martes, 11 de septiembre de 2018

7º Premio Domingo Henares. MELODÍA PATRIÓTICA DE UN TRISTE VIOLÍN

Retomamos actividad después de un, esperamos, gratificante verano; y lo hacemos con la dinámica de difusión de los diferentes aspectos que tienen como relación su ubicación en nuestra comarca de la Sierra de Segura. En esta ocasión reproducimos un relato de María José Toquero del Olmo titulado "Melodía patriótica de un triste violín" con el que recientemente ha obtenido el premio de relato histórico Domingo Henares convocado por el Ayuntamiento de Puente de Génave. Relato ambientado en el periodo en el que las tropas francesas ocupaban nuestra comarca en un momento crítico del desarrollo de la Guerra de Independencia, con unos hipotéticos hechos ocurridos en las tierras de Beas. Debido a su extensión lo publicamos en dos partes, pasando a continuación a mostraros la primera de ellas.
Mª. José Toquero del Olmo



MELODÍA PATRIÓTICA DE UN TRISTE VIOLÍN  (1ª parte)

José Torres García tomó posesión de una cortijada en las Cumbres de Beas en presencia de los testigos que más tarde darían fe. Como estipulaba el protocolo, recorrió el sendero que cruzaba las tierras, cortó algunas ramas de tejo y aventó un puñado de tierra. Se detuvo en un descampado y contempló el paisaje que se recortaba contra el cielo raso de aquella mañana del último día de abril. Supersticioso como era, consideró un buen presagio el vuelo de un águila perdicera sobre su cabeza. Había tenido la suerte de que Francisco Peñaranda, el dueño de la parcela, le concediera, además de la licencia de explotación de la magnífica arboleda que allí crecía, el uso de los neveros.
– Has hecho un buen negocio. La montaña ofrece oportunidades de oro a quien sabe aprovechar la altura y la nieve– dijo don Francisco, estrechándole la mano–. Negocia con perspicacia y preserva bien el hielo, que, cuando lleguen los calores, tendrás buena parroquia y podrás venderlo a buen precio ¡Los adinerados de Beas te lo pagarán bien!
– Dios le oiga, don Francisco, porque usted tiene que cobrar el alquiler y, lo que es más importante y dicho con todo el respeto del mundo: mi familia tiene que comer– respondió José Torres, con un mohín afable y cierta sorna.
– En este caso Dios lo va a tener muy fácil–dijo don Francisco, y añadió un tanto apremiado por regresar a su casa antes de la hora de la comida:  –Asienta unas cuantas piedras en el nevero principal y, si no se te antoja otra cosa, con eso daremos por terminada la ceremonia de traspaso.
Panorámica de Beas de Segura 
José Torres señaló el pozo y los presentes corroboraron que todo se había hecho arreglo a derecho. La madera y la nieve eran por entonces bienes muy preciados y José Torres, nacido y criado en una familia de madereros de la Sierra de Segura, conocía bien la geografía del monte y sabía cómo sacar partido a los recursos que le ofrecía.
Una mañana de mediados de abril de 1808, José de Torres se mudó de camisa con la intención de bajar a Beas de Segura. Habían transcurrido cinco años desde que firmó las escrituras de arrendamiento de los terrenos. La situación política en España no era nada halagüeña y, casi con toda seguridad, la economía acabaría por acusar la debilidad de una monarquía que se vendía sin el menor pudor a Napoleón; pero, de momento, habían disfrutado de un bienio de buenas cosechas y todo permanecía en una calma tensa. A él, tal y como pronosticó don Francisco, no le había ido mal ni el negocio de la madera ni el de la nieve. Así, cada año que pasaba, obtenía mejor precio por las cortas y tenía más compradores de hielo. Precisamente, José Torres decidió ir a Beas esa mañana para tratar con los intermediarios que se ocupaban de la distribución del hielo entre los vecinos del pueblo. Al despedirse, su mujer le previno: “Ten presente, José, que vas a vender hielo y madera, y no a sentar cátedra sobre que ese tal Bonaparte  destronará a los reyes y los mandará a las Indias para hacer y deshacer a su antojo en España ¡A ti la política ni te va ni te viene! ¡Eso lo tienes que tener claro, por tu bien y por el bien de tu familia!”
La mañana era magnífica. Embriagaba el azul prístino y rotundo de un cielo sin nubes y las casas eran como palomas enjalbegadas varadas en las lomas. La primavera hermoseaba el valle de Beas y recorrerlo era una delicia; no obstante, Torres cabalgaba absorto en sus pensamientos. Saludaba de vez en cuando a los campesinos, atareados en los olivares; pero, no prestaba la menor atención a las enormes matas de romero recién florecido ni a las primeras campanillas y arvejas que crecían en las praderas.
Retrato de Manuel Godoy
Desde que comenzaron los rumores sobre la entrada de las tropas de Napoleón en España y se tuvo noticia del amotinamiento de Aranjuez contra Godoy, en muchas regiones de España, prendió el patriotismo. El veintisiete de marzo del año 1808 se recibió en Beas de Segura la noticia de que los franceses habían entrado en España en son de paz y amistad, y muy pronto la comarca se convirtió en un hervidero de voces críticas contra las secretas intenciones que albergaba Napoleón. Hasta aquellos hombres que nunca se habían preocupado por la política parecían contagiados por una creciente agitación. Unos pocos decían que Godoy era la mejor cabeza pensante de las Españas y que sus razones tendría para permitir el paso del ejército galo hacia Portugal, y otros muchos afirmaban que era verdad que el Príncipe de la Paz era listo, más que un zorro, tanto que en la madriguera de la reina María Luisa se había metido, aludiendo a los amoríos adúlteros que se les atribuían, y todavía no había salido. Pero tanto a partidarios como a detractores les preocupaban los tratos que pudiera hacer Godoy con los gabachos. A Torres, que tenía espíritu de mercader, no le cabía en la cabeza que Napoleón, teniendo la posibilidad de hacerse con la joya de España, se conformara con la bagatela de Portugal. Por eso había discutido ya varias veces en la taberna y en esas cavilaciones andaba cuando se cruzó, ya en la entrada del pueblo, con Rafael Molina, un rico olivarero de Beas al que le unía una gran amistad desde que ambos eran chavales.
– ¡Buenos días, José Torres!– dijo Rafael Molina – ¿Qué asuntos te traen a Beas?
– Buenos días nos dé Dios– dijo Torres –. Vengo a tratar de la venta de hielo con los habituales y, de paso, me acercaré a ver a don Francisco, para ajustar las cuentas del alquiler.
– Ándate con ojo – dijo Molina –, sabido es que vale más media onza de trato que arroba de trabajo. Además, la situación no pinta bien. Aquí, en la Sierra de Segura, nos hemos librado de la epidemia de fiebre y la hambruna no nos ha afectado tanto como a otros lugares de Andalucía, pero de la que se avecina no nos vamos a zafar tan fácilmente.
– ¿Te refieres al yugo con el que quieren unirnos los franceses?– preguntó Torres.
– ¡A eso mismo me refiero! A mí, que no tengo tantas letras ni tanto mundo como los señores del Gobierno, el Napoleón ese no me la da.
– ¡Eso mismo pienso yo!– dijo Torres, deseoso de explayarse con alguien que opinaba como él.– No hemos padecido la peste, en eso hemos tenido suerte, como tú dices; pero los franceses son codiciosos y no pasarán por alto la riqueza maderera de nuestra sierra ¡Napoleón es un lobo con piel de cordero!
Torres pensó en la reciente epidemia de peste. Un primo suyo, que explotaba los ventisqueros del pico de la Maroma, en Málaga, le había escrito que aquel año hizo un buen negocio con la venta de hielo porque las autoridades, desbordadas por el imparable avance de la fiebre, le compraron todo el hielo, y a buen precio, si no para sofocar definitivamente la calentura, sí para mitigar el padecimiento de los infectados. Pero había visto morir a tanta gente cercana, incluidas su mujer y la niña que acababa de alumbrar, que consideraba maldito el dinero que le proporcionaron los neveros.
Grabado de la epidemia de peste de principios de S. XIX
También en Jaén había fallecido mucha gente. José Torres, que visitó la capital en plena efervescencia de la enfermedad vio morir a su padre, que vivía con su hermana Carmen, casada con un corregidor, que también murió a causa de la plaga y dejó a la mujer viuda y con cinco hijos a su cargo.
La enfermedad llegaba sin preludios que indicasen su venida. Se manifestaba con escalofríos y entumecimiento, precedidos de lasitud e inapetencia y seguidos de palpitaciones, calentura, sequedad de boca y dolor de cabeza y articulaciones. Se quejaban los enfermos de agudo dolor de estómago y de continuas náuseas, frecuentemente acompañadas de vómitos verdosos. Si los síntomas no remitían, el semblante se volvía marchito, de un color amarillento oscuro, los ojos inyectados en sangre y un cansancio tal que el enfermo no podía levantarse del lecho. La ardentía desazonaba a los dolientes hasta el punto de arrastrase del lecho hasta el suelo, buscando el frescor de las baldosas. Aparecía después el espantoso vómito negro, parecido a la pez derretida, tan abundante en algunos casos que llegaba a asfixiar a quien lo padecía. Coincidía este síntoma con hemorragias y ulceraciones por todo el cuerpo, de forma que la muerte, que se anunciaba con la frialdad de las extremidades y lo amoratado de los labios, se convertía en la única liberación posible para el enfermo. Y Jaén había padecido los horrores de la peste hasta el punto de que su población se redujo a la mitad. El padre y el cuñado de José torres habían muerto sin que él pudiera hacer nada, ni siquiera aliviar su calentura con el hielo de sus ventisqueros, que estaban muy lejos.
– La vida nunca es fácil. Ni en los momentos más felices nos faltan padecimientos– dijo Torres, a modo de reflexión– ¡Ahí tienes a mi hermana Carmen, que vivía como una reina y ahora no tiene más remedio que emplearse de criada para sacar a sus hijos adelante! Yo la visito de vez en cuando, pero poco puedo hacer para ayudarla.
– Parece que a los serranos el aislamiento de la montaña nos salvó de las fiebres amarillas, pero del hambre no nos hemos librado – añadió Molina, también a modo de reflexión de lo que habían sido esos años.
Toro ensogado -imagen extraída del mapa mural del barrio de San Isidro de Beas de Segura-
– ¡Así ha sido! Pero dejemos a un lado cuitas y enfermedades, que pronto celebraremos San Marcos y eso nos pone contentos a todos los beatenses.
– Ahí te doy toda la razón– dijo Molina–. En San Marcos no hay miseria o no la tenemos en cuenta. Llevamos dos años de bonanza y parece que este año, si las cabañuelas no mienten, tampoco tendremos mala cosecha. Los pobres no esperaran con tanta ansia el reparto de la carne del toro pero apreciaran, como siempre, lo bueno que sabe el puchero.
– Yo bajaré con toda la familia a casa de mi suegra, aunque los chicos se van haciendo mayores y estamos muy apretados. ¡La casuca no da mucho de sí!
– A mi casa también vienen mis parientes de Orcera, y, aunque la casa es grande, son tantos que no andamos holgados de sitio.
– A mí me tira el mucho el toro de San Marcos. Muy malo tendría que estar para perdérmelo, aunque me riña la Juana– dijo Torres, refiriéndose a su esposa–. Sigo tirando de la maroma como cuando era un chaval. Y lo seguiré haciendo mientras las fuerzas no me fallen.
– Mi mujer también me dice que no soy ningún jovenzuelo, para tontear con el toro ensogao – rió Molina–, pero, como yo le digo, los hombres de Beas lo llevamos en la sangre desde chicos y, cuando llega San Marcos, no podemos resistir el probar que aun somos jóvenes, ante la bestia, ante el público y ante nosotros mismos. Aunque, si te digo la  verdad, cada año que pasa me cuesta más mantener el tipo ¡Los años no perdonan!
– No perdonan, no. Hemos nacido para ser burros trabajadores y estamos acostumbrados al esfuerzo, pero hemos ido perdiendo fuelle con el tiempo, aunque San Marcos venga a remozarnos.
Representación de una taberna a principios de S. XIX 
– ¡Iba a la taberna de la Mariblanca! – dijo Molina–. Acompáñame y te invito a una jarra de vino para regar el encuentro.
– ¡Hecho!– contestó Torres, que pasaba las semanas aislado en el monte y necesitaba de vez en cuando compartir charla y vino con los viejos amigos y los parroquianos de la taberna.
Los dos bancales de olivos que había heredado Mariblanca no producían lo suficiente para sacar adelante a sus siete hijos y para mantener al vago irredimible de su marido. Vivaracha y lista, aprovechó la ubicación de la casa que fuera de sus padres, cerca de la plaza, la amplitud de la portada y la sombra del emparrado que la cubría para abrir una taberna. Decía que había nacido en jueves, que era la séptima hija y que había cantado en el vientre de su madre, requisitos todos que la convertían en una buena sanadora del mal de ojo. Así, en la cocina contigua a la cantina, en la que a diario hervía la olla que daba de comer a su numerosa prole, instaló su consulta de curandera. A la bulla de la taberna se le unían los murmullos de los ensalmos en un tótum revolútum que, de no haber sido por el buen vino y lo sabroso del embutido, hubiera desanimado a los parroquianos más acérrimos.
De que en la casa de Mariblanca se escanciaba un vino generoso dieron buena cuenta los dos amigos. A la segunda jarra, vaporosa la cabeza y suelta la lengua, Torres y Molina ya ejercían como patriotas de las Españas, de las peninsulares y de las de ultramar. La tercera jarra de buen vino terminó en vivas a Nuestra Señora de Gracia, que era por aquel entonces la patrona del pueblo, a España y a Fernando VII. A la cuarta, los dos hombres juraban que, de necesitarse, allí estarían ellos para dejarle muy claro a Napoleón y a toda Francia de quién era la tierra de la Sierra de Segura y la de Andalucía entera. (………………………….. continuará )
Mª José Toquero junto a Domingo Henares

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