viernes, 28 de septiembre de 2018

7º Premio Domingo Henares. MELODÍA PATRIÓTICA DE UN TRISTE VIOLÍN (2ª parte)

Para completar el relato "Melodía patriótica de un triste violín" de María José Toquero del Olmo, pasamos a publicar la segunda parte del flamante premio Domingo Henares de Relato Histórico convocado por el Ayuntamiento de Puente de Génave. En este ocasión se describe como se produjo la ocupación de las tropas napoleónicas en nuestra comarca y la oposición y enfrentamientos que mantuvieron con diversos grupos de guerrilleros que impidieron se hiciera efectiva la ocupación de la población de Beas de Segura.
Mª José Toquero y Domingo Henares durante la ceremonia de entrega del premio

MELODÍA PATRIÓTICA DE UN TRISTE VIOLÍN  (2ª parte)

(……………..continua)

Torres fue el primero en levantarse. Se lavó la cara en la fuente de la plaza, se atusó el pelo y se dirigió a casa de don Francisco. En el camino se encontró con Juan Laureano Sandoval, un rico hacendado jaenés que se instalaba en Beas cuando llegaba la primavera y que tenía fama de afrancesado entre los vecinos. Era un hombre grave, ventrudo y de calva reluciente, que vestía a la francesa, pensaba a la francesa y presumía de ser muy amigo del Duque de Berg, cuñado y poderoso lugarteniente de Napoleón. Y qué decir de su flamante esposa, Rosalía Ventura, una dama enjuta de ojos glaucos y rostro cerúleo, más afrancesada que su marido, fiel seguidora de la moda de París y asidua a los banquetes y bailes que celebraban los franceses en Jaén. Una pareja que, con su desapego y su inmodestia, despertaba la inquina de todos aquellos beatenses que albergaban dudas sobre las intenciones de los franceses.
Joaquin Marat. Duque de Berg
– ¡A usted quería yo verle!– dijo Sandoval, saliendo al paso de Torres.
– ¿Y qué se le ofrece a usted, don Laureano? – preguntó Torres.
– Se acerca ya el calor – dijo Sandoval–. Esta temporada espero más visitantes que los de costumbre y voy a necesitar más hielo que otros veranos. Pásate por casa y ajusta precio con doña Rosalía.
– Agradecido– dijo Torres, mascando para sus adentros cierta preocupación, porque se le presentaba una oportunidad inmejorable de negocio, pero no quería que en el pueblo le criticaran por sus relaciones con los afrancesados.
Molina y Torres volvieron a coincidir en casa de Mariblanca el día primero de junio. En Beas se hablaba de los diferentes edictos que se habían pregonado por toda Andalucía. Ante el temor de una sublevación, se protegían las casas y las vidas de los franceses residentes en el territorio, se imponía el toque de queda, de manera que a partir de las ocho de la tarde se prohibía transitar en grupos de tres o más personas, y se hacían rondas con gente armada para evitar incidentes. En el pueblo transigían con la presencia de afrancesados como Sandoval y su esposa, aunque con muchas reticencias.
– ¿Has bajado a vender hielo a los franceses?– preguntó Molina a Torres con ironía.
– No– respondió de manera tajante Torres –. He bajado para invitarte a una jarra de vino y celebrar la abdicación del rey Carlos en su hijo Fernando.
– Te la acepto– dijo Molina– Aunque seas amigo de los afrancesados.
– También he bajado al pueblo para decirle a don Laureano que el hielo que me queda en el nevero lo tengo reservado y no podré servirle de hoy en adelante.
– ¡Eso me gusta más, amigo Torres! Con gusto me tomo la jarra contigo y brindo por Fernando VII y España.
Carlos IV
Los hombres que extraían el hielo en el nevero de Torres y la preparaban para repartirla en Beas fueron los primeros en tener noticia de que una avanzadilla del ejército galo se dirigía a Beas. Se lo dijeron dos guerrilleros de la partida de Hermenegildo Bielsa, Comandante de las Guerrillas de Jaén, que se habían escondido en la Sierra de Segura y vigilaban los movimientos del enemigo. Dijeron que sería conveniente dar la voz de alarma a la población y evitar que instalaran una guarnición el pueblo, pues esas eran las órdenes de los militares franceses.
Torres apremió a sus hombres para que llenaran lo más pronto posible los serones en los que se transportaba el hielo. Habitualmente, cargaba las caballerías hasta hacerlas reventar; pero, en aquella ocasión, quería llegar lo más pronto posible a Beas para avisar a los vecinos y se permitió el lujo de aligerar a la mitad su cargamento. A medida que avanzaba la caravana de la nieve y se tenían noticias de la invasión francesa, más serranos se unían a la reata de acémilas. En el silencio de la noche y a la luz de las teas y farolillos que guiaban la recua, parecían un paso procesional de la Semana Santa.
Al amanecer, cuando llegaron a Beas, eran un ya tropel vociferante. Los beatenses se asomaron a las puertas y ventanas y, ante la amenaza de los ejércitos de Napoleón, se echaron a la calle. A las diez de la mañana, una multitud enardecida ocupaba la plaza y exigían a Sandoval y a Rosalía que se unieran a ellos en la defensa de Beas.
Asalto de las tropas francesas
Torres y Molina volvieron a encontrase en medio de la turba. Sandoval y su esposa permanecieron un tiempo atrincherados en su domicilio. Hubo momentos angustiosos en los que la muchedumbre que rodeaba la casa amenazaba con echar el portón abajo y cobrarse venganza por lo que iba a suceder en los afrancesados. “¡Laureano y Rosalía, hay que darlo todo por vuestra tierra, que no es Francia, sino Andalucía!” gritaba el gentío en un crescendo cada vez más enardecido.
El portón se abrió y Laureano Sandoval pidió silencio para pronunciar unas palabras.
– Habéis de saber, apreciados amigos, que doña Rosalía y yo mismo apoyamos vuestra causa y nos unimos a vosotros.
Y así fue cómo los únicos afrancesados que había Beas hicieron piña con el resto del pueblo en defensa de la soberanía española.
La rebeldía se extendió en la comarca de la Sierra de Segura como la tinta en el papel secante. Lo accidentado del terreno y el conocimiento exhaustivo que los hombres tenían de él fueron las armas más eficaces en la lucha contra el francés. Así, lo que puso traba a la invasión, además de las navajas que los patriotas blandieron en las calles y los trabucos en ristre con los que los guerrilleros se echaron al monte, fue lo escarpado de las cumbres montañosas, inaccesibles a los batallones galos y lo angosto de los desfiladeros en los que se emboscaban los guerrilleros para caer como una maldición en el corazón de las huestes napoleónicas. Las sendas montañosas eran como dédalo enloquecedor para unas tropas bien pertrechadas, pero acostumbradas a batirse en terrenos abiertos e incapaces de acceder a las guaridas en las que se escondían las cuadrillas que luchaban contra el ejército más poderoso del mundo.
Documento firmado por Hermeregildo Blesa

Torres no volvió a ver a Molina desde el levantamiento de Beas, que impidió que el destacamento galo tomara posesión del pueblo; pero tuvo noticias de que había formado una cuadrilla de guerrilleros y de que campaba a sus anchas por los pagos de la Sierra de Segura.
            La partida de Rafael Molina era una banda de ochenta hombres, la mayor parte de a píe, armados unos con trabucos antañones, otros con fusiles roñosos, vestidos como su fortuna, siempre escasa, les permitía, con un pañuelo descolorido por el sol en la cabeza, la manta al hombro y calzados con alpargatas o con botas tan zarrapastrosas que mejor hubieran ido descalzos. Al grito de "¡Viva Fernando y vamos robando!", ora se enfrentaban con las tropas napoleónicas, ora confiscaban las cosechas y el ganado de los lugareños, y lo que era peor para los franceses, incitaban a sus paisanos a armarse y a seguirlos.
 Fernando VII
Las órdenes de José Napoleón fueron tajantes. Los tenientes coroneles al mando de los destacamentos franceses acantonados en las provincias andaluzas debían poner orden a los desmanes cometidos por los guerrilleros. La cuadrilla de Molina, emboscada en un desfiladero próximo a las Cumbres de Beas, acabó con un pelotón de Dragones del ejército francés. El coronel Bellangé, ansioso de revancha, concentró a todos sus hombres y marchó a Beas. Su objetivo era desmantelar la partida de Rafael Molina y capturar vivo o muerto a su cabecilla.
Vana pretensión, pues los guerrilleros, sabedores de las intenciones del francés, se dispersaron y quedaron en encontrarse, pasados unos días, cuando hubiera amainado la tempestad, en el cortijo de José Torres.
Bellangé era un buen estratega, capaz de vencer en batalla franca a cualquier enemigo, pero muy poco hábil con los guerrilleros.
– ¿Qué noticias tenemos de la banda de Molina?– preguntó a sus exploradores.
– Se han esfumado – fue la desesperante respuesta.
– ¡Malditos fantasmas! ¡Se nos ha mandado a España para cazar alimañas que desaparecen en las montañas no para luchar contra soldados de verdad!– exclamó Bellangé
El coronel, dolido en el orgullo por la burla de los brigands, que así llamaba a los guerrilleros, se dirigió a la plaza de Beas y amenazó con quemar el pueblo, si no recibía noticias que le condujeran a la guarida donde se ocultaba Molina.
Los vecinos juraron y perjuraron que nada tenían que ver con las andanzas y fechorías de la partida de Molina y suplicaron el perdón del coronel Bellangé.
– No soy yo quien puede salvar de las llamas a Beas- dijo Bellangé con altanería- Sois vosotros los que tenéis que convencer a Molina y a su banda de que se entreguen. Disponéis de veinticuatro horas para ello, que empiezan a contar desde este momento.
– Ya le hemos dicho que desconocemos el paradero de Molina– replicó el alcalde.
– ¡No es mi problema!– contestó Bellangé.
– No se ponga usted así– dijo el alcalde–. Trataremos de encontrar a Molina lo antes posible. Mientras tanto, les invitó a ustedes a comer en la taberna de Mariblanca, que es la mejor del contorno.
Guerrilleros en la Sierra de Segura
A Bellangé, que llevaba muchas horas sin descansar, persiguiendo a los escurridizos guerrilleros no le desagradó la idea.
– ¡Saca las mejores viandas para nuestros huéspedes! – ordenó el alcalde a Mariblanca, señalando al coronel y a sus hombres– No te preocupes por precio. Todo corre a cargo del Ayuntamiento.
– Les trataré lo mejor que pueda – dijo Mariblanca, dirigiéndose con una inclinación de cabeza a Bellangé–. Tenemos buen vino y les puedo ofrecer aceitunas machacadas y aliñadas con limón y tomillo, potaje de garbanzos con todos sus avíos y migas al estilo de Beas, además de embutido y lomo de orza. Y de postre, mistela y rosquillas de anís.
– ¿Y para divertirnos?– preguntó Bellangé.
– ¿A qué se refiere usted, coronel?– preguntó Mariblanca, atemorizada por la posible respuesta.
– ¡Música, mujer!– rió Bellangé– ¿En qué estabas pensando?
– Tenemos un violinista que, de no haber estado ciego y tullido de cintura para abajo, habría hecho carrera en una buena orquesta – dijo Mariblanca y añadió: – ¡Con su permiso, voy a buscarlo!
Mariblanca les sirvió la comida y llenó sus jarras cuantas veces le pidieron y el violinista tocó para ellos sin concederse el menor descanso. Mientras, el alcalde, fue en busca de Torres, pues sospechaba que era el único vecino de Beas que podía conocer el paradero de Molina y convencerle de que se entregase.
– Sé que hace unos días atacaron a los franceses en el desfiladero y que se dispersaron. No sé en qué guarida se ha escondido y un día no es mucho tiempo para buscarlo – fue la respuesta de Torres.
– ¿Y qué podemos hacer?– preguntó el alcalde.
– Darme un par de buenos caballos – contestó Torres–. Daré el aviso a las tropas de Juan de Uribe, que sé que vienen hacia Beas, para que agilicen el paso y nos ayuden a defender el pueblo.
– ¡Así sea! – contestó el alcalde.
Emboscada guerrillera
Expiraba casi el plazo dado por Bellangé cuando los hombres de Uribe tomaron las alturas de Beas con la intención de emboscar a las tropas francesas. Se dividieron en tres partes y la comandada por Valeriano Rodríguez, teniente de Dragones de Sagunto, se dirigió al pueblo. Al aproximarse al pueblo, vieron que lo estaban incendiando y la tropa se arrojó sobre ellos disparando. Los vecinos se unieron a los soldados y consiguieron desalojarlos de Beas. Las huestes apostadas en el monte los persiguieron durante más de cinco leguas, de camino a Villanueva del Arzobispo, mientras los militares al mando de Valeriano Rodríguez ayudaban a los vecinos a apagar los incendios.
Nada pudieron hacer por la iglesia consagrada a Nuestra Señora de Gracia, que se vio reducida a cenizas, ni por el violinista, al que degollaron, cuando en el instante en que se cumplió el plazo dado, y expusieron en la plaza para que los vecinos vieran con sus propios ojos lo que esperaba a los pueblos que desobedecían sus órdenes.
Iglesia de Ntra. Sra. de la Asunción. (Antigua Ntra. Sra. de Gracia). Beas de Segura

martes, 11 de septiembre de 2018

7º Premio Domingo Henares. MELODÍA PATRIÓTICA DE UN TRISTE VIOLÍN

Retomamos actividad después de un, esperamos, gratificante verano; y lo hacemos con la dinámica de difusión de los diferentes aspectos que tienen como relación su ubicación en nuestra comarca de la Sierra de Segura. En esta ocasión reproducimos un relato de María José Toquero del Olmo titulado "Melodía patriótica de un triste violín" con el que recientemente ha obtenido el premio de relato histórico Domingo Henares convocado por el Ayuntamiento de Puente de Génave. Relato ambientado en el periodo en el que las tropas francesas ocupaban nuestra comarca en un momento crítico del desarrollo de la Guerra de Independencia, con unos hipotéticos hechos ocurridos en las tierras de Beas. Debido a su extensión lo publicamos en dos partes, pasando a continuación a mostraros la primera de ellas.
Mª. José Toquero del Olmo



MELODÍA PATRIÓTICA DE UN TRISTE VIOLÍN  (1ª parte)

José Torres García tomó posesión de una cortijada en las Cumbres de Beas en presencia de los testigos que más tarde darían fe. Como estipulaba el protocolo, recorrió el sendero que cruzaba las tierras, cortó algunas ramas de tejo y aventó un puñado de tierra. Se detuvo en un descampado y contempló el paisaje que se recortaba contra el cielo raso de aquella mañana del último día de abril. Supersticioso como era, consideró un buen presagio el vuelo de un águila perdicera sobre su cabeza. Había tenido la suerte de que Francisco Peñaranda, el dueño de la parcela, le concediera, además de la licencia de explotación de la magnífica arboleda que allí crecía, el uso de los neveros.
– Has hecho un buen negocio. La montaña ofrece oportunidades de oro a quien sabe aprovechar la altura y la nieve– dijo don Francisco, estrechándole la mano–. Negocia con perspicacia y preserva bien el hielo, que, cuando lleguen los calores, tendrás buena parroquia y podrás venderlo a buen precio ¡Los adinerados de Beas te lo pagarán bien!
– Dios le oiga, don Francisco, porque usted tiene que cobrar el alquiler y, lo que es más importante y dicho con todo el respeto del mundo: mi familia tiene que comer– respondió José Torres, con un mohín afable y cierta sorna.
– En este caso Dios lo va a tener muy fácil–dijo don Francisco, y añadió un tanto apremiado por regresar a su casa antes de la hora de la comida:  –Asienta unas cuantas piedras en el nevero principal y, si no se te antoja otra cosa, con eso daremos por terminada la ceremonia de traspaso.
Panorámica de Beas de Segura 
José Torres señaló el pozo y los presentes corroboraron que todo se había hecho arreglo a derecho. La madera y la nieve eran por entonces bienes muy preciados y José Torres, nacido y criado en una familia de madereros de la Sierra de Segura, conocía bien la geografía del monte y sabía cómo sacar partido a los recursos que le ofrecía.
Una mañana de mediados de abril de 1808, José de Torres se mudó de camisa con la intención de bajar a Beas de Segura. Habían transcurrido cinco años desde que firmó las escrituras de arrendamiento de los terrenos. La situación política en España no era nada halagüeña y, casi con toda seguridad, la economía acabaría por acusar la debilidad de una monarquía que se vendía sin el menor pudor a Napoleón; pero, de momento, habían disfrutado de un bienio de buenas cosechas y todo permanecía en una calma tensa. A él, tal y como pronosticó don Francisco, no le había ido mal ni el negocio de la madera ni el de la nieve. Así, cada año que pasaba, obtenía mejor precio por las cortas y tenía más compradores de hielo. Precisamente, José Torres decidió ir a Beas esa mañana para tratar con los intermediarios que se ocupaban de la distribución del hielo entre los vecinos del pueblo. Al despedirse, su mujer le previno: “Ten presente, José, que vas a vender hielo y madera, y no a sentar cátedra sobre que ese tal Bonaparte  destronará a los reyes y los mandará a las Indias para hacer y deshacer a su antojo en España ¡A ti la política ni te va ni te viene! ¡Eso lo tienes que tener claro, por tu bien y por el bien de tu familia!”
La mañana era magnífica. Embriagaba el azul prístino y rotundo de un cielo sin nubes y las casas eran como palomas enjalbegadas varadas en las lomas. La primavera hermoseaba el valle de Beas y recorrerlo era una delicia; no obstante, Torres cabalgaba absorto en sus pensamientos. Saludaba de vez en cuando a los campesinos, atareados en los olivares; pero, no prestaba la menor atención a las enormes matas de romero recién florecido ni a las primeras campanillas y arvejas que crecían en las praderas.
Retrato de Manuel Godoy
Desde que comenzaron los rumores sobre la entrada de las tropas de Napoleón en España y se tuvo noticia del amotinamiento de Aranjuez contra Godoy, en muchas regiones de España, prendió el patriotismo. El veintisiete de marzo del año 1808 se recibió en Beas de Segura la noticia de que los franceses habían entrado en España en son de paz y amistad, y muy pronto la comarca se convirtió en un hervidero de voces críticas contra las secretas intenciones que albergaba Napoleón. Hasta aquellos hombres que nunca se habían preocupado por la política parecían contagiados por una creciente agitación. Unos pocos decían que Godoy era la mejor cabeza pensante de las Españas y que sus razones tendría para permitir el paso del ejército galo hacia Portugal, y otros muchos afirmaban que era verdad que el Príncipe de la Paz era listo, más que un zorro, tanto que en la madriguera de la reina María Luisa se había metido, aludiendo a los amoríos adúlteros que se les atribuían, y todavía no había salido. Pero tanto a partidarios como a detractores les preocupaban los tratos que pudiera hacer Godoy con los gabachos. A Torres, que tenía espíritu de mercader, no le cabía en la cabeza que Napoleón, teniendo la posibilidad de hacerse con la joya de España, se conformara con la bagatela de Portugal. Por eso había discutido ya varias veces en la taberna y en esas cavilaciones andaba cuando se cruzó, ya en la entrada del pueblo, con Rafael Molina, un rico olivarero de Beas al que le unía una gran amistad desde que ambos eran chavales.
– ¡Buenos días, José Torres!– dijo Rafael Molina – ¿Qué asuntos te traen a Beas?
– Buenos días nos dé Dios– dijo Torres –. Vengo a tratar de la venta de hielo con los habituales y, de paso, me acercaré a ver a don Francisco, para ajustar las cuentas del alquiler.
– Ándate con ojo – dijo Molina –, sabido es que vale más media onza de trato que arroba de trabajo. Además, la situación no pinta bien. Aquí, en la Sierra de Segura, nos hemos librado de la epidemia de fiebre y la hambruna no nos ha afectado tanto como a otros lugares de Andalucía, pero de la que se avecina no nos vamos a zafar tan fácilmente.
– ¿Te refieres al yugo con el que quieren unirnos los franceses?– preguntó Torres.
– ¡A eso mismo me refiero! A mí, que no tengo tantas letras ni tanto mundo como los señores del Gobierno, el Napoleón ese no me la da.
– ¡Eso mismo pienso yo!– dijo Torres, deseoso de explayarse con alguien que opinaba como él.– No hemos padecido la peste, en eso hemos tenido suerte, como tú dices; pero los franceses son codiciosos y no pasarán por alto la riqueza maderera de nuestra sierra ¡Napoleón es un lobo con piel de cordero!
Torres pensó en la reciente epidemia de peste. Un primo suyo, que explotaba los ventisqueros del pico de la Maroma, en Málaga, le había escrito que aquel año hizo un buen negocio con la venta de hielo porque las autoridades, desbordadas por el imparable avance de la fiebre, le compraron todo el hielo, y a buen precio, si no para sofocar definitivamente la calentura, sí para mitigar el padecimiento de los infectados. Pero había visto morir a tanta gente cercana, incluidas su mujer y la niña que acababa de alumbrar, que consideraba maldito el dinero que le proporcionaron los neveros.
Grabado de la epidemia de peste de principios de S. XIX
También en Jaén había fallecido mucha gente. José Torres, que visitó la capital en plena efervescencia de la enfermedad vio morir a su padre, que vivía con su hermana Carmen, casada con un corregidor, que también murió a causa de la plaga y dejó a la mujer viuda y con cinco hijos a su cargo.
La enfermedad llegaba sin preludios que indicasen su venida. Se manifestaba con escalofríos y entumecimiento, precedidos de lasitud e inapetencia y seguidos de palpitaciones, calentura, sequedad de boca y dolor de cabeza y articulaciones. Se quejaban los enfermos de agudo dolor de estómago y de continuas náuseas, frecuentemente acompañadas de vómitos verdosos. Si los síntomas no remitían, el semblante se volvía marchito, de un color amarillento oscuro, los ojos inyectados en sangre y un cansancio tal que el enfermo no podía levantarse del lecho. La ardentía desazonaba a los dolientes hasta el punto de arrastrase del lecho hasta el suelo, buscando el frescor de las baldosas. Aparecía después el espantoso vómito negro, parecido a la pez derretida, tan abundante en algunos casos que llegaba a asfixiar a quien lo padecía. Coincidía este síntoma con hemorragias y ulceraciones por todo el cuerpo, de forma que la muerte, que se anunciaba con la frialdad de las extremidades y lo amoratado de los labios, se convertía en la única liberación posible para el enfermo. Y Jaén había padecido los horrores de la peste hasta el punto de que su población se redujo a la mitad. El padre y el cuñado de José torres habían muerto sin que él pudiera hacer nada, ni siquiera aliviar su calentura con el hielo de sus ventisqueros, que estaban muy lejos.
– La vida nunca es fácil. Ni en los momentos más felices nos faltan padecimientos– dijo Torres, a modo de reflexión– ¡Ahí tienes a mi hermana Carmen, que vivía como una reina y ahora no tiene más remedio que emplearse de criada para sacar a sus hijos adelante! Yo la visito de vez en cuando, pero poco puedo hacer para ayudarla.
– Parece que a los serranos el aislamiento de la montaña nos salvó de las fiebres amarillas, pero del hambre no nos hemos librado – añadió Molina, también a modo de reflexión de lo que habían sido esos años.
Toro ensogado -imagen extraída del mapa mural del barrio de San Isidro de Beas de Segura-
– ¡Así ha sido! Pero dejemos a un lado cuitas y enfermedades, que pronto celebraremos San Marcos y eso nos pone contentos a todos los beatenses.
– Ahí te doy toda la razón– dijo Molina–. En San Marcos no hay miseria o no la tenemos en cuenta. Llevamos dos años de bonanza y parece que este año, si las cabañuelas no mienten, tampoco tendremos mala cosecha. Los pobres no esperaran con tanta ansia el reparto de la carne del toro pero apreciaran, como siempre, lo bueno que sabe el puchero.
– Yo bajaré con toda la familia a casa de mi suegra, aunque los chicos se van haciendo mayores y estamos muy apretados. ¡La casuca no da mucho de sí!
– A mi casa también vienen mis parientes de Orcera, y, aunque la casa es grande, son tantos que no andamos holgados de sitio.
– A mí me tira el mucho el toro de San Marcos. Muy malo tendría que estar para perdérmelo, aunque me riña la Juana– dijo Torres, refiriéndose a su esposa–. Sigo tirando de la maroma como cuando era un chaval. Y lo seguiré haciendo mientras las fuerzas no me fallen.
– Mi mujer también me dice que no soy ningún jovenzuelo, para tontear con el toro ensogao – rió Molina–, pero, como yo le digo, los hombres de Beas lo llevamos en la sangre desde chicos y, cuando llega San Marcos, no podemos resistir el probar que aun somos jóvenes, ante la bestia, ante el público y ante nosotros mismos. Aunque, si te digo la  verdad, cada año que pasa me cuesta más mantener el tipo ¡Los años no perdonan!
– No perdonan, no. Hemos nacido para ser burros trabajadores y estamos acostumbrados al esfuerzo, pero hemos ido perdiendo fuelle con el tiempo, aunque San Marcos venga a remozarnos.
Representación de una taberna a principios de S. XIX 
– ¡Iba a la taberna de la Mariblanca! – dijo Molina–. Acompáñame y te invito a una jarra de vino para regar el encuentro.
– ¡Hecho!– contestó Torres, que pasaba las semanas aislado en el monte y necesitaba de vez en cuando compartir charla y vino con los viejos amigos y los parroquianos de la taberna.
Los dos bancales de olivos que había heredado Mariblanca no producían lo suficiente para sacar adelante a sus siete hijos y para mantener al vago irredimible de su marido. Vivaracha y lista, aprovechó la ubicación de la casa que fuera de sus padres, cerca de la plaza, la amplitud de la portada y la sombra del emparrado que la cubría para abrir una taberna. Decía que había nacido en jueves, que era la séptima hija y que había cantado en el vientre de su madre, requisitos todos que la convertían en una buena sanadora del mal de ojo. Así, en la cocina contigua a la cantina, en la que a diario hervía la olla que daba de comer a su numerosa prole, instaló su consulta de curandera. A la bulla de la taberna se le unían los murmullos de los ensalmos en un tótum revolútum que, de no haber sido por el buen vino y lo sabroso del embutido, hubiera desanimado a los parroquianos más acérrimos.
De que en la casa de Mariblanca se escanciaba un vino generoso dieron buena cuenta los dos amigos. A la segunda jarra, vaporosa la cabeza y suelta la lengua, Torres y Molina ya ejercían como patriotas de las Españas, de las peninsulares y de las de ultramar. La tercera jarra de buen vino terminó en vivas a Nuestra Señora de Gracia, que era por aquel entonces la patrona del pueblo, a España y a Fernando VII. A la cuarta, los dos hombres juraban que, de necesitarse, allí estarían ellos para dejarle muy claro a Napoleón y a toda Francia de quién era la tierra de la Sierra de Segura y la de Andalucía entera. (………………………….. continuará )
Mª José Toquero junto a Domingo Henares