viernes, 27 de octubre de 2023

11º Premio Domingo Henares. EL MOLINO (2ª parte)

 EL MOLINO.

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El fraile guardó silencio mientras le sostenía la mirada, hasta que el caballero se desentendió y comenzó a roer la madera con la daga.

–Lo que sucede en estas villas –comenzó don Álvaro sin reparos– es lo mismo que viene aconteciendo en cualquier lugar de la creación divina. Nuestro Señor castiga a los hombres por sus faltas, y no se salva nadie: ni cristianos ni infieles, ni nobles ni menesterosos, ni laicos ni religiosos. Todos sufren por igual la ira de Dios. Desde hace años las cosechas se pierden por falta de lluvias y los más desdichados deambulan por los campos comiendo cualquier cosa, raíces o alimañas; los más sediciosos acaban abandonando los campos y se dedican al pillaje y al bandidaje, pero ni ellos escapan del castigo divino, pues una gran pestilencia azota a todo el orbe conocido y, si bien la hambruna puede ser capeada por las familias más pudientes, este mal se ceba con todos por igual.

Ruedas del molino harinero.

–¿Y qué males han cometido los hombres para que Dios los castigue con tanta severidad?

Don Álvaro miró a fray Federico con cierta incredulidad.

–¿Acaso todo esto que os relato es absolutamente nuevo para vuestra persona? ¿Acaso de donde venís se libran los hombres de padecer la ira del Señor?

–No, por desgracia. Sufrimos los mismos males que caen sobre estas sierras, y otros que no tienen nada que ver con la mano de Dios, puesto que en las ciudades castellanas los linajes de la nobleza se dedican a disputarse el gobierno de las mismas, luchando entre ellas y destruyéndose a sí mismas en vez de hacer la guerra al infiel, que aprovecha nuestra debilidad para acometer con sus aceifas de forma cada vez más osada.

–Al tanto estamos de esto que nos contáis, pues nosotros mismos lo hemos vivido no hace mucho tiempo, cuando una hueste granadina intentó arrebatarnos la fortaleza de Siles, que, si no es por el socorro organizado por el maestre de la Orden, bien pudiéramos estar ahora mismo en una mazmorra mahometana.

Castillo de Siles,

–¿Creéis, pues, que todos estos males que padecemos son obra de Dios? ¿Y qué pecados ha podido cometer la raza humana para ser escarmentada con tanta inclemencia? Pero, ¿dónde está la piedad de Dios? No. El Señor es clemente y misericordioso, y todos estos males no son por obra suya, sino a causa de los desaciertos de los hombres, que infligen el mal contra sí mismos. El Señor nos recibe en su reino con los brazos abiertos, nos perdona por nuestros pecados y nos procura una vida eterna alejada del sufrimiento y las maldades que los hombres cometemos en la tierra. No es Dios quien nos manda el hambre, la enfermedad y la guerra, sino que somos los propios hombres quienes esparcimos la semilla del mal. Nuestro Señor, en cambio, es quien nos salva y nos libra de estos padecimientos.

Se hizo un silencio profundo pues ninguno de los presentes podía rebatir este último sermón de fray Federico. El peso de su hábito se hizo evidente, arrinconando la altanería que el brillo de los aceros provoca en quien los empuña; la palabra había vencido y la superstición huía, humillada por la evidencia.

–Decidme, si tenéis aún respeto a un siervo de Dios, ¿qué delito cometió ese hombre para ser prendido por la justicia de la Orden? –esta vez no fue una petición, sino un imperativo que derrumbó las reticencias de ambos caballeros.

–Padre –comenzó don Álvaro mientras don Nuño agachaba la cabeza, humillado–, este hombre encabezó una asonada en contra de la justa autoridad que don Gonzalo Rodríguez de Castro representa. Convenció a todos los vecinos de Xénabe de negarse a satisfacer los tributos que por derecho corresponden a su señor, de tal manera que tenían preparada una celada para cuando el recaudador se presentase en la Torre de la Tercia para disponer de ellos. Como fuese despedido de Xénabe con graves humillaciones, al poco nos presentamos con nuestro señor don Gonzalo para castigar tal osadía y procurar hacer prevalecer los derechos de servidumbre que los freires de la Orden de Santiago poseen sobre los vecinos de esta Encomienda. Pero no se amedrentaron al vernos llegar con nuestros estandartes e intentaron presentar batalla con las pocas armas de que disponían, por lo que dimos buena cuenta de algunos de ellos, mientras que el resto claudicaba a nuestra autoridad. Excepto este hombre que tenemos aquí, que fue el culpable de que su mujer pereciera en la refriega porque se expuso insensatamente frente a la espada desnuda de don Gonzalo. No contento con ver morir a su esposa, juró venganza contra don Gonzalo, hiriéndole de palabra, por lo que, por todos estos delitos, se dispuso que fuese ajusticiado en la horca. Mas logró evadirse de la mazmorra donde estaba retenido, sin que aún sepamos cómo. Y así hemos estado cercándole durante los últimos dos días con sus dos noches. Por lo que mañana tornaremos a Xénabe, donde se dará cumplida sentencia.

Rebelión campesina.

Fray Federico guardó silencio, luego agachó la cabeza y recitó una imperceptible oración en latín. Al cabo de un instante, que se hizo eterno para don Álvaro, tomó la palabra:

–Responded con sinceridad, don Álvaro. ¿Qué habría hecho vuestra merced en caso de verse en la piel de este hombre? ¿Acaso no habríais defendido a vuestra familia con la misma furia? ¿No habríais derramado hasta la última gota de vuestra sangre por socorrerla? ¿Por salvar vuestro honor? No, a este hombre no podéis castigarlo ya, porque bastante castigo le habéis infligido. Cumplir la sentencia que le tenéis impuesta no será sino liberarlo, porque el Señor, en su infinita misericordia, lo acogerá en el reino de los cielos y los liberará de todos los males, pesares y aflicciones que esta vida terrenal nos regala.

–Padre –respondió don Álvaro bastante atribulado–, tened la merced de asistirme, sin más tardar, en la confesión de mis pecados.

Don Nuño observó desconcertado cómo, en un arrebato de su camarada de armas, aquel fraile, aparecido como un ángel redentor, se disponía a concederle la gracia de Dios. Recelaba de los pecados que pudiese relatar, pues consideraba que a don Álvaro le flaqueaba el ánimo, y no lo tenía en buena estima porque eran demasiadas las veces que lo había sentido cuestionarse las obligaciones de su oficio. Sin embargo, pese al exceso de escrúpulos que éste siempre había demostrado, don Nuño sabía que en el combate era un caballero formidable, de los que saben qué hacer y cómo hacerlo en medio de la más comprometida lid. Y allí estaba él, apartado de cualquier otro hombre que morase en aquel molino por esa noche, solo, mientras el preso dormía entre terribles pesadillas que le hacían pronunciar palabras incomprensibles y removerse continuamente en el rincón donde había caído rendido; y su compañero se confesaba, con murmullos inaudibles, al siervo de Dios con quien tan extrañamente se habían cruzado. Se percató de que tal situación le incomodaba, por lo que, con gestos lentos y suaves, fue aposentándose con su espada y su rodela bien prestas, la daga dispuesta bajo el sayo, disimulado todo bajo su capa, fingiendo como el que va a echar un duermevela con absoluta despreocupación.

Símbolo franciscano.

Al poco, fraile y caballero se alzaron y retornaron cerca de la lumbre y de don Nuño, que levantó la mirada con aire somnoliento, e incorporándose propuso:

–Don Álvaro, ya que estáis en paz con Nuestro Señor, haga vuestra merced una guardia mientras yo reposo, porque, aunque la noche no se presta a sobresaltos, pequemos en exceso de ser precavidos. En cuanto sintáis el peso del cansancio, no dudéis en levantarme para que os dé el relevo, pese a que no sea llegado aún el momento preceptivo.

Propuso de tal manera porque sospechó que a lo largo de la noche podría ser traicionado por quien, en función de su juramento, debía apoyarlo en ese trance, y estimó que, si don Álvaro planeaba alguna celada contra su persona, no iba a darle la oportunidad de prepararla a conciencia, por lo que prefirió simular un sueño en la primera hora, antes de verse sorprendido más adelantada la noche y con un adversario que acabase de descansar.

–Me parece bien. Id a descansar en buena hora, que yo velaré por nuestras personas – respondió don Álvaro.

–Si no ven inconveniente los señores caballeros, me ofrezco a cubrir la última guardia – añadió fray Federico–, pues acostumbrado estoy a madrugar para los maitines. Y ahora acompañaré a don Álvaro con mis últimas oraciones del día.

–Sea, pues.

Hizo ademán don Nuño de conciliar el sueño de manera presta y sin impedimentos, manteniendo en verdad, como se dice, un ojo cerrado y otro abierto, a la espera de cualquier movimiento fuera de lugar de su camarada, que, para su entendimiento, habíase convertido en desertor de su causa y esperaba de él cualquier emboscada.

Como pasaban los minutos y allí nada se movía, a excepción de que el fraile también había decidido dejar volar sus pensamientos por el mundo de los sueños, empezó a impacientarse y a sentirse incómodo, pues ni dormía ni velaba, y estaba intentando hacer con el cuerpo lo contrario que con la mente. Así que, al cabo, se incorporó disimulando un falso desvelo.

–Parece que me cuesta esta noche conciliar el sueño.

–A mí también, don Nuño.

Permanecieron en silencio unos eternos segundos, en los que don Nuño intentó escudriñar qué pensamientos prosperaban en la mente de su adlátere, imaginándose que estaba pasando por todo tipo de remordimientos y desazones, pues hasta él era capaz de discernir que aquel preso había sido víctima de un terrible infortunio y que sus acciones habían sido, desde el punto de vista de los fueros internos que deben regir a todo cristiano viejo, completamente dignificantes de su persona. Pero también consideraba que, cuando uno había luchado por su honor, esforzándose y sacrificando hasta la última gota de su sangre, una vez que la derrota se presenta por la inescrutable voluntad de Dios, se debía aceptar tal designio y someterse al veredicto del vencedor. Por eso, aunque el sermón de fray Federico había calado en la consideración previa que poseía de su presa, no se cuestionaba lo más mínimo la posibilidad de impedir que respondiese ante la justicia de su señor, don Gonzalo Rodríguez de Castro, y en ello empeñaría su honor y su vida si fuese necesario.

Maestre de la Orden de Santiago.

–¿Don Nuño –dijo de pronto don Álvaro–, no creéis que a Fray Federico le sobra la razón?

¿Que a este infeliz ya no podemos infligirle castigo alguno?

–Yo no creo nada, salvo los votos que realicé en mi juramento de fidelidad –respondió con brevedad.

–Hay muchas veces que me cuestiono si la naturaleza de mis acciones enfada a Nuestro Señor, muchas veces en que he desenvainado mi espada contra otros cristianos, unos armados, otros indefensos, en pro de defender los privilegios de aquel a quien sirvo. Pero a veces dudo de que los privilegios de don Gonzalo estén en conformidad con la voluntad de Dios.

–Quizá deberíais dejar vuestra espada envainada para siempre y plantearos vestir un hábito –volvió a responder con sequedad; luego, cediendo un poco a la consideración, añadió:– Escuchad bien, don Álvaro, sabed que os considero uno de los mejores caballeros que campean por estas sierras. Os he visto en muchos combates y sé de lo que sois capaz. Es un honor para mí haber peleado hombro con hombro con vuestra merced en las más difíciles ocasiones que un guerrero puede verse. Os respeto y os estimo por esto, pero también debo advertiros de que nada ni nadie me impedirá llevar a este preso a recibir el justo castigo que se merece por sus ofensas a don Gonzalo.

–No habéis entendido nada, don Nuño. Ni vuestra merced ni don Gonzalo Rodríguez de Castro ni el mismísimo diablo pueden castigar ya a este hombre.

Se hizo el silencio y ambos caballeros permanecieron en su mismo puesto durante un tiempo que se hizo infinito, cada uno con sus pensamientos y sus tribulaciones, casi sin cruzarse miradas, sin más comentarios, sin movimientos bruscos, como si esperasen que, en lo que dura una oración, el astro cercenase la noche con sus primeros rayos. La tormenta había amainado y ya no llovía. A cambio, cada cierto tiempo se escuchaba el agudo silbido del viento, que penetraba por mil rendijas del molino profiriendo una llamada endiablada. Pasó la noche y don Álvaro se dejó vencer por el sueño, reposando sin mayor cuidado que el de abrigarse convenientemente con la capa. Don Nuño recelaba al principio, pero acabó por cerrar los párpados mientras soñaba que hacía guardia en un molino junto a un río, acompañado de un monje y otro caballero, para que un preso, al que había estado persiguiendo durante dos días, no tuviera la tentación de escapar.

Con los primeros rayos del sol, don Nuño volvió a abrir los ojos y descubrió con espanto que estaba solo en la cámara del molino. La luz entraba clara y radiante por el ventanuco y el aire llegaba fresco y con un intenso olor a tierra mojada; el rumor del río era menos intenso que unas horas antes y dejaba apreciar un melódico piar de todo tipo de aves que en el bosque de ribera hallaban alimento y cobijo.

Se maldijo mil veces y, enfurecido, se aprestó a vestir sus armas con la mayor celeridad. Apretaba los dientes de rabia mientras manipulaba las hebillas de sus correajes, ciñéndose adecuadamente la vaina de su espada y la rodela en su brazo izquierdo. El portón del molino estaba abierto de par en par, por lo que marchó con presteza hacia el exterior con la esperanza de hallar no muy lejos de allí a su cabalgadura, esperando que los traidores hubiesen tenido al menos la consideración de no haberle privado de ella. Al salir se dio de bruces con una realidad que no había podido ni tan siquiera imaginar: a pocas varas del molino, en un claro, descansaban los tres hombres que habían pasado la noche con él, sentados en grandes piedras en torno a una fogata, cocinando algo sobre ella. Inmediatamente lo miraron y le invitaron con gestos a aproximarse.

Al llegar junto a ellos advirtió que sus semblantes carecían en absoluto de la tensión que reflejaban en horas pasadas; el preso mantenía las manos maniatadas, por delante del vientre, y asía con ellas una escudilla con gachas y un cucharón con el que daba buena cuenta de ellas. Si no fuese por el cordel que le impedía liberar sus manos, nadie diría que fuese a abandonar el mundo terrenal ese mismo día. Don Álvaro, embutido en su coraza, con la espada ceñida y envainada, y la rodela y el capacete reposando a su izquierda, recibía en aquel instante su ración de gachas de manos de fray Federico. Le sonreía suavemente, con honestidad, y le invitaba con gestos a recibir su parte del desayuno. Fray Federico era quien guisaba junto al fuego y quien repartía las raciones, con el mismo semblante desenfadado, sereno, como si se presentase un provechoso día por delante.

Aún desconfiado, don Nuño se aproximó al grupo, ocupando el hueco libre sin tan siquiera proponérselo. Observaba incrédulo al preso comer con lentitud, con un semblante que denotaba una resignación que escasas horas antes habría sido imposible de prever. De vez en cuando, a éste, se le perdía la mirada hacia el horizonte, a los valles y las cumbres que desde las inmediaciones del molino dejaban entrever los caminos de las sierras. No había tensión, no había miedo, ni tan siquiera tristeza, su faz era la de un hombre que aceptaba su destino fuese el que fuese. Tampoco se atisbaba ni lo más mínimo un sentimiento de derrota o sometimiento: estaba allí como si aquel fuese su lugar.

–En cuanto apuremos este desayuno y aprestemos los caballos, tornaremos a Xénabe a dar con nuestro señor, don Gonzalo.

–He considerado su consejo de ayer, don Nuño –indicó fray Federico-, y he decidido asistir al juicio que este hombre tiene con la justicia de la Orden, que es la justicia de Dios en la tierra.

Al escuchar eso, Don Nuño volvió a sentir cierta desconfianza.

–¿Y a qué se debe ese cambio de parecer? ¿No teméis llegar a deshora a encontraros con vuestro hermano?

–¡Oh! No os aflijáis por eso. Sin duda mi hermano tiene multitud de atenciones en este instante. Sin embargo, Nuestro Señor Jesucristo nos enseñó en el Sermón de la Montaña que dichosos son los pobres de espíritu y los que lloran y los humildes y los que tienen hambre y sed de justicia...

–Sí, sí –interrumpió don Nuño–, todos conocemos las Bienaventuranzas.

–Callad, insensato –espetó don Álvaro–, y respetad la palabra del Señor.

–No estamos ante la administración de ningún santo sacramento, don Álvaro. Y guardaos de pronunciar palabras de las que podáis arrepentiros.

–¡No, por el amor de Dios! No discutan vuestras mercedes –intervino fray Federico arbitrando en tal discordia–. Sin duda, don Nuño no ha pretendido ofender a nadie. Sosegaos. Relajen su orgullo.

Dependencias de la Torre de la Tercia. Génave

–¿Qué pretendéis entonces asistiendo a la ejecución de este hombre?

–Vuestra merced lo ha dicho. Asistir a este hijo de Dios en el momento en que deba rendir cuentas a la justicia de la Orden –comprendiendo que don Nuño aún lo observaba con desconfianza, añadió:– Oíd, don Nuño, poco antes del alba, como es costumbre en nuestra orden franciscana, me he despertado para rezar mis oraciones y, al mismo tiempo, cumplir con mi palabra de ayudar a guardar este campamento. Al poco, Santiago se ha desperezado y el Señor nos ha iluminado con su inspiración, así que hemos mantenido un coloquio muy provechoso, por el cual, aquí donde lo veis, Santiago se ha sometido a los designios divinos y va a recibir la gracia de Dios con humildad y resignación; porque él sabe ya que será recompensado en la vida eterna y que esta noche cenará a la derecha de Dios, con su hija y con su esposa, que lo están esperando con los brazos abiertos. Nuestro Señor, en su infinita misericordia, le ha perdonado por todos sus pecados, y está en disposición de aceptar su destino.

–Don Nuño –habló entonces Santiago–, debéis saber, y lo mismo le he manifestado a don Álvaro, que no os guardo rencor por lo que, en estos últimos días, hemos litigado. Soy consciente de que vuestra merced es un caballero y tiene unas obligaciones y unos juramentos que por honor debe cumplir. Guardad, pues, la conciencia tranquila. Y por mi parte, para poder recibir la misericordia del Señor con plenas garantías, debo saber que vuestra merced también me perdona si en algún momento ofendí vuestra condición con la desobediencia que he mostrado en los últimos días.

Don Nuño no daba crédito a lo que escuchaba, pues la rebeldía, la rabia y el odio que durante los últimos días aquel reo había mostrado eran absolutamente opuestos a la mansedumbre que ahora ofrecía. Como era soldado acuchillado, no dejaba de recelar de las verdaderas intenciones de todos aquellos que, con tan buen agrado, compartían el desayuno con él.

–¡Válgame el Señor! ¿Qué otra prueba de su misericordia necesitamos? –exclamó de pronto fray Federico al tiempo que, alzándose sobresaltado, señalaba con su mano libre hacia el monte circundante.

A cierta distancia, junto a un roquedo que le servía de abrigo, estaba el jumento que se había ahuyentado la noche anterior, en perfectas condiciones, pastando descuidadamente los brotes tiernos que previamente olisqueaba.

–Ni los lobos se aventuraron anoche –opinó don Álvaro.

–Esto es una prueba divina de que el Señor ha perdonado a Santiago Yáñez, pues andaba mi ingenio intentando averiguar la manera de hacer el camino sin tener que hacer sufrir más a esta criatura y el Señor nos envía este presente.

Relucían las aguas del gran río al reflectar los rayos del sol, algo crecidas por las lluvias pasadas y con esa coloración ocre que muestran cuando fluían removidas, y brillaban las alamedas con sus hojas plateadas, bailando al compás de la brisa que bajaba por el valle, mientras mil sonidos descompasados rompían cualquier atisbo de monotonía en la naturaleza. Una atmósfera nítida y brillante lo envolvía todo y el calor de la mañana se imponía sobre sus cuerpos cansados y maltrechos, templando sus músculos y penetrando en sus humedecidos huesos. Sus aceros relucían exultantes y las diferentes cabalgaduras ramaleaban con obediencia, cuando se dispusieron a abandonar el paraje del molino y enfilaron la senda del viejo puente para tomar el camino de Xénabe.

Caminaron entre coloquios y silencios, discurriendo sobre la bondad de Dios, los castigos divinos o los pecados humanos; sobre las lluvias y las cosechas que se perdieron y las que estaban por llegar; sobre sucesos acaecidos allende los montes, en la vieja Castilla, en los llanos manchegos o en las Andalucías; sobre las últimas incursiones y luchas con los moros, recitando algunos versos que narraban historias de caballeros enamorados, de duelos singulares, de victorias cristianas.

Ninguno parecía mostrar ni el más mínimo grado de patetismo ante el inminente futuro que le deparaba a Santiago Yáñez, ni tan siquiera él mismo, que de buen grado se dejaba conducir ante una muerte segura. Y esta resignación hacía pensar a don Nuño, en meditaciones silenciosas y personales que no pensaba compartir con nadie: “¿qué habría hecho vuestra merced en caso de verse en la piel de este hombre?”. Esas palabras escapaban y tornaban una y otra vez de la mente de don Nuño.

“Luchar, yo habría muerto luchando. A mí no me llevarían ante el verdugo con la mansedumbre de un cordero como a este infeliz. Yo no soy de los que suplican indulgencias a mis enemigos; yo soy un caballero que vende cara su piel y prefiero condenarme mil veces en el infierno que empeñar mi honor y mi libertad, que verme de rodillas ante el verdugo. Prefiero mil veces morir con una espada en la mano, peleando por mi dignidad, cumpliendo la venganza que justamente me pertenecería si me viera en la misma posición que este desgraciado, al que todo le fue arrebatado por la codicia de su señor, porque fue la codicia lo que llevó a don Gonzalo a exprimir a sus siervos. Es la ambición y la rapacidad de ciertos señores lo que provoca que siervos fieles como estos acaben embistiendo hacia la autoridad que el Señor les concedió; y son monjes como éste los que aplacan la furia y la irritación de los siervos que deciden morir como cristianos viejos antes que dejarse humillar como un perro; son estos religiosos los que convencen al vulgo de que se resignen a vivir en la más completa obediencia. Pero una cosa es ser leal, fiel, honrado, y otra cosa es vivir degradado, ser dócil, carecer de dignidad. Son despreciables, no merecen medrar en esta vida en la que un hombre con valor y con razonamiento puede vivir y morir con honor, haciendo respetar su persona, sirviendo con lealtad, pero sin dejarse maltratar por ningún señor, ¡ni por el mismísimo rey de Castilla! No, a mí este astuto monje no me convencería jamás de aceptar con tan descarada vergüenza una servidumbre tan indigna. Yo soy un hombre libre y elijo por quién he de morir”.

Al poco, se adentraron por las callejuelas de Xénabe, dirigiendo sus caballerías hacia el recinto fortificado, mientras algunas mujeres vestidas de riguroso luto y otros hombres de armas de toda condición salían al paso para contemplarlos.

–Recordad –dijo fray Federico dirigiéndose a Santiago Yáñez, mostraos reverente con don Gonzalo y evitaréis torturas y sufrimientos innecesarios.

Pedro Herreros Cejas

Nota del Autor:

Me he tomado algunas licencias históricas en pos de la belleza del relato. Por ejemplo, el molino harinero, cuyas ruinas podemos encontrar hoy en Puente de Génave, data del siglo XVI, aunque por qué no suponer que hubo con anterioridad otra edificación que fuese reformada en tales fechas.

Tampoco se ha querido reproducir con exactitud académica la forma de narrar del pasado, ni en la morfología ni en el léxico. Soy consciente de que este relato caerá en manos de lectores del siglo XXI y no he querido estar constantemente consultando diccionarios ni obligar a los lectores a hacer lo mismo. Aunque sí he intentado mantener ciertas formas arcaicas para buscar esa belleza literaria que consideramos más importante que cualquier corrección histórica.

En definitiva y apuntando un par de ideas para el debate literario, mi mayor preocupación ha sido la de crear un argumento que invite a reflexionar cómo, a pesar de la distancia temporal, los seres humanos libramos continuamente las mismas batallas. Del mismo modo, se debe señalar que, en este mundo, a veces los héroes no son precisamente quienes creemos.

 

BIBLIOGRAFÍA

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