martes, 27 de septiembre de 2016

5º Premio Domingo Henares.CORAZÓN DE HIERRO.... (2ª parte)

Completamos la publicación de la narración titulada "Corazón de hierro" como ganadora del 5º Certamen Literario de Relato Histórico "Domingo Henares" en el que su autora, Salomé Guadalupe Ingelmo, viene a contarnos como pudo haber sido la vida de un artesano en aquel poblado íbero de Bujalamé, situado en la aldea de Los Llanos, muy cercana a Puente de Génave, y centrándose en la elaboración de la obra más importante y significativa de la antigüedad procedente de nuestra comarca, el llamado "Sacrificador de Bujalamé".



CORAZÓN DE HIERRO.  Teutates

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Para ofrecer una mayor movilidad, la ajustada túnica que le cubre hasta la mitad del muslo está dotada de un pliegue frontal. Gira el torso ligeramente hacia la izquierda. La pierna de ese lado se alza en el gesto de avanzar hacia delante. Los brazos, finos pero fibrosos, sujetan firmemente el carnero sacrificial contra su vientre... Cada señal de su proporcionado cuerpo revela la tensión del momento. La mano izquierda fuerza al animal a alzar la cabeza, dejando al descubierto su cuello. La bestia se resiste cuando la máchaira abre un corte limpio. Una salpicadura alcanza la túnica de lino del  sacrificante, pero inmediatamente es absorbida por la franja púrpura que la remata, con la que se funde y mimetiza.

Apenas la sangre comienza a manar, el carnero se deja seducir por el plácido sopor y se resigna a su suerte. El ritual se ejecuta sobre un altar bajo. El guerrero sujeta al animal cabeza abajo sobre el bothros que se abre cuan boca hambrienta en la esquina de la eschara. Ni una gota de sangre ha de desperdiciarse. Por ese agujero oscuro descenderá el fluido espeso al inframundo, atravesará el río que sirve de frontera entre vivos y muertos y saciará al espíritu de su padre, que ya nunca más podrá beber vino si no a través de modestas libaciones.
Con ese gesto reproduce el sacrificio que el Primer Rey, el héroe fundador del oppidum, antepasado de su estirpe y protector de la misma, cumplió en el comienzo. Al tiempo, con ese gesto, alimenta al alma de su difunto padre. Con movimientos ágiles descuartiza el animal. La misma hoja curva que ha dado muerte es también capaz de ofrecer la vida; pues ese cuchillo sacrificial, tan estrechamente ligado a la figura del fundador y protector de la aldea, posee carácter mágico. Y para que toda la comunidad se beneficie de él, cada uno de ellos participará del banquete ritual. El carnero de tres años, de buen tamaño, una vez enterradas su cabeza y patas, reservadas al difunto como exige la ceremonia, será asado sobre las brasas del hogar doméstico y consumido por los asistentes.
En recuerdo de ese sacrificio ofrecido a los espíritus de los antepasados una y otra vez, los morillos rituales se rematan con prótomos de carnero que se convertirán en ofrenda simbólica permanente.
Y así el animal con cuyo sacrificio se honra al héroe fundador, con el que al tiempo se le identifica, perece para renovar la vida en un ciclo infinito. El hogar doméstico, convertido también en hogar ritual, facilita el tránsito y al tiempo el hermético intercambio de mensajes. El rey, encarnación del héroe originario que fue engendrado por una chispa de ese mismo hogar, regresa a su forma primigenia, que todo lo devora y limpia con sus ardientes lenguas. El fuego al fuego vuelve. Y el círculo se cierra.
Altiplanicie de Bujalamé
Con esa ceremonia rinden culto al héroe civilizador, encarnado por el soberano durante un breve espacio de tiempo mortal. Recuerdan al Primer Rey, aquel que  instauró las prácticas sacerdotales y dio forma al orden social. Aquel que inventó el arado y las leyes, que les sacó de la barbarie y aseguró la prosperidad. Aquel que fundó la aldea y trajo la cultura. El que, como piedra angular del orden moral, para que todos esos logros no se perdiesen entre las garras de las bestias, estableció el culto a los ancestros y reguló sus ritos, institucionalizando el fuego del hogar y el sacrificio. El  que, por amor a ellos, arrinconó temporalmente su naturaleza divina y se hizo hombre, y fue su Rey. Hasta que, una vez muerto en su forma humana, regresó al lugar que legítimamente le correspondía, desde donde recibía orgulloso sus ofrendas. Ese antepasado de la comunidad, fundador de su estirpe, al que él tiene el privilegio de encarnar ahora, en el banquete funerario de su padre, ofreciendo el sacrificio a ese fuego sacro, a ese fuego que se ha mantenido encendido ininterrumpidamente a partir de que el Primer Padre encendiese por primera vez el altar fundacional con un foculus de terracota cuidadosamente transportado desde un origen ignoto que se remonta al principio de los tiempos.
“La tradición nos diferencia de los animales”, le había dicho una vez su padre siendo él niño.
***
La inquietud se ha ido apoderando de su mente, creciendo en su interior a medida que la enfermedad de su progenitor empeoraba. No se trata sólo de la natural congoja por la inminente pérdida que ya parece inevitable. Le atenaza el miedo. Teme no estar a la altura. Se interroga sobre el verdadero propósito de la realeza, sobre la esencia de la misma. Y se pregunta si de verdad es él el guerrero más cualificado para representarla. En efecto se sabe hijo de su padre, descendiente del linaje que fundase el Primer Rey… ¿Pero acaso, por una vez, no podrían haberse equivocado los dioses? De ser él el verdadero elegido, ¿albergaría tales dudas? ¿Las albergó acaso su padre antes de recibir el mando de manos del suyo? Nunca se atrevió a preguntárselo cuando aún quedaba vida en él. Y ahora ya es tarde para librarse de esa duda. Una duda pertinaz que corroe con la misma perseverancia manifestada por el mal que ha acabado por llevarse a su padre. El viejo sí era digno de esa responsabilidad. Aguantó como un hombre, como un héroe, como un rey durante años. Todo por el bien de su pueblo. En cambio él, ¿qué muestras de valor ha dado hasta el momento? Qué meritos le avalan, si no unas cuantas incursiones de castigo para vengar triviales afrentas de los oppida vecinos. Sólo insignificantes hazañas propias de chiquillos.
Fundición íbera
En los días previos al funeral se revuelve en el lecho. Por las noches apenas  logra conciliar el sueño y cuando finalmente cae rendido por el cansancio, terribles pesadillas le atormentan. Se despierta invariablemente sobresaltado, sintiendo un peso enorme que le oprime el pecho y le impide respirar. A menudo, en la oscuridad, se siente desorientado. Sólo el roce del otro cuerpo le permite volver a la seguridad del hogar, recordar dónde se encuentra y quién es. Pero ¿acaso sabe realmente quién es? Acaricia delicadamente el vientre abultado de su esposa. Ahora, más que nunca,  necesita respuestas. Porque ahora más que nunca se amontonan las preguntas. No puede posponer por más tiempo esa ineludible cita consigo mismo. Constituye un deber también hacia su hijo y hacia su gente. Ellos, tanto o más que él, tienen el derecho de saber. Y él tiene la obligación de indagar en su interior no sólo por sí mismo, sino también por ellos. En la soledad buscará la iniciación. Partirá al retiro y solicitará la ayuda de sus antepasados: consultará a los muertos. El aislamiento y el ayuno le harán digno de respuestas.
Busca refugio en una de las cercanas cuevas en las que a veces jugaba de niño. El lugar ofrece serenidad y protección, casi como un vientre materno. Allí, lejos de los otros, se siente seguro; lejos de los demás sus dudas le atormentan menos. Si pudiese huir de sus responsabilidades y pasar la vida escondido… Pero no puede, porque a él, desde el mismo momento de su nacimiento, le ha sido encomendada una tarea.
Inspecciona la caverna con curiosidad infantil, y esa inocencia se ve recompensada. Medio enterrada, cubierta por el polvo y las heces de los murciélagos, descubre una antigua corona, una sencilla cinta de metal muy austera. A juzgar por su aspecto y por el estado en que se encuentra, ha de ser muy antigua. A pesar de esa proverbial buena vista que le ha permitido convertirse en uno de los mejores cazadores de la aldea, al principio le cuesta mucho identificarla como un símbolo regio. Ha  perdido el antiguo lustre que sin duda hubo de tener. El óxido ha devorado el pasado esplendor. El tiempo no perdona. Quien la ciñó antaño se creyó eterno. Y sin  embargo…  Quién lo  recuerda  ahora. Seguramente  aquel  soberano,  acosado por las dudas, también se retiró allí para reflexionar, para buscar respuestas. Una corona, incluso una tan austera como esa, pesa demasiado para los hombros de un solo hombre. Él ha tenido tiempo de aprender esa lección durante el largo reinado de su padre. Y los escasos días que han pasado desde su funeral no han hecho más que confirmárselo.
Teutates
El inesperado regalo se revela un presente envenenado, pues su visión aumenta  la zozobra y empeora su melancolía.
Coloca esa reliquia sobre su cabeza y sonríe amargamente. Se siente la más patética y miserable de las criaturas.
“Sólo soy un hombre y tengo miedo. ¿Qué he de hacer?”, suplica humildemente un consejo. Ruega una señal a sus antepasados, ruega que le conduzcan en el sueño. Entonces extiende en el suelo la piel del carnero que hace sólo un par de días sacrificó ante el bothros que conecta la superficie con el lugar donde ahora mora el espíritu de su padre. Se tumba sobre ella y se dispone a recibir el sueño oracular, la predicción de futuro que tanto ansía. “Guíame tú, padre”, murmura mientras cierra los ojos e intenta recordar sus lecciones, las frases sabias brindadas con amor y paciencia por ese hombre justo cuando él era aún un niño.
Al poco su respiración acompasada revela que finalmente ha caído en un profundo sueño. El primero realmente profundo en mucho tiempo. Más allá de su leve resuello, en la caverna todo es silencio. Hasta que el soplo que exhalan sus pulmones comienza a fundirse con otro rumor sigiloso pero perceptible. Un susurro que se  escucha cada vez más cerca. El sonido de un cuerpo flexible y ágil que se arrastra por el suelo. La serpiente, salida de una oquedad en la pared de la gruta, se aproxima al durmiente. Se coloca junto a su cabeza. Parece observarlo detenidamente unos segundos, como si estuviese sopesando si desvelarle o no todos los misterios que custodia. Entonces su lengua comienza a vibrar nerviosa en el aire. Parece susurrarle un mensaje al oído.
En el sueño su padre, de nuevo vivo, desaparece entre las fauces de un imponente lobo. Pero, inexplicablemente, no deja de sonreír mientras es devorado. Él, paralizado por el horror, intenta echar mano de su espada y sólo entonces descubre que se encuentra desarmado. Para cuando logra reaccionar, la bestia ya ha echado a correr, adentrándose en la espesura del bosque. El hábil cazador rastrea sus huellas. Si no   puede recuperar a su padre, al menos obtendrá venganza, aunque haya de conquistarla con sus propias manos desnudas. El amor ha vencido al temor: súbitamente comprende que el amor es la única clave contra el miedo. Entonces escucha un ruido tras una mata. Sus puños se crispan y se dispone al ataque, a vencer o morir. Pero, inesperadamente, es un enorme y enfurecido jabalí el que arremete contra él sin darle tiempo a defenderse. Un mortífero colmillo se hunde en su pantorrilla. La bestia, envistiendo con fiereza, levantando al héroe por los aires, hiende la pierna casi hasta alcanzar su ingle. Yace en el suelo malherido mientras el jabalí bebe con voracidad su sangre, que se extiende en un sobrecogedor charco sobre la hierba por momentos más lozana. Pero su festín es interrumpido por el gigantesco lobo, que salta sobre el lomo del contrincante y desgarra con dientes y uñas. Tras consumir las mejores piezas del animal, su salvador pierde el interés en los despojos porcinos. El lobo se acerca lentamente al guerrero y lame su terrible herida con delicadeza, hasta que esta se cierra milagrosamente sin dejar siquiera cicatriz. Entonces se inclina ante él mostrando respeto y sumisión.
“El cuerpo es sólo una envoltura; un traje que vestimos circunstancialmente. Has de aprender a mirar dentro. Únicamente lo que hay dentro permanece. Sólo eso importa. Ellos confían en ti, no debes defraudarles. Ahora eres su protector. Están en tus manos”, dice el animal con la voz de su padre surgiendo desde sus entrañas.
Parece todo muy confuso. Y al tiempo, reveladoramente claro. Como dictado  por una lógica propia de cuya interpretación súbitamente se le hubiese concedido la clave.
Discurso de la ganadora del 5º Certamen Literario de Relato Histórico
Siente que se marea y después ya no recuerda nada más, hasta que recobra el sentido.
“Cada uno de nosotros, antes de ti, tuvimos las mismas dudas. Cada uno de nosotros aprendió a superarlas. Te he mostrado tu sino, hijo mío. Ahora tú debes encontrar el valor para aceptarlo y hacerlo realidad”, se despide el espíritu de su padre antes de reptar de regreso a su morada oscura. Aunque él, desvanecido en la cueva, no puede oírlo. 
Se despierta reconfortado. Para entonces no hay ni rastro de la serpiente. Abandona la caverna liberado del peso enorme que hasta hace poco le oprimía. Cuando sale de nuevo a la luz, el mundo parece radicalmente distinto. El sol está ya alto y todo lo ilumina. Sólo han pasado unas horas desde que se retiró a meditar, y sin embargo se diría otro hombre. Sobre la cabeza lleva aún la deslustrada corona; le ayudará a no olvidar ese día. El óxido ha devorado su antiguo esplendor. El tiempo no perdona. Quien la ciñó se creyó eterno. Y sin embargo… Quién le recuerda ahora. Pero a él no le sucederá lo mismo, porque su linaje implantó y supo preservar el devoto culto a los antepasados, el respeto por los muertos. Los muertos, que velan sobre nosotros.
A medida que avanza, su corazón se siente más ligero y agradecido por pertenecer a un mundo civilizado y respetuoso con los ritos y las tradiciones, con los pilares sin los cuales la sociedad se desmembraría como se desmembraron antes otras aún más poderosas.
Se aproxima al borde del río e introduce las manos en el agua. Observa cómo la corriente arrastra los restos de la sangre reseca con la que amanecieron misteriosamente cubiertas. “Salud, padre”, murmura.
Para cuando llega al poblado sus inquietudes se han disipado por completo. Se siente incluso jovial. En breve nacerá su primer hijo y planea tallarle un pequeño cetro en madera. Aprenderá a educarlo, igual que hizo con él su padre, para que crezca como un hombre recto. Y cuando llegue el tiempo, él también sabrá afrontar sus obligaciones.
Al atravesar las murallas se para un momento junto al heroon del Primer Rey. El cráneo descarnado del fundador de la dinastía parece sonreírle satisfecho. Nunca antes su expresión le había resultado tan tierna. Junto al hogar se esparcen los huesos de pequeñas ofrendas. Sobre los bancos corridos, algunos sencillos exvotos, sobre todo de terracota, depositados a cambio de protección, bienestar, salud y prosperidad: pequeños orantes perpetuos, representaciones de reses, algunas partes del cuerpo y figuritas de neonatos regordetes. La visión de tantas aspiraciones sencillas, los sueños de su gente,  le conmueve. Entonces, instintivamente, se lleva la mano al pecho, al cordón del que cuelgan diversos amuletos, entre los que encuentra uno nuevo: un enorme colmillo de jabalí manchado de púrpura. Lo separa del resto y lo deposita sobre el banco, junto a los demás exvotos, como prueba de su compromiso.
Entrega del premio a la ganadora Salomé Guadalupe 
***
La voz de la directora saca abruptamente a la becaria de su ensimismamiento: “Una pieza preciosa, ¿verdad? Sigue siendo todo un enigma. Naturalmente reproduce una escena cultual y, al tiempo, probablemente mitológica, como sugieren las volutas que representan el Árbol de la Vida; pero no podemos asegurar con certeza cuál fue su función. ¿El mango de un puñal votivo? ¿Una cabeza de asador? Puede que incluso se trate del remate de un signum equitum, una insignia gentilicia vinculada a un   personaje de la realeza local. Algo así como los Penates que según Timeo se guardaban en la parte más oculta del templo de Lavinium, y que él describe como caduceos de hierro y bronce que habrían sido aportados por el héroe fundador Eneas ¿Quién puede asegurarlo? La historia permanece llena de misterios. De huecos en el tiempo que nosotros nos obstinamos en rellenar con nuestra imaginación e ingenio. Resulta una tarea fatigosa, como intentar recomponer un puzzle del que se hubiesen perdido buena parte de las piezas. Hay tramos que encajan y otros… sólo se sostienen precariamente. A veces es cuestión de paciencia: antes o después, las piezas faltantes acaban apareciendo. Otras, sencillamente, de resignación sin más. Un buen profesional también debe saber perder. Esta disciplina ofrece maravillosas lecciones de humildad. Claro que eso sólo se aprende con los años. Los jóvenes soléis revelaros extraordinariamente –sopesando el objetivo cuidadosamente–… tenaces”.


Siempre tolerante y prudente en sus declaraciones, se abstiene de mencionar la arrogancia o la tozudez, a pesar de haberlas experimentado en sus propias carnes a la edad que tiene la muchacha ahora. Sencillamente es demasiado pronto para que pueda entender. Pero no hay cuidado: el tiempo, ya se sabe, pone todo en su sitio.

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