Después de
la pausa estival, retomamos nuevamente la dinámica de publicaciones en el Blog
“Historia Puente de Génave”. Queremos hacerlo con un escrito que se regocija en
la historia de nuestro pueblo pero que al tiempo es escrito de rabiosa
actualidad. Nos referimos al reciente relato ganador del III Concurso de Relato
Histórico Domingo Henares. Esta fantástica historia, escrita por Pablo García
González, persona conocida y querida por todos, hace referencia a la
composición del mítico cantaor flamenco Pepe Marchena, titulada “El Cante del Puente de Génave”. En ella el famoso cantante hace escala forzada en nuestro
pueblo y al tiempo que va conociendo personajes emblemáticos y lugares
pintorescos de Puente de Génave, se va enamorando de sus rincones y de la
enorme amabilidad e idiosincrasia de sus gentes. La gratitud fue por tanto la
motivación que empujó a Pepe Marchena a tener a nuestro pueblo presente en su
repertorio musical.
EL CANTE DE
PUENTE DE GÉNAVE. 1ª Parte
Por Pablo
García González
La avería
Estaba bien
la carretera en aquel tramo. A la izquierda se abría un amplio valle sin
olivos, que Pepe observaba distraído. El coche pasaba ahora junto a unas bellas
edificaciones, dos naves paralelas unidas por una hermosa verja de hierro. Le
llamó la atención una cortada vertical, un gran terraplén veteado de tonos
marrones y grises, a unos cientos de metros a la izquierda de la marcha. Iba
tan relajado y distraído contemplando el paisaje que no se dio cuenta de que el
coche perdía impulso, aminoraba la velocidad y el motor dejaba de oírse. Una
curva, una ligera cuesta abajo, el silencio, y el coche sin brío hasta
detenerse suavemente. Entonces Pepe salió de su modorra y preguntó a Braulio
qué ocurría. El hombre hizo un gesto de duda, tocó alguna palanca y unos resortes
y salió del auto. Pepe vio cómo abría el capó izquierdo del motor y comprobaba
algunos cables, luego pasó por delante del coche, abrió el otro capó y se
entretuvo en más comprobaciones. El chófer volvió a subir al coche con cara de
perplejidad, tocó algún botón y la palanca de marchas, cogió de debajo del
asiento la manivela de arranque, la acopló en su sitio en la parte delantera
del vehículo, bajo el radiador, e intentó poner de nuevo el motor en marcha.
Pepe se bajó del coche y observó el empeño de su empleado y compañero de viaje,
que se esforzaba en girar con fuerza la manivela sin conseguir que el motor
arrancara. Pepe observaba en silencio.
Braulio
volvió a revisar el motor, comprobó cables, regresó a la manivela de arranque y
la giró varias veces, en series de cuatro o cinco rotaciones sin resultado;
entonces se irguió, miró a su jefe como si lo viera por primera vez y le dijo:
-Don José,
tenemos una avería. El coche no arranca.
Pepe vio
entonces, a unos cientos de metros más allá, las primeras casas del pueblo.
-Habrá que
buscar ayuda –dijo-, y echó a andar.
El bar
Llegó a un
puente nada más dejar a la derecha el cartel con el nombre del pueblo, PUENTE
DE GÉNAVE, y el yugo y las flechas falangistas, muy inclinadas a la derecha, a
punto de caerse; después, a la izquierda un bonito edificio industrial y el
zumbido, apenas perceptible, de las máquinas. A la derecha, huertas. Al fondo,
como si estuviera en medio de la carretera, una casa con un
torreón, que tenía abierta una puerta en arco de medio punto; había gente,
algunos sentados; le pareció que lo miraban, volvió la cabeza y vio a Braulio
que lo seguía, al fondo, varado en la carretera, su coche debía ser el objeto
de la observación de aquellos hombres. Al acercarse, vio que la carretera giraba
a la izquierda y la casa del torreón era un bar, IBERIA BAR leyó sobre la
fachada. Los hombres con aire de campesinos desocupados, seguían mirando en
silencio al forastero bien vestido, que los saludaba antes de entrar en el bar:
respondieron como un coro con un “buenas nos de Dios”.
El bar no
parecía una taberna de pueblo, un arco lo dividía en dos estancias; en la del
fondo, en un par de mesas jugaban a las cartas, en una tercera, al dominó,
dando fuertes golpes con las fichas sobre el mármol del velador. En la barra,
donde se acodó había varios hombres, pero nadie detrás del mostrador; uno de
aquellos hombres llamó: “Joaquín” y, enseguida salió Joaquín por una puerta que
seguramente comunicaba el bar con la cocina; traía unos platillos de aperitivo
que puso delante del grupo en el que estaba el que lo había llamado. Joaquín se
acercó a Pepe y a Braulio, les dio los buenos días y les preguntó que deseaban:
-Antes que
nada, -dijo Pepe- saber si hay un mecánico que pueda mirar nuestro coche: se
nos ha averiado a la entrada, un poco más allá del puente de la entrada.
-Sí, señor,
hay un taller y su dueño es un buen mecánico, además vive cerca y podemos
avisarle; a esta hora debe estar ya comiendo en su casa.
Pepe sacó su
reloj del bolsillo del chaleco, lo abrió con un ligero chasquido y miró la
hora.
-Las dos y
media, Braulio, nosotros también tendríamos que tomar algo. Ya va haciendo hambre.
Pepe
preguntó a Joaquín donde podrían comer algo, mientras avisaban al mecánico y el
del bar le contestó que había varios sitios. Pepe pidió dos vasos de vino,
Joaquín se los puso y desapareció por la puerta de la cocina para salir al
momento con dos platillos de carne con tomate, que colocó junto a los vasos de
vino.
-El mejor
sitio para comer es la Fonda La Manuela –dijo Joaquín-. Está un poco más allá,
al pasar el puente nuevo, esto es pequeño. Y la fonda está cerca del taller de
Alfonso.
Pepe pensó que lo mejor sería comer y, luego, buscar
al mecánico, al fin y al cabo, si el tal Alfonso estaba almorzando no iba a levantarse
a medio comer para atender una avería. Joaquín le dijo que Alfonso solía tomar
café en el bar todos los días a las cuatro, antes de volver al taller, así que
tenían tiempo de comer y regresar a ver al mecánico y solucionar lo de la
avería.
La fonda
tenía un pasillo con un patio al fondo, pero vieron a la derecha una puerta y
mesas preparadas con mantel y platos. Entraron y se acomodaron; comieron unas
excelentes lentejas con chorizo y chuletas de cordero con patatas; no tomaron
postre y se volvieron enseguida al bar Iberia a esperar a Alfonso. Pepe le dijo
a Braulio que si el mecánico daba con la avería, podrían estar por la noche en
Albacete, como habían previsto.
Cuando
llegaron, Alfonso ya estaba allí porque Joaquín le mando recado con un chiquillo
de que lo esperaban unos forasteros. Tras la barra no estaba Joaquín, sino su
hermano Juan José, según supo Pepe, mientras les servía café, el de Braulio con
un chorrete de coñac.
La magneto
Alfonso se
subió al Ford de pedales y le dijo a Braulio que intentara arrancarlo; giró con
fuerza la manivela, sin resultado. Alfonso se bajó del coche y dijo, mirando
con cara de preocupación a Pepe y a Braulio
-Va ser la
magneto.
A Pepe le
sonaba aquello de la magneto, pero antes de que llegara a preguntar, Alfonso le
estaba explicando a Braulio que sin electricidad el motor no arranca y por lo
que oyó cuando había girado la manivela, seguro que era una avería eléctrica.
-Mire Ud.,
don José –dijo Alfonso, al darse cuenta de que Pepe tenía cara de no entender nada-
la magneto produce la corriente que el motor necesita para que el coche ande. Y
el problema está ahí: en la bobina o en los imanes, que son los dos componentes
fundamentales. Para saberlo hay que llevar el coche al taller y desmontar la
magneto.
-Claro –dijo
Pepe, mientras Braulio abría el capó del coche y trataba de buscar la magneto-,
así que ahora mismo, no sabe Ud. cuanto le llevará arreglar la avería.
-No, señor, -contestó Alfonso- pero no creo que sea
menos de un par de días. Si es cosa de los imanes o los rodamientos, tenemos
que pedirlos a Úbeda y si es la bobina, habrá que embobinar y eso lleva su
tiempo. La magneto es lo que tiene.
-¡Qué vamos
a hacer! –dijo Pepe, resignado- y la operación se puso en marcha
Alfonso
explicó que, gracias a Dios, estaban cerca del cortijo de La Vicaría, donde
tenían un tractor que remolcaría el coche. La Vicaría era una gran finca,
atravesada por la carretera, donde había quedado el coche averiado. No fue
difícil mandar recado al cortijo, a ver si se podía acercar el tractorista para
llevar el coche al taller. Los dueños de la Vicaría estaban muy agradecidos a Alfonso
porque siempre que recurrían a él lo encontraban dispuesto, a cualquier hora
del día o la noche. Y recurrían muy a menudo porque, además del tractor, en la
finca había otros motores que daban problemas; sobre todo, en época de
aceituna, el motor de la fábrica de aceite. El encargado de la finca mandó
inmediatamente a Toribio, el tractorista, para que remolcara el coche. Toribio
estaba orgullosos de ser tractorista: su tractor había sido el primero en
llegar a la comarca y “era una animal, que tenía más fuerza que cuatro yuntas”,
como decía Toribio, arrogante, a quienes miraban aquella máquina imponente. Era
un Farmall que se arrancaba con un pequeño motor de gasolina; en el momento
adecuado, Toribio accionaba con soltura unas palancas y el motor de gasoil
tomaba el relevo. Majestuosamente, Toribio se puso en marcha con su tractor.
En un
momento, amarraron el coche y salieron camino del taller. Atravesaron el pueblo
seguidos por un enjambre de chiquillos, que correteaban en torno a los
vehículos, y observados por muchos vecinos, unos embelesados por la belleza del
automóvil y otros asombrados por la fortaleza que atribuían al tractor.
Al pasar
junto al bar Iberia, siguiendo al tractor camino del taller, Pepe les había
dicho a Braulio y a Alfonso que se encontraría con ellos dentro de un rato, que
se iba a quedar tomando otro café. Juan José, que había visto pasar el coche
arrastrado por el tractor, le preguntó si era grave la avería y Pepe le contó
lo que pudo recordar de lo que había dicho Alfonso.
-Pero tenemos que esperar que desmonte la pieza y vea
el daño. Así que póngame un café y sea lo que Dios quiera –dijo, con un gesto
de resignación.
El paisano
aparejador
En la barra
del bar había un grupo de hombres tomando, en animada charla, café y coñac, a
los que Pepe había saludado distraído y casi sin mirar. Y un poco más allá un
hombre alto, enjuto, que vestía traje y corbata y llevaba calada una boina.
Estuvo observando a Pepe, que miraba distraído al frente, mientras saboreaba
sorbo a sorbo su café, y finalmente se acercó a él.
-Perdone que
le moleste, -dijo el hombre- tengo la sensación de que lo conozco; soy de
Sevilla, me llamo Salvador Tous.
-Encantado
de conocerlo, paisano; yo también soy de Sevilla, de Marchena, para ser
exactos, me llamo José Tejada Martín – contestó Pepe, tendiéndole la mano.
-¡Lo sabía!–
dijo Salvador Tous con una amplia sonrisa- Es Ud. Pepe Marchena. Es un placer
saludarlo, maestro.
-El gusto es
mío, don Salvador.
-Estuve
viéndolo en Úbeda, hace ¿cuánto? ... menos de un año, creo, cuando actuó Ud.
con su espectáculo “Pasan las coplas”. – Salvador Tous continuó, emocionado.-
Me gustó mucho y quise saludarlo. Soy un humilde aficionado al flamenco y pensé
que era mi oportunidad de conocer al más grande; pero había tanta gente
esperando hacer lo mismo en la puerta del camerino que me retiré, le confieso,
que decepcionado, contrariado. Y mire por donde, hoy, en un lugar insólito, está
Ud., y yo tengo la oportunidad de invitarlo a un café, si Ud. me lo permite.
José Tejada
Martín, conocido como Pepe Marchena, era un mito del flamenco, muy conocido en
España y en los grandes países iberoamericanos, aunque hubiera pasado
inadvertido en aquel remoto pueblo de la Sierra de Segura: ni siquiera sus
películas “La Dolores” y “Martingala” habían sido proyectadas aún en el cine
Mari Paz, que funcionaba en el pueblo desde hacía unos meses.
Pepe
Marchena, que estaba acostumbrado a ser reconocido y, muchas veces, atosigado
por gentes que lo admiraban, creyó, tras las primeras horas de estancia en
aquel pueblo, que pasaría en un cómodo anonimato el tiempo que tardaran en
arreglarle el coche. No iba a ser así, pensó, mirando a aquel hombre,
que le hablaba de sus canciones y de los espectáculos que había tenido la
oportunidad de presenciar. Reconoció al buen aficionado, pero también al hombre
educado que estaría dispuesto a retirarse, antes de causar la más leve
molestia.
-Sinceramente,
don Salvador, -dijo Pepe Marchena- me alegro de haberme encontrado con Ud.
Salvador
Tous, que conocía como todos los clientes del bar el episodio de la avería del
coche, se ofreció a Marchena para lo que pudiera necesitar y quiso acompañarlo
al taller de Alfonso para ver si ya había desmontado la magneto y tenía idea de
cuánto tiempo precisaría la reparación. Le dijo que Alfonso era un mecánico muy
bueno, con acreditada fama, al que traían coches y camiones de todos los
pueblos de los alrededores y hasta de lugares alejados.
-Y no solo
coches, -añadió Tous- conoce al dedillo los motores de las fábricas de aceite,
que por aquí abundan, o los de las aserradoras, de las que hay varias en
pueblos más grandes y más metidos en la Sierra.
Camino del
taller, Salvador Tous era saludado por el todo el que se cruzaban: “buenas
tardes, don Salvador, y la compaña”, le decían en unos casos con afecto
amistoso, con respeto, en otros. Pepe Marchena se dio cuenta de que era un
hombre querido en el lugar.
-Bueno, don
Salvador, -le dijo- Ud. lo sabe todo de mi, dígame algo de Ud. ¿qué hace aquí,
donde parece que le tienen tanto apego?
Salvador
Tous le contó que era aparejador y que, por lo tanto, construía casas. Que
llevaba en el pueblo ya casi diez años y que, si tenían oportunidad, le mostraría
alguna de las casas que había hecho; sobre todo, le dijo, el
Ayuntamiento,
del que se sentía muy orgulloso. Y remató con un gesto de melancolía en la
mirada.
-Y puedo
decirle que no estoy por gusto, pero estoy a gusto.
La frase le
salió sin pensarla, sin querer decirla; como una confidencia espontánea a un
viejo amigo. Y entonces tuvo la sensación de que gracias al flamenco conocía a
Pepe Marchena de toda la vida.
-Eso parece
un acertijo. –dijo el cantaor.
Salvador
Tous se definió como un perdedor, un derrotado de la guerra civil, en la que
había participado poniendo sus conocimientos profesionales al servicio de la República: fue jefe de un Batallón de Obras y
Fortificaciones, y con su gente realizó muchos trabajos de fortificación
militar en la provincia de Jaén.
Al terminar
la guerra fue encarcelado y luego absuelto, tras un juicio sumarísimo, y puesto
en libertad. Pero no se le permitió volver a Sevilla, sino que fue desterrado a
este pueblo.
-Sabe que,
cuando se ha presentado, -dijo Marchena- su apellido me ha resultado familiar.
Vamos que me suena lo de Tous.
-Seguramente,
maestro; -respondió el aparejador- mi familia es bastante conocida en Sevilla.
La familia
Tous, oriunda del Valle de Arán, en el Pirineo leridano, llevaba muchos años establecida
en Sevilla, donde en este momento su hermano Luis era médico, catedrático de
ginecología en la Universidad; su hermano Nicolás, ingeniero industrial, y otro
hermano, Román, también ingeniero, era director de la potente empresa cerámica
de La Cartuja. Los Tous pertenecían a la burguesía sevillana y Salvador era
considerado el garbanzo negro de la familia.
-Lo malo es
que se lo considere Ud. mismo –le dijo Marchena, afectuoso-.
La familia,
sobre todo sus hermanos, nunca habían soportado las ideas izquierdistas de
Salvador y su implicación en actividades políticas.
-Pero ha
dicho que está a gusto aquí. –dijo Pepe Marchena, que quería cambiar de
conversación porque veía a Tous incómodo en aquellas confidencias-.
-Sí. Estoy
bien; -dijo don Salvador- al principio se me hizo el vacío porque llegué
precedido por mi pasado. El pequeño grupo dirigente, formado por propietarios y
profesionales, que se sienten vencedores con derecho a pasar factura, me
miraban con recelo. Bueno, algunos cafres, que no desaprovechan ocasión de
vestirse de azul y lucir correajes, me lo hicieron pasar mal en algunos
momentos. Pero todo eso pasó. Puedo decir que estoy integrado en esta pequeña
comunidad y tengo suficiente trabajo.
El taller de
Alfonso
El taller
estaba en la salida del pueblo, junto a un edificio blanco que lucía un gran
rótulo: CINE MARIPAZ. Entraron por un amplio portalón a un patio,
cubierto en parte por una techumbre, bajo la que había varios vehículos con los
motores al aire; allí estaba el Ford de Pepe con la parte delantera del motor
descubierta. A la derecha estaba el taller; encontraron a Alfonso, observado
por Braulio, que manipulaba una bobina de hilo de cobre. Se acercaron y Alfonso
les mostró la bobina.
-Esta es la
culpable –dijo haciendo un gesto con la barbilla hacia la bobina-. Pero es lo
menos malo que podía ocurrir, porque la vamos a arreglar aquí. Tenemos un
especialista que la embobinará y quedará mejor que nueva.
Alfonso les
explicó que un problema en los imanes o en los rodamientos habría sido más
difícil de resolver, y seguramente tendrían que haber pedido repuestos a los
talleres Costán, de Úbeda; pero que, afortunadamente, Luis el eléctrico compondría la bobina. Ahora solo
faltaba buscarlo y que dejara lo que estuviera haciendo, para ocuparse de
aquello. Alfonso había mandado a uno de sus aprendices a buscar a Luis.
La fonda
Había sido
un día completo, le decía Braulio a su jefe, cuando se sentaron a una mesa del
comedor de la Fonda. Quien les iba a decir cuando salieron por la mañana de
Linares, camino de Albacete y Cartagena, que acabarían con el coche averiado en
un taller de aquel pueblo, que se iban a encontrar con tan buena gente y que
iban a cenar en aquel agradable comedor, de cuya cocina salía un olor que abría
el apetito. Tomaron una sopa de picadillo, con mucha sustancia, luego sardinas
asadas en leña de jara y de postre un flan de huevo. Marchena se levantó de la
mesa y se asomó a la puerta de la cocina. Había una mujer de treinta y tantos
años, vestida de negro, con un delantal gris oscuro y una cofia blanca con la
que recogía su pelo, y dos chicas más jóvenes, una ellas les había servido la
mesa, la otra estaba en ese momento fregando los platos. Era una cocina amplia
y ordenada. Al asomarse, la mujer de negro se volvió hacía él.
-Perdone,
señora, -dijo Pepe- quisiera decirle que su cena ha sido deliciosa, que la sopa
es una de las más sabrosas que he tomado y que las sardinas estaban muy frescas
y buenas. Muchas gracias
Justa, la
cocinera, era hija de Manuela y había aprendido de su madre el buen hacer en la
cocina, que había dado merecida fama a la Fonda de la Manuela.
-Muchas gracias, señor,-respondió con una sonrisa de
agradecimiento- me alegro de que hayan cenado bien.
Le contó que
el caldo de la sopa se había hecho cociendo lentamente durante muchas horas el
hueso de jamón, el espinazo, sus trozos de cordero, un poco de tocino salado y
las verduras, y que ese era el secreto.
Al día
siguiente, Pepe Marchena, se enteraría de que Justa se había quedado viuda
hacía poco; su marido, que tenía un coche de alquiler, había tenido un accidente
en Jaén. Le contaron que desde hacía veinte años, Manuela regentaba aquella
Fonda y que se había hecho un nombre por la limpieza de las habitaciones y por
la excelente cocina, primero de Manuela y, luego de su hija. Y supo que otro
hijo, Paco, era chófer y tenía una camioneta con un amigo suyo, Isidro, con la
que traían una o dos veces a la semana pescado de Úbeda. Solo esos días en que
el pescado estaba muy fresco lo servían en la Fonda.
----continuará................
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