Sabéis que como inicio de esta nueva temporada estamos publicando el relato ganador de la segunda edición de los premios de relato histórico Domingo Henares convocados por el Ayuntamiento de Puente de Génave que correspondió al titulado "La transparencia de los carámbanos" de José Agustín Blanco Redondo. Completamos, por tanto, con esta segunda parte, la totalidad del relato, ofreciendo el desenlace del mismo.
Aprovechamos para volver a indicaros que esperamos contar con vuestras aportaciones, vuestros escritos, que serán siempre bien recibidos y por supuesto, siempre publicados. Sabéis que la forma de enviarlos es utilizando los links de la parte superior del blog "añadir escrito/artículo" y "formulario Puenteñ@s", o también utilizando nuestro correo electrónico "historiapuentedegenave@gmail.com". Venga..animaros, esto es tarea de todos, vuestra participación es necesaria.
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La transparencia de los carámbanos. 2ª parte.
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Descendieron
del poblado los dos solos, mientras, encaramados a lo alto de la muralla y
también desde la puerta, las miradas ansiosas de los miembros de la tribu
seguían cada uno de sus pasos, sus gestos, las escasas palabras que,
arrastradas por el viento áspero del mediodía, lograban escuchar. Padre e hijo
llegaron a los pies de un enebro majestuoso hincado entre dos rocas albarizas,
rocas de cal, blandas y erosionadas por el hielo y los aguaceros. El árbol sagrado
se erguía en una vertical perfecta alcanzando una altura de más de seis hombres
y sus hojas aciculares destellaban ante el último sol que conseguía asomarse
por entre las nubes de aquella tarde del fin del invierno. El Gran Moliz tomó
de las ramas seis frutos del mismo color de un cielo de tormenta y los depositó
sobre una laja horizontal de piedra de cal. Quemó luego un puñado de hojas en
el interior de un cuenco de cerámica bruñida que ardieron embargando el aire de
una humareda delgada, tenue, impregnándolo de un agradable olor a resina. Cerró
entonces sus párpados, alzó levemente los brazos y entonó un cántico lánguido que
Astil no logró entender. No le importó desconocer el significado de aquella
melodía triste donde las palabras se arrastraban como en un lecho lúgubre,
angosto, ya tendría tiempo de formarse en los rudimentos de hechizos, conjuros
y plegarias. Sólo le preocupaba el extraño comportamiento de su padre, que no
parecía encontrarse en este mundo, junto a un enebro centenario, junto a su
propio hijo, sino en ese otro solar extático reservado sólo para los encuentros
entre el espíritu trémulo de los hechiceros y la aquiescencia a menudo esquiva
de los Dioses.
Cuando
el Gran Moliz retornó de su tránsito místico, su hijo descubrió en sus pupilas
las huellas de la satisfacción y en sus labios el rastro inequívoco de la
esperanza. El contacto con los Dioses había resultado provechoso, por ahora no
habría que buscar augurios favorables en las entrañas congestionadas de los
cuervos, en las de una culebra bastarda o en la ceniza que dejan las ramas del
acebuche tras arder durante una noche de luna nueva. Su padre habló entonces
igual que las madres susurran a sus vástagos en los primeros días de su vida,
con una dulzura quizá impropia de su cargo, con esa serenidad que pergeñan las
certezas:
-
Astil,
muéstrame ahora lo que trajiste de la Sierra Umbría.
El
muchacho abrió su morral y extrajo con las dos manos un envoltorio de hojas de
helecho, lo depositó sobre la laja de piedra caliza y lo abrió muy despacio, la
mirada, las palabras demoradas, un reflejo de galena en sus pupilas, también en
las de su padre, en los labios trémulos, replegados por detrás de sus dientes,
en ese temblor apenas perceptible que embadurnaba sus manos. Los minerales de
cobre quedaron expuestos ante la última claridad del crepúsculo que se desleía
en ocre, y en púrpura y, en el mismo rojo intenso de los frutos del acebo, por
entre unas nubes lóbregas, oscuras como turba calcinada. Tenían forma
irregular, como de rocas recién arrancadas de las entrañas de la tierra a golpe
de pedernal y un color pardo con vetas azuladas, y verdosas, y rojizas.
No
eran muy diferentes a los acarreaban aquellos mercaderes del sur que, dos,
quizá tres veces entre un invierno y el siguiente, se acercaban al poblado
para, junto a diademas y arracadas de plata, brazaletes de marfil, cuentas de
nácar y anillos de oro, intercambiarlos por productos elaborados por su tribu,
aceite de acebuche, pieles curtidas de cabra, esteras de esparto, hoces de dientes
de sílex y queso curado de oveja. Sin embargo, el Gran Moliz sabía que estas
rocas, además de cobre, llevaban en sus adentros algún ingrediente capaz de
conferir mayor resistencia a las alabardas, a los puñales y espadas, a los
cascos de los guerreros.
Y
eso, en tiempos de sequía extrema y de merodeos de bandidos hambrientos por su
territorio, podía constituir la diferencia entre continuar viviendo y yacer
sepultado en una tumba de piedras mampuestas.
El
Gran Moliz cerró los párpados, hundió la cabeza en el pecho y se despidió
agradecido del enebro sagrado, consciente de que aquel árbol, en virtud de sus
raíces hondas y de su afilada copa, transmitiría sus plegarias a los dioses del
subsuelo y a los del firmamento. Cuando tuvo a bien abrir sus ojos, el látigo
de un relámpago desgarró con su luz la corteza del cielo. El trueno espantó el
primer sueño de los grajos y una lluvia sosegada en gotas gruesas, pesadas, se
trocó súbitamente en torrencial, mientras continuaba el parto de resplandores
por entre esas nubes empeñadas en rozar la tierra, mientras padre e hijo
retornaban apresuradamente al poblado, mientras Sabina, la madre de Astil, le esperaba
en la cabaña para abrazarle, me tenías tan preocupada, hijo mío, qué delgado
estás, pero si estás empapado, vamos, ponte estas prendas de lino que he hilado
para ti... Mientras su madre le esperaba junto a la lumbre encendida, con una
pierna de oveja asada para cenar y el jergón de esparto dispuesto para el
descanso que tanto necesitaba.
Río Guadalimar cerca de su nacimiento.
Amanecía.
Nada más levantarse, Astil acudió a la cabaña del maestro fundidor con el
envoltorio de minerales de cobre. El maestro era ya un anciano y caminaba con
la espalda encorvada, en silencio, sólo algún gruñido cuando le parecía que la
curiosidad de los demás se trocaba en impertinencia. Su mirada trasminaba un extraño
reflejo rojizo, como el fruto maduro de los madroños y decían que sus manos
estaban provistas de un pellejo inmune a las quemaduras. Machacó el mineral
sobre una gruesa laja de piedra utilizando un martillo de pedernal con mango de
madera. Introdujo luego los pedazos en una olla de cerámica con la embocadura
muy abierta que depositó sobre el fuego. El maestro había oído hablar de aquel
cobre especial, cobre arsenicado lo llamaban los metalúrgicos de la Sierra
Umbría, pero no terminaba de creer que su mayor dureza pudiera compensar los
trajines y acarreos del mineral a tan larga distancia. Avivó el fuego con un
fuelle de pellejo de cordero y al cabo de un tiempo el mineral se trocó en una
masa informe de escoria entreverada de goterones de cobre. El maestro fundidor
rompió la olla con un golpe de martillo y machacó pacientemente la escoria para
recuperar los nódulos de metal.
Trasladó
luego éstos a un crisol de barro para que el cobre se fundiera lentamente, en
el mismo fuego, alumbrando una colada de metal del mismo color del ámbar que
vertió sobre el molde en piedra de un puñal. Al enfriarse y una vez fuera del
molde, el anciano enmangó el arma remachándola sobre dos cachas de asta de
ciervo y se la ofreció a Astil, mientras arrancaba de lo hondo de su pecho el
estertor de sus palabras:
-Sólo
resta forjarlo y pulirlo. Compara su resistencia con la de tu antiguo puñal,
enfrenta sus filos, golpea sus hojas, talla con ellos un fémur de ciervo,
intenta clavarlos en un tocón de encina. Sólo así podrás comparar la dureza de
los dos metales.
Astil siguió las indicaciones del maestro fundidor y el resultado no pudo ser más determinante. El filo del puñal antiguo se melló al arrancar esquirlas del hueso y su punta se quebró al hincarla en el tocón de encina. El puñal de cobre arsenicado era más tenaz y superó sin daños todas las pruebas. No cabía ninguna duda. Era el metal que estaban buscando.
El anciano preparó otra remesa sobre la laja de piedra. Martilleaba el mineral con la misma obsesiva precisión con que rehuía a los charlatanes y su mirada rojiza permanecía clavada en el resultado de cada uno de sus golpes de muñeca, en ese desmenuce concienzudo que tal vez le servía para olvidar sus penas, para olvidarse durante unos instantes de su mujer, muerta de calenturas hacía ya tres inviernos. La única persona que sabía cómo despertar palabras desbastadas de rencor de lo hondo de su pecho era Áura, su hija, una muchacha de piel blanca y cabello pajizo que resguardaba en su sonrisa todo el dulzor del aguamiel, toda la transparencia de los carámbanos, el color escarlata de los pétalos de amapola. Astil no sabía cómo dejar de tartamudear cuando coincidía con ella en el almacén del trigo, en el horno de cocer el pan, en la estancia utilizada como quesería, junto a los establos de las cabras. Era algo natural, inevitable, como el balido de un cordero lechal reclamando las atenciones de su madre. Se le trababa la lengua, le sudaban las manos, su mente pergeñaba frases que quizá pretendían resultar ingeniosas pero que una vez recluidas tras sus labios se trocaban en una sarta endurecida de incoherencias recibida siempre por la muchacha con un discreto fruncido de nariz y una condescendiente sonrisa.
Tras informar a su padre de la calidad del nuevo mineral, el Gran Moliz ordenó una expedición de tres carros tirados por caballos a la Sierra Umbría. Seis guerreros escoltarían aquella misión comandada por Astil, en la que intercambiarían mantas de lana, capachos de esparto y pieles curtidas de oveja por el cobre arsenicado. Una gran sequía se avecinaba tras el invierno, así lo habían vaticinado los dos chamanes que asistían al Gran Moliz en los menesteres adivinatorios. Las hojas de las encinas emitían un murmullo premonitorio sólo audible por los entrenados sentidos de aquellos hechiceros avezados en reconocer los mensajes herméticos de los dioses. Debían acumular grano en los silos, bellotas en las despensas y forraje seco para el ganado. También necesitarían agua. Improvisarían una presa con bloques de piedra en un remanso del río Agua Segura, no lejos de su nacimiento.
Quizá fuera suficiente para aguantar un par de inviernos. Pero para el Gran Moliz, lo más importante era disponer de armas suficientes para sus guerreros, armas forjadas con el mejor cobre, el más resistente, el más fiable. Un cobre que se hallaba a unas seis jornadas al noroeste, en las estribaciones de la Sierra Umbría.
Áura se echó la capa de lana negra por los hombros y aprovechó el cambio de guardia en la puerta de la muralla para salir sin ser vista. No deseaba preocupar a su padre y, además, había órdenes de no abandonar la seguridad del poblado hasta que regresara la expedición a la Sierra Umbría. Hacía un frío de nieve, un frío arrastrado por el viento del norte, un frío que se restregaba por las zonas desnudas de su rostro y cristalizaba en una levísima capa de escarcha, en los labios, en las mejillas, en la delgada piel de sus párpados. La muchacha descendió hasta el enebro sagrado y depositó su ofrenda sobre la laja de piedra caliza, un lebrillo que contenía hojas de tomillo y de romero maceradas en aceite de acebuche. Recitó luego la plegaria que le enseñó su madre antes de que aquellas malditas fiebres la arrebataran de su lado, mojó su dedo índice en el brebaje y lo ungió en espirales sobre su frente.
Con la mirada prendida en la copa del enebro esperó en vano una señal, una respuesta, algún indicio sobre el futuro de su pueblo, de la tribu a la que siempre pertenecería, pero su espera resultó vana.
Sólo el gemido helado del viento por entre las hojas aciculares del árbol parecía acompañarla. Cuando se percató de su error, de que no estaba sola, ya era demasiado tarde.
El lobo de pelaje de ceniza la derribó sobre la laja de piedra. Áura pudo incorporarse con dificultad, aturdida por la violencia del ataque. El lobo reculó para tomar impulso y lanzarse sobre la garganta de la muchacha, pero Áura saltó desde la piedra al tronco del enebro, quedando colgada de una de sus ramas. Elevó luego las piernas para cruzarlas sobre la misma rama que sostenía sus manos, pero la espalda quedó entonces oscilando en el crepúsculo, enfrentada a la tierra, enfrentada a las fauces de aquella bestia que trocaba su capa de lana negra en calandrajos, que saltaba una y otra vez con el ánimo de desgarrar a dentelladas la carne de su joven presa humana.
El brazo se cerró sobre el pescuezo del lobo mientras un reflejo rojizo hendía su costillar en busca del tercer espacio intercostal. El filo del puñal de cobre alumbró un torrente bermejo que embadurnó el pelaje de ceniza. El filo del puñal de cobre encharcó de sombras densas las pupilas del lobo. El puñal de cobre arrancó un gañido hondo, destartalado, un aullido de dolor, quizá también de derrota, que se mantuvo estático en la espesura de las tinieblas hasta hacerse evanescente y desaparecer arrastrado por aquel viento escarchado, por entre la laja de piedra caliza, por sobre la copa afilada y centenaria del enebro sagrado, tras los primeros silencios del crepúsculo.
Áura se arrojó a los brazos de Astil, consciente de que era allí, en su regazo, donde deseaba reposar el resto de sus días. Bajo la demacrada luz de la luna, el muchacho contempló en su sonrisa la transparencia de los carámbanos y el escarlata de las amapolas.
Durante aquel abrazo, Astil no tartamudeó cuando le aseguró que nada, que nadie podría ya separarlos.
Astil siguió las indicaciones del maestro fundidor y el resultado no pudo ser más determinante. El filo del puñal antiguo se melló al arrancar esquirlas del hueso y su punta se quebró al hincarla en el tocón de encina. El puñal de cobre arsenicado era más tenaz y superó sin daños todas las pruebas. No cabía ninguna duda. Era el metal que estaban buscando.
El anciano preparó otra remesa sobre la laja de piedra. Martilleaba el mineral con la misma obsesiva precisión con que rehuía a los charlatanes y su mirada rojiza permanecía clavada en el resultado de cada uno de sus golpes de muñeca, en ese desmenuce concienzudo que tal vez le servía para olvidar sus penas, para olvidarse durante unos instantes de su mujer, muerta de calenturas hacía ya tres inviernos. La única persona que sabía cómo despertar palabras desbastadas de rencor de lo hondo de su pecho era Áura, su hija, una muchacha de piel blanca y cabello pajizo que resguardaba en su sonrisa todo el dulzor del aguamiel, toda la transparencia de los carámbanos, el color escarlata de los pétalos de amapola. Astil no sabía cómo dejar de tartamudear cuando coincidía con ella en el almacén del trigo, en el horno de cocer el pan, en la estancia utilizada como quesería, junto a los establos de las cabras. Era algo natural, inevitable, como el balido de un cordero lechal reclamando las atenciones de su madre. Se le trababa la lengua, le sudaban las manos, su mente pergeñaba frases que quizá pretendían resultar ingeniosas pero que una vez recluidas tras sus labios se trocaban en una sarta endurecida de incoherencias recibida siempre por la muchacha con un discreto fruncido de nariz y una condescendiente sonrisa.
Tras informar a su padre de la calidad del nuevo mineral, el Gran Moliz ordenó una expedición de tres carros tirados por caballos a la Sierra Umbría. Seis guerreros escoltarían aquella misión comandada por Astil, en la que intercambiarían mantas de lana, capachos de esparto y pieles curtidas de oveja por el cobre arsenicado. Una gran sequía se avecinaba tras el invierno, así lo habían vaticinado los dos chamanes que asistían al Gran Moliz en los menesteres adivinatorios. Las hojas de las encinas emitían un murmullo premonitorio sólo audible por los entrenados sentidos de aquellos hechiceros avezados en reconocer los mensajes herméticos de los dioses. Debían acumular grano en los silos, bellotas en las despensas y forraje seco para el ganado. También necesitarían agua. Improvisarían una presa con bloques de piedra en un remanso del río Agua Segura, no lejos de su nacimiento.
Nacimiento Río Segura
Quizá fuera suficiente para aguantar un par de inviernos. Pero para el Gran Moliz, lo más importante era disponer de armas suficientes para sus guerreros, armas forjadas con el mejor cobre, el más resistente, el más fiable. Un cobre que se hallaba a unas seis jornadas al noroeste, en las estribaciones de la Sierra Umbría.
Áura se echó la capa de lana negra por los hombros y aprovechó el cambio de guardia en la puerta de la muralla para salir sin ser vista. No deseaba preocupar a su padre y, además, había órdenes de no abandonar la seguridad del poblado hasta que regresara la expedición a la Sierra Umbría. Hacía un frío de nieve, un frío arrastrado por el viento del norte, un frío que se restregaba por las zonas desnudas de su rostro y cristalizaba en una levísima capa de escarcha, en los labios, en las mejillas, en la delgada piel de sus párpados. La muchacha descendió hasta el enebro sagrado y depositó su ofrenda sobre la laja de piedra caliza, un lebrillo que contenía hojas de tomillo y de romero maceradas en aceite de acebuche. Recitó luego la plegaria que le enseñó su madre antes de que aquellas malditas fiebres la arrebataran de su lado, mojó su dedo índice en el brebaje y lo ungió en espirales sobre su frente.
Con la mirada prendida en la copa del enebro esperó en vano una señal, una respuesta, algún indicio sobre el futuro de su pueblo, de la tribu a la que siempre pertenecería, pero su espera resultó vana.
Sólo el gemido helado del viento por entre las hojas aciculares del árbol parecía acompañarla. Cuando se percató de su error, de que no estaba sola, ya era demasiado tarde.
El lobo de pelaje de ceniza la derribó sobre la laja de piedra. Áura pudo incorporarse con dificultad, aturdida por la violencia del ataque. El lobo reculó para tomar impulso y lanzarse sobre la garganta de la muchacha, pero Áura saltó desde la piedra al tronco del enebro, quedando colgada de una de sus ramas. Elevó luego las piernas para cruzarlas sobre la misma rama que sostenía sus manos, pero la espalda quedó entonces oscilando en el crepúsculo, enfrentada a la tierra, enfrentada a las fauces de aquella bestia que trocaba su capa de lana negra en calandrajos, que saltaba una y otra vez con el ánimo de desgarrar a dentelladas la carne de su joven presa humana.
El brazo se cerró sobre el pescuezo del lobo mientras un reflejo rojizo hendía su costillar en busca del tercer espacio intercostal. El filo del puñal de cobre alumbró un torrente bermejo que embadurnó el pelaje de ceniza. El filo del puñal de cobre encharcó de sombras densas las pupilas del lobo. El puñal de cobre arrancó un gañido hondo, destartalado, un aullido de dolor, quizá también de derrota, que se mantuvo estático en la espesura de las tinieblas hasta hacerse evanescente y desaparecer arrastrado por aquel viento escarchado, por entre la laja de piedra caliza, por sobre la copa afilada y centenaria del enebro sagrado, tras los primeros silencios del crepúsculo.
Áura se arrojó a los brazos de Astil, consciente de que era allí, en su regazo, donde deseaba reposar el resto de sus días. Bajo la demacrada luz de la luna, el muchacho contempló en su sonrisa la transparencia de los carámbanos y el escarlata de las amapolas.
Durante aquel abrazo, Astil no tartamudeó cuando le aseguró que nada, que nadie podría ya separarlos.
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