martes, 26 de septiembre de 2017

6° Premio Domingo Henares... EL PRISIONERO DE SEGURA......

Continuamos con la dinámica de difusión de los diferentes aspectos que tienen como relación su ubicación en nuestra comarca de la Sierra de Segura. En esta ocasión reproducimos un relato de Juan Nuñez Guerrero titulado "El prisionero de Segura" con el que recientemente ha obtenido el premio de relato histórico Domingo Henares convocado por el Ayuntamiento de Puente de Génave. Relato ambientado en la época musulmana, en su convulsa fase de los reinos de taifas, con unos hipotéticos hechos ocurridos en la fortaleza de Segura de la Sierra. Debido a su extensión lo publicamos en dos partes, pasando a continuación a mostraros la primera de ellas.

"EL PRISIONERO DE SEGURA":

I. EL CAZADOR CAZADO.

-“¡Escribe!”, bramó el primero de mis captores en tono imperioso.

-“¡Escribe que en ello te va la vida!”, atajó el segundo, con una horrísona y amenazadora cadencia de voz, mezcla de balbuciente atropello y atronador estruendo que, sin ambages, me mostraba bien a las claras que o satisfacía de inmediato las exorbitantes demandas que mis aprehensores me imponían o mi cadáver pronto sería pasto de las aves de rapiña y demás bestias carroñeras que rondaban, acechantes y hambrientas, las estribaciones de aquel picacho donde me encontraba cautivo.
Exposición de Juan Nuñez Guerrero
Aterrado, no acertaba a discernir los pasos que había de seguir para la consumación del feliz éxito de mi empresa –salvar el cuello y recuperar la libertad- y, cohibido y torpe, mis dedos temblorosos no atinaron más que a derramar el tintero portado por uno de mis secuestradores sobre la humilde mesa de amanuense que me había sido cedida.

Presos al unísono de una creciente irritación que, con rapidez inusitada, subió de tono hasta explotar en un clímax bárbaro y salvaje, mis torvos interlocutores parecieron decididos a ejecutar su ultimátum. Uno, ira asesina en demudado rostro, ropaje sucio de tinta, blasfemando a voz en grito y prometiéndome -juramento intercalado entre toda una sarta de soeces insultos e improperios- mil muertes, a cual más atroz. Entretanto, el segundo, cuerpo en tensión, sonrisa maligna y sardónica, afilado cálamo aprestado entre sus atléticas manos de sayón con ademán presto a clavármelo en la garganta ¡paradojas del destino: morir quien a escribir ha dedicado gran parte de su existencia acuchillado por la aguda punta de un instrumento de escritura! Parecía más que dispuesto a zanjar la patética escena por el expeditivo y contundente recurso del degüello de mi desventurada persona. Mas… al poco, mis infames carceleros, más calmados, sospecho que tras evaluar que su arrebato criminal, tan irreflexivo como estúpido, mermaría por completo la bolsa, colmada de oro, que por mi rescate sueñan con obtener, se detuvieron, como impelidos por invisible resorte, dieron media vuelta y cerraron con estrépito el portalón de hierro macizo tras de sí, asegurando cerrojos y pestillos e instalando un guardia de vista que no me quitaba ojo a través de una mirilla improvisada para la ocasión, puesto que en extremo desconfiaban -y con razón- de mi astucia, dirigiendo sus pasos, supongo, hacia el almacén donde guardaban algún otro material de escritura.

Quedé, pues, solo en el estrecho habitáculo y absorto contemplé cómo la desparramada tintura se extendía, macabra, sobre el escritorio marcando sobre su áspera superficie una amorfa e indeleble mancha negra que –Dios no lo quiera- se me figuró terrible presagio, que estremeció hasta el rincón más recóndito de mi alma, asemejándoseme su contorno y textura a la oscura sangre que habría de brotar, más pronto que tarde, de mis mutilados despojos, acribillados de heridas, si no conseguía escapar –y rápido- de esta maldita fortaleza de Segura.

Intenté, en medio de aquella calma pasajera, poner en orden mis pensamientos, tomando aire por la boca con la finalidad de regular mi acelerada respiración, y ya más tranquilo y confortado, reflexionar con la máxima clarividencia que, en tan cruciales momentos, mi aturdida mente, toda bullicio y espanto, acertase a discernir sobre mi funesta situación y hallar una solución factible, una escapatoria, por mañosa o vil que fuese, que me librase de la cuchilla del verdugo, cuyo fétido aliento sentía, a cada instante, más cercano a mi nuca. Evité, por otro lado, sacando fuerzas de flaqueza, buscando con ansiedad sosiego para mi entenebrecida alma, encomendándome una y mil veces al Altísimo, no desesperar en balde pues, a pesar de sufrir trance tan precario, deduje, no sin motivo, que de desgracias y penalidades similares había sabido escapar indemne en multitud de ocasiones anteriores.

¿Cómo había terminado aprisionado, contra todo pronóstico, en aquel lóbrego alcázar yo, el gran Abu Bakr ibn Ammar, el mejor poeta de mi época, el que se alzó por sus propios méritos de sapiencia y elocuencia desde la nada de su humildísima cuna hasta la cima del poder y la riqueza? Yo, que ascendí de menesteroso poeta mendicante -recitador de las glorias auténticas o falsas de sultanes, gerifaltes y ricachos, panegirista a sueldo de todo aquel que por merced tuviera a bien arrojarme unas migajas de su mesa- a nobilísimo consejero y primer ministro de reyes y potentados y que, a la postre, en el colmo de la ventura, conseguí, asimismo, erigirme en rey, para mi posterior desdicha, durante un año escaso, en la añorada y hermosa Murcia, hace, este verano, justamente un lustro.

¿Cómo he acabado cubierto de cadenas, inerme, entre las garras de estos dos zafios caudillos que han vivido perpetuamente agazapados tras la seguridad que ofrecen los recios muros de su inabordable peña rocosa? ¡Dios, qué necio fui, qué pretenciosa presunción me llevó a dejarme atrapar por estos chacales indómitos, los hijos de Suhayl, señores del inexpugnable castillo de Segura!
Fortaleza de Segura

Conozco a la perfección, para mi desventura, la respuesta: infatuado de mi valía, creyendo que nada me era vedado y con el cruel fuego de una ambición inextinguible abrasándome las entrañas, supuse que mis ardides, otrora siempre ejecutados con suma maestría, me servirían en bandeja de plata la codiciada presa que suponía la posesión de tan valiosa plaza fuerte y su entorno. Y desprecié, estúpido de mí, las maniobras que pudiesen, al mismo tiempo, tramar mis contrarios, auténticos lobos montaraces, muy duchos en tretas y añagazas, quienes, enrocados en su abrupta serranía, habían resistido hasta entonces los múltiples intentos que durante casi un cuarto de siglo numerosos reyezuelos y aventureros, ávidos de conquista, acometieron contra ellos con el fin de aplastar su disidencia y liquidar su foco de independencia.

En efecto, esta colosal ciudadela y la región que se extendía a sus pies se habían erigido en “reino” unas décadas antes, aprovechando sus dueños la debilidad de los soberanos musulmanes colindantes con aquellas ásperas tierras, los cuales se vieron por completo impotentes para sujetar este montuoso territorio, díscolo como ninguno, a sus respectivos señoríos.

Los acontecimientos se sucedieron, si la memoria no me es infiel, poco más o menos en esta secuencia: cuando se eclipsó para siempre la autoridad de los omeyas de Córdoba, Segura quedó vinculada a la taifa que el clan de los Tahir supo agenciarse en Murcia y sus dependencias. Pero su desgana e incapacidad de gobierno fueron tales que la fortificación, durante un par de decenios, se convirtió en refugio de una auténtica cuadrilla de bandidos, encabezados por un converso al islam, Said ibn Rufayl, sujeto duro como el pedernal, resuelto y temerario, que nunca fue desalojado de sus agrestes posesiones –sus garras de buitre se aferraron con inquebrantable tesón sobre su codiciado botín, el señorío que a espada conquistó- hasta su óbito, acaecido hará unos cuarenta años. A continuación, el distrito cayó bajo el yugo de la dinastía de Muchehid, un antiguo esclavo cortesano de la extinta dinastía califal cordobesa que convirtió a Denia en la capital de su sultanato. El antaño siervo Muchehid, devenido más tarde en príncipe, profesó, no cabe duda, a lo largo de su dilatada carrera como impecable musulmán, libre cualquier mácula de infidelidad, a pesar de sus oscuros orígenes –sus rivales le acusaron siempre de filocristianismo- e incluso, hizo méritos ante Dios como combatiente en la guerra santa, aunque era, sin embargo, como es bien sabido, oriundo de una gran isla del Mediterráneo, habitada por nazarenos, Cerdeña.

Y sardo y hasta lejano pariente suyo, creo recordar, fue también Suhayl, a quien Muchehid otorgó el caudillaje de aquel perdido enclave, fundamental, no obstante, para los intereses de su recién creado dominio puesto que proveía a Denia del material que le era más preciado, la siempre ansiada madera, más estimada aún que el oro, para un reino que hizo del mar su medio de vida, proveyendo a sus habitantes, hábiles y valerosos navegantes, avispados negociantes a la par que invencibles corsarios, de un inagotable reguero de riquezas obtenidas tanto por el tráfico lícito de mercancías como por el pillaje más inhumano. Un maderamen de excelente calidad, extraído de los frondosos bosques que circundaban aquel escarpadísimo roquedal de la que el mencionado gobernador, con eficaz diligencia, aprovisionaba –además de caballos de pura raza, abundantísimas viandas, otros tributos en metálico y en especie y sin olvidar, por supuesto, toda una serie de materiales esenciales para la construcción naval, como el alquitrán- a sus amos de Denia, dedicados casi en exclusiva al mantenimiento de una potente flota con la que comerciar y piratear a lo largo y ancho de las costas occidentales de la península, África o Italia desde sus puertos y refugios diseminados por el Levante y las islas Baleares. Hace unos diez años, la taifa de Zaragoza se anexionó a sus provincias al por entonces débil estado deniense, arruinado por la desidia de Ali, hijo y heredero de Mochehid, que tuvo un reinado tan prolongado como desgraciado. Un hijo de este Ali, nieto del gran Muchehid, Sirach al-Daula, halló refugio en Segura con su familia junto al ya anciano Suhayl, poniendo tierra de por medio entre su persona y los nuevos y flamantes usurpadores –domeñaron Denia y sus contornos con pasmosa facilidad- del que hubiese sido su legítimo emirato, el linaje de los Hud, afincados en Zaragoza. Al poco fallecieron entrambos, primeramente Suhayl, por causas naturales y, de seguido, el efímero Sirach, joven díscolo, desconfiado y poco manejable, de quien se dice fue envenenado por la progenie de quien fue su mentor. No obstante, el difunto nieto de Muchehid dejó tras de sí varios retoños –tres o cuatro pequeñuelos de los cuales el primogénito debe hoy frisar los diez años de edad- y en cuyo nombre gobiernan Segura y su demarcación los descendientes de Suhayl.
Taifa de Denia bajo control de la de Zaragoza

En efecto, tras diversos avatares y múltiples peripecias, que sería muy prolijo de contar, esta serranía, de imposible orografía, se halla a la fecha bajo la égida de Ibrahim y Abd al-Chábbar, los vástagos del fallecido Suhayl, que se tienen por auténticos “reyes”, y en verdad, reyes son, porque a ningún emir prestan obediencia, disfrutando de una jurisdicción absoluta sobre aquellas angosturas aun cuando no disponen más que de unas pocas docenas de mercenarios a sus órdenes. No necesitan más porque el reducido perímetro de su feudo se recorre apenas en una jornada a pie a marcha ligera o en pocas horas a caballo: veinte parasangas en derredor de su inaccesible nido de águilas donde, no obstante, según los informes que pululan por las diversas cortes de taifas, en previsión de futuras contiendas, tales reyezuelos habían hecho buen acopio de víveres, útiles de guerra y numerosos bastimentos que aún hacían más preciada su tenencia para cualquier otro potentado andalusí.

Y fue uno de ellos, al-Mutaman de Zaragoza, ciudad en donde por entonces yo me encontraba exilado quien, temeroso de que su belicoso hermano al-Hachib, actual dueño de Denia y Albacete, se le adelantara en la sujeción de Segura, me propuso adquirir aquel remoto promontorio para redondear las fronteras de su ya extensa taifa. Dejando a al-Mutaman en su dorado palacio de la Aljafería, centrado en sus estudios matemáticos, que le obsesionan, y aquejado una mala salud en él crónica –durante mi encierro falleció este rey tan noble como sabio- partí, investido del título de visir, provisto de lucida hueste y en abundancia surtido de dinero contante y sonante, hacia la hasta entonces infranqueable Segura.
Patio Palacio de la Aljafería

Ciento veinte jinetes y doble número de peones es una tropa difícil de ocultar en estos revueltos tiempos. Descendimos la desértica meseta peninsular, sin prisas, sufriendo con resignación un aniquilador sol estival que se recreaba, desde el orto hasta el ocaso, en cebarse sobre la mesnada y del que resultaba imposible resguardarse en aquel páramo yermo. Mas, como por ensalmo, llegados a las anfractuosidades de la serranía que pretendíamos ocupar, el paisaje, a pesar del estío, mutó en magnífico vergel: el verde-vivo pasó a ser el color dominante venciendo al infame marrón-polvo meseteño; el hiriente solano que reinaba en la hirviente estepa trocó en agradable céfiro matizado aún más por noches frescas, deliciosas, que propiciaban reparadoras acampadas nocturnas al raso y, gracias a Dios, de continuo, a nuestro alrededor, nos envolvió un constante y alegre murmullo de agua, fresca y límpida, que se ofreció a nuestras sedientas gargantas por doquier, dado que en estos recónditos parajes lo corriente y natural es que por aquí corra un reguero, allá aflore un manantial y acullá brote una fuente. Y no sólo fragorosos arroyos y estruendosos torrentes jalonan estas provincias sino que auténticos ríos –portadores de sonoros nombres como Guadalimar, Guadalén o Guadalmena- con gran alboroto discurren, en vertiginoso tumulto, encajonados entre farallones, barrancos y tajos tan profundos y escarpados que cuya simple contemplación resulta maravilla a la vista y poco menos que milagro de Dios a la razón.

En efecto, ese territorio impone y cautiva hasta el espíritu más insensible. El recinto amurallado, imposible de someter en su majestuosa altura, parece asido al mismísimo cielo, cubierto de nubes. Un auténtico collar de torres, refugios de tapial y almenaras constituyen, distribuido en varios círculos concéntricos, un magnífico escudo de defensa. Y a pesar de lo accidentado del terreno, su fértil suelo mantiene una abundante población, dispersa en decenas de bulliciosas alquerías. Asimismo, en sus cercanías, nacen sendos ríos que, en su curso, se convierten en la auténtica savia que alimenta a muchas de las grandes urbes musulmanas de este reseco país. Hacia oriente discurre el "Río Blanco", que pasa por mi inolvidable Murcia y hacia occidente fluye el "Río Grande", que nutre con sus cristalinas aguas a las grandes medinas de Córdoba y Sevilla.
Reinos de taifas en el S. XI

Prendado quedé del dibujo de un país tan diferente a lo por mí ya conocido –y muy viajado soy-. Un espacio agreste y arriscado, frondoso y silvestre, que mi vista abarcaba con delectación y mi cerebro, presa de la estupefacción, no acertaba a encontrar parangón alguno en hermosura y esplendor con cualesquier otro lugar sito a lo largo y ancho de toda la península andalusí que yo, sin falsa modestia, conozco casi de cabo a rabo. Sólo cabía, y así lo hice, solazarse en la contemplación de tan incomparable belleza.

Me aguardaba otra grata sorpresa, para regocijo de mi fuero interno y afeamiento de mi perenne altivez, pues sucedió que, a pesar, he de reconocerlo, de mí, en principio, mala predisposición hacia los habitantes del lugar, a los que tenía por una banda de hoscos y rústicos palurdos sin remisión gobernados a su vez por un par de brutos de la más baja estofa, hube enseguida, al primer contacto, de trocar mi estúpida ojeriza en franca simpatía hacia unos aldeanos que se me revelaron como excelentes anfitriones, generosos y desprendidos para conmigo hasta la saciedad. Ciertamente, no es que hallara entre los moradores de tan apartado terruño la más refinada educación o los modales más distinguidos pero, según avanzamos por las tierras de los Suhayl, quienes, expectantes, se habían atrincherado en su inasible peñasco, los jeques y ancianos de las villas circundantes, abandonados a su suerte por sus señores e impelidos por el miedo, imploraban la paz para los suyos y ofrecían, a cambio, entre melifluos susurros, contritos, las cabezas gachas, y en medio de amplia gama de genuflexiones y zalamerías sin cuento, copiosas vituallas que, en verdad, eran de lo más variado y exquisito que mi paladar había saboreado en muchos años: carne de caza puesto que en sus bosques pululan, en incontable número, el noble ciervo, el escurridizo gamo, el salvaje jabalí y el feroz oso -manjares dignos de paladares principescos así como espléndidas carnes de cordero, cabrito y aves de corral, quesos de mil variedades, espesas gachas, dulce miel, sabrosas nueces, ásperas bellotas, mil surtidos de fruta fresca, delicadas pastas y primorosos dulces...
Palacio de la Aljaferia en Zaragoza

Si bien la población, a la que no dañamos en absoluto, estaba compuesta en su inmensa mayoría por campesinos, lugareños obsequiosos pero ignorantes, pude, para mi asombro, recrearme en animada conversación con alguno de sus notables y varios alfaquíes residentes en aquel remoto rincón del mundo. Mi alborozo se acrecentó al descubrir que un selecto grupo de sus ulemas –conformado por cinco o seis individuos- tenía mundo a sus espaldas pues tales personajes habían vivido y estudiado con afamados maestros en urbes de importancia, como Jaén o Granada, e incluso, uno de ellos, nacido precisamente en el fortín que pretendíamos tomar, y apodado como al-Hachch al-Saquri, o sea, el “Peregrino de Segura”, había, en efecto, cumplido con la prescripción, dada por Mahoma a sus fieles, de viajar, siquiera en una ocasión en la vida, a la sacrosanta urbe de La Meca y cuyo periplo me narró con exquisita prolijidad de noticias y anécdotas que atendí, sin exageración alguna, con verdadera delectación.

Entre agasajos, comilonas, tertulias y esperas –los Suhayl no daban la cara- observé que sus súbditos –y había que ganárselos si se quería gobernar el distrito sin oposición- no parecían descontentos con la administración de los caciques locales. Indudablemente, los Suhayl, a pesar de su reconocida avaricia, no debían gravar con impuestos especialmente lesivos a sus súbditos. Medida inteligente, y más venida de aquel par de huraños terratenientes que en este caso más se asemejaban en su comportamiento al astuto zorro que al indómito lobo, animal con quien tantos lazos tienen en común. Sea generosidad, sea moderación, esas loables medidas, ejecutadas por puro cálculo político, respondían al hecho de que la jefatura, a todas luces ilegítima, que ostentaban aquellos arriscados oligarcas se sostenía sobre un precario e inestable equilibrio, dado que la excesiva opresión sobre su grey podría soliviantar a los clanes bajo su mando los cuales, en su desesperación, es posible que recurriesen a la revuelta o sublevación, que a tantas testas coronadas ha costado el solio o incluso la cabeza –los murcianos me expulsaron del trono alegando que los tributos que les impuse los llevaban inexorablemente a la ruina o la hambruna y creo haber aprendido de esa dura lección- en estos turbados tiempos cuyos inextricables designios sólo a Dios competen y que sus criaturas arrostramos con humildad y resignación.
Castillo de Segura de la Sierra

En estos pensamientos andaba ensimismado, es decir, elucubrando cómo capturar la comarca sin derramamiento de sangre y sin gasto de dinero, cómo conservarla después, aquietada, sumisa, fiel al emir de Zaragoza, sin dispersar tropas ni imponer guarniciones, por exiguas que fuesen, en las alquerías recién controladas por mi hueste –la soldadesca, por disciplinada que se muestre, casa mal cuando cohabita con el campesinado- y en fin, evaluaba en mi fuero interno, ¿a qué ocultarlo si Dios omnipotente todo lo ve, todo lo sabe? acerca de cómo apropiarme de la región en mi exclusivo beneficio, rompiendo la promesa dada mi actual mentor al-Mutaman ya que, deduje para mis adentros. no sin malicia y retorcimiento, su cercano óbito me eximiría de cumplir mi palabra sólo a él dada y convertirme, por segunda vez en el transcurso de mi agitada biografía, en rey…Rey de Segura y su circunscripción, soberano diminuto en fuerza y poderío, pero que desde mi liliputiense trono a nadie, en el universo entero, rendiría jamás pleitesía ni reconocería superior alguno en primacía de rango y autoridad, ya reclamasen, delante mío, su soberana potestad, rodeados del oropel de sus respectivas cortes, el propio califa de Bagdad o el mismísimo jerife de La Meca.

Por tanto, alcanzar el colmo de mis expectativas “tan sólo” requería la desaparición de los Suhayl, ora por las buenas, ora por las malas. Cruzamos cartas, abrimos negociaciones y discutimos ofertas. Los indomables castellanos amagaban con enriscarse en su fortín por lapso indefinido y yo contraatacaba con veladas amenazas de asedio, expugnación y muerte. Finalmente, pareció imponerse la cordura y se entablaron conversaciones entre los jefezuelos y mis emisarios de confianza con el objeto de comprarles el torreón con sus bastimentos, enseres y bienes muebles. La comarca, privada de sus amos -nadie se acordó por entonces de los descendientes de Muchehid- entraba, naturalmente, en el acuerdo como remate del lote. Los Suhayl, codiciosos, conocían de antemano –los espías proliferan a nuestro alrededor- que portaba cuantiosa suma, numerario contante y sonante, que me había sido confiada por mi patrón, el emir al-Mutaman, además de ciertas joyas y preciosas telas que podrían redondear al alza la enconada puja que se avecinaba. Asimismo, una vez firmado el pacto, dispondrían de una semana para evacuar el castillo con sus respectivas parentelas, seguidores y pertenencias más preciadas y tendrían, ni qué decir tiene, camino expedito hacia donde quisieran dirigir sus pasos, asentarse y disfrutar de sus recién adquiridas riquezas.

Naturalmente, yo no pensaba gastar ni un ardite en la adquisición de aquellos aislados riscos y me apresuré a urdir una conspiración que me convirtiese en el nuevo amo del lugar sin coste alguno. Desde que se me alcanza la memoria solamente he confiado en tres personas -mis enemigos afirmarán que en ninguna-: Chams, mi ya anciana madre, asentada en mi aldea natal de Silves y mis dos esclavos, Chábir y Hadi, ambos comprados en el mercado de Sevilla cuando apenas el bozo empezaba a asomar en las comisuras de sus labios, educados y criados como si mis propios retoños -que no los tengo- fueran. Hoy, en la plenitud de su edad, me sirven como consejeros y guardaespaldas pues son duchos en el manejo de la espada y están dotados de un arrojo más que contrastado. Y sobre todo, me son fieles a toda costa. Tengo la completa certeza de que se arrojarían a las llamas del mismísimo infierno a una orden mía y de que a sus mismas madres degollarían, sin el menor asomo de duda, a un leve chasquido de mis dedos o sutil arqueo de mis cejas. Ya han asesinado a mi mandato y volverían a hacerlo una y mil veces.

El plan, que ya nos había dado buenos resultados en el pasado, era de una simplicidad diabólica. Se trataba de concertar una entrevista en terreno neutral con nuestros antagonistas, acudir los caudillos de ambos bandos al punto de encuentro con reducida escolta, desarmados, por supuesto, y en el momento de las presentaciones, a una señal mía -destocarme el birrete como muestra de respeto, por ejemplo- e identificadas nuestras presuntas víctimas –sería fácil, los Suhayl estarían intercambiando salutaciones conmigo y por añadidura entrambos tienen el rostro picado de viruelas, lo que les convierte en objetivos inconfundibles- Chábir y Hadi, descosiendo, con presteza, resuelto y fuerte tirón, los puñales con puntas envenenadas atados a los forros de las mangas de sus amplias túnicas, acabarían con ellos de sendas estocadas, veloces y certeras. Del forro de mi birrete, transmutado por arte de magia en lámpara de Aladino, simultáneamente, se derramaría sobre su aturdida escolta una lluvia de monedas que "ayudarían" en el acto a sosegar sus posibles represalias y olvidar, de forma instantánea también, su hipotético afán de venganza...

Sin embargo, los dos perros sarnosos, cuya aniquilación estaba planificando, no tragaron el anzuelo. Avanzado el acuerdo, concertaron el tan deseado encuentro pero con la inexcusable condición de que se celebrase en el interior de su amurallada fortificación, alegando, entre otras razones, la posibilidad de que pudiese realizar una inspección ocular de las estructuras y bagajes albergados en su perímetro interno dado que, al fin y al cabo, me disponía a adquirir tanto su contenido como su continente. Chábir y Hadi me imploraron hasta la extenuación que desistiera de tan descabellada empresa que no ocultaba sino una burda argucia para atraparme en sus redes. Yo, dispuesto a jugarme el todo por el todo, desoí sus atinadas demandas y accedí a cuantas cláusulas impusieron los Suhayl, pensando que, una vez traspasada la cerca de Segura, el complot podría llevarse a efecto una vez que, confiados mis adversarios ante mis solícitas muestras de amistad -ademanes agradables, amplia sonrisa, intercambio de presentes- al poco pudiese introducir en su reducto un número aceptable de mis partidarios y poner en práctica mi ambicionado golpe de mano. A fin de cuentas, sólo se trataba de posponer brevemente la conjura recurriendo en el entretanto a las artes del disimulo y la hipocresía –en las que soy consumado maestro-, tensar los nervios con creíble disimulo durante la que me parecería interminable espera y atacar sin miramientos en el momento adecuado.

Concertada la cita, una calurosa mañana, acompañado de mis inseparables Chábir y Hadi y otros tres o cuatro soldados de plena confianza, encaramos la sinuosa senda, tallada en roca viva, que conducía a las puertas del fuerte. Rápidamente dejamos atrás el caserío que se arremolinaba a las faldas de aquellos imponentes cerros y, sudorosos y jadeantes, como cabras montesas, acometimos la empinadísima cuesta, jalonada al principio por pétreos escalones, que, sin embargo, a cada paso resultaba más estrecha, y que desembocaba, tras incontables vueltas y recovecos, en elevada explanada donde se accedía al antemuro de la colosal edificación. El sendero devino en escuálida franja, línea casi imperceptible por delgada, cortada a pico sobre un insondable precipicio, abismo cuajado de afiladas piedras como cuchillos, sobre las que nos destrozaríamos sin remisión en caso de sufrir, en cualquiera de los escaladores, el menor traspiés. Agarrados con uñas y dientes a la cornisa rocosa, avanzamos con exasperante lentitud hasta que la inclinación de la pendiente se hizo tan acusada en un tramo de aquella infernal vereda que hubimos de avanzar a gatas, en posición indecorosa en gentes de nuestra calidad, durante un trayecto, probablemente corto, pero que a los expedicionarios nos pareció realmente eterno. Culminamos los últimos pasos de tan arriesgada ascensión prácticamente reptando, cual víboras serpenteantes –veneno portábamos en nuestros pensamientos y dagas sólo para dar de bruces, nefasto capricho de los hados, entre las fauces de aquellos jabatos encastillados que se aprestaban, sin la menor dilación, a aplastarnos como a las viles y nocivas culebras a las que en aquella situación tanto nos asemejábamos.

Llegados a terraza de la montaña, nos hicimos notar, tan sólo para ser conminados desde los adarves de los recios torreones, a viva voz pero sin que nadie osase dar la cara, a despojarnos de nuestras armas. Únicamente cuando fueron arrojados por los recién llegados, a prudente distancia, sus espadas, sables y puñales y aún escudos, corazas y cotas de malla, se sintieron lo suficientemente seguros los dueños del fortín como para mostrarse ante nosotros desde sus elevados escondrijos, aunque manteniendo una actitud tan desconfiada y precavida como para apenas dejarse entrever entre las almenas de su ciclópeo baluarte. Insistí, ante sus exasperantes recelos, con creciente premura, en obtener paso franco al recinto de la fortaleza que se levantaba, hercúlea, ante nosotros. Los malditos Suhayl nos gritaron desde su protectora madriguera que las puertas, forradas de gruesas placas de hierro, se hallaban inhabilitadas hacía mucho tiempo, rastrillo atascado, cerrojos quebrados, goznes rotos, hojas atrancadas y cegadas desde dentro por medio de una ingente cantidad de rocas y piedras allí apiladas con la precisa intención de impedir su abertura –y evitar, claro está, cualquier veleidad de traición desde el interior-.

A falta de escala que alcanzase desde su base la altura del matacán que reforzaba la defensa del portón, los moradores de Segura nos invitaron a traspasar sus sólidas paredes mediante un ingenioso sistema que consistía en ser izado, a pulso por musculosos brazos, dentro de un cesto, desde el suelo hasta la muralla. Se disculparon por poseer uno solo de tales capazos y me invitaron, dada mi primacía, a ser alzado en primer lugar. De inmediato, mi guardia me seguiría. Acallé, con gesto despectivo, los murmullos de protesta de mis acólitos y considerando indigno de mi valía una prudente retirada, me introduje en el canasto y en un santiamén me vi elevado a imponente altitud y trasladado sin un rasguño al parapeto superior del castillejo que ya creía bajo mi potestad, demasiado pagado de mí mismo y víctima de un ciego optimismo que me vedaba prever el futuro con claridad. De esta guisa penetré en la hasta entonces siempre esquiva ciudadela de Segura.


Ser alzado y aherrojado, todo fue uno, pues apenas alcancé la seguridad del piso del camino de ronda, robustas zarpas me ciñeron con inhumana fuerza y, tras ser derribado al solado, me vi atenazado, amordazado y cubierto de grilletes. Los míos, exacerbada su ira al percatarse de mi secuestro, intentaron un amago de ataque, inútil, rabioso y suicida, contra los hostiles muros, sólo para ser recibidos con una nutrida lluvia de flechas y piedras que les pusieron en fuga, atropelladamente, monte abajo, donde mis compinches, tras rodar un trecho, enteros pero tullidos, pudieron lamerse las heridas...........(continuará)

martes, 12 de septiembre de 2017

FIESTAS DE AGOSTO '17....en poco más de 50 imágenes.

Acaba el verano y comenzamos un nuevo ciclo de publicaciones. Ciertamente este blog ha tratado de ser un medio de transmisión de la realidad de nuestro pueblo y nuestra comarca, y es evidente que durante el verano una parte importante de esa realidad son las fiestas populares. En Puente de Génave se producen de forma sistemática el penúltimo fin de semana del mes de agosto y tienen un carácter mayoritario lúdico, cultural y deportivo, donde los niños alcanzan especial protagonismo. Son momentos de reencuentros de viejos amigos, de música, de trasnochar y de cometer pequeños y no tan pequeños excesos en la comida y bebida. Hemos recopilado diferentes imágenes de ese periplo festivo a fin de recordar diferentes momentos que permanecen aún frescos en nuestra memoria. Han sido diversos los autores de esas imágenes a los que agradecemos, al tiempo que pedimos disculpas por "robarles" sus instantáneas, su iniciativa de recoger con sus cámaras esos momentos que ahora nos resultan tan gratos recordar.