Con la llegada del mes de septiembre iniciamos una nueva temporada de publicaciones, son ya 7 años con vosotros y más de 190 publicaciones las que os hemos hecho llegar. Como va siendo ya tradicional, las dos primeras serán las dos partes del relato que ha conseguido alzarse con el premio del concurso de relato histórico Domingo Henares organizado por el Ayuntamiento de Puente de Génave, este año en su octava edición. El relato en cuestión tiene como autor a Andrés Guardia y como título "LA CUESTA", en el que se hace un recorrido por la vida de las aldeas serranas de Bujaraiza y Pontón Alto en tiempos de postguerra cuando se estaba concluyendo la construcción del embalse de El Tranco, haciendo una notable descripción de paisajes, costumbres y dinámicas de vida de aquellas gentes.
CAPITULO I
Aquella mañana
del mes de mayo de 1941 un sol radiante, de los que anuncian tormenta
vespertina, iluminaba la Sierra de las Lagunillas y las empinadas Lanchas de
Mojoque. María y Justo habían salido de Pontón Alto un poco antes del amanecer
y llevaban el paso todo lo vivo que la vieja mula les permitía.
-¡María, no
vaya usted tan rápido, que a la mula no le cunde tanto!
María, a pesar
de decir esto, aflojó un poco el paso. Estaban en lo peor del descenso hasta
Arroyo Montero y no era cosa de que la mula se lastimase. María era consciente
de la importancia del tiempo para el cometido que llevaban. Aunque la solución
de aquello, como de tantas otras cosas, estaba en manos de Dios o de la suerte,
según se mirase. Su hija Vicenta, la tarde de antes, le había dado la mala
noticia.
-¡Madre, ha
muerto la Adelaida!
-¿Del
sobreparto?
-Sí… Han
mandado a un vecino de Bujaraiza para traernos el aviso… añadió Vicenta
mientras se secaba las lágrimas.
La noticia
apenó a María pero, a su edad, a sus sesenta años, ya le quedaban pocas
lágrimas por derramar. Adelaida era sobrina suya y hacía unas semanas que había
dado a luz.
-¿Y la niña?
-preguntó María
-Está bien,
pero el hermano ha dicho que en Bujaraiza no hay ninguna mujer que tenga pecho
para darle…
María sabía
que detrás de aquel aviso estaba la llamada para socorrer a la niña de
Adelaida. Por casualidades de la vida, Vicenta había dado a luz unas semanas
antes, también una niña, y podría amamantar a ambas. Adelaida
dejaba a cuatro hijos más, dos varones y dos hembras, pero ya más mayores, su
marido se llamaba Andrés Guardia, era cantero de profesión y vivían en la aldea
de Bujaraiza. Andrés era un hombre venido de fuera y reservado, nadie sabía su
lugar de origen, había sido un cantero errante hasta que llegó a Bujaraiza.
Allí conoció a Adelaida y, tras un breve noviazgo, se casaron, a pesar de los
recelos del padre de Adelaida, por la diferencia de edad y por el misterio en
torno al origen de él. Andrés, unos años atrás, había reconstruido los dos
puentes de Pontones, el del Alto y el del Bajo frente a la fábrica de lana;
había reforzado los estribos y las bóvedas sustituyendo las viejas tobas por
piedras de cantería. Muchas de estas piedras las recuperó de una vieja torre
arruinada que había en un sitio llamado Castilla la Vieja. Y como le habían
enseñado sus maestros dejó su firma y un mensaje labrado en los puentes.
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Puente del Carralón en Pontón Alto |
El camino
entre Pontón Alto y Bujaraiza era todo cuesta. En distancia solo había unos
veinte kilómetros pero el desnivel entre ambos era de casi mil metros. Una hora
más tarde, cuando María y Justo llegaron hasta el fondo del valle de Arroyo
Montero, se encontraron que el camino hasta Bujaraiza ya no existía; las aguas
del nuevo pantano lo habían inundado. Contrariados, se acercaron hasta un
cortijo próximo llamado El Madroñal, allí, tras los saludos y las explicaciones
sobre el motivo de su viaje, les dijeron que para ir hasta Bujaraiza tendrían
que dar un rodeo por encima de Cabeza de la Viña y cruzar por los llanos del
Castillo, o también podían, si llevaban prisa, montarse en una almadía que los
cruzaría hasta la orilla de enfrente, donde se asentaba la aldea de Bujaraiza.
-¿Una almadía?
¿Qué es eso? -preguntó Justo.
-Es una balsa
hecha de troncos, la usan los pineros y los trabajadores de la presa, te cruza
el pantano como si fuera un puente. Hay gente que la llama almadía pero a
nosotros nos suena mejor almadía.
Justo y María
se miraron un instante sin mediar palabra.
Como ir a pie
les suponía un rodeo de varias horas, decidieron montarse en la balsa. Un poco
más tarde, mientras esperaban en la orilla, contemplaban sorprendidos el cambio
tan grande que aquel paisaje estaba dando; las extensas tierras de labor y de
pastoreo a orillas del río estaban desapareciendo bajo el agua, hasta la vieja
torre de Bujarcaiz iba a quedar sumergida.
Cuando llegó
la almad ía subieron a ella con desconfianza. María y Justo eran gente de
secano, María nunca había visto el mar ni subido en ninguna embarcación. El
artefacto aquel no era otra cosa que dos hileras de troncos atados y gobernados
por dos remos. A María no le gusto aquella experiencia, no sabía nadar, y no
quiso pensar lo que ocurriría si aquello se hundía, pero estoica, no dijo nada.
Justo, vencido el recelo inicial, fue charlando con los dos remeros sobre la
construcción del pantano y las expropiaciones de las tierras. Bujaraiza era una
aldea grande y algo desparramada que contaba con su propia iglesia, con
abundante agua y su molino de grano. Su situación en el fondo del valle del río
Guadalquivir y en un cruce de caminos hicieron de ella un lugar estratégico en
la antigüedad, como daban fe el Castillo, la torre de Bujarcaiz y una casa
fortificada dentro de la misma aldea. Aquel rincón de la sierra había sido
durante muchos siglos, en tiempos de cartagineses y romanos, de godos y moros,
una frontera dentro de la frontera, tierra de nadie y tierra de paso, siempre
peligrosa e incierta. Durante la dominación musulmana fue un refugio de
mozárabes y muladíes, que al parecer cultivaron viñas y elaboraron vino,
aprovechando el encubrimiento de los montes. Tras la Reconquista cristiana fue
una dehesa boyal de la Orden Militar de Santiago que el rey Carlos I, en cuanto
pudo, enajenó. Con el paso de los años se fue parcelando y vendiendo a gentes
humildes, aunque las mejores tierras aún pertenecían a familias aristocráticas
comarcales.
Castillo de Bujaraiza |
Los vecinos de
Bujaraiza vivían del cultivo de las huertas y secanos, y de sus pequeños
rebaños de ganados, la única diferencia en aquellos días era la construcción de
la presa en el estrecho del Tranco. Durante la Guerra Civil la obra había
estado detenida pero ahora se había retomado y marcaba de forma inexorable la
desaparición de la aldea. Bujaraiza tenía dos cementerios, uno muy antiguo
junto a la aldea pero abandonado hacía tiempo, y otro, en uso, al otro lado del
río y que iba quedar cubierto por las aguas. Los vecinos, por iniciativa
propia, estaban construyendo uno nuevo. Andrés, de forma altruista, trabajaba
en la terminación de su muro.
Al llegar a la
aldea, María y Justo fueron hasta la casa de Andrés. En la cocina estaba el
modesto féretro de tablas con el cuerpo de Adelaida y a su lado su marido, sus
hijos y algunos vecinos. Justo y María les dieron el pésame. Maria preguntó a
Andrés por las circunstancias de la muerte de Adelaida y sobre la niña. Una
vecina que la tenía en brazos se la entregó a María. La criatura estaba dormida
y apenas se removió con el cambio de brazos.
-Andrés ¿has
pensado algo sobre la niña?
-Bueno, aquí
no hay nadie que la pueda criar… Adelaida me dijo que os avisara, que Vicenta
quizá…
-Sí, no te
preocupes, Vicenta puede criarla. Si te parece bien nos la llevamos, y cuando
pueda comer subes a por ella, o nos avisas y te la bajamos nosotros.
-Muchas
gracias, María, se lo agradezco de todo corazón.
-No tienes que
agradecernos nada… ¿Cuánto tiempo lleva sin comer?
-Ya un día, le
hemos dado agua con azúcar.
-¿Qué nombre
le habéis puesto?
Tras una breve
misa en la pequeña iglesia, Adelaida fue enterrada en el nuevo cementerio de
Bujaraiza, fue su primera ocupante. Tras el sepelio, Justo y María con la niña
en brazos se montaron en la balsa de nuevo e hicieron la navegación de vuelta.
En esta ocasión, todos fueron en silencio, solo se escuchaba el chapoteo de los
remos sobre el agua. Los remeros observaban en silencio la llamativa estampa de
María, vestida todo de negro con su rostro requemado y cuarteado por los años,
sosteniendo a la recién nacida envuelta en paños blancos, parecían un trasunto
de la vida y de la muerte. María observaba a la criatura y, de vez en cuando,
miraba los nubarrones que se estaban formando por encima de la Piedra de
Peñamujo.
Más tarde, ya
recogida la mula y retomado el camino hacia Pontones, María se subió al animal
con la niña en brazos en el trayecto llano del camino, pero al empezar la
cuesta descabalgó y se puso la niña a la espalda. Hicieron la subida sin
detenerse, María delante y Justo detrás tirando de la mula. Al llegar al sitio
que llaman el Collado de Martín Cano, ya superado lo peor de la ascensión, Justo
propuso que parasen un poco para descansar.
-No, Justo, la
niña tiene que mamar lo antes posible, está demasiado quieta y eso me preocupa,
además no me gustan esas nubes.
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Pontón Alto |
A Justo no le
quedó más remedio que tirar de la mula y preguntarse de dónde sacaba María el
ímpetu y la ligereza de sus pies, siendo como era un saco de huesos, un
espíritu vestido de negro. Caminaron a buen ritmo hasta que, al coronar la
cuerda y dar vista al Llano de la Escaña, tronó y empezaron a caer las primeras
gotas de agua. Apretaron más el paso y, entrando a Pontón Alto, comenzaron a
caer bolas de granizo que rebotaban con violencia sobre la tierra reseca.
En cuanto
entraron a la casa, Vicenta tomó a la niña, pasó a su cuarto y le ofreció uno
de sus pechos, la niña lo rehusó pero Vicenta, con su experiencia como madre
nodriza, insistió hasta que la pequeña comenzó a mamar con ganas.
...............continuará.
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