La matanza….. en mi
recuerdo.
De vuelta a la faena, mi padre monta la máquina de embutir en
la mesa pequeña y mi madre le aplica la boquilla gruesa y coloca el lebrillo
del bodrio cerca para tenerlo a mano y así empezar a llenar morcillas. El resto
de matanceras, colocadas alrededor de la mesa grande, van atando con destreza
las tripas y las colocan en un lebrillo de zinc, a la espera de que el agua en
el caldero esté lista para cocerlas. Hay que tener mucho cuidado de no llenar
demasiado las tripas para que no exploten en el caldero, por ese motivo también
habrá que ir pinchándolas con una aguja antes de introducirlas en el agua
caliente.
Cuando crezco un poco,
casi siempre soy la matancera que le da a la máquina. Los hombres ahora
desaparecen y la conversación toma otro derrotero más femenino. Y, cómo es
fácil que algún chiquillo ande por allí,
“aparpando”, es fácil escuchar la frase “hay ropa tendida” que advierte
sobre poner freno al tono más subido que adquiere la conversación.
Y así pasa la tarde, embutiendo, atando y cociendo morcillas.
El olor ahora es distinto al de por la mañana, las especias, el anís, las
tortas de manteca y la cebolla cocida…. dan paso a un aire más empalagoso con
el bodrio y el vaho que desprende el caldero con las morcillas cociendo y las
que se van sacando humeantes, a la espera de colgar de las varas. Mi madre,
subida en una escalera, las va ensartando casi milimétricamente una al lado de
la otra, teniendo en cuenta el tamaño, y al final les pasa un paño seco para
evitar que goteen. Da gusto verlas tan alineadas y parejas.
El primer día ya está llegando a su fin y todos nos volvemos
a arremolinar junto al fuego para preparar la cena y volver a la charla
distendida y a la bota de vino. Yo estoy agotada pero me niego a dejar el
jolgorio y me acomodo lo mejor que puedo en la silla para hacer frente al
cansancio y al sueño; además hay que tener valor para atravesar la calle,
entrar en casa, pasar el patio y subir a mi habitación para enfrentarme al frío
helador de las sábanas.
A la mañana siguiente, hay que ponerse en marcha desde “el
ser de día” y allí vuelvo a estar yo con mi pañuelo y mis mangas “arremangás”
frente a la lumbre y vigilando las tortas o dando buena cuenta de un rosco del
revoltón o de harina “tostá”.
En la lumbre está el caldero pequeño donde los huesos del cerdo
se van cociendo con alegría. Los huesos de la cabeza serán el ingrediente
principal de las morcillas blancas y esta es otra de mis tareas, descarnarlos
bien con ayuda de una buena navaja. Mi padre me advierte de que la navaja
muerde para que tenga cuidado. Tengo ganas de empezar y me quemo las manos
porque los trozos están recién sacados del agua hirviendo.
Lo principal de esta mañana es trocear las carnes y
distribuirlas en los diferentes lebrillos donde se harán los bodrios de las
morcillas blancas, güeñas y chorizos. Mi padre vuelve a montar la máquina, bien
sujeta a la mesa, para proceder al proceso de picar. Darle a la máquina ahora
es otro cantar, requiere fuerza y seguridad porque con una mano se gira la
manivela a la vez que con la otra hay que lidiar con carnes llenas de nudillos
y cartílagos, trozos más duros que hay que ir empujando hacia bien adentro,
donde están las cuchillas y hay que tener cuidado con no pillarse los dedos.
Siempre surge el comentario de fulanica que, en un descuido, se rebanó la mano.
Quiero probar pero no tengo fuerza para hacer el giro completo de la mano y
además tengo demasiado respeto a las cuchillas.
Las morcillas blancas no llevan sangre. Son una variedad
curiosa de nuestra sierra, más parecidas a la longaniza, propia de la zona de
levante y Murcia, quizás a eso se deba su origen, a la cercanía de nuestra
tierra con aquella. Se utiliza además de la carne de la papada y la careta del
cerdo, carne de pavo, si se quiere, y todo bien aderezado con pimienta, canela,
perejil, ajo machacado en el mortero, piñones, huevo, pan rallado, azafrán
bueno - que decía mi madre para recalcar la necesidad de que fuera de buena
calidad - y sal. La morcilla blanca me encanta, ¡cómo disfruto soplando y
probando el bodrio en la misma palma de la mano!
A continuación, le toca el turno a la morcilla güeña. Aquí la
sangre vuelve a ser el componente principal, además de carne más grasa y las
especias: pimienta negra, clavo, canela, perejil, ajo bien molido en el mortero
y la sal. La morcilla güeña apenas llamaba mi atención de pequeña, sin embargo
ahora la prefiero a la de cebolla. Cruda está buenísima.
Y una vez listas las morcillas, pasamos a los chorizos. Las
manos de las matanceras se tiñen ahora de rojo vivo, del color del pimentón.
Para este bodrio descarnamos los
pimientos que cocimos en el puchero de porcelana marrón y los incorporamos a la
carne de manta y paleta y especiamos con pimienta, ajo machacado, pimentón y
sal. A mi madre también le gusta hacer unos poquitos chorizos picosos, para lo
que necesitamos unas buenas cerecillas
que rabien. La hora de probar los chorizos casi coincide con la hora de la
comida, así que la bota se pone en movimiento para calmar sobretodo el ardor
del picante en la boca. Vuelve la parafernalia en torno a la manduca, la
actividad se detiene y recuperamos el tono más alegre y reparador.
Este segundo día probablemente comeremos ajopringe, a base de hígado y especias, y un plato que
hará las delicias de mi padre, quien siempre bromea con el tema de la cuchara.
“Nada de mojar sopas, hay que comérselo a cucharás…” Nadie tiene plato porque
para tal efecto usamos las cortezas del pan que desmoronamos en el arnero. La
sartén se coloca en el centro de la cocina y a mojar todos. A mí no me gusta
mucho, prefiero comer el hígado a la brasa sobre una “chullilla” de pan y
cortarlo poco a poco con mi navaja.
Y otra vez, de vuelta a embutir, las morcillas blancas,
güeñas y los chorizos y a atar y a cocer, primero las blancas porque si
cociéramos en primer lugar las güeñas, el agua del caldero estaría turbia y no
es eso lo que queremos. Y mientras esto sucede, cambiamos de embudo. Los
chorizos necesitan uno más fino y largo para adaptarse a las tripas choriceras.
Embutir chorizos es más lento, la carne tiene que quedar prieta en la tripa y
no pueden quedar huecos de aire que estropearían el proceso de secado en las
varas. El segundo día llega a su fin colgando chorizos, lentamente, porque hay
que ensartar tripa con tripa y esto no se puede hacer con arrebato por mucho
que el cansancio acucie. Al final de una de las varas cuelgan unas morcilletas
pequeñas. Siempre se las pido a mi madre y allí están, “chiquetetas” y
orgullosas, junto al resto, una blanca y otra negra. Son mías. La trasnochá
junto al fuego pone fin a unos días de ajetreo, se toma algo de cena y se
prolonga la sobremesa, nadie hace amago de moverse pero hay que irse a
descansar. Los chorizos y las morcillas cuelgan de las varas ya pero todavía
queda faena para el día siguiente. El trabajo final de la matanza es la salazón
de jamones y paletas en la artesa y el adobo de lomos y costillas para freír
más adelante pero este trabajo no requiere la presencia de invitados y a mí no
me interesa tanto. Además es mi madre la que toma las riendas de estos
menesteres con ayuda de mi padre. Y ya sólo resta lavar trapos y mandiles y
limpiar bien la chimenea y la peana, los calderos, las trébedes y las
parrillas, todo ennegrecido y sucio por el fuego y la grasa, y para esto no hay
más remedio que dejarse las uñas restregando con estropajos de estopa y con
jabón casero deshecho y sosa. Todo debe quedar perfecto antes de descansar en
la cámara hasta el próximo año.
Autor.- Anónimo.
Autor.- Anónimo.
Me ha gustado mucho. Todo tan real y bien explicado. Lo he vuelto a vivir desde el recuerdo. Enhorabuena a la autora.
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