Hace un tiempo nuestro amigo Juan José Olivas nos explicó con todo detalle todas las particularidades que el tradicional oficio de talabartero tenía. Quería así rendir homenaje a sus antepasados al tiempo que darnos a conocer esta noble profesión que en otro tiempo era esencial para la actividad económica, especialemente en las zonas rurales, donde las caballerías, necesarias como fuerza de trabajo, necesitaban toda una serie de aparejos y complementos que los talabarteros se encargaban de confeccionar. Presentamos la primera parte de este artículo dedicado a Juan José Sánchez, el talabartero de Puente de Génave.
LOS OFICIOS DE NUESTRA
GENTE
EL TALLER DE TALABARTERÍA
DE JUAN JOSÉ SÁNCHEZ (I)
Por Juan José Olivas
Vigara
El taller de Juan José era
una estancia más de aquella vivienda. Se comunicaba con otra estancia de la
casa destinada a tienda de comestibles. Éste pequeño comercio lo regentaba su
esposa, Amparo Rico, natural de Villarrodrigo.
Ambas dependencias tenían
acceso desde la calle por puertas diferentes. El taller y la tienda les
proporcionaban ingresos suficientes para cubrir los gastos de aquella familia
que en poco tiempo había pasado de dos a cuatro miembros y transcurrido pocos
años, con la llegada de dos hermanas, Amparo y Eusebia pasó a tener seis
miembros. Todos ellos, excepto Eusebia, descansan en el cementerio de Puente de
Génave.
Juan José y Amparo, con Juan José Olivas
En aquel taller había un
olor especial, muy característico del cuero. Se respiraba también el ambiente
de un pueblo tranquilo y agrícola. Al terminar la jornada, hacia el atardecer,
el taller era un ir y venir de agricultores que, una vez dejados los animales
de carga en la cuadra y comiendo en su correspondiente pesebre, acudían para
llevar un arreo que se había roto, para pagar alguna cuenta que adeudaban, para
encargar algún aparejo nuevo o simplemente para conversar con el maestro
talabartero. Algunos de aquellos vecinos, mientras discutían en animada
tertulia, aprovechaban para tomar algún chato de vino que les servía Amparo en
aquellos característicos jarros de barro.
En aquel taller hubo hasta
tres mesas de trabajo y toda una gama de herramientas propias del oficio de
talabartero y de albardero. Todas las guarniciones que se hacían en aquel
taller requerían de técnica y paciencia. Coser una tira de cuero, por ejemplo,
de medio metro podía llevar de quince a veinte minutos de tiempo. El taller
disponía de diferentes herramientas para trabajar los diferentes materiales
propios de la talabartería: la regleta que se utilizaba para cortar tiras de
cuero iguales; la uñeta, para rebajar las puntas; la lezna y
el punzón para abrir el orificio por donde pasar la aguja y el hilo; la
“liseta” para dejar liso el cuero; el matacantos para quitar los cantos vivos;
el reglador para hacer la terminación; el sacabocados para hacer agujeros; el
compás, uno de ellos tenía una de sus patas terminada en dos puntas que servía
para sacar las tiras de las pieles. Además de éstas había otras herramientas
como alicates, cuchillas de diferentes tamaños y modelos, martillo, metro, tenaza
o pinza, de madera para sujetar, punzón largo, regla, tijeras de guarnicionero,
dedales, cinta para medir, etc...
Como más propios de un albardero había hoces para cortar la caña de centeno, agujas grandes, horquilla o varilla metálica para rellenar, mazo, tenazas, tijeras. No podía faltar la máquina de coser las lonas con las que se hacían las albardas. Manejar todas aquellas herramientas con pericia requería de un buen aprendizaje y un largo tiempo de dedicación. En cuanto a los accesorios tanto para la actividad de talabartero como para la de albardero, el taller disponía de: hilo de distintos grosores y calidades; de una cera especial utilizada para fortalecer e impermeabilizar el hilo con el que cosían los aparejos; remaches para afirmar piezas entre sí cuando no era absolutamente necesaria la costura; estos remaches eran de dos piezas metálicas de varios tamaños, denominadas macho y hembra y una de las cuales va colocada dentro de la otra después de haber atravesado las piezas que se desean unir; para que quede unido el remache hay que golpear sobre la pieza llamada hembra con un martillo para que el extremo de esta pieza se aplaste en el interior de la otra, no pudiendo ya retirarse de la misma. No faltaban clavos, argollas, hebillas y remaches.
Como más propios de un albardero había hoces para cortar la caña de centeno, agujas grandes, horquilla o varilla metálica para rellenar, mazo, tenazas, tijeras. No podía faltar la máquina de coser las lonas con las que se hacían las albardas. Manejar todas aquellas herramientas con pericia requería de un buen aprendizaje y un largo tiempo de dedicación. En cuanto a los accesorios tanto para la actividad de talabartero como para la de albardero, el taller disponía de: hilo de distintos grosores y calidades; de una cera especial utilizada para fortalecer e impermeabilizar el hilo con el que cosían los aparejos; remaches para afirmar piezas entre sí cuando no era absolutamente necesaria la costura; estos remaches eran de dos piezas metálicas de varios tamaños, denominadas macho y hembra y una de las cuales va colocada dentro de la otra después de haber atravesado las piezas que se desean unir; para que quede unido el remache hay que golpear sobre la pieza llamada hembra con un martillo para que el extremo de esta pieza se aplaste en el interior de la otra, no pudiendo ya retirarse de la misma. No faltaban clavos, argollas, hebillas y remaches.
En cuantos a materiales
para la confección de los distintos aparejos no faltaba en aquel taller cueros
de diferentes clases. Algunos eran delgados y flexibles, otros muy duros y
rígidos o semirrígidos. Había cuero de color negro o avellanado, de superficie
tersa o suave y flexible que servía para hacer sillas de montar y arreos como
cabezadas, colleras o bridas. Las badanas las había de diferentes clases y calidades;
unas eran de cordero y otras de oveja e incluso de cabra. Siempre había gran
surtido de lonas para albardas. Y cada año por la época estival se hacía acopio
de gran cantidad de cañas de centeno.
Esta caña no tiene apenas
nudos. Es dura y llega a alcanzar unos 170 centímetros de longitud. Esto hace
que sea un material idóneo para la confección de albardas. Este cereal, cuando
ya estaba en la era, en lugar de trillarlo para convertirlo en paja y grano,
los talabarteros, previo acuerdo con su dueño, iban a la era y golpeaban la
espiga contra una madera o una piedra hasta dejarla limpia de grano.
Desprovista la espiga del grano, se formaban haces con las cañas y se llevaban
a casa del talabartero donde quedaban almacenados y dispuestas para ser
utilizadas. Este material se reponía cada año después de la siega. Del resto de
material, Juan José, se proveían principalmente en Úbeda, en Casa Viedma. En
aquel taller de talabartería, Raimundo Olivas y su hermano Ramón pasaron muchas
horas observando el trabajo que hacia su maestro. Desde niños, primero Raimundo
que era el mayor y más tarde Ramón, ayudaban a su tío en tareas menores
mientras aprendían el oficio. Machacaban la caña de centeno para el relleno de
las albardas, le daban cera al hilo de bramante, guardaban las herramientas,
barrían el suelo del taller, etc. Tareas propias de aprendices. Juan José les
enseñó el oficio de guarnicionero o talabartero y el de albardero y les inculcó
lo importante que era la calidad y la seriedad para ejercer la profesión. Este
era un oficio, que siendo mecánico en sus elementos, se enlaza con las artes en
sus productos más representativos. Quería que adquirieran conciencia de que
estaban aprendiendo una profesión situada en esa línea difusa que separa la
artesanía del arte.
...............................continuará
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