lunes, 4 de marzo de 2013

LA MATANZA. 1ª parte



La matanza..... en mis recuerdos.
Estoy en la cama. Es muy temprano, son las 6 de la mañana y hace mucho frío porque, si saco la cabeza de las pesadas mantas, se me hiela el aliento. Pero aún así espero con ganas a que mi madre me llame. Prometió hacerlo. La oigo venir, ya es hora dice, y me falta tiempo para levantarme y vestirme. Un pantaloncillo viejo, una camiseta y un jersey de lana hecho a mano. Me voy al cuarto de baño y me aseo un poco porque el agua sale como el reguillo y yo tengo prisa. Me pongo un pañuelo en la cabeza, las matanceras así lo exigen. El pelo recogido para mantenerlo a raya y que no moleste; me ajusto también un mandil, que mi madre ha hecho especialmente para mí, y me dirijo a la caseta, que está frente a mi casa, en la calle de atrás, que es donde tiene lugar mi matanza. A un lado de la puerta, veo el saco de las cebollas cocidas, escurriendo bajo una piedra enorme, y también unas trébedes. Entro y el ambiente me gusta mucho. Mi padre ha encendido la lumbre, un montón de leños de olivo ardiendo con alegría bajo el caldero del agua caliente para pelar al cerdo y, a un lado, el puchero de los pimientos “coloraos” con la tapa “ladeá”. Cuando me ven entrar bromean conmigo, que si llevo el pañuelo como, al parecer, se lo ponía mi abuela paterna…., que si ya soy toda una matancera, que ¡ay qué ver! que no me da pereza madrugar!. Me siento halagada y sonrío. Se está bien allí. En la cocinilla hay una gran jarra de paloma, bebida de aguardiente dulce y agua, que mi padre también ha preparado para “el mataor” y los amigos que acuden a ayudar a sacar el gorrino de la chiquera y llevarlo a ese matadero improvisado en plena calle. Me invitan a beber, entre bromas, pero yo digo que no, que no me gusta el sabor del anís. Prefiero una taza de chocolate bien caliente. Las tortas se calientan, un poco apartadas de la lumbre, para que no se arrebaten, ¡qué ricas están con la manteca que se quiere derretir y el azúcar por encima! En la mesa grande de madera esperan los arreos necesarios para la faena. Hay muchos cernaderos y parellas porque la matanza es sucia y necesita de un continuo fregoteo. Allí están también los paquetitos de especias envueltos en papel de estraza: la matalahúva, el pimentón, el orégano, la canela, la pimienta, el clavo, los panes para desmoronar, el arnero, el almirez de cobre…. Y un montón de ajos por pelar. Esa es mi tarea, la heredo de mi madrina  “la hermana Paca”, una vecina “viejecica”, empeñada todo el tiempo en ayudar, aunque con más voluntad que acierto, consiguiendo justo lo contrario. Cuando nací, se puso tan pesada con el tema de ser mi madrina,  que mis padres finalmente transigieron, para mi desgracia, y pasé mi infancia frustrada por no tener una madrina más joven que me consintiera aún más, porque tengo que decir que mis recuerdos más remotos me sitúan siempre rodeada de vecinos cariñosos que se desvivían conmigo y disfrutaban con mis gracias.
Cuando llega el momento de matar al cerdo, me aparto. Al fin y al cabo, el pobre animal lleva tiempo con nosotros. Yo he acompañado muchas veces a mi madre a la chiquerilla, a llevarle “el amasao” o los restos de la comida del día, y es difícil no cogerle cierto apego al “animalico”. Es increíble la fuerza que demuestra el gorrino presintiendo lo peor; 5 hombres se las ven y se las desean para arrastrarlo a la mesa del sacrificio. Mi madre sostiene con firmeza el lebrillo que recoge la sangre a pesar de las embestidas del animal que lucha inútilmente por liberarse. Luego viene la minuciosa faena de escaldarlo con agua hirviendo, afeitarlo muy bien, colgarlo, abierto en canal del techo, y quitarle la muestra de hígado que habrá que llevar al veterinario para comprobar que todo está bien y no hay peligro de triquinosis, así me lo explicaba mi padre. Y de esta manera empieza la briega de preparar bodrios y aderezos.
Me encanta escuchar. Los mayores relatan anécdotas pícaras o divertidas que se prestan a la risa. A veces incluso a alguien se le ocurre alguna gamberrada como echar un estropajo a la fuente con los granos de graná, la ensalada del día, en el que todo lo que se comerá será contundente y relacionado con el cerdo.
La matanza es como una fiesta para mí, allí acuden familiares, vecinos y amigos, y me gusta a pesar de los olores y las tareas a veces duras o desagradables, como la limpieza de tripas y mondongos engorrosos pero, como yo soy una cría, me libro de eso. Esta parte es la peor de la matanza, cuando yo participo activamente como matancera, todo es más fácil, aún recuerdo a mi madre relatar lo duro que era ir al río, a “las Moreas”, y tener que quitar la capa de hielo que se formaba, para lavar las tripas. Ahora este duro trabajo se hace en la pila del patio, con abundante agua caliente, vinagre, sal y trozos de limón. Sigo con mi tarea de observar y miro asombrada, cómo la matancera de turno, va eliminando la suciedad de las tripas hasta dejarlas blancas y brillantes, pasándolas una y otra vez por el agua y dándoles la vuelta con ayuda de un junco o simplemente con la maestría de las manos. Al final ata un cordón de bramante a una de las puntas y las va dejando bien sujetas al asa de la orza para que no se enreden. Las tripas del cerdo no son suficientes para todo lo que hay que embutir en una matanza, por lo que siempre hay que comprar algún que otro mazo de tripas preparadas en la tienda de los Priscilos o de Antonio Luna.
Las primeras morcillas que se preparan son las negras de cebolla cuyo ingrediente principal será la sangre, que habrá que remover constantemente, para evitar que se formen grumos. Recuerdo que es mi madre la que, con las mangas “arremangás” hasta bien arriba, se ocupa con maestría de ir mezclando todos los ingredientes: la cebolla cocida, el pan, su “poquito de arroz”, la sal, la pimienta, el orégano, el clavo molido, el pimentón, la matalahúva, los piñones y el perejil. Y todo bien trabajado a base de movimiento de brazos y manos.
Yo observo cómo las manos, teñidas de rojo, entran y salen del lebrillo y espero con ganas el momento en el que se pone al fuego una “sarteneta” chica para darle el visto bueno al bodrio antes de empezar a embutir. Todos quieren probar y opinan pero es mi madre la que rápidamente sabe si le falta sal o pimienta o están en su punto. El lebrillo cubierto con una gran parella de lienzo se deja a la espera de embutir pero esto será después de comer, a primera hora de la tarde.
Cuando llega la hora de la comida, todo el mundo para y se arremolina en torno al fuego, que ahora está lleno de ascuas vivas, listas para asar todo aquello que queramos poner en la parrilla, ennegrecida por tantas y tantas matanzas. El rabo del cerdo o “la asadurilla” harán un aperitivo estupendo. Para comer tenemos unas habichuelas estofadas con oreja, que se habrán ido haciendo al amor de la lumbre durante toda la mañana. A estas alturas todo el mundo tiene la cara “colorá” por el calor que desprende el fuego y por el vinillo de la bota que no para quieta, dando vueltas de mano en mano. La comida y la sobremesa transcurren de manera muy agradable, yo al menos así lo recuerdo, tal vez influenciada por la nostalgia y la añoranza de aquella época y porque el punto de enfoque de mi recuerdo es el de una niña/adolescente que se encuentra feliz y arropada por tanta gente importante y querida. Mi postre es una naranja “guasintona”, así las llamamos, bien hermosa, para desengrasar. Me entretengo en pelarla entera sin detener la navaja ni una sola vez, y orgullosa la cuelgo de cualquier alcayata para que se seque. Le dará un toque fantástico a las natillas caseras que prepara mi madre o a los panetes. 

------continuará...................

Autor.- Anónimo.

1 comentario:

  1. Gracias al buen hacer del autor, me acabo de teletransportar en el tiempo. Genial. Un placer, leer la calidez y la calidad.

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