donde se erigía el resto del ingenio: una enorme piedra solera y la volandera sobre ella; la tolva, con su habitual forma de pirámide invertida; el harnero donde cribar la harina; el cernedor donde depurarla; y el complejo de la cabria, con sus vigas y poleas. Afortunadamente, la sala molinera no llenaba todo el edificio; una antesala permitía llevar una vida más holgada al molinero que obraba en los meses de molienda. Esta antesala era la que acogía al fraile cuando los dos caballeros asaltaron el molino, y se hallaba muy pobremente provista: apenas un hogar donde encender lumbre, una leñera escasamente abastecida, un par de banquetas viejas y agrietadas, un camastro donde echar un jergón cuando estuviese en uso y algunas piezas toscas de vajilla de barro con algunas tarascadas. Todo aquello que nadie se llevaría cuando hubiera que desalojar el molino por falta de labor; aquello que ni los saqueadores codiciarían. Un par de ventanucos, defendidos por estacas de madera carcomida, permitían airear sobradamente toda la estancia.

–Bien –dijo fray Federico–, volviendo al asunto anterior. Si bien es cierto que no soy juez para juzgar los pecados de este infeliz, sí que ejerzo el ministerio que posibilita que, si tiene a bien arrepentirse de ellos, pueda perdonarlos en nombre de Nuestro Señor Jesucristo. Recordad que a ningún cristiano se le puede negar el sacramento de la penitencia y, ya que la noche va a ser larga, permitidme que lo oiga en confesión, si el propio reo no muestra impedimento alguno.

Caballero de la Orden de Santiago

Sin apreciar demasiado ese razonamiento, no le quedó más remedio a don Nuño que aceptar a regañadientes tal disposición, al tiempo que don Álvaro mostraba una absoluta indiferencia.

–Acercaos, pues, si deseáis someteros al juicio de Dios antes de encomendaros al juicio de los hombres –indicó fray Federico al reo.

Apartándose hacia un rincón de la estancia, lo más alejado de la lumbre en la que don Nuño pretendía asar una morcilla que guardaba en las alforjas, el monje se dispuso a escuchar al preso en confesión santa, sentado aquél en un taburete abandonado, con las manos sobre los hombros de éste, que, puesto de rodillas, cruzaba los dedos de ambas manos apoyadas sobre su vientre, intimando cara con cara, de tal manera que era imposible oír la confesión para los dos caballeros, que habían decidido dedicarse a sus quehaceres.

–Padre –comenzó el reo–, os agradezco lo que queréis hacer por mí, pero no puedo recibir este santo sacramento.

–¿Por qué habláis así? La misericordia del Señor es infinita.

–Porque no puedo arrepentirme de los pecados por los cuales seré juzgado y sentenciado a morir.

–Por favor, contadme qué pecados son esos e intercederé con mis oraciones por la salvación de vuestra alma, porque no hay mal cometido por el hombre que Dios no perdone; recordad que Él nos envió a su propio hijo para redimirnos del pecado original.

–Padre, mi nombre es Santiago Yáñez. Nací en Xénabe y en toda mi vida jamás me he alejado de ella más de diez o doce leguas. Soy siervo de la Orden de Santiago, que tiene encomendada la defensa de estas sierras como bien sabéis. Antes de mí, lo fue mi padre, y antes de él, lo fue el suyo, y así hasta que se pierde la memoria. Siempre hemos acatado una servidumbre obediente y hemos respetado los fueros que nos gobiernan; por eso, siempre hemos pagado las rentas, las tercias, los diezmos y cuantas imposiciones han sido exigidas por nuestros señores; siempre hemos respetado y cumplido las ordenanzas que rigen en esta Encomienda de Segura; jamás hemos traicionado ni hemos llevado a cabo trabajos contrarios a los intereses de la Orden. Pero la fidelidad de un siervo está condicionada por el cumplimiento de sus obligaciones por parte de su señor y, cuando tales obligaciones quedan insatisfechas, al siervo no le queda otra que luchar por sí mismo…

–No deis más requiebros retóricos, os lo suplico. Decidme por qué os llevan preso.

–Padre, me acusan, con razón, de haber levantado a los vecinos de Xénave para que se negaran a pagar las tercias que don Gonzalo nos exigía, a causa de nuestra miseria, porque ha dos años ya que el Señor nos castiga con malas cosechas, y la hambruna y la peste se han extendido por estas tierras. Y es cierto, encabecé una algarada contra don Gonzalo, pero solo después de haber enterrado a mi mujer y a mi hija pequeña; la primera, víctima de don Gonzalo, la segunda, del hambre -en este punto, el reo, que decía llamarse Santiago, comenzó a sollozar amargamente–. No puedo más, padre. Prefiero morir a seguir viviendo con esta pena. Pero antes, solo quiero cumplir en la tierra la venganza que juré contra don Gonzalo Rodríguez de Castro.

Revuelta campesina

–La venganza de un siervo contra su señor natural no es algo que Nuestro Señor permita, pues solo es Él quien tiene potestad de castigar a los señores que hacen mal a los siervos que su Divina Providencia les ha concedido.

–Padre, yo soy hombre iletrado, pero cristiano viejo, y tengo para mí que Nuestro Señor liberó al pueblo de Israel de la esclavitud a la que estaba sometida en Egipto, castigando duramente a los mismos egipcios con diez plagas, la última de las cuales fue la condena a muerte a todos los primogénitos. Padre, yo soy el Ángel de la Muerte que va a cumplir el castigo del Señor.

–¡Callad, por el amor de Dios, cerrad la boca! ¡Vuestra merced solo es un pobre desdichado víctima de una injusticia! Cualquier maldad que don Gonzalo hubiera cometido contra vos o contra vuestra esposa, será justamente castigada en el Cielo, pues todos nos hemos de ver algún día bajo la implacable mirada justiciera de Dios. ¡Arrepentíos ahora de vuestros pecados y encontraréis el consuelo del Altísimo en la otra vida, una vida eterna que podéis vivir junto con vuestra esposa y vuestra hija, o bien, preparaos para la condena eterna en un infierno sin consuelo ni paz para vuestra alma!

–Padre, ahora es vuestra señoría quien abusa de la retórica.

El rechazo a la confesión produjo una gran desazón en fray Federico, que, al alzar la mirada, comprobó que los dos caballeros los observaban curiosos, sin duda alertados por los ademanes nerviosos que en él habían provocado las respuestas de Santiago. Gesticuló tal y como solía hacer cuando de común administraba el perdón de los pecados y abandonó al reo en aquel rincón para aproximarse a la lumbre mientras comentaba:

–Hecha está. Ahora sí es momento de cenar en buena paz.

Cenaron todos, unos más frugalmente que otros, y, al cabo, ambos caballeros y el fraile se dispusieron a departir antes de dejarse vencer por el sueño. La tormenta no cejaba, aunque los truenos retumbaban cada vez más distantes; la corriente del río se podía sentir como si en cualquier momento fuese a inundar aquella sala y arramblase con todo lo que en el interior se encontrara; y la más absoluta obscuridad se podía entrever a través de un ventanuco con dos barrotes de madera que hacía las veces de enrejado. El fuego apenas daba para alumbrar media estancia, y en su parte más sombría se encontraba amarrado Santiago Yañez, que había caído en un profundo sueño, fruto de la extenuación en la que su cuerpo se encontraba tras haber sido perseguido, acosado y maltratado durante los últimos dos días. Las vivas llamas de la lumbre proyectaban luces que iban y venían a lo largo del piso y las paredes, creando formas terroríficas y siluetas de efímeros espíritus que aparecían y desaparecían según el capricho del fuego.

Fray Federico se mostraba pensativo tras haber recitado las oraciones preceptivas. Aguardaba el momento oportuno, mientras sus dos eventuales compañeros de cámara acordaban ciertos detalles del oficio. Una vez se hizo un momento de silencio, pudo dirigir la atención hacia aquello que le devoraba por dentro:

–Entiendo que vuestras mercedes son caballeros esforzados y sufridos, y el Señor me libre de juzgar sus acciones, pero, solo por saber de nuevas de los males que afectan a esta comarca, ¿pueden referirme qué sucesos nos han llevado a encontrarnos en esta lúgubre noche en un lugar tan luctuoso?

Don Nuño dirigió una mirada desdeñosa al fraile e inmediatamente asió una pequeña daga que llevaba en el cinto con la que dispuso a dar forma a una vieja pata de una antigua silla de enea que en un rincón del molino había hallado.

–¿Acaso no se lo hemos descrito ya? - respondió con menosprecio.

-------- continuará..........................



1 comentario:

  1. Muy bonito.Como es un relato no me han importado localizsr algún anacronismo.Sinceramente me ha encantado.

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