Reproducimos un artículo que gentilmente nos ha remitido JUAN PERALTA JUÁREZ en el que muestra con detalle y cercanía toda una serie de recuerdos de su niñez en nuestro pueblo, compartiendo diversos momentos con personajes, muy conocidos por todos, que fueron en otro tiempo, por su trabajo y servicio, emblemáticos por lo que pasaron a formar parte de la historia de Puente de Génave.
EN EL MAPA DE MI VIDA.
Por Juan Peralta Juárez.
Mi infancia la pasé en
dos pueblos de la Alta Andalucía, la que hace raya con La Mancha y con la
Sierra de Alcaraz. Allá, en el valle del río Guadalimar, en las estribaciones
de la Sierra de Segura practiqué mis primeros juegos infantiles, corriendo por
las calles y plazas de La Puerta de Segura y Puente de Génave y fui a las
escuelas de primeras letras.
Cuando nos cambiamos a vivir a Puente de Génave, era el año 1952, y mis padres me apuntaron a una escuela que estaba situada en la planta primera de una casa de dos alturas, ubicada en la carretera, junto al Puente Nuevo sobre el río Guadalimar. Allí empecé a estudiar 1º de Primaria, aunque a aquella escuela íbamos los del Primer Grado, o sea, 1º y 2º. El maestro se llamaba Don Enrique, y era un hombre muy capacitado, pero exigente y que recurría con frecuencia a los castigos físicos para imponer el orden en la clase y la aplicación escolar. Recuerdo que casi todos los niños llevábamos una lata con ascuas para combatir el frío que hacía en aquel local, que disponía además de una antigua estufa, que la mayoría de los días no funcionaba bien, provocando densas humaredas, lo que obligaba a abrir los balcones para que saliese el humo, con lo cual el poco calor que había dentro desaparecía y entraba el frío. En aquel tiempo, los niños llevábamos pantalones cortos, lo que era un inconveniente no sólo para combatir el frío sino, lo que era peor, para amortiguar los golpes que nos daba el maestro en las corvas con varas de olivo. El castigo físico era por cualquier motivo: por hablar en clase, por pelearse con el compañero, por no saberse la lección... Recuerdo que nos solía poner en fila, frente a él, para hacernos preguntas, y si no sabíamos contestar perdíamos un puesto en aquella fila y nos daba con la vara en las corvas. Tenía varias varas de distinto grosor: las había que se cimbraban, eran las utilizadas para golpear la parte trasera de las piernas; otras eran más rígidas, solía emplearlas para golpear la palma de la mano.
Cuando nos cambiamos a vivir a Puente de Génave, era el año 1952, y mis padres me apuntaron a una escuela que estaba situada en la planta primera de una casa de dos alturas, ubicada en la carretera, junto al Puente Nuevo sobre el río Guadalimar. Allí empecé a estudiar 1º de Primaria, aunque a aquella escuela íbamos los del Primer Grado, o sea, 1º y 2º. El maestro se llamaba Don Enrique, y era un hombre muy capacitado, pero exigente y que recurría con frecuencia a los castigos físicos para imponer el orden en la clase y la aplicación escolar. Recuerdo que casi todos los niños llevábamos una lata con ascuas para combatir el frío que hacía en aquel local, que disponía además de una antigua estufa, que la mayoría de los días no funcionaba bien, provocando densas humaredas, lo que obligaba a abrir los balcones para que saliese el humo, con lo cual el poco calor que había dentro desaparecía y entraba el frío. En aquel tiempo, los niños llevábamos pantalones cortos, lo que era un inconveniente no sólo para combatir el frío sino, lo que era peor, para amortiguar los golpes que nos daba el maestro en las corvas con varas de olivo. El castigo físico era por cualquier motivo: por hablar en clase, por pelearse con el compañero, por no saberse la lección... Recuerdo que nos solía poner en fila, frente a él, para hacernos preguntas, y si no sabíamos contestar perdíamos un puesto en aquella fila y nos daba con la vara en las corvas. Tenía varias varas de distinto grosor: las había que se cimbraban, eran las utilizadas para golpear la parte trasera de las piernas; otras eran más rígidas, solía emplearlas para golpear la palma de la mano.
De aquella escuela
pasé a otra, que estaba cerca de la Iglesia. También ocupaba un primer piso. Al
frente de ella, Don Pedro, maestro y cura del pueblo.
Eran los primeros días
del mes de diciembre, cuando las matanzas de los cerdos estaban en todo su
apogeo y se comenzaban los preparativos de la recogida de la aceituna. Aquel
día, por la mañana, después de habernos repartido leche en polvo, que
guardábamos para nuestras madres, para hacer “cosas de horno”, tocaba historia
de España. Nos puso en fila para preguntarnos los nombres de la famosa lista de
los Reyes Godos, y junto a mi estaba Gabriel, un zagalón alto y pícaro donde lo
hubiese, hermano de Paca, amiga de mi hermana, y ambos hijos del dueño de la
fábrica de gaseosas FRANCUSAN (Francisco Cuadros Sánchez), que visitábamos con
tanta frecuencia para probar de forma gratis (el peaje de la amistad de sus
padres con los míos) los polos y las gaseosas. Gabriel era también el
monaguillo, por eso de que el cielo y el infierno son dos caras de la misma
moneda. Don Pedro empezó a preguntarnos sobre nombres y hechos de la historia
de España, y conforme nos iba preguntando, y se producía un fallo en las
respuestas, la bofetada estaba asegurada.
Otro día, él tuvo que salir a atender un oficio religioso, y nos dejó solos en clase, bajo la custodia de Gabriel (era frecuente el que se ausentase bastante de la escuela). Don Pedro, a pesar de los castigos físicos que usaba con frecuencia, era un buen maestro. Nos solía sacar de paseo los jueves por la tarde. Un día nos llevó hacia Las Agraceas, una aldea de La Puerta de Segura, situada muy cerca de Puente de Génave. Allí, junto a la vía del ferrocarril Baeza-Utiel, jugábamos todos, mientras él, muy aficionado al fútbol, se remangaba la sotana y golpeaba la pelota con la que todos nos entreteníamos.
Otro día, él tuvo que salir a atender un oficio religioso, y nos dejó solos en clase, bajo la custodia de Gabriel (era frecuente el que se ausentase bastante de la escuela). Don Pedro, a pesar de los castigos físicos que usaba con frecuencia, era un buen maestro. Nos solía sacar de paseo los jueves por la tarde. Un día nos llevó hacia Las Agraceas, una aldea de La Puerta de Segura, situada muy cerca de Puente de Génave. Allí, junto a la vía del ferrocarril Baeza-Utiel, jugábamos todos, mientras él, muy aficionado al fútbol, se remangaba la sotana y golpeaba la pelota con la que todos nos entreteníamos.
Con Gabriel, el
monaguillo, el Divino, un compañero de juegos mayor que yo, hijo de uno de los
dueños de la tienda de Pepe Luna, un edificio regionalista, con azulejos en sus
balcones, situado muy cerca del cuartel, y con Gachamiga y el Aceituno descubrí
muchos secretos de la pubertad. Con ellos me iba a bañarme a la Terrera, un
recodo del río, donde nos desnudábamos y aprendíamos a golpear el agua con las
manos o a pescar carpas que sabían a cieno. Otras veces, debajo del puente
viejo, un antiguo puente romano, y utilizando una caja de sardinas saladas,
intentábamos navegar sobre las aguas rojas de aquel Río Colorado, como lo solía
llamar la gente por la gran cantidad de arcilla que arrastraba.
* Juan Peralta Juárez.
Maestro de Educación
Primaria y profesor de Historia.
Albacete.
Viví en Puente de Génave dieciséis años (1952-1967).
Viví en Puente de Génave dieciséis años (1952-1967).
Desde la Unidad de Estancia Diurna, darte las gracias por que esta lectura ha sido muy halagada por todos nuestros mayores y nos acerca a un pasado común.
ResponderEliminarAgradecerte tu comentario. Es satisfactorio saber que las personas mayores de nuestro pueblo también participan de este rincón que asoma a su recuerdo, no sólo con esta historia sino con tantas otras que ya se han publicado. No obstante, ellos también pueden ser los protagonistas si sus recuerdos pasan de su memoria al papel y alguien los escribe y por supuesto los comparte en este medio para conocimiento de todos. Sería una bonita actividad animarlos a esos recuerdos, escribirlos y compartirlos con todos a través de este blog. Esperando que así sea, reitero mi agradecimiento.
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