domingo, 10 de marzo de 2013

LA MATANZA. 2ª parte



La matanza….. en mi recuerdo.
De vuelta a la faena, mi padre monta la máquina de embutir en la mesa pequeña y mi madre le aplica la boquilla gruesa y coloca el lebrillo del bodrio cerca para tenerlo a mano y así empezar a llenar morcillas. El resto de matanceras, colocadas alrededor de la mesa grande, van atando con destreza las tripas y las colocan en un lebrillo de zinc, a la espera de que el agua en el caldero esté lista para cocerlas. Hay que tener mucho cuidado de no llenar demasiado las tripas para que no exploten en el caldero, por ese motivo también habrá que ir pinchándolas con una aguja antes de introducirlas en el agua caliente.
 Cuando crezco un poco, casi siempre soy la matancera que le da a la máquina. Los hombres ahora desaparecen y la conversación toma otro derrotero más femenino. Y, cómo es fácil que algún chiquillo ande por allí,    “aparpando”, es fácil escuchar la frase “hay ropa tendida” que advierte sobre poner freno al tono más subido que adquiere la conversación.
Y así pasa la tarde, embutiendo, atando y cociendo morcillas. El olor ahora es distinto al de por la mañana, las especias, el anís, las tortas de manteca y la cebolla cocida…. dan paso a un aire más empalagoso con el bodrio y el vaho que desprende el caldero con las morcillas cociendo y las que se van sacando humeantes, a la espera de colgar de las varas. Mi madre, subida en una escalera, las va ensartando casi milimétricamente una al lado de la otra, teniendo en cuenta el tamaño, y al final les pasa un paño seco para evitar que goteen. Da gusto verlas tan alineadas y parejas.
El primer día ya está llegando a su fin y todos nos volvemos a arremolinar junto al fuego para preparar la cena y volver a la charla distendida y a la bota de vino. Yo estoy agotada pero me niego a dejar el jolgorio y me acomodo lo mejor que puedo en la silla para hacer frente al cansancio y al sueño; además hay que tener valor para atravesar la calle, entrar en casa, pasar el patio y subir a mi habitación para enfrentarme al frío helador de las sábanas.
A la mañana siguiente, hay que ponerse en marcha desde “el ser de día” y allí vuelvo a estar yo con mi pañuelo y mis mangas “arremangás” frente a la lumbre y vigilando las tortas o dando buena cuenta de un rosco del revoltón o de harina “tostá”.
En la lumbre está el caldero pequeño donde los huesos del cerdo se van cociendo con alegría. Los huesos de la cabeza serán el ingrediente principal de las morcillas blancas y esta es otra de mis tareas, descarnarlos bien con ayuda de una buena navaja. Mi padre me advierte de que la navaja muerde para que tenga cuidado. Tengo ganas de empezar y me quemo las manos porque los trozos están recién sacados del agua hirviendo.
Lo principal de esta mañana es trocear las carnes y distribuirlas en los diferentes lebrillos donde se harán los bodrios de las morcillas blancas, güeñas y chorizos. Mi padre vuelve a montar la máquina, bien sujeta a la mesa, para proceder al proceso de picar. Darle a la máquina ahora es otro cantar, requiere fuerza y seguridad porque con una mano se gira la manivela a la vez que con la otra hay que lidiar con carnes llenas de nudillos y cartílagos, trozos más duros que hay que ir empujando hacia bien adentro, donde están las cuchillas y hay que tener cuidado con no pillarse los dedos. Siempre surge el comentario de fulanica que, en un descuido, se rebanó la mano. Quiero probar pero no tengo fuerza para hacer el giro completo de la mano y además tengo demasiado respeto a las cuchillas.
Las morcillas blancas no llevan sangre. Son una variedad curiosa de nuestra sierra, más parecidas a la longaniza, propia de la zona de levante y Murcia, quizás a eso se deba su origen, a la cercanía de nuestra tierra con aquella. Se utiliza además de la carne de la papada y la careta del cerdo, carne de pavo, si se quiere, y todo bien aderezado con pimienta, canela, perejil, ajo machacado en el mortero, piñones, huevo, pan rallado, azafrán bueno - que decía mi madre para recalcar la necesidad de que fuera de buena calidad - y sal. La morcilla blanca me encanta, ¡cómo disfruto soplando y probando el bodrio en la misma palma de la mano!
A continuación, le toca el turno a la morcilla güeña. Aquí la sangre vuelve a ser el componente principal, además de carne más grasa y las especias: pimienta negra, clavo, canela, perejil, ajo bien molido en el mortero y la sal. La morcilla güeña apenas llamaba mi atención de pequeña, sin embargo ahora la prefiero a la de cebolla. Cruda está buenísima.
Y una vez listas las morcillas, pasamos a los chorizos. Las manos de las matanceras se tiñen ahora de rojo vivo, del color del pimentón. Para  este bodrio descarnamos los pimientos que cocimos en el puchero de porcelana marrón y los incorporamos a la carne de manta y paleta y especiamos con pimienta, ajo machacado, pimentón y sal. A mi madre también le gusta hacer unos poquitos chorizos picosos, para lo que  necesitamos unas buenas cerecillas que rabien. La hora de probar los chorizos casi coincide con la hora de la comida, así que la bota se pone en movimiento para calmar sobretodo el ardor del picante en la boca. Vuelve la parafernalia en torno a la manduca, la actividad se detiene y recuperamos el tono más alegre y reparador.
Este segundo día probablemente comeremos ajopringe,  a base de hígado y especias, y un plato que hará las delicias de mi padre, quien siempre bromea con el tema de la cuchara. “Nada de mojar sopas, hay que comérselo a cucharás…” Nadie tiene plato porque para tal efecto usamos las cortezas del pan que desmoronamos en el arnero. La sartén se coloca en el centro de la cocina y a mojar todos. A mí no me gusta mucho, prefiero comer el hígado a la brasa sobre una “chullilla” de pan y cortarlo poco a poco con mi navaja.
Y otra vez, de vuelta a embutir, las morcillas blancas, güeñas y los chorizos y a atar y a cocer, primero las blancas porque si cociéramos en primer lugar las güeñas, el agua del caldero estaría turbia y no es eso lo que queremos. Y mientras esto sucede, cambiamos de embudo. Los chorizos necesitan uno más fino y largo para adaptarse a las tripas choriceras. Embutir chorizos es más lento, la carne tiene que quedar prieta en la tripa y no pueden quedar huecos de aire que estropearían el proceso de secado en las varas. El segundo día llega a su fin colgando chorizos, lentamente, porque hay que ensartar tripa con tripa y esto no se puede hacer con arrebato por mucho que el cansancio acucie. Al final de una de las varas cuelgan unas morcilletas pequeñas. Siempre se las pido a mi madre y allí están, “chiquetetas” y orgullosas, junto al resto, una blanca y otra negra. Son mías. La trasnochá junto al fuego pone fin a unos días de ajetreo, se toma algo de cena y se prolonga la sobremesa, nadie hace amago de moverse pero hay que irse a descansar. Los chorizos y las morcillas cuelgan de las varas ya pero todavía queda faena para el día siguiente. El trabajo final de la matanza es la salazón de jamones y paletas en la artesa y el adobo de lomos y costillas para freír más adelante pero este trabajo no requiere la presencia de invitados y a mí no me interesa tanto. Además es mi madre la que toma las riendas de estos menesteres con ayuda de mi padre. Y ya sólo resta lavar trapos y mandiles y limpiar bien la chimenea y la peana, los calderos, las trébedes y las parrillas, todo ennegrecido y sucio por el fuego y la grasa, y para esto no hay más remedio que dejarse las uñas restregando con estropajos de estopa y con jabón casero deshecho y sosa. Todo debe quedar perfecto antes de descansar en la cámara hasta el próximo año.


Autor.- Anónimo.

1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho. Todo tan real y bien explicado. Lo he vuelto a vivir desde el recuerdo. Enhorabuena a la autora.

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