sábado, 23 de marzo de 2013

Semana Santa... y qué más da!!!


No sé qué es lo que tiene este puñetero pueblo...supongo que todos los pueblos lo tendrán, pero como el sentimiento es personal e intrasferible, difícilmente sabré qué es lo que pueden sentir otras personas cuando se acercan estos días, días que nos darán la oportunidad de volver a andurrear por las calles de nuestro querido Puente de Génave. Sí, se acerca la Semana Santa, y la excusa es perfecta, es un estupendo momento para reencontrarnos con el Puente Viejo y el Nuevo, con el emblemático edificio de la caja de ahorros, con la esquina del bar del Pintor, con la plaza y su iglesia, con la Vicaría, con la central para escuchar al río rugir, ese río que baja en muchas ocasiones embravecido, y con...en fin... con tantos lugares y rincones que guardan ese recuerdo que permanece, ahí..., imborrable en todos nosotros. Pero lo verdaderamente importante es la gente, esa gente que volveremos a ver, gente que permanece o que regresa como nosotros, gente que queremos y apreciamos y sin la cual, difícilmente mantendríamos esa enorme ilusión que proporciona el regreso.
Además, este año regresamos después de un invierno que ha ejercido sobradamente como tal y en el pueblo ha proporcionado frío y lluvia a mansalva. Confiemos en que esta recien estrenada primavera nos regale un tiempo soleado que invite a estar en la calle y a "aparranarnos" en cualquier terraza a echar la liga o a desayunar sin prisas y en buena compañía. Ojalá que la lluvia nos dé una tregua y el sol haga brotar los espárragos por doquier y así podamos asegurarnos un segundo plato para el Viernes Santo: la tortilla... pues debemos recordar que el primero será un buen potaje de bacalao, que en un día tan "señalao" no está bien comer carne si queremos conservar las tradiciones; y para acabar, seguro que se nos hace la boca agua al recordar esas sabrosas natillas, o el arroz con leche, o por qué no, unos enredos, o unos panetes, o unos pestiños y que me decís de esas riquísimas flores con miel....Bueno, dejémoslo, podríamos seguir hasta atiborrarnos, ¿o mejor decir "atiforrarnos"?, que es como decimos en ese vocabulario nuestro tan peculiar... bueno, paisanos, sé que os resultará difícil, pero no dejemos que esa estupenda comida nos apoltrone en la mesa camilla durante la sobremesa. No, por favor, ¡a la calle otra vez!, a pasear junto al río para volver a mirar el puente viejo y también el nuevo, y el río, siempre el río, y luego los patos y así... y, si nos encontramos con amigos, pues tanto mejor, que de eso se trata, de empaparte de pueblo y de gente. 
...Y si entre medias de tanto río y tanto puente y tanto pato y tanto amigo...y si nos dejan caminar nuestros excesos con los panetes, los enredos o los pestiños pero los que llevan miel; ya que, como sabéis, hay otros pestiños que te paran por el camino y empiezan a decirte eso de... "¡pero neeena!, ¡¡qu'alegría!!, ¡¡cucha, has venio!!, ¡pero si paece qu'estás más repuesta!... que es una forma muy sutil de decirte que estás más gorda..., ante lo cual se ha de responder con una sonrisa aunque la observación te esté jorobando.
Bueno, a lo que iba..., que si entre medias de tanta liga y tanto encuentro paisajístico, gastronómico, amistoso y pestiñero nos queda tiempo para descansar y dejar espacio libre en el disco duro de nuestra mente y de nuestro corazón, pues, eso...que esta semana sea santa, pero de lo buena que será para nosotros.
Ah!! y si lo prefieres también, con devoción o simple curiosidad, podremos ver nuestras imágenes procesionar atravesando el Puente Viejo con solemnidad, recorriendo nuestras calles, y aunque ya no haya romanos que escolten al Nazareno, aunque ya no se vean las antorchas en el Cortijo las Ánimas, aunque no vivamos con enorme curiosidad cuando el Cristo Resucitado hacía que cayeran fulminados a sus pies esos mismos soldados romanos... y aunque no seamos los mismos y tengamos un poquito, sólo un poquito.... -no hay que pasarse- más de edad, estoy convencido que viviremos esos días con la intensidad que la necesidad del regreso nos impone.
Porque estos días de fiesta, dejando al margen eso de ser creyente o no, de vivir la fe o no; nos proporcionan a todos la posibilidad de santificarnos en las procesiones o en la liga. Es tan fácil como vivir el afán de cada día como si fuera nuestro último día... evitando ese "colesterol" malo en nuestra alma, ese que nos hace olvidar nuestra gente y nuestras raíces, pues ese si que nos mata, nos mata antes que aquel que suele traicionar al corazón.
Desde la calle San Isidro, sólo decir....¡Feliz reencuentro, paisanos!, ¡Feliz Semana Santa Puenteña!.... ¡Feliz vida!

Almijo Segarmo

domingo, 10 de marzo de 2013

LA MATANZA. 2ª parte



La matanza….. en mi recuerdo.
De vuelta a la faena, mi padre monta la máquina de embutir en la mesa pequeña y mi madre le aplica la boquilla gruesa y coloca el lebrillo del bodrio cerca para tenerlo a mano y así empezar a llenar morcillas. El resto de matanceras, colocadas alrededor de la mesa grande, van atando con destreza las tripas y las colocan en un lebrillo de zinc, a la espera de que el agua en el caldero esté lista para cocerlas. Hay que tener mucho cuidado de no llenar demasiado las tripas para que no exploten en el caldero, por ese motivo también habrá que ir pinchándolas con una aguja antes de introducirlas en el agua caliente.
 Cuando crezco un poco, casi siempre soy la matancera que le da a la máquina. Los hombres ahora desaparecen y la conversación toma otro derrotero más femenino. Y, cómo es fácil que algún chiquillo ande por allí,    “aparpando”, es fácil escuchar la frase “hay ropa tendida” que advierte sobre poner freno al tono más subido que adquiere la conversación.
Y así pasa la tarde, embutiendo, atando y cociendo morcillas. El olor ahora es distinto al de por la mañana, las especias, el anís, las tortas de manteca y la cebolla cocida…. dan paso a un aire más empalagoso con el bodrio y el vaho que desprende el caldero con las morcillas cociendo y las que se van sacando humeantes, a la espera de colgar de las varas. Mi madre, subida en una escalera, las va ensartando casi milimétricamente una al lado de la otra, teniendo en cuenta el tamaño, y al final les pasa un paño seco para evitar que goteen. Da gusto verlas tan alineadas y parejas.
El primer día ya está llegando a su fin y todos nos volvemos a arremolinar junto al fuego para preparar la cena y volver a la charla distendida y a la bota de vino. Yo estoy agotada pero me niego a dejar el jolgorio y me acomodo lo mejor que puedo en la silla para hacer frente al cansancio y al sueño; además hay que tener valor para atravesar la calle, entrar en casa, pasar el patio y subir a mi habitación para enfrentarme al frío helador de las sábanas.
A la mañana siguiente, hay que ponerse en marcha desde “el ser de día” y allí vuelvo a estar yo con mi pañuelo y mis mangas “arremangás” frente a la lumbre y vigilando las tortas o dando buena cuenta de un rosco del revoltón o de harina “tostá”.
En la lumbre está el caldero pequeño donde los huesos del cerdo se van cociendo con alegría. Los huesos de la cabeza serán el ingrediente principal de las morcillas blancas y esta es otra de mis tareas, descarnarlos bien con ayuda de una buena navaja. Mi padre me advierte de que la navaja muerde para que tenga cuidado. Tengo ganas de empezar y me quemo las manos porque los trozos están recién sacados del agua hirviendo.
Lo principal de esta mañana es trocear las carnes y distribuirlas en los diferentes lebrillos donde se harán los bodrios de las morcillas blancas, güeñas y chorizos. Mi padre vuelve a montar la máquina, bien sujeta a la mesa, para proceder al proceso de picar. Darle a la máquina ahora es otro cantar, requiere fuerza y seguridad porque con una mano se gira la manivela a la vez que con la otra hay que lidiar con carnes llenas de nudillos y cartílagos, trozos más duros que hay que ir empujando hacia bien adentro, donde están las cuchillas y hay que tener cuidado con no pillarse los dedos. Siempre surge el comentario de fulanica que, en un descuido, se rebanó la mano. Quiero probar pero no tengo fuerza para hacer el giro completo de la mano y además tengo demasiado respeto a las cuchillas.
Las morcillas blancas no llevan sangre. Son una variedad curiosa de nuestra sierra, más parecidas a la longaniza, propia de la zona de levante y Murcia, quizás a eso se deba su origen, a la cercanía de nuestra tierra con aquella. Se utiliza además de la carne de la papada y la careta del cerdo, carne de pavo, si se quiere, y todo bien aderezado con pimienta, canela, perejil, ajo machacado en el mortero, piñones, huevo, pan rallado, azafrán bueno - que decía mi madre para recalcar la necesidad de que fuera de buena calidad - y sal. La morcilla blanca me encanta, ¡cómo disfruto soplando y probando el bodrio en la misma palma de la mano!
A continuación, le toca el turno a la morcilla güeña. Aquí la sangre vuelve a ser el componente principal, además de carne más grasa y las especias: pimienta negra, clavo, canela, perejil, ajo bien molido en el mortero y la sal. La morcilla güeña apenas llamaba mi atención de pequeña, sin embargo ahora la prefiero a la de cebolla. Cruda está buenísima.
Y una vez listas las morcillas, pasamos a los chorizos. Las manos de las matanceras se tiñen ahora de rojo vivo, del color del pimentón. Para  este bodrio descarnamos los pimientos que cocimos en el puchero de porcelana marrón y los incorporamos a la carne de manta y paleta y especiamos con pimienta, ajo machacado, pimentón y sal. A mi madre también le gusta hacer unos poquitos chorizos picosos, para lo que  necesitamos unas buenas cerecillas que rabien. La hora de probar los chorizos casi coincide con la hora de la comida, así que la bota se pone en movimiento para calmar sobretodo el ardor del picante en la boca. Vuelve la parafernalia en torno a la manduca, la actividad se detiene y recuperamos el tono más alegre y reparador.
Este segundo día probablemente comeremos ajopringe,  a base de hígado y especias, y un plato que hará las delicias de mi padre, quien siempre bromea con el tema de la cuchara. “Nada de mojar sopas, hay que comérselo a cucharás…” Nadie tiene plato porque para tal efecto usamos las cortezas del pan que desmoronamos en el arnero. La sartén se coloca en el centro de la cocina y a mojar todos. A mí no me gusta mucho, prefiero comer el hígado a la brasa sobre una “chullilla” de pan y cortarlo poco a poco con mi navaja.
Y otra vez, de vuelta a embutir, las morcillas blancas, güeñas y los chorizos y a atar y a cocer, primero las blancas porque si cociéramos en primer lugar las güeñas, el agua del caldero estaría turbia y no es eso lo que queremos. Y mientras esto sucede, cambiamos de embudo. Los chorizos necesitan uno más fino y largo para adaptarse a las tripas choriceras. Embutir chorizos es más lento, la carne tiene que quedar prieta en la tripa y no pueden quedar huecos de aire que estropearían el proceso de secado en las varas. El segundo día llega a su fin colgando chorizos, lentamente, porque hay que ensartar tripa con tripa y esto no se puede hacer con arrebato por mucho que el cansancio acucie. Al final de una de las varas cuelgan unas morcilletas pequeñas. Siempre se las pido a mi madre y allí están, “chiquetetas” y orgullosas, junto al resto, una blanca y otra negra. Son mías. La trasnochá junto al fuego pone fin a unos días de ajetreo, se toma algo de cena y se prolonga la sobremesa, nadie hace amago de moverse pero hay que irse a descansar. Los chorizos y las morcillas cuelgan de las varas ya pero todavía queda faena para el día siguiente. El trabajo final de la matanza es la salazón de jamones y paletas en la artesa y el adobo de lomos y costillas para freír más adelante pero este trabajo no requiere la presencia de invitados y a mí no me interesa tanto. Además es mi madre la que toma las riendas de estos menesteres con ayuda de mi padre. Y ya sólo resta lavar trapos y mandiles y limpiar bien la chimenea y la peana, los calderos, las trébedes y las parrillas, todo ennegrecido y sucio por el fuego y la grasa, y para esto no hay más remedio que dejarse las uñas restregando con estropajos de estopa y con jabón casero deshecho y sosa. Todo debe quedar perfecto antes de descansar en la cámara hasta el próximo año.


Autor.- Anónimo.

lunes, 4 de marzo de 2013

LA MATANZA. 1ª parte



La matanza..... en mis recuerdos.
Estoy en la cama. Es muy temprano, son las 6 de la mañana y hace mucho frío porque, si saco la cabeza de las pesadas mantas, se me hiela el aliento. Pero aún así espero con ganas a que mi madre me llame. Prometió hacerlo. La oigo venir, ya es hora dice, y me falta tiempo para levantarme y vestirme. Un pantaloncillo viejo, una camiseta y un jersey de lana hecho a mano. Me voy al cuarto de baño y me aseo un poco porque el agua sale como el reguillo y yo tengo prisa. Me pongo un pañuelo en la cabeza, las matanceras así lo exigen. El pelo recogido para mantenerlo a raya y que no moleste; me ajusto también un mandil, que mi madre ha hecho especialmente para mí, y me dirijo a la caseta, que está frente a mi casa, en la calle de atrás, que es donde tiene lugar mi matanza. A un lado de la puerta, veo el saco de las cebollas cocidas, escurriendo bajo una piedra enorme, y también unas trébedes. Entro y el ambiente me gusta mucho. Mi padre ha encendido la lumbre, un montón de leños de olivo ardiendo con alegría bajo el caldero del agua caliente para pelar al cerdo y, a un lado, el puchero de los pimientos “coloraos” con la tapa “ladeá”. Cuando me ven entrar bromean conmigo, que si llevo el pañuelo como, al parecer, se lo ponía mi abuela paterna…., que si ya soy toda una matancera, que ¡ay qué ver! que no me da pereza madrugar!. Me siento halagada y sonrío. Se está bien allí. En la cocinilla hay una gran jarra de paloma, bebida de aguardiente dulce y agua, que mi padre también ha preparado para “el mataor” y los amigos que acuden a ayudar a sacar el gorrino de la chiquera y llevarlo a ese matadero improvisado en plena calle. Me invitan a beber, entre bromas, pero yo digo que no, que no me gusta el sabor del anís. Prefiero una taza de chocolate bien caliente. Las tortas se calientan, un poco apartadas de la lumbre, para que no se arrebaten, ¡qué ricas están con la manteca que se quiere derretir y el azúcar por encima! En la mesa grande de madera esperan los arreos necesarios para la faena. Hay muchos cernaderos y parellas porque la matanza es sucia y necesita de un continuo fregoteo. Allí están también los paquetitos de especias envueltos en papel de estraza: la matalahúva, el pimentón, el orégano, la canela, la pimienta, el clavo, los panes para desmoronar, el arnero, el almirez de cobre…. Y un montón de ajos por pelar. Esa es mi tarea, la heredo de mi madrina  “la hermana Paca”, una vecina “viejecica”, empeñada todo el tiempo en ayudar, aunque con más voluntad que acierto, consiguiendo justo lo contrario. Cuando nací, se puso tan pesada con el tema de ser mi madrina,  que mis padres finalmente transigieron, para mi desgracia, y pasé mi infancia frustrada por no tener una madrina más joven que me consintiera aún más, porque tengo que decir que mis recuerdos más remotos me sitúan siempre rodeada de vecinos cariñosos que se desvivían conmigo y disfrutaban con mis gracias.
Cuando llega el momento de matar al cerdo, me aparto. Al fin y al cabo, el pobre animal lleva tiempo con nosotros. Yo he acompañado muchas veces a mi madre a la chiquerilla, a llevarle “el amasao” o los restos de la comida del día, y es difícil no cogerle cierto apego al “animalico”. Es increíble la fuerza que demuestra el gorrino presintiendo lo peor; 5 hombres se las ven y se las desean para arrastrarlo a la mesa del sacrificio. Mi madre sostiene con firmeza el lebrillo que recoge la sangre a pesar de las embestidas del animal que lucha inútilmente por liberarse. Luego viene la minuciosa faena de escaldarlo con agua hirviendo, afeitarlo muy bien, colgarlo, abierto en canal del techo, y quitarle la muestra de hígado que habrá que llevar al veterinario para comprobar que todo está bien y no hay peligro de triquinosis, así me lo explicaba mi padre. Y de esta manera empieza la briega de preparar bodrios y aderezos.
Me encanta escuchar. Los mayores relatan anécdotas pícaras o divertidas que se prestan a la risa. A veces incluso a alguien se le ocurre alguna gamberrada como echar un estropajo a la fuente con los granos de graná, la ensalada del día, en el que todo lo que se comerá será contundente y relacionado con el cerdo.
La matanza es como una fiesta para mí, allí acuden familiares, vecinos y amigos, y me gusta a pesar de los olores y las tareas a veces duras o desagradables, como la limpieza de tripas y mondongos engorrosos pero, como yo soy una cría, me libro de eso. Esta parte es la peor de la matanza, cuando yo participo activamente como matancera, todo es más fácil, aún recuerdo a mi madre relatar lo duro que era ir al río, a “las Moreas”, y tener que quitar la capa de hielo que se formaba, para lavar las tripas. Ahora este duro trabajo se hace en la pila del patio, con abundante agua caliente, vinagre, sal y trozos de limón. Sigo con mi tarea de observar y miro asombrada, cómo la matancera de turno, va eliminando la suciedad de las tripas hasta dejarlas blancas y brillantes, pasándolas una y otra vez por el agua y dándoles la vuelta con ayuda de un junco o simplemente con la maestría de las manos. Al final ata un cordón de bramante a una de las puntas y las va dejando bien sujetas al asa de la orza para que no se enreden. Las tripas del cerdo no son suficientes para todo lo que hay que embutir en una matanza, por lo que siempre hay que comprar algún que otro mazo de tripas preparadas en la tienda de los Priscilos o de Antonio Luna.
Las primeras morcillas que se preparan son las negras de cebolla cuyo ingrediente principal será la sangre, que habrá que remover constantemente, para evitar que se formen grumos. Recuerdo que es mi madre la que, con las mangas “arremangás” hasta bien arriba, se ocupa con maestría de ir mezclando todos los ingredientes: la cebolla cocida, el pan, su “poquito de arroz”, la sal, la pimienta, el orégano, el clavo molido, el pimentón, la matalahúva, los piñones y el perejil. Y todo bien trabajado a base de movimiento de brazos y manos.
Yo observo cómo las manos, teñidas de rojo, entran y salen del lebrillo y espero con ganas el momento en el que se pone al fuego una “sarteneta” chica para darle el visto bueno al bodrio antes de empezar a embutir. Todos quieren probar y opinan pero es mi madre la que rápidamente sabe si le falta sal o pimienta o están en su punto. El lebrillo cubierto con una gran parella de lienzo se deja a la espera de embutir pero esto será después de comer, a primera hora de la tarde.
Cuando llega la hora de la comida, todo el mundo para y se arremolina en torno al fuego, que ahora está lleno de ascuas vivas, listas para asar todo aquello que queramos poner en la parrilla, ennegrecida por tantas y tantas matanzas. El rabo del cerdo o “la asadurilla” harán un aperitivo estupendo. Para comer tenemos unas habichuelas estofadas con oreja, que se habrán ido haciendo al amor de la lumbre durante toda la mañana. A estas alturas todo el mundo tiene la cara “colorá” por el calor que desprende el fuego y por el vinillo de la bota que no para quieta, dando vueltas de mano en mano. La comida y la sobremesa transcurren de manera muy agradable, yo al menos así lo recuerdo, tal vez influenciada por la nostalgia y la añoranza de aquella época y porque el punto de enfoque de mi recuerdo es el de una niña/adolescente que se encuentra feliz y arropada por tanta gente importante y querida. Mi postre es una naranja “guasintona”, así las llamamos, bien hermosa, para desengrasar. Me entretengo en pelarla entera sin detener la navaja ni una sola vez, y orgullosa la cuelgo de cualquier alcayata para que se seque. Le dará un toque fantástico a las natillas caseras que prepara mi madre o a los panetes. 

------continuará...................

Autor.- Anónimo.