La matanza..... en mis
recuerdos.
Estoy en la cama. Es muy temprano, son las 6 de la mañana y
hace mucho frío porque, si saco la cabeza de las pesadas mantas, se me hiela el
aliento. Pero aún así espero con ganas a que mi madre me llame. Prometió
hacerlo. La oigo venir, ya es hora dice, y me falta tiempo para levantarme y
vestirme. Un pantaloncillo viejo, una camiseta y un jersey de lana hecho a
mano. Me voy al cuarto de baño y me aseo un poco porque el agua sale como el
reguillo y yo tengo prisa. Me pongo un pañuelo en la cabeza, las matanceras así
lo exigen. El pelo recogido para mantenerlo a raya y que no moleste; me ajusto
también un mandil, que mi madre ha hecho especialmente para mí, y me dirijo a
la caseta, que está frente a mi casa, en la calle de atrás, que es donde tiene
lugar mi matanza. A un lado de la puerta, veo el saco de las cebollas cocidas,
escurriendo bajo una piedra enorme, y también unas trébedes. Entro y el
ambiente me gusta mucho. Mi padre ha encendido la lumbre, un montón de leños de
olivo ardiendo con alegría bajo el caldero del agua caliente para pelar al cerdo y, a un lado, el puchero de
los pimientos “coloraos” con la tapa “ladeá”. Cuando me ven entrar bromean
conmigo, que si llevo el pañuelo como, al parecer, se lo ponía mi abuela
paterna…., que si ya soy toda una matancera, que ¡ay qué ver! que no me da
pereza madrugar!. Me siento halagada y sonrío. Se está bien allí. En la
cocinilla hay una gran jarra de paloma, bebida de aguardiente dulce y agua, que
mi padre también ha preparado para “el mataor” y los amigos que acuden a ayudar
a sacar el gorrino de la chiquera y llevarlo a ese matadero improvisado en
plena calle. Me invitan a beber, entre bromas, pero yo digo que no, que no me
gusta el sabor del anís. Prefiero una taza de chocolate bien caliente. Las
tortas se calientan, un poco apartadas de la lumbre, para que no se arrebaten,
¡qué ricas están con la manteca que se quiere derretir y el azúcar por encima!
En la mesa grande de madera esperan los arreos necesarios para la faena. Hay
muchos cernaderos y parellas porque la matanza es sucia y necesita de un
continuo fregoteo. Allí están también los paquetitos de especias envueltos en
papel de estraza: la matalahúva, el pimentón, el orégano, la canela, la
pimienta, el clavo, los panes para desmoronar, el arnero, el almirez de cobre….
Y un montón de ajos por pelar. Esa es mi tarea, la heredo de mi madrina “la hermana Paca”, una vecina “viejecica”,
empeñada todo el tiempo en ayudar, aunque con más voluntad que acierto,
consiguiendo justo lo contrario. Cuando nací, se puso tan pesada con el tema de
ser mi madrina, que mis padres
finalmente transigieron, para mi desgracia, y pasé mi infancia frustrada por no
tener una madrina más joven que me consintiera aún más, porque tengo que decir
que mis recuerdos más remotos me sitúan siempre rodeada de vecinos cariñosos
que se desvivían conmigo y disfrutaban con mis gracias.
Cuando llega el momento de matar al cerdo, me aparto. Al fin
y al cabo, el pobre animal lleva tiempo con nosotros. Yo he acompañado muchas
veces a mi madre a la chiquerilla, a llevarle “el amasao” o los restos de la
comida del día, y es difícil no cogerle cierto apego al “animalico”. Es
increíble la fuerza que demuestra el gorrino presintiendo lo peor; 5 hombres se
las ven y se las desean para arrastrarlo a la mesa del sacrificio. Mi madre
sostiene con firmeza el lebrillo que recoge la sangre a pesar de las embestidas
del animal que lucha inútilmente por liberarse. Luego viene la minuciosa faena
de escaldarlo con agua hirviendo, afeitarlo muy bien, colgarlo, abierto en
canal del techo, y quitarle la muestra de hígado que habrá que llevar al
veterinario para comprobar que todo está bien y no hay peligro de triquinosis,
así me lo explicaba mi padre. Y de esta manera empieza la briega de preparar bodrios
y aderezos.
Me encanta escuchar. Los mayores relatan anécdotas pícaras o
divertidas que se prestan a la risa. A veces incluso a alguien se le ocurre
alguna gamberrada como echar un estropajo a la fuente con los granos de graná,
la ensalada del día, en el que todo lo que se comerá será contundente y
relacionado con el cerdo.
La matanza es como una fiesta para mí, allí acuden
familiares, vecinos y amigos, y me gusta a pesar de los olores y las tareas a
veces duras o desagradables, como la limpieza de tripas y mondongos engorrosos
pero, como yo soy una cría, me libro de eso. Esta parte es la peor de la
matanza, cuando yo participo activamente como matancera, todo es más fácil, aún
recuerdo a mi madre relatar lo duro que era ir al río, a “las Moreas”, y tener
que quitar la capa de hielo que se formaba, para lavar las tripas. Ahora este
duro trabajo se hace en la pila del patio, con abundante agua caliente,
vinagre, sal y trozos de limón. Sigo con mi tarea de observar y miro asombrada,
cómo la matancera de turno, va eliminando la suciedad de las tripas hasta
dejarlas blancas y brillantes, pasándolas una y otra vez por el agua y dándoles
la vuelta con ayuda de un junco o simplemente con la maestría de las manos. Al
final ata un cordón de bramante a una de las puntas y las va dejando bien
sujetas al asa de la orza para que no se enreden. Las tripas del cerdo no son
suficientes para todo lo que hay que embutir en una matanza, por lo que siempre
hay que comprar algún que otro mazo de tripas preparadas en la tienda de los
Priscilos o de Antonio Luna.
Las primeras morcillas que se preparan son las negras de
cebolla cuyo ingrediente principal será la sangre, que habrá que remover
constantemente, para evitar que se formen grumos. Recuerdo que es mi madre la
que, con las mangas “arremangás” hasta bien arriba, se ocupa con maestría de ir
mezclando todos los ingredientes: la cebolla cocida, el pan, su “poquito de
arroz”, la sal, la pimienta, el orégano, el clavo molido, el pimentón, la
matalahúva, los piñones y el perejil. Y todo bien trabajado a base de
movimiento de brazos y manos.
Yo observo cómo las manos, teñidas de rojo, entran y salen
del lebrillo y espero con ganas el momento en el que se pone al fuego una
“sarteneta” chica para darle el visto bueno al bodrio antes de empezar a
embutir. Todos quieren probar y opinan pero es mi madre la que rápidamente sabe
si le falta sal o pimienta o están en su punto. El lebrillo cubierto con una
gran parella de lienzo se deja a la espera de embutir pero esto será después de
comer, a primera hora de la tarde.
Cuando llega la hora de la comida, todo el mundo para y se
arremolina en torno al fuego, que ahora está lleno de ascuas vivas, listas para
asar todo aquello que queramos poner en la parrilla, ennegrecida por tantas y
tantas matanzas. El rabo del cerdo o “la asadurilla” harán un aperitivo
estupendo. Para comer tenemos unas habichuelas estofadas con oreja, que se
habrán ido haciendo al amor de la lumbre durante toda la mañana. A estas
alturas todo el mundo tiene la cara “colorá” por el calor que desprende el
fuego y por el vinillo de la bota que no para quieta, dando vueltas de mano en
mano. La comida y la sobremesa transcurren de manera muy agradable, yo al menos
así lo recuerdo, tal vez influenciada por la nostalgia y la añoranza de aquella
época y porque el punto de enfoque de mi recuerdo es el de una niña/adolescente
que se encuentra feliz y arropada por tanta gente importante y querida. Mi
postre es una naranja “guasintona”, así las llamamos, bien hermosa, para
desengrasar. Me entretengo en pelarla entera sin detener la navaja ni una sola
vez, y orgullosa la cuelgo de cualquier alcayata para que se seque. Le dará un
toque fantástico a las natillas caseras que prepara mi madre o a los panetes.
------continuará...................
Autor.- Anónimo.
Gracias al buen hacer del autor, me acabo de teletransportar en el tiempo. Genial. Un placer, leer la calidez y la calidad.
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