Comienza septiembre y debería ser este el reencuentro anunciado allá por los últimos días de Junio. Sabéis que no ha sido así...que durante estos meses de verano se han producido publicaciones en este blog. El motivo también es conocido por todos, lamentablemente un personaje tan destacado y significado de la vida y, ahora ya, de la historia de nuestro pueblo nos dejó cuando el calor empezaba a dominar la vida cotidiana de Puente de Génave. Nos referimos a D. Faustino Serrano, nuestro Seve, y desde este blog no pudimos ni quisimos dejar de publicar esos escritos que, a modo de homenaje, salieron del corazón de sus autores.
Ahora reemprendemos otra andadura, otra temporada en la que esperamos contar con vuestras aportaciones, vuestros escritos serán siempre bien recibidos y por supuesto, siempre publicados. Sabéis que la forma de enviarlos es utilizando los links de la parte superior del blog "añadir escrito/artículo" y "formulario Puenteñ@s", o también utilizando nuestro correo electrónico "historiapuentedegenave@gmail.com". Venga..animaros, esto es tarea de todos, vuestra participación es necesaria.
Hemos pensado para reiniciar este nuevo periodo, el publicar un escrito de total actualidad, como lo es el ganador del premio de relato histórico Domingo Henares, que en su segunda edición, se entregó el pasado día 23 de Agosto al escritor José Agustín Blanco Redondo. Lo vamos a dividir en dos partes para facilitar su lectura, dejando la segunda parte para publicarla pasados unos días.
La transparencia de los carámbanos
Seudónimo del autor: Amor vincit omnia
Sierra del Segura. Edad del Bronce. Año 1684 a. C.
El autor con Domingo Henares(dcha) y Ramón Gallego(izda)
Desde el promontorio de rocas cuarcíticas, las pupilas del lobo se encendieron con el reverbero de las llamas, medrosas, incapaces ahora de calibrar las fuerzas de un pequeño ser humano envuelto en una piel de cabra al que llevaban persiguiendo durante días. Un ser humano agotado que, sin embargo, aún era capaz de convocar en instantes al más ancestral de los enemigos del lobo, el fuego, ese engendro inasible, ese monstruo inmune a sus dentelladas y cuyas fauces enrojadas crecían conforme desarbolaba bosques milenarios, mientras calcinaba cualquier atisbo de vida sin mostrar piedad alguna.
Astil sabía que ambos, el lobo y el fuego, eran depredadores ávidos de sangre, pero también sabía que algo los diferenciaba, algo esencial, inapelable. El fuego era un depredador cruel, pero resultaba un aliado si se manejaba con cuidado, con pericia, con respeto. El muchacho lo temía tanto como a los lobos y sabía que si se desbocaba podía trocarse en inmortal. Sólo el dios de la Lluvia sería capaz entonces de extinguirlo. En cambio, tanto el lobo como el hombre eran mortales, podían sucumbir ante la enfermedad, ante la vejez o en el fragor de un combate. Y Astil sabía que los lobos jamás se enfrentarían a un depredador inmortal manejado por el hombre.
El
lobo emitió un gañido hondo, como de derrota, quizá de sumisión, agachó la
cerviz, enterró su cola bajo el vientre y abandonó el promontorio de un salto,
liderando la manada hacia el poniente, en busca, tal vez, de una cierva herida
o de un jabato con los que apagar las escarbaduras del hambre. El fuego, aun en
manos de un insignificante muchacho, no resultaba un enemigo asequible para
ellos, al menos por ahora.
Rio Madera
El día amaneció con un cielo cercano, embarrado de nubes oscuras que se desplazaban a merced de un viento racheado y bronco, un viento que despertaba gemidos sibilantes por entre las ramas de los lentiscos, sobre las cruces de las encinas, bajo los tallos rojizos y últimos de los madroños. Sin embargo, Astil sonrió.
El día amaneció con un cielo cercano, embarrado de nubes oscuras que se desplazaban a merced de un viento racheado y bronco, un viento que despertaba gemidos sibilantes por entre las ramas de los lentiscos, sobre las cruces de las encinas, bajo los tallos rojizos y últimos de los madroños. Sin embargo, Astil sonrió.
La
manada de lobos había cejado en su empeño por acosarle y quizás al atardecer ya
estaría en el poblado, recibido por su padre, - el jefe de la tribu-, como se
merecía, como un héroe, como un digno sucesor en la dinastía que gobernaba su
pueblo desde hacía demasiados inviernos, más de los que ningún hombre vivo
podía recordar, como un valiente explorador capaz de defenderse por sí mismo en
la inhóspita fragosidad de la Sierra Umbría, siete jornadas al noroeste de la
tierra que le vio nacer. Conforme avanzaba y reconocía las trochas, las
vaguadas, los bosquetes de encina y torvisco, los despeñaderos de piedra caliza
hendida en barrancos bermejos, los roquedos erosionados que filtraban el agua
de las lluvias trasegándola con ansia hasta lo más recóndito de sus porosas
entrañas, por sobre una sierra celosa de sus menas de plata, negreada por
pinos, madroños, enebros y saúcos. Una sierra que alumbraba en la Hondonada de
las Fuentes al Gran Río, un valiente curso de agua que nada más nacer serpeaba
hacia al noreste para esposarse con el Borosa y el Aguamulas. Luego torcía hacia
el poniente y se empeñaba de por vida en buscar su destino, el de sembrar la
fertilidad en las lejanas tierras del suroeste. Al norte, en las faldas
orientales de la Sierra, a escasa distancia de su poblado, nacía un río de
menor entidad, pero que al hacerlo a través de una caverna que abría sus fauces
al firmamento, muy cerca de una leva de nogales y chopos centenarios, tenía
desde antiguo la consideración de sagrado. Un río sagrado al que los ancestros
de Astil denominaron Agua Segura. Recién alumbrado, su cauce trotaba hacia el
noreste, buscando alianzas con el río Madero, con el Zumeta y más tarde con
aquel río vomitado por una cueva colgada del Calar del Mundo, para errar hacia
el sureste en el fragor de unos cantiles de cal y arenisca derramados en densas
manchas de sabinas, serbales y labiérnagos. El Agua Segura terminaría al fin mestizándose
con las olas salobres de un mar tras el que amanecía el dios Sol. Sí, reconocía
ya la misma tierra venerable que acompañó a su infancia. El ánimo desperezó sus
labios y los forzó a la sonrisa, esmaltando brillos de agua en su mirada. Ya
podía ver su poblado, apenas unas decenas de casas -zócalo de mampostería, tapias
de barro y techumbre de carrizo- encaramadas a lo alto de un cerro que no era
sino una gran roca de color ocre. Todo el derredor de la aldea se protegía con
una muralla de piedra salvo por donde una quebrada inexpugnable que se
precipitaba hacia una de las revueltas del río hacía innecesaria esa
protección. Astil ascendió por un sendero tortuoso hasta la puerta vigilada por
dos guerreros armados con alabardas de cobre que le contemplaban atónitos, confusos,
con una mueca de incredulidad agarrada a sus labios.
Sierra Segura
Aquel joven había sobrevivido durante casi quince jornadas en la intemperie helada de esas tierras del noroeste que conducían a la Sierra Umbría, una intemperie cuajada de lobos sanguinarios, jabalíes de navajas retorcidas, alimañas rastreras con los colmillos henchidos de veneno, tribus belicosas y soledades amedrentadas por partidas de bandidos cimarrones. Un muchacho apenas armado con un arco, un puñal de cobre y unas cuantas flechas del mismo metal. Y la hazaña de aquel muchacho consiguió en apenas un instante lo que muy pocos hombres habían logrado en el devenir de los tiempos, en los avatares ancestrales de la tribu, sí, amortajar con un grueso lienzo de respeto el temple de ese corazón de pedernal que colmaba el pecho de los guerreros, guerreros recios, capaces de ayunar durante el tránsito de la luna nueva a la luna llena, capaces de enfrentarse a un novillo cerril con las manos desnudas y derribarlo asiéndole los cuernos; capaces de hacer guardia, en pie, en vela, aferrados a su alabarda y a sus convicciones durante seis, diez, doce jornadas. Las jornadas que hicieran falta.
Sierra Segura
Aquel joven había sobrevivido durante casi quince jornadas en la intemperie helada de esas tierras del noroeste que conducían a la Sierra Umbría, una intemperie cuajada de lobos sanguinarios, jabalíes de navajas retorcidas, alimañas rastreras con los colmillos henchidos de veneno, tribus belicosas y soledades amedrentadas por partidas de bandidos cimarrones. Un muchacho apenas armado con un arco, un puñal de cobre y unas cuantas flechas del mismo metal. Y la hazaña de aquel muchacho consiguió en apenas un instante lo que muy pocos hombres habían logrado en el devenir de los tiempos, en los avatares ancestrales de la tribu, sí, amortajar con un grueso lienzo de respeto el temple de ese corazón de pedernal que colmaba el pecho de los guerreros, guerreros recios, capaces de ayunar durante el tránsito de la luna nueva a la luna llena, capaces de enfrentarse a un novillo cerril con las manos desnudas y derribarlo asiéndole los cuernos; capaces de hacer guardia, en pie, en vela, aferrados a su alabarda y a sus convicciones durante seis, diez, doce jornadas. Las jornadas que hicieran falta.
Dentro
de la muralla, en el umbral de la puerta, esperaba su padre, el Gran Moliz, un
hombre que cargaba sobre sus hombros el liderazgo de la tribu y los
sofisticados menesteres de intermediación con los Dioses que gobernaban la
cotidianidad de sus vidas. No permitió que se acercara. Salió a recibirle con
un abrazo, el pelo cárdeno a la altura de los hombros, un estrecho aro de
marfil ajustado en su frente, la mirada restregada en las pupilas del muchacho,
el orgullo desbordado de su garganta al pronunciar su nombre, Astil, cuánto
hemos suplicado a los Dioses por ti, cómo te encuentras, tienes que contármelo
todo, qué has visto en tu errar hacia la Sierra Umbría, sé que lo has
conseguido, que lo traes contigo, vayamos a agradecer a la Madre Naturaleza su condescendencia
para con sus hijos.....
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