LOS OFICIOS DE NUESTRA GENTE.
EL TALLER DE TALABARTERÍA DE JUAN JOSÉ SÁNCHEZ (II).
Por Juan José Olivas Vigara.
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Además de las piezas
rutinarias, en aquel taller se elaboraban algunos arreos que eran piezas
únicas. Se dibujaban sobre el cuero motivos florales mediante claveteados
metálicos y pespuntes complejos que decoraban la guarnición y servía para
lucimiento de la caballería a la que iba destinada.
Juan José, el
Talabartero, pensaba que su profesión no era un simple oficio mecánico. Se
requerían, en su opinión, además de algunos conocimientos previos, constante
laboriosidad y cierto gusto creativo para poder elaborar determinadas piezas
que fueran eficaces, eficientes e hicieran elegantes a las caballerías. El las
intenciones del maestro estaba el deseo de que sus sobrinos, que eran como sus
hijos, debían aspirar a conseguir el nivel de un honroso título de maestro
talabartero o guarnicionero y no permanecer el resto de su vida siendo unos
operarios rutinarios y mediocres. Todas sus enseñanzas y orientaciones iban en
la misma dirección: formar dos profesionales creativos y conocedores de todos
los secretos del oficio. Orientó sus esfuerzos a ello y a fe que lo consiguió.
El trato que les
deparaba como maestro era afable, afectivo y muy humano. En ningún momento,
ante errores propios de aprendices, los desalentaba ni los reprendía con
altanería, más bien lo hacía con benevolencia. Sus explicaciones eran breves,
sencillas y dadas con cariño. Juan José, como maestro, entendía que enseñar a
medias era no enseñar y exigía de sus sobrinos atención, laboriosidad, entrega
y honradez.
Una de las cosas que
Juan José les inculcaba era la importancia de conocer perfectamente el cuero
que utilizaban. Debían apreciar el grueso de sus hojas para que fuera más fácil
el corte, Para algunas guarniciones se necesitan hojas gruesas y para otras
había que utilizar la parte más delgada.
Era muy exigente, por
ejemplo, en el cosido del ribeteado de los ataharres. Debían aprender a sacar
la costura por el envés sumamente igual que por el haz. Les indicaba que eso se
conseguía no elevando ni bajando el codo con frecuencia, porque estos
movimientos contribuyen a lo que Juan José llamaba el arte del torcijón que tan
fea hacía la costura. Para evitar que las piezas cosidas de esta manera salgan
torcidas y combadas, debían entablar perfectamente.
Esto se consigue
apretando con las dos partes de la tenaza de madera para dejar inmovible la
pieza que están cosiendo. Por otra parte, tenían que adquirir la técnica para
los movimientos de la lezna y el apretar el hilo de la puntada. En esto jugaba
un papel importante la colocación de los dedos del talabartero en la parte
inferior al introducirla para preparar el paso de la aguja y el hilo. Aquellos
aprendices, después de algunos pinchazos, adquirieron la técnica necesaria para
un cosido impecable.
El aprendizaje de un
guarnicionero siempre fue largo. Las ordenanzas de 1618 de los guarnicioneros
de Madrid exigían para llegar a maestro y poder abrir taller el cumplimiento
del aprendizaje durante cuatro años; una vez pasado éste, se había de trabajar
de oficial durante un tiempo casi igual en duración al empleado en el
aprendizaje. Adquirida la suficiente experiencia en el oficio se había de
superar un examen práctico confeccionando una o varias piezas representativas
de la profesión.
Raimundo se
independizó laboralmente de su tío Juan José y durante un tiempo instala su
taller de talabartero en un pequeño cuarto con acceso directo a la calle que le
alquila a D. Ramón Ruiz, médico del pueblo. Aquel reducido espacio estaba
situado justo en medio del que fue Bar Nacional y la casa del citado doctor. En
aquel pequeño taller atendía Raimundo a sus clientes. Allí confeccionaba
albardas, cabezadas, ataharres y cuantos aparejos le encargaban. Pasados unos
años trasladó el taller a su propio domicilio en la calle del Arroyo.
Ramón, su hermano, un
hombre bueno, honrado y trabajador, también se casó y se independizó. Su taller
de talabartería, primero en la calle del Arroyo y más tarde en el cortijo las
Ánimas le permitió sacar adelante a su numerosa familia. Nada menos que seis
hijos.
La labor de Juan
José, el talabartero con sus sobrinos fue digna de encomio. Les enseñó lo
bastante como para ganarse el sustento para ellos y su familia de manera
honrosa y en años difíciles.
Hoy en el siglo XXI,
a los más jóvenes, les puede parecer todo esto una antigualla. Ya hace tiempo
que los animales de carga y arrastre en las faenas del campo han desaparecido
de nuestro imaginario cotidiano. El campo se ha industrializado y casi ha
desaparecido este oficio de artesanos que, en nuestro país, se profesionalizó hacia
el siglo XIII, con la consolidación del transporte realizado por los arrieros.
Otro de aquellos oficios de nuestra gente dignos todos de ser recordados.
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