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Mª. José Toquero del Olmo |
MELODÍA PATRIÓTICA DE UN TRISTE
VIOLÍN (1ª parte)
José Torres García tomó posesión de
una cortijada en las Cumbres de Beas en presencia de los testigos que más tarde
darían fe. Como estipulaba el protocolo, recorrió el sendero que cruzaba las
tierras, cortó algunas ramas de tejo y aventó un puñado de tierra. Se detuvo en
un descampado y contempló el paisaje que se recortaba contra el cielo raso de
aquella mañana del último día de abril. Supersticioso como era, consideró un
buen presagio el vuelo de un águila perdicera sobre su cabeza. Había tenido la
suerte de que Francisco Peñaranda, el dueño de la parcela, le concediera, además
de la licencia de explotación de la magnífica arboleda que allí crecía, el uso
de los neveros.
– Has hecho un buen negocio. La
montaña ofrece oportunidades de oro a quien sabe aprovechar la altura y la
nieve– dijo don Francisco, estrechándole la mano–. Negocia con perspicacia y
preserva bien el hielo, que, cuando lleguen los calores, tendrás buena
parroquia y podrás venderlo a buen precio ¡Los adinerados de Beas te lo pagarán
bien!
– Dios le oiga, don Francisco, porque
usted tiene que cobrar el alquiler y, lo que es más importante y dicho con todo
el respeto del mundo: mi familia tiene que comer– respondió José Torres, con un
mohín afable y cierta sorna.
– En este caso Dios lo va a tener muy
fácil–dijo don Francisco, y añadió un tanto apremiado por regresar a su casa antes
de la hora de la comida: –Asienta unas
cuantas piedras en el nevero principal y, si no se te antoja otra cosa, con eso
daremos por terminada la ceremonia de traspaso.
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Panorámica de Beas de Segura |
José Torres señaló el pozo y los
presentes corroboraron que todo se había hecho arreglo a derecho. La madera y
la nieve eran por entonces bienes muy preciados y José Torres, nacido y criado
en una familia de madereros de la Sierra de Segura, conocía bien la geografía
del monte y sabía cómo sacar partido a los recursos que le ofrecía.
Una mañana de mediados de abril de
1808, José de Torres se mudó de camisa con la intención de bajar a Beas de
Segura. Habían transcurrido cinco años desde que firmó las escrituras de
arrendamiento de los terrenos. La situación política en España no era nada
halagüeña y, casi con toda seguridad, la economía acabaría por acusar la
debilidad de una monarquía que se vendía sin el menor pudor a Napoleón; pero,
de momento, habían disfrutado de un bienio de buenas cosechas y todo permanecía
en una calma tensa. A él, tal y como pronosticó don Francisco, no le había ido
mal ni el negocio de la madera ni el de la nieve. Así, cada año que pasaba,
obtenía mejor precio por las cortas y tenía más compradores de hielo.
Precisamente, José Torres decidió ir a Beas esa mañana para tratar con los
intermediarios que se ocupaban de la distribución del hielo entre los vecinos
del pueblo. Al despedirse, su mujer le previno: “Ten presente, José, que vas a
vender hielo y madera, y no a sentar cátedra sobre que ese tal Bonaparte destronará a los reyes y los mandará a las
Indias para hacer y deshacer a su antojo en España ¡A ti la política ni te va
ni te viene! ¡Eso lo tienes que tener claro, por tu bien y por el bien de tu
familia!”
La mañana era magnífica. Embriagaba
el azul prístino y rotundo de un cielo sin nubes y las casas eran como palomas
enjalbegadas varadas en las lomas. La primavera hermoseaba el valle de Beas y
recorrerlo era una delicia; no obstante, Torres cabalgaba absorto en sus
pensamientos. Saludaba de vez en cuando a los campesinos, atareados en los
olivares; pero, no prestaba la menor atención a las enormes matas de romero
recién florecido ni a las primeras campanillas y arvejas que crecían en las
praderas.
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Retrato de Manuel Godoy |
Desde que comenzaron los rumores
sobre la entrada de las tropas de Napoleón en España y se tuvo noticia del
amotinamiento de Aranjuez contra Godoy, en muchas regiones de España, prendió
el patriotismo. El veintisiete de marzo del año 1808 se recibió en Beas de
Segura la noticia de que los franceses habían entrado en España en son de paz y
amistad, y muy pronto la comarca se convirtió en un hervidero de voces críticas
contra las secretas intenciones que albergaba Napoleón. Hasta aquellos hombres
que nunca se habían preocupado por la política parecían contagiados por una
creciente agitación. Unos pocos decían que Godoy era la mejor cabeza pensante
de las Españas y que sus razones tendría para permitir el paso del ejército
galo hacia Portugal, y otros muchos afirmaban que era verdad que el Príncipe de
la Paz era listo, más que un zorro, tanto que en la madriguera de la reina
María Luisa se había metido, aludiendo a los amoríos adúlteros que se les
atribuían, y todavía no había salido. Pero tanto a partidarios como a
detractores les preocupaban los tratos que pudiera hacer Godoy con los
gabachos. A Torres, que tenía espíritu de mercader, no le cabía en la cabeza
que Napoleón, teniendo la posibilidad de hacerse con la joya de España, se
conformara con la bagatela de Portugal. Por eso había discutido ya varias veces
en la taberna y en esas cavilaciones andaba cuando se cruzó, ya en la entrada
del pueblo, con Rafael Molina, un rico olivarero de Beas al que le unía una
gran amistad desde que ambos eran chavales.
– ¡Buenos días, José Torres!– dijo
Rafael Molina – ¿Qué asuntos te traen a Beas?
– Buenos días nos dé Dios– dijo
Torres –. Vengo a tratar de la venta de hielo con los habituales y, de paso, me
acercaré a ver a don Francisco, para ajustar las cuentas del alquiler.
– Ándate con ojo – dijo Molina –,
sabido es que vale más media onza de trato que arroba de trabajo. Además, la
situación no pinta bien. Aquí, en la Sierra de Segura, nos hemos librado de la
epidemia de fiebre y la hambruna no nos ha afectado tanto como a otros lugares
de Andalucía, pero de la que se avecina no nos vamos a zafar tan fácilmente.
– ¿Te refieres al yugo con el que
quieren unirnos los franceses?– preguntó Torres.
– ¡A eso mismo me refiero! A mí, que
no tengo tantas letras ni tanto mundo como los señores del Gobierno, el
Napoleón ese no me la da.
– ¡Eso mismo pienso yo!– dijo Torres,
deseoso de explayarse con alguien que opinaba como él.– No hemos padecido la
peste, en eso hemos tenido suerte, como tú dices; pero los franceses son
codiciosos y no pasarán por alto la riqueza maderera de nuestra sierra
¡Napoleón es un lobo con piel de cordero!
Torres pensó en la reciente epidemia
de peste. Un primo suyo, que explotaba los ventisqueros del pico de la Maroma,
en Málaga, le había escrito que aquel año hizo un buen negocio con la venta de
hielo porque las autoridades, desbordadas por el imparable avance de la fiebre,
le compraron todo el hielo, y a buen precio, si no para sofocar definitivamente
la calentura, sí para mitigar el padecimiento de los infectados. Pero había
visto morir a tanta gente cercana, incluidas su mujer y la niña que acababa de
alumbrar, que consideraba maldito el dinero que le proporcionaron los neveros.
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Grabado de la epidemia de peste de principios de S. XIX |
También en Jaén había fallecido mucha
gente. José Torres, que visitó la capital en plena efervescencia de la
enfermedad vio morir a su padre, que vivía con su hermana Carmen, casada con un
corregidor, que también murió a causa de la plaga y dejó a la mujer viuda y con
cinco hijos a su cargo.
La enfermedad llegaba sin preludios
que indicasen su venida. Se manifestaba con escalofríos y entumecimiento,
precedidos de lasitud e inapetencia y seguidos de palpitaciones, calentura,
sequedad de boca y dolor de cabeza y articulaciones. Se quejaban los enfermos
de agudo dolor de estómago y de continuas náuseas, frecuentemente acompañadas
de vómitos verdosos. Si los síntomas no remitían, el semblante se volvía
marchito, de un color amarillento oscuro, los ojos inyectados en sangre y un
cansancio tal que el enfermo no podía levantarse del lecho. La ardentía
desazonaba a los dolientes hasta el punto de arrastrase del lecho hasta el
suelo, buscando el frescor de las baldosas. Aparecía después el espantoso
vómito negro, parecido a la pez derretida, tan abundante en algunos casos que
llegaba a asfixiar a quien lo padecía. Coincidía este síntoma con hemorragias y
ulceraciones por todo el cuerpo, de forma que la muerte, que se anunciaba con
la frialdad de las extremidades y lo amoratado de los labios, se convertía en
la única liberación posible para el enfermo. Y Jaén había padecido los horrores
de la peste hasta el punto de que su población se redujo a la mitad. El padre y
el cuñado de José torres habían muerto sin que él pudiera hacer nada, ni
siquiera aliviar su calentura con el hielo de sus ventisqueros, que estaban muy
lejos.
– La vida nunca es fácil. Ni en los
momentos más felices nos faltan padecimientos– dijo Torres, a modo de
reflexión– ¡Ahí tienes a mi hermana Carmen, que vivía como una reina y ahora no
tiene más remedio que emplearse de criada para sacar a sus hijos adelante! Yo
la visito de vez en cuando, pero poco puedo hacer para ayudarla.
– Parece que a los serranos el
aislamiento de la montaña nos salvó de las fiebres amarillas, pero del hambre
no nos hemos librado – añadió Molina, también a modo de reflexión de lo que
habían sido esos años.
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Toro ensogado -imagen extraída del mapa mural del barrio de San Isidro de Beas de Segura- |
– ¡Así ha sido! Pero dejemos a un
lado cuitas y enfermedades, que pronto celebraremos San Marcos y eso nos pone
contentos a todos los beatenses.
– Ahí te doy toda la razón– dijo
Molina–. En San Marcos no hay miseria o no la tenemos en cuenta. Llevamos dos
años de bonanza y parece que este año, si las cabañuelas no mienten, tampoco
tendremos mala cosecha. Los pobres no esperaran con tanta ansia el reparto de
la carne del toro pero apreciaran, como siempre, lo bueno que sabe el puchero.
– Yo bajaré con toda la familia a
casa de mi suegra, aunque los chicos se van haciendo mayores y estamos muy
apretados. ¡La casuca no da mucho de sí!
– A mi casa también vienen mis
parientes de Orcera, y, aunque la casa es grande, son tantos que no andamos
holgados de sitio.
– A mí me tira el mucho el toro de
San Marcos. Muy malo tendría que estar para perdérmelo, aunque me riña la
Juana– dijo Torres, refiriéndose a su esposa–. Sigo tirando de la maroma como
cuando era un chaval. Y lo seguiré haciendo mientras las fuerzas no me fallen.
– Mi mujer también me dice que no soy
ningún jovenzuelo, para tontear con el toro ensogao – rió Molina–, pero, como
yo le digo, los hombres de Beas lo llevamos en la sangre desde chicos y, cuando
llega San Marcos, no podemos resistir el probar que aun somos jóvenes, ante la bestia,
ante el público y ante nosotros mismos. Aunque, si te digo la verdad, cada año que pasa me cuesta más mantener
el tipo ¡Los años no perdonan!
– No perdonan, no. Hemos nacido para
ser burros trabajadores y estamos acostumbrados al esfuerzo, pero hemos ido
perdiendo fuelle con el tiempo, aunque San Marcos venga a remozarnos.
Representación de una taberna a principios de S. XIX |
– ¡Iba a la taberna de la Mariblanca!
– dijo Molina–. Acompáñame y te invito a una jarra de vino para regar el
encuentro.
– ¡Hecho!– contestó Torres, que
pasaba las semanas aislado en el monte y necesitaba de vez en cuando compartir
charla y vino con los viejos amigos y los parroquianos de la taberna.
Los dos bancales de olivos que había
heredado Mariblanca no producían lo suficiente para sacar adelante a sus siete
hijos y para mantener al vago irredimible de su marido. Vivaracha y lista, aprovechó
la ubicación de la casa que fuera de sus padres, cerca de la plaza, la amplitud
de la portada y la sombra del emparrado que la cubría para abrir una taberna.
Decía que había nacido en jueves, que era la séptima hija y que había cantado
en el vientre de su madre, requisitos todos que la convertían en una buena
sanadora del mal de ojo. Así, en la cocina contigua a la cantina, en la que a
diario hervía la olla que daba de comer a su numerosa prole, instaló su
consulta de curandera. A la bulla de la taberna se le unían los murmullos de
los ensalmos en un tótum revolútum que, de no haber sido por el buen vino y lo
sabroso del embutido, hubiera desanimado a los parroquianos más acérrimos.
De que en la casa de Mariblanca se
escanciaba un vino generoso dieron buena cuenta los dos amigos. A la segunda
jarra, vaporosa la cabeza y suelta la lengua, Torres y Molina ya ejercían como
patriotas de las Españas, de las peninsulares y de las de ultramar. La tercera
jarra de buen vino terminó en vivas a Nuestra Señora de Gracia, que era por
aquel entonces la patrona del pueblo, a España y a Fernando VII. A la cuarta, los
dos hombres juraban que, de necesitarse, allí estarían ellos para dejarle muy
claro a Napoleón y a toda Francia de quién era la tierra de la Sierra de Segura
y la de Andalucía entera. (………………………….. continuará )
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Mª José Toquero junto a Domingo Henares |
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