sábado, 14 de junio de 2014

JUAN JOSÉ SÁNCHEZ...EL TALABARTERO DE PUENTE DE GÉNAVE 1a. parte

Hace un tiempo nuestro amigo Juan José Olivas nos explicó con todo detalle todas las particularidades que el tradicional oficio de talabartero tenía. Quería así rendir homenaje a sus antepasados al tiempo que darnos a conocer esta noble profesión que en otro tiempo era esencial para la actividad económica, especialemente en las zonas rurales, donde las caballerías, necesarias como fuerza de trabajo, necesitaban toda una serie de aparejos y complementos que los talabarteros se encargaban de confeccionar. Presentamos la primera parte de este artículo dedicado a Juan José Sánchez, el talabartero de Puente de Génave.


LOS OFICIOS DE NUESTRA GENTE
EL TALLER DE TALABARTERÍA DE JUAN JOSÉ SÁNCHEZ (I)

Por Juan José Olivas Vigara

El taller de Juan José era una estancia más de aquella vivienda. Se comunicaba con otra estancia de la casa destinada a tienda de comestibles. Éste pequeño comercio lo regentaba su esposa, Amparo Rico, natural de Villarrodrigo.
Ambas dependencias tenían acceso desde la calle por puertas diferentes. El taller y la tienda les proporcionaban ingresos suficientes para cubrir los gastos de aquella familia que en poco tiempo había pasado de dos a cuatro miembros y transcurrido pocos años, con la llegada de dos hermanas, Amparo y Eusebia pasó a tener seis miembros. Todos ellos, excepto Eusebia, descansan en el cementerio de Puente de Génave.
                               Juan José y Amparo, con Juan José Olivas 
  
En aquel taller había un olor especial, muy característico del cuero. Se respiraba también el ambiente de un pueblo tranquilo y agrícola. Al terminar la jornada, hacia el atardecer, el taller era un ir y venir de agricultores que, una vez dejados los animales de carga en la cuadra y comiendo en su correspondiente pesebre, acudían para llevar un arreo que se había roto, para pagar alguna cuenta que adeudaban, para encargar algún aparejo nuevo o simplemente para conversar con el maestro talabartero. Algunos de aquellos vecinos, mientras discutían en animada tertulia, aprovechaban para tomar algún chato de vino que les servía Amparo en aquellos característicos jarros de barro.
En aquel taller hubo hasta tres mesas de trabajo y toda una gama de herramientas propias del oficio de talabartero y de albardero. Todas las guarniciones que se hacían en aquel taller requerían de técnica y paciencia. Coser una tira de cuero, por ejemplo, de medio metro podía llevar de quince a veinte minutos de tiempo. El taller disponía de diferentes herramientas para trabajar los diferentes materiales propios de la talabartería: la regleta que se utilizaba para cortar tiras de cuero iguales; la uñeta, para rebajar las puntas; la lezna y el punzón para abrir el orificio por donde pasar la aguja y el hilo; la “liseta” para dejar liso el cuero; el matacantos para quitar los cantos vivos; el reglador para hacer la terminación; el sacabocados para hacer agujeros; el compás, uno de ellos tenía una de sus patas terminada en dos puntas que servía para sacar las tiras de las pieles. Además de éstas había otras herramientas como alicates, cuchillas de diferentes tamaños y modelos, martillo, metro, tenaza o pinza, de madera para sujetar, punzón largo, regla, tijeras de guarnicionero, dedales, cinta para medir, etc...
 

Como más propios de un albardero había hoces para cortar la caña de centeno, agujas grandes, horquilla o varilla metálica para rellenar, mazo, tenazas, tijeras. No podía faltar la máquina de coser las lonas con las que se hacían las albardas. Manejar todas aquellas herramientas con pericia requería de un buen aprendizaje y un largo tiempo de dedicación. En cuanto a los accesorios tanto para la actividad de talabartero como para la de albardero, el taller disponía de: hilo de distintos grosores y calidades; de una cera especial utilizada para fortalecer e impermeabilizar el hilo con el que cosían los aparejos; remaches para afirmar piezas entre sí cuando no era absolutamente necesaria la costura; estos remaches eran de dos piezas metálicas de varios tamaños, denominadas macho y hembra y una de las cuales va colocada dentro de la otra después de haber atravesado las piezas que se desean unir; para que quede unido el remache hay que golpear sobre la pieza llamada hembra con un martillo para que el extremo de esta pieza se aplaste en el interior de la otra, no pudiendo ya retirarse de la misma. No faltaban clavos, argollas, hebillas y remaches.
En cuantos a materiales para la confección de los distintos aparejos no faltaba en aquel taller cueros de diferentes clases. Algunos eran delgados y flexibles, otros muy duros y rígidos o semirrígidos. Había cuero de color negro o avellanado, de superficie tersa o suave y flexible que servía para hacer sillas de montar y arreos como cabezadas, colleras o bridas. Las badanas las había de diferentes clases y calidades; unas eran de cordero y otras de oveja e incluso de cabra. Siempre había gran surtido de lonas para albardas. Y cada año por la época estival se hacía acopio de gran cantidad de cañas de centeno.
 
Esta caña no tiene apenas nudos. Es dura y llega a alcanzar unos 170 centímetros de longitud. Esto hace que sea un material idóneo para la confección de albardas. Este cereal, cuando ya estaba en la era, en lugar de trillarlo para convertirlo en paja y grano, los talabarteros, previo acuerdo con su dueño, iban a la era y golpeaban la espiga contra una madera o una piedra hasta dejarla limpia de grano. Desprovista la espiga del grano, se formaban haces con las cañas y se llevaban a casa del talabartero donde quedaban almacenados y dispuestas para ser utilizadas. Este material se reponía cada año después de la siega. Del resto de material, Juan José, se proveían principalmente en Úbeda, en Casa Viedma. En aquel taller de talabartería, Raimundo Olivas y su hermano Ramón pasaron muchas horas observando el trabajo que hacia su maestro. Desde niños, primero Raimundo que era el mayor y más tarde Ramón, ayudaban a su tío en tareas menores mientras aprendían el oficio. Machacaban la caña de centeno para el relleno de las albardas, le daban cera al hilo de bramante, guardaban las herramientas, barrían el suelo del taller, etc. Tareas propias de aprendices. Juan José les enseñó el oficio de guarnicionero o talabartero y el de albardero y les inculcó lo importante que era la calidad y la seriedad para ejercer la profesión. Este era un oficio, que siendo mecánico en sus elementos, se enlaza con las artes en sus productos más representativos. Quería que adquirieran conciencia de que estaban aprendiendo una profesión situada en esa línea difusa que separa la artesanía del arte.

...............................continuará

No hay comentarios:

Publicar un comentario