viernes, 27 de septiembre de 2019

8º Premio Domingo Hernares. LA CUESTA. (2ª parte)

Para completar la publicación de la narración que ha conseguido alzarse con el premio, en su 8ª edición, del concurso de relato histórico Domingo Henares organizado por el Ayuntamiento de Puente de Génave, escrito por Andrés Guardia y como título "LA CUESTA", del cual se publicó hace un par de semanas su primera parte; publicamos esta segunda entrega en el que se hace un recorrido por la vida de las aldeas serranas de Bujaraiza y Pontón Alto en tiempos de postguerra cuando se estaba concluyendo la construcción del embalse de El Tranco, haciendo una notable descripción de paisajes, costumbres y dinámicas de vida de aquellas gentes. 
Andrés Guardia

CAPITULO II

En Pontón Alto como el resto de España, la posguerra fue el tiempo del miedo y, si no del hambre, sí de la penuria. Durante la Guerra Civil en aquellas sierras no se había combatido, el frente, quizá sería mejor llamarle frontera, otra vez, entre los dos contendientes, se estabilizó no lejos de la linde con la provincia de Granada y así se mantuvo hasta el final de la guerra. Poca gente hubiera notado la contienda si no hubiese sido por los reclutamientos de soldados y, sobre todo, por las partidas de milicianos armados que recorrían el término haciendo requisas de bienes y ganados, so capa de recabar bastimentos para la República y buscando a prófugos, especialmente a curas huidos.

Terminada la guerra, el nuevo régimen político basó su supervivencia en una ambigua neutralidad, llamada no beligerancia en el lenguaje diplomático. En las altas esferas se observaba el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial para intentar estar en el lado de los vencedores. Los británicos sometían a España a un embargo marítimo que atenuó el afecto germanófilo del nuevo régimen, pero acarreó la escasez de productos de primera necesidad, especialmente para las capas más humildes. El gobierno hizo de la necesidad virtud y basó la economía en la autosuficiencia, en la autarquía.
Invierno en Pontón Alto
En 1941 Pontón Alto parecía una sociedad utópica; los vecinos vivían de la ganadería en los montes comunales, de la siembra de cereales en los secanos y del cultivo de las huertas en torno al río Segura. Sin embargo su subsistencia se lastró con la orden del gobierno de entregar las cosechas de trigo, salvo una pequeña parte reservada como simiente, y con el cierre de todos los molinos de grano. A cambio las autoridades entregaban la harina sujeta al racionamiento. Entre los vecinos reinaba la desconfianza, nadie quería hablar de la situación, ni de las detenciones, ni de los abusos, ni de política, ni casi de nada. En la casa de María y de su hija Vicenta vivía todo el grupo familiar, menos los hombres en edad militar: eran diez adultos de diferentes edades y tres niños, y ahora las dos bebés; Pilar, la hija de Vicenta y Maria, la niña de Bujaraiza. Las dos compartían cuna y Vicenta les asignó un pecho a cada una.

Vicenta era una modista autodidacta. Desde niña se había instruido a sí misma en la costura, lo había hecho a base de descoser y volver a coser, una y otra vez, las pocas ropas de su padres. Ahora era la modista del pueblo, los vecinos le traían la tela y el hilo, y le indicaban la prenda que querían: un pantalón, un chaleco, una blusa, un vestido de novia. Vicenta hacía los patrones, los cortaba y lo cosía todo a mano, con meticulosidad y prontitud. Los modestos ingresos de Vicenta eran casi los únicos de aquella casa, y la gente que no podía pagarle con dinero le pagaba en especie, con patatas, con trigo, con aceite. Su marido, Justo, se dedicaba al campo, a su pequeño rebaño de ovejas y a las siembras. La costura exoneraba a Vicenta del trabajo en el campo, y en sus muchas horas de soledad meditaba que dentro de su pobreza debían estar contentos, pues contaban con tierras para trabajar y sacar lo básico, y sobre todo daba gracias a Dios porque habían sobrevivido a las calamidades y a los avatares de la ominosa Guerra Civil. Aunque el presente era para ellos tan incierto y lúgubre como lo había sido el pasado.
Taller de costura durante la postguerra
Justo, por su edad, fue llamado a filas en el año 1938, con treinta y tres años, y fue enviado al frente de Teruel. Allí combatió en varias escaramuzas pero su unidad, mal abastecida, mal entrenada y escasa de moral, apenas podía contener la mejor preparación de las tropas nacionales. Ellos apenas podían aguantar la lluvia de obuses de la artillería enemiga seguida de los asaltos de sus tropas de choque. En su última batalla, una granada explotó cerca de Justo y se le incrustaron esquirlas de metralla entre los músculos de la tibia y el peroné, en ambas piernas, y tuvo que salvar la vida en combate cuerpo a cuerpo con tropas rifeñas, los moros remataban a los soldados heridos y rapiñaban sus pertenencias. Justo tuvo suerte, pudo escapar a pesar de las heridas, y ante la desbandada de su unidad, desertó. Cambió sus ensangrentadas alpargatas de lona y esparto por las botas de un soldado muerto, y emprendió el camino desde Teruel hasta la Sierra de Segura. Hizo los cuatrocientos kilómetros caminando al amparo de la noche, evitando las poblaciones, comiendo lo que encontraba por el terreno y mendigando pan en las casas de campo. Deambulaba con la incertidumbre de no saber si andaba por territorio Republicano o Nacional, aunque para él ambos terrenos eran igual de malos: en uno, era un desertor y en el otro, un enemigo. La gente más generosa le daba mendrugos de pan, pero sin mediar palabra, nadie quería saber nada, sólo querían que continuase su camino y se alejase. Justo, cuando podía, limpiaba sus heridas con agua y se descalzaba, las botas le estaban pequeñas, le rozaban los pies y, en los tramos que el terreno se lo permitía, caminaba descalzo. Las heridas se fueron cerrando y la metralla se quedó incrustada en sus piernas para siempre, como recuerdo, funesto e imborrable, de lo cerca que le había pasado la muerte.
Trincheras en la batalla de Teruel. Guerra Civil
Cuando María observaba la laboriosidad y el afán de su hija con la costura, se preguntaba cómo hubiese sido su vida si veinte años atrás, cuando ya lo tenían todo preparado, hubiesen emigrado todos a Francia. Allí, quizá, Vicenta hubiese sido una gran costurera y podría haber confeccionado ropas a gente más pudiente que los humildes habitantes de Pontones. María para que su hija pudiera dedicar todo su tiempo a la costura y a las niñas, se encargaba de hacer y supervisar todas las tareas de la casa, con la ayuda de su otra hija, más joven y soltera, y de la hermana de Justo, casada y con hijos que vivían con ellos. María notaba que sus fuerzas iban menguando y su salud deteriorándose. Y comía lo básico para sobrevivir, dejaba su ración para que su hija Vicenta pudiera tener fuerzas para sacar adelante a las dos niñas, la supervivencia de aquellas dos vidas era ya más importante que la suya, que presentía estaba llegando a su fin.

CAPITULO III

Los años 1942 y 1943 fueron pésimos para el campo, la sequía se unió a todo lo demás y diezmó las cosechas. La gente sembró menos grano, por carecer de simiente, y los repartos del racionamiento apenas daban para matar el hambre. La escasez provocada por la autarquía alumbró el contrabando y la burocratización fue aprovechada por los allegados al nuevo régimen para medrar, corrupción y mercado negro mediante.
Colas de racionamiento. Postguerra española
Aquel día le tocó a María hacer la cola para recibir el azúcar del racionamiento, al llegar su turno se sorprendió al ver al encargado del reparto, protegido por dos guardias armados con sus fusiles y correajes. Era un vecino que había hecho de carcelero voluntario y entusiasta matón para las nuevas autoridades, las cuales le habían premiado con aquel puesto. Aquel hombre, deseoso de congraciarse con los nuevos mandatarios, destilaba un odio y una prepotencia hacía sus vecinos fuera de lugar. Durante los primeros meses de la posguerra se había encargado de rapar la cabeza de las mujeres detenidas y someterlas al escarnio de bañarse semidesnudas en las gélidas aguas del río y desfilar por las calles.

-Buenas María, ¡Cuánto tiempo sin verla! -la saludó con falsa jovialidad.
-Buenos días -respondió con seriedad María mientras le entregaba la talega para la azúcar.
-María, me he enterado de que Vicenta está criando a una niña que no es suya… Sepa que no es del todo legal, debería haber informado a las autoridades… - María permaneció callada. Y el hombre continuó mientras pesaba la talega en la báscula trucada. -Pero comprendo que son tiempos difíciles y todos nos debemos ayudar ¿verdad?
-Sí, claro -respondió María mientras ataba la boca de la talega, y pensó en la cruel ironía de que aquel hombre desalmado repartiese el azúcar, después lo miró y se despidió. No deseaba charlar ni retrasar la cola.
Cartilla de racionamiento. Postguerra española
La balanza de la Guerra Mundial se fue inclinando a favor de los Aliados. En parte por el poderío industrial y demográfico de los americanos, y en parte por la torpeza estratégica del dictador alemán, al abrir demasiados frentes para su ejército. En España, el nuevo régimen fue tornándose aliadófilo, ayudado tanto por el devenir bélico, como por el bloqueo marítimo y por los sobornos ingleses a los jerarcas más influyentes. Las hermanas de leche, Pilar y María, habían sobrevivido a su primer año de vida. A los catorce meses Vicenta empezó a destetarlas porque sus pechos se estaban secando, les fue sustituyendo la leche por patatas cocidas y una papilla hecha con harina tostada y azúcar.

En el mes de mayo de 1943, a los dos años de haber acogido a la niña, recibieron una carta de Andrés. En la carta les pedía que la bajasen a Bujaraiza cuando tuvieran ocasión, que sus hijas ya eran un poco más mayores y podrían hacerse cargo de su hermana. Vicenta, tras leer la carta, comenzó a confeccionarle dos vestidos. Se los hizo con las mejores telas que pudo conseguir y de diferentes tallas para que le sirvieran por unos años.

-Madre, ya he terminado los vestidos, cuando quiera puede bajarle la niña a Andrés.
Vista aérea de la aldea de Bujaraiza
El día uno de junio, María, Justo y la niña, con las primeras luces del día volvieron a tomar el camino de Pontones a Bujaraiza. El primer tramo del camino, que era más llano, las dos mujeres fueron subidas en la mula. Los trigos y centenos, menudos y pobres de grano por la sequía, ya estaban siendo segados. Al llegar al comienzo del descenso desmontaron, era más seguro ir a pie, la niña caminaba a ratos y otros iba en brazos de María. En el trayecto se cruzaron con varios arrieros y familias, paraban, se intercambiaban los motivos de sus viajes y continuaban sus caminos. Tres horas más tarde al llegar al fondo del valle, fueron hasta el cortijo de El Madroñal para indagar por el paso hasta Bujaraiza y por la balsa. Los vecinos se alegraron de ver que la niña había sobrevivido a la falta de su madre y a aquellos tiempos de escasez, y les dijeron que la almadía llegaría en un par de horas.

Mientras esperaban en la orilla, Justo reflexionó sobre toda la buena tierra, la riqueza, que se estaba perdiendo bajo el agua y vislumbró, dentro de su ignorancia, que aquel agua era algo más que agua: era la muestra del poder de un Estado, autoritario y visionario, que venía a meterse en sus vidas. En unos pocos años, Justo pudo comprobar lo corto que se quedó en su barrunto: aquel Estado iba a atropellar su forma de vivir sin miramientos. En veinte años iba a conseguir limpiar de gentes aquellas sierras con una estrategia sencilla y efectiva: mi jabalí destrozará tu huerta, mi ciervo se comerá tus olivos, mis ingenieros dirán que toda la tierra es suya y plantarán pinos en tus hazas de cereal y mis agentes te vigilarán, te perseguirán y te sancionarán si osas impedir todo ello.
Embalse del Tranco. Características generales
Al llegar la balsa, era una nueva porque la anterior se había hundido, María se sentó en el centro, puso la niña en su regazo y no la soltó en todo el trayecto. En Bujaraiza, su padre y sus cuatro hermanos los esperaban en la orilla, días antes les habían mandado aviso con un arriero, y también se juntaron algunos vecinos que contemplaban con curiosidad y alegría el buen estado de la criatura.

-Muchas gracias -les repetía un Andrés agradecido a María y Justo- ¿Cómo le puedo pagar esto a Vicenta?
-Andrés no tienes que pagar nada, era nuestra obligación contigo y con la pobre Adelaida. También te traemos esta ropa que ha hecho Vicenta para la niña.
-Siempre les estaré agradecido… ¿Al menos se quedaran a comer?
-Sí, claro.

Comieron y charlaron sobre los asuntos de aldea. Andrés les dijo que mucha gente ya se había ido, y que él quizá también se marcharía en cuanto acabase una obra que tenía apalabrada. Tras la comida se despidieron, a María se le llenaron los ojos de lágrimas al despedirse de la niña, su niña.
Almadía
En el viaje de vuelta en la balsa, mientras Justo charlaba con los remeros, María se quitó el pañuelo de la cabeza para que la brisa la refrescase y fue absorta contemplando los paisajes que rodeaban el pantano, los montes donde había transcurrido su precaria existencia, con más trabajos que placeres, y que presentía no volvería ver. En la subida de la cuesta María le dijo a Justo que fuese delante, que ella iba un poco fatigada y subiría más despacio.

-¿Quiere subirse en la mula, María?
-No, no, prefiero caminar, ve tú delante.
Justo sospechó que algo le pasaba a María y aquella noche se lo comentó a Vicenta.
-A tu madre le pasa algo, hoy se ha quitado el pañuelo de la cabeza y en el camino de vuelta se ha cansado y ha ido detrás…
-Mañana hablaré con ella y veré qué le pasa.

Pero Vicenta ya no pudo hablar con su madre. Aquella mañana María no se levantó, había fallecido como había vivido: sin dar un ruido, sin molestar y sirviendo a su familia. Tres meses más tarde Vicenta recibió esta carta.

Atardecer en Pontón Alto
¡Arriba España! ¡Saludo a Franco!
En Bujaraiza a tres de octubre de 1943.

Mi querida Vicenta y familia:

Os escribo estás letras para haceros saber que hemos tenido una desgracia tremenda, otra más en nuestra vida. Hace tres días murió nuestra pequeña hija María. Ha fallecido por un resfriado, aunque la gente dice que fue la difteria. Traté de conseguir penicilina pero no llegó a tiempo. Os podéis imaginar lo tristes y abatidos que estamos todos. María era una niña preciosa y la alegría de nuestra casa. La hemos enterrado junto a Adelaida para que las dos estén juntas donde Dios las quiera tener. Quiero aprovechar para darte mi pésame por la muerte de tu madre. Y sobre todo darte las gracias por todo lo que hiciste por nuestra hija María, espero que Dios algún día te lo pueda pagar. Nosotros nos vamos de Bujaraiza en cuanto pase el invierno. Que Dios os dé mucha salud a todos. Abrazos para Justo y para toda tu familia.

Andrés Guardia.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

8º Premio Domingo Henares. LA CUESTA (1ª parte)


Con la llegada del mes de septiembre iniciamos una nueva temporada de publicaciones, son ya 7 años con vosotros y más de 190 publicaciones las que os hemos hecho llegar. Como va siendo ya tradicional, las dos primeras serán las dos partes del relato que ha conseguido alzarse con el premio del concurso de relato histórico Domingo Henares organizado por el Ayuntamiento de Puente de Génave, este año en su octava edición. El relato en cuestión tiene como autor a Andrés Guardia y como título "LA CUESTA", en el que se hace un recorrido por la vida de las aldeas serranas de Bujaraiza y Pontón Alto en tiempos de postguerra cuando se estaba concluyendo la construcción del embalse de El Tranco, haciendo una notable descripción de paisajes, costumbres y dinámicas de vida de aquellas gentes.  


LA CUESTA

CAPITULO I

   Aquella mañana del mes de mayo de 1941 un sol radiante, de los que anuncian tormenta vespertina, iluminaba la Sierra de las Lagunillas y las empinadas Lanchas de Mojoque. María y Justo habían salido de Pontón Alto un poco antes del amanecer y llevaban el paso todo lo vivo que la vieja mula les permitía.

-¡María, no vaya usted tan rápido, que a la mula no le cunde tanto!
-¡Hay prisa, Justo, tira de la mula!
Panorámica del Tranco desde las Lanchas de Mojoque
   María, a pesar de decir esto, aflojó un poco el paso. Estaban en lo peor del descenso hasta Arroyo Montero y no era cosa de que la mula se lastimase. María era consciente de la importancia del tiempo para el cometido que llevaban. Aunque la solución de aquello, como de tantas otras cosas, estaba en manos de Dios o de la suerte, según se mirase. Su hija Vicenta, la tarde de antes, le había dado la mala noticia.

-¡Madre, ha muerto la Adelaida!
-¿Del sobreparto?
-Sí… Han mandado a un vecino de Bujaraiza para traernos el aviso… añadió Vicenta mientras se secaba las lágrimas.

   La noticia apenó a María pero, a su edad, a sus sesenta años, ya le quedaban pocas lágrimas por derramar. Adelaida era sobrina suya y hacía unas semanas que había dado a luz.

-¿Y la niña? -preguntó María
-Está bien, pero el hermano ha dicho que en Bujaraiza no hay ninguna mujer que tenga pecho para darle…
-Bien, avisad a Justo que se prepare, mañana al amanecer bajaremos a Bujaraiza.
Pontón Bajo
   María sabía que detrás de aquel aviso estaba la llamada para socorrer a la niña de Adelaida. Por casualidades de la vida, Vicenta había dado a luz unas semanas antes, también una niña, y podría amamantar a ambas. Adelaida dejaba a cuatro hijos más, dos varones y dos hembras, pero ya más mayores, su marido se llamaba Andrés Guardia, era cantero de profesión y vivían en la aldea de Bujaraiza. Andrés era un hombre venido de fuera y reservado, nadie sabía su lugar de origen, había sido un cantero errante hasta que llegó a Bujaraiza. Allí conoció a Adelaida y, tras un breve noviazgo, se casaron, a pesar de los recelos del padre de Adelaida, por la diferencia de edad y por el misterio en torno al origen de él. Andrés, unos años atrás, había reconstruido los dos puentes de Pontones, el del Alto y el del Bajo frente a la fábrica de lana; había reforzado los estribos y las bóvedas sustituyendo las viejas tobas por piedras de cantería. Muchas de estas piedras las recuperó de una vieja torre arruinada que había en un sitio llamado Castilla la Vieja. Y como le habían enseñado sus maestros dejó su firma y un mensaje labrado en los puentes.
Puente del Carralón en Pontón Alto
   El camino entre Pontón Alto y Bujaraiza era todo cuesta. En distancia solo había unos veinte kilómetros pero el desnivel entre ambos era de casi mil metros. Una hora más tarde, cuando María y Justo llegaron hasta el fondo del valle de Arroyo Montero, se encontraron que el camino hasta Bujaraiza ya no existía; las aguas del nuevo pantano lo habían inundado. Contrariados, se acercaron hasta un cortijo próximo llamado El Madroñal, allí, tras los saludos y las explicaciones sobre el motivo de su viaje, les dijeron que para ir hasta Bujaraiza tendrían que dar un rodeo por encima de Cabeza de la Viña y cruzar por los llanos del Castillo, o también podían, si llevaban prisa, montarse en una almadía que los cruzaría hasta la orilla de enfrente, donde se asentaba la aldea de Bujaraiza.

-¿Una almadía? ¿Qué es eso? -preguntó Justo.
-Es una balsa hecha de troncos, la usan los pineros y los trabajadores de la presa, te cruza el pantano como si fuera un puente. Hay gente que la llama almadía pero a nosotros nos suena mejor almadía.
Justo y María se miraron un instante sin mediar palabra.
-La mula podéis dejarla aquí y recogerla a la vuelta.
Isla de Cabeza de la Viña y de Bujaraiza
   Como ir a pie les suponía un rodeo de varias horas, decidieron montarse en la balsa. Un poco más tarde, mientras esperaban en la orilla, contemplaban sorprendidos el cambio tan grande que aquel paisaje estaba dando; las extensas tierras de labor y de pastoreo a orillas del río estaban desapareciendo bajo el agua, hasta la vieja torre de Bujarcaiz iba a quedar sumergida.

   Cuando llegó la almad                                ía subieron a ella con desconfianza. María y Justo eran gente de secano, María nunca había visto el mar ni subido en ninguna embarcación. El artefacto aquel no era otra cosa que dos hileras de troncos atados y gobernados por dos remos. A María no le gusto aquella experiencia, no sabía nadar, y no quiso pensar lo que ocurriría si aquello se hundía, pero estoica, no dijo nada. Justo, vencido el recelo inicial, fue charlando con los dos remeros sobre la construcción del pantano y las expropiaciones de las tierras. Bujaraiza era una aldea grande y algo desparramada que contaba con su propia iglesia, con abundante agua y su molino de grano. Su situación en el fondo del valle del río Guadalquivir y en un cruce de caminos hicieron de ella un lugar estratégico en la antigüedad, como daban fe el Castillo, la torre de Bujarcaiz y una casa fortificada dentro de la misma aldea. Aquel rincón de la sierra había sido durante muchos siglos, en tiempos de cartagineses y romanos, de godos y moros, una frontera dentro de la frontera, tierra de nadie y tierra de paso, siempre peligrosa e incierta. Durante la dominación musulmana fue un refugio de mozárabes y muladíes, que al parecer cultivaron viñas y elaboraron vino, aprovechando el encubrimiento de los montes. Tras la Reconquista cristiana fue una dehesa boyal de la Orden Militar de Santiago que el rey Carlos I, en cuanto pudo, enajenó. Con el paso de los años se fue parcelando y vendiendo a gentes humildes, aunque las mejores tierras aún pertenecían a familias aristocráticas comarcales.
Castillo de Bujaraiza
   Los vecinos de Bujaraiza vivían del cultivo de las huertas y secanos, y de sus pequeños rebaños de ganados, la única diferencia en aquellos días era la construcción de la presa en el estrecho del Tranco. Durante la Guerra Civil la obra había estado detenida pero ahora se había retomado y marcaba de forma inexorable la desaparición de la aldea. Bujaraiza tenía dos cementerios, uno muy antiguo junto a la aldea pero abandonado hacía tiempo, y otro, en uso, al otro lado del río y que iba quedar cubierto por las aguas. Los vecinos, por iniciativa propia, estaban construyendo uno nuevo. Andrés, de forma altruista, trabajaba en la terminación de su muro.

   Al llegar a la aldea, María y Justo fueron hasta la casa de Andrés. En la cocina estaba el modesto féretro de tablas con el cuerpo de Adelaida y a su lado su marido, sus hijos y algunos vecinos. Justo y María les dieron el pésame. Maria preguntó a Andrés por las circunstancias de la muerte de Adelaida y sobre la niña. Una vecina que la tenía en brazos se la entregó a María. La criatura estaba dormida y apenas se removió con el cambio de brazos.

-Andrés ¿has pensado algo sobre la niña?
-Bueno, aquí no hay nadie que la pueda criar… Adelaida me dijo que os avisara, que Vicenta quizá…
-Sí, no te preocupes, Vicenta puede criarla. Si te parece bien nos la llevamos, y cuando pueda comer subes a por ella, o nos avisas y te la bajamos nosotros.
-Muchas gracias, María, se lo agradezco de todo corazón.
-No tienes que agradecernos nada… ¿Cuánto tiempo lleva sin comer?
-Ya un día, le hemos dado agua con azúcar.
-¿Qué nombre le habéis puesto?
-María, se llama María.
Ruinas de la iglesia de Bujaraiza
   Tras una breve misa en la pequeña iglesia, Adelaida fue enterrada en el nuevo cementerio de Bujaraiza, fue su primera ocupante. Tras el sepelio, Justo y María con la niña en brazos se montaron en la balsa de nuevo e hicieron la navegación de vuelta. En esta ocasión, todos fueron en silencio, solo se escuchaba el chapoteo de los remos sobre el agua. Los remeros observaban en silencio la llamativa estampa de María, vestida todo de negro con su rostro requemado y cuarteado por los años, sosteniendo a la recién nacida envuelta en paños blancos, parecían un trasunto de la vida y de la muerte. María observaba a la criatura y, de vez en cuando, miraba los nubarrones que se estaban formando por encima de la Piedra de Peñamujo.

   Más tarde, ya recogida la mula y retomado el camino hacia Pontones, María se subió al animal con la niña en brazos en el trayecto llano del camino, pero al empezar la cuesta descabalgó y se puso la niña a la espalda. Hicieron la subida sin detenerse, María delante y Justo detrás tirando de la mula. Al llegar al sitio que llaman el Collado de Martín Cano, ya superado lo peor de la ascensión, Justo propuso que parasen un poco para descansar.

-No, Justo, la niña tiene que mamar lo antes posible, está demasiado quieta y eso me preocupa, además no me gustan esas nubes.
Pontón Alto
   A Justo no le quedó más remedio que tirar de la mula y preguntarse de dónde sacaba María el ímpetu y la ligereza de sus pies, siendo como era un saco de huesos, un espíritu vestido de negro. Caminaron a buen ritmo hasta que, al coronar la cuerda y dar vista al Llano de la Escaña, tronó y empezaron a caer las primeras gotas de agua. Apretaron más el paso y, entrando a Pontón Alto, comenzaron a caer bolas de granizo que rebotaban con violencia sobre la tierra reseca.

   En cuanto entraron a la casa, Vicenta tomó a la niña, pasó a su cuarto y le ofreció uno de sus pechos, la niña lo rehusó pero Vicenta, con su experiencia como madre nodriza, insistió hasta que la pequeña comenzó a mamar con ganas.

...............continuará.