Como ya anticipamos la semana pasada, retomamos nuevamente la dinámica de publicaciones en el Blog
“Historia Puente de Génave” con el relato ganador del III Concurso de Relato
Histórico Domingo Henares. Esta fantástica historia, escrita por Pablo García
González, hace referencia a la
composición del mítico cantaor flamenco Pepe Marchena, titulada “El Cante del Puente de Génave”. En ella el famoso cantante hace escala forzada en nuestro
pueblo y al tiempo que va conociendo personajes emblemáticos y lugares
pintorescos de Puente de Génave, se va enamorando de sus rincones y de la
enorme amabilidad e idiosincrasia de sus gentes, conviviendo con emblemáticos personajes y visitando las construcciones y lugares más significativos de Puente de Génave. Con esta segunda parte queda completado el relato ganador de este certamen literario en esta edición de 2014.
EL CANTE DEL
PUENTE DE GÉNAVE. 2ª parte
Por Pablo
García González
----continúa.....
Pepe
Marchena volvió a su mesa, tras agradecer la cena a Justa, se sentó y le dijo a
Braulio si quería tomar café. Antes de que se lo sirvieran, un hombre que había
estado observando a Marchena desde otra mesa, se levantó y fue hacía él.
-Buenas noches,
me llamo Manuel Tercero –le dijo, tendiéndole la mano-, si Ud. es Pepe
Marchena, que creo que lo es, soy admirador suyo y estaría muy honrado si
aceptaran, Ud. y también su acompañante, que los invitara a una copa. Estoy con don
Pedro, el párroco del pueblo.
Mientras se
levantaba y le estrechaba la mano, Marchena pensó por un instante negar que
fuera quien era y dar esquinazo a aquella gente, pero esa idea se desvaneció
enseguida: estaba muy a gusto en aquel comedor y no le vendría mal una
tranquila velada de conversación; al fin y al cabo, ni tenía sueño, ni la
obligación de madrugar. Pepe Marchena y Braulio acompañaron al hombre a la otra
mesa y se hicieron las presentaciones. Manuel Tercero era un ingeniero de
caminos, jefe del departamento de carreteras de la provincia de Jaén, que
estaba allí en viaje de trabajo. El ingeniero tenía una muy buena amistad con
don Pedro García Bellón, desde hacía unos años cura de aquella parroquia. Se
tomaron el café y Braulio se despidió disculpándose porque tenía que madrugar
para estar en el taller con Alfonso, y el cura aprovechó para elogiar al
mecánico, del que dijo que era muy bueno en su oficio, pero sobre todo una
buena persona de reconocida honradez. Mientras les servían el
café y una copa de Magno, Manuel Tercero comenzó a contar lo que sabía, que era
mucho, de Pepe Marchena, al que dijo seguir desde que lo había oído cantar en
el teatro de la Latina, cuando estudiaba en la Universidad de Madrid. Marchena
recordó que, aunque entonces empezaba a ser conocido, fue fundamental para su
consolidación, el apoyo del cantaor Rafael Pareja y sus actuaciones en el
teatro de la Latina, contratado por el empresario Carceller, donde lo había
oído don Manuel Tercero. Ante los elogios de Tercero al arte de Marchena y las
alabanzas de Marchena al flamenco, Don Pedro se lamentó de no haber tenido
apenas oportunidad de oír flamenco; contó que en un viaje a Málaga, hacía ya
años, unos amigos lo llevaron a la Peña Juan Breva y llegó a emocionarse con
aquellos cantes que espontáneamente, como en una competición amistosa y
festiva, ofrecían los que participaban en la velada.
-Fue mi
primer y único encuentro con el flamenco –dijo el cura- y fue tal la
experiencia, que al día siguiente compré algunas pizarras, que me llevé a casa
esperando el momento de ponerlas en la gramola, pero lamentablemente los discos
me dejaban indiferente. No me transmitían la emoción de aquella noche en la
Peña Juan Breva.
Marchena
habló del embrujo que se produce cuando la guitarra y la voz expresan un
sentimiento de una manera imposible de decir por otros medios, y cómo un
rasgueo de guitarra y unas pocas palabras pueden encerrar lo que toda una
biblioteca.
-Miren Uds.
– dijo, y cantó muy quedo para que solo lo escucharan sus contertulios-
“La noche
del aguacero
Dime donde
te metiste.
Que no se te
mojó el pelo.
Ven qué
manera de expresar el drama de los celos.
O el
resentimiento de la decepción:
Mira si soy
desprendío
Que al pasar
por el puente
Tiré tu
cariño al río
O esta
declaración de amor:
Me levanto
al ser de día
Si te
llamaras Angustias
De pena me
moriría.”
Oyendo a
Marchena, los dos amigos estaban maravillados al ver que esos sencillos versos
se transformaban, en la voz del cantaor, en algo extraordinario. Pero Marchena
rompió el embrujo que él mismo había creado.
-Bueno,
amigos, dejemos el flamenco y hablemos de otra cosa.
Aún
siguieron con el flamenco un buen rato y pasaron luego al estado de las carreteras
de la zona, que dependían del ingeniero. Manuel Tercero les contó, aunque no
dependieran de su departamento, que estaban a punto de reanudarse las obras del
ferrocarril Baeza-Utiel, que pasaba muy cerca del pueblo y, por lo que él
sabía, iban a instalar allí oficinas y talleres. Y eso sería muy bueno porque
habría mucho trabajo durante algunos años. La conversación continuó animada
hasta que don Pedro dijo que el siguiente era día de escuela y tenía que
retirarse. Marchena pensó que era una forma de decir que era día de trabajo y
bromeó:
-Venga, don
Pedro, no exagere, y Ud. disculpe, que se lo digo con todo respeto; decía mi
padre que a él le habría gustado tener la jornada de los curas: media hora y
con vino.
Rieron
mientras se levantaban de la mesa, pero Manuel Tercero cogió del brazo a
Marchena y le dijo
-No se
equivoque con este cura; también es maestro, y después de su media hora con
vino, algo más tarda en decir su misa, se va a su escuela, donde intenta meter
en vereda a cuarenta o cincuenta chiquillos.
Mientras se
despedían y ante la curiosidad de Marchena, don Pedro lo invitó a acercarse por
su escuela.
-Pregunte
mañana por la escuela del cura, verá que tengo un buen número de chiquillos
listos. –le dijo.
Las obras de
don Salvador
Pepe
Marchena se levantó temprano y bajó a desayunar; Braulio había madrugado y
seguramente estaba ya en el taller con Alfonso. Le pusieron un café
de puchero hecho con cebada tostada y achicoria, que a él le gustaba mucho
mezclado con leche. Casi le gustaba más que el café-café, que tomaba cuando
estaba cerca de la raya de Portugal; prefería la suavidad de la cebada al
amargor del café. Una chica morena muy joven y de expresión muy dulce, que la
noche anterior fregaba los platos, colocó en su mesa, junto a la taza oscura y
humeante, una bandeja de rosquillas y galletas. Estaba comiéndose una rosquilla
cuando la chica le llevó un plato con una torta, que dijo era de manteca y que
tuviera cuidado porque estaba caliente, que es como hay que comerlas. Le dijo
que el rosco que se estaba comiendo era de revoltón y que todo lo hacían allí
en la Fonda. Desayunó muy bien y salió a buscar a su paisano don Salvador. Lo
encontró en el puente nuevo, mirando a los obreros que se afanaban en levantar
paredes sobre unas rocas junto al río.
Era el puente por donde pasaba la
carretera, desde el que se veía muy cerca otro, pequeño, de piedra, pero
reparado con tableros que sonaban cuando la gente o las
caballerías lo cruzaban. Su paisano le explicó que el puente grande, sobre el
que estaban, tenía apenas cincuenta años, pero al otro lo llamaban el puente
viejo porque era muy antiguo, quizás lo hicieron los romanos hace dos mil años.
Y ya necesita una reparación. Bajaron hasta el puente viejo y Pepe pudo
comprobar que entre aquellos gordos tablones, que se movían y golpeaban cuando
los pisabas, había grietas por las que se veía el agua. Le faltaban tantas
piedras del arco, que daba un poco de miedo pasar por allí.
Entre los
dos puentes, el río giraba a la izquierda al encontrarse con las rocas sobre
las que don Salvador estaba construyendo la casa. El agua se remansaba en la
curva y se formaba un gran charco. Supo que jamás se había ahogado nadie ni en
ese charco, que llamaban del puente, ni en ningún otro de los muchos que
formaba el río en otras zonas del pueblo y eso que los niños y los jóvenes
pasaban el verano bañándose en ellos. Mientras observaban a los albañiles, al
otro lado del charco, Pepe supo que los chavales se tiraban al río desde el
puente viejo y buceaban hasta debajo del nuevo y don Salvador le contó que ese
charco guardaba el secreto de un asesinato: hacía cincuenta o sesenta años, un
día emergieron del agua los pies de un hombre desaparecido desde hacía días.
Ante el estupor de la gente que se aglomeraba en las orillas, la guardia civil
sacó el cadáver de aquel hombre al que sus asesinos habían atado una gran
piedra a la cintura, pensando que había profundidad suficiente para que nunca
lo encontraran; pero calcularon mal y, cuando los gases de la muerte hincharon
el cadáver, salieron los pies y las piernas hasta las rodillas, en una imagen
sobrecogedora que el pueblo no había olvidado aún. Nunca se supo quien fue el
asesino, ni juzgaron a nadie por ello, aunque muchos pensaban
que había sido la venganza de la familia de un hombre, al que el muerto había
asesinado muchos años antes por un lance de juego.
El
aparejador sevillano explicó a Pepe que para un profesional es muy grato construir
una casa sobre las rocas, junto al río en el que se reflejaría, con tal desnivel
que le permitiría hacer una planta que daría al río y a un jardín posterior y
sobre ella, otra al nivel de la carretera y, hasta otra más sobre esa. La casa
se apoyaría sobre unos arcos, bajo los que pasaría una estrecha calle, paralela
al río, como un pequeño puente bajo el que pasarán personas, en vez de agua, y
con los que quería hacer un homenaje a los constructores de aquellos dos
hermosos puentes. El entusiasmo de aquel hombre despertó en Pepe la curiosidad
por conocer otras casas construidas por él.
La Confianza
Subieron por
una amplia escalera, adosada al puente nuevo, hasta la altura de la carretera
y, enseguida, a la derecha, don Salvador le señaló una casa, que sobresalía
sobre sus vecinas: “La Confianza” “José Luna”. “Ferretería. Paquetería.
Tejidos. Confecciones”. A Pepe le recordó casas vistas en Sevilla o en pueblos
grandes de la provincia; el aparejador le dijo que él, como muchos arquitectos
sevillanos y de otros lugares, pensaba que una casa debe ser útil, pero también
bella, y que es fundamental usar los materiales que tradicionalmente se han
usado en cada lugar.
-Debo reconocer
–dijo don Salvador- que yo he utilizado aquí un elemento que no es de aquí: los
azulejos. Pero es que es un material que embellece más que cualquier otro y
pertenece a la tradición arquitectónica andaluza. Al fin y al cabo, este es un
pueblo andaluz, aunque haya nacido de la nada hace muy poco tiempo. Aquí todas
las casas están hechas por los vecinos con la ayuda, a veces, de buenos
albañiles. Si se fija, todas son iguales; un piso o dos, pero todas iguales. Y
en algunas zonas, poco más que chozas.
-Esta
tienda, parece de capital –dijo Pepe.
Y observaba
el escaparate, la balconada del primer piso con la gran franja de azulejos
amarillos con las letras en negro, excepto “La Confianza” en azul verdoso,
perfilado en negro. Le llamó la atención, que los últimos ventanales, en la
parte más alta, eran los más bonitos, los tres terminados en arco.
-El arco es un elemento fundamental de nuestra
arquitectura y llevamos utilizándolo dos mil años, pero desde hace un tiempo lo
usamos como elemento decorativo. Y, mire, yo he puesto esas tres ventanas con
arco en la parte más alta porque en las construcciones campesinas, la última planta
está dedicada a guardar trastos, son las cámaras, lo menos cuidado de una casa.
Pero esta no es una casa campesina, es un comercio, es el símbolo del progreso,
la sociedad ha crecido por el comercio y por eso he querido que mi casa
terminara como un árbol que crece y muestra su mayor belleza en la copa.
El
Ayuntamiento
El
Ayuntamiento estaba a la entrada del pueblo. Había pasado por la puerta el día
anterior, cuando desde el coche averiado se dirigió hasta el bar, en busca de
ayuda: iba tan pendiente de la gente que lo miraba desde la puerta del bar que
no se fijó en el Ayuntamiento. Delante tenía un jardincillo, cerrado por una
balaustrada.
Salvador Tous junto a los obreros que construyeron el Ayuntamiento |
-Le confieso
que estoy muy orgulloso de este edificio –dijo emocionado don Salvador-. Le
puedo asegurar que los inconvenientes y las molestias, no quiero hablar de
sufrimientos, que me está ocasionando este destierro se ven compensados por
esta obra. Debo decir en favor del alcalde, que me ha dejado libertad para
hacer lo que he querido. He trabajado a gusto. Verá que está recién terminado.
Los arbolillos acaban de plantarse.
Estaban
parados en medio de una zona empedrada con guijarros del tamaño del puño,
mirando la fachada. El aparejador hablaba de la combinación de ladrillo rojo y
paredes blancas, del pequeño atrio con dos airosos arcos y una hornacina
central, ocupada por un bellísimo jarrón de loza dorada
-Ese atrio
establece un tránsito entre la calle y el interior del recinto, y además me
permite sacar el balcón que ocupa toda la parte central de la fachada,
imprescindible en una casa consistorial.
Don Salvador
le hizo observar que a la hora de diseñar las puertas de salida al balcón resolvió
no rematarlas en arco porque habrían quedado deslucidas por los dos grandes
arcos del atrio, pero decidió adornarlas con esos casi semicírculos de
cerámica, bordeados de ladrillo, que complementan el gran paño central, donde
luce ese adorno de cerámica. El aparejador se aproximó entonces a su
interlocutor y le dijo al oído.
-A mí me habría gustado poner otro motivo, pero se
empeñaron con san Isidro, el patrón del pueblo. Yo habría puesto un símbolo
civil.
La zona
central del edificio está rematada por un tímpano vacío, austero como toda la
fachada. Aún así, el tímpano le da la prestancia que deben tener los edificios
públicos, y en él un solitario reloj nos recuerda que andamos de paso.
-Y esos
siete búcaros de cerámica verde, sobre los vértices de la fachada y en los
extremos del balcón, -dijo Tous- pensará que son un capricho y puede que así
sea, pero reconocerá que dan mucha gracia al edificio.
Pepe
intentaba seguir las explicaciones del aparejador y le parecía que estaba aprendiendo
a mirar de otra forma. Él, que viajaba mucho, procuraba visitar las catedrales
de las ciudades donde actuaba y, en Sevilla, volvía de vez en cuando a la
catedral y a los Reales Alcázares y se admiraba de tanta belleza y, sobre todo,
de tanta grandeza. Y de pronto en este perdido pueblo estaba aprendiendo a ver
en unas sencillas fachadas de edificios insignificantes, comparados con los de
cualquier ciudad, cosas en las que nunca hubiera reparado a no ser por este
buen hombre.
Entraron al
Ayuntamiento y don Salvador le habló del vestíbulo, en el que estaban, un gran
espacio distribuidor desde donde se accede a servicios públicos, como correos y
telégrafos, y desde el que parte una hermosa y amplia escalera que lleva a la
zona noble, donde está la alcaldía y el salón de reuniones. Y Pepe, a veces, no
lo oía, tan atento estaba en descubrir por sí mismo los bellos detalles del
edificio.
Al salir,
Pepe se fijó en aquello que le llamó la atención el día anterior, ese edificio
del bar, que parece estar en medio de la carretera, y don Salvador le dijo que
también había hecho esa casa, que gracias a la curva de la carretera, se ve
desde lejos, un kilómetro antes de llegar al pueblo y, por eso, la había rematado
con un torreón, que se reconoce y se ve como un faro y, al mismo tiempo, es un
espléndido mirador. Es la originalidad del bar del Pintor.
-¿Cómo el
bar del Pintor? –se extrañó Pepe, que ya próximos al bar, estaba leyendo el
rótulo.- Ahí pone Iberia Bar.
-Sí. Lleva
usted razón. –dijo don Salvador- Pero todo el mundo lo conoce como bar del
Pintor.
Y le contó que el pintor era Joaquín, uno de los dos
hermanos que regentaban el bar; Joaquín, el pintor, es un hombre afable de una
gran curiosidad, aficionada a la pintura. Yo creo que también le gusta la
música y con algunos amigos y su hermano Juan José montan, a veces, obras de
teatro.
Allí se
despidieron y don Salvador volvió a la casa que estaba haciendo junto al río y
el puente nuevo.
Pepe
Marchena preguntó por la escuela del cura a una mujer, que llevaba una canasta
de tomates. La mujer le dijo que estaba allí mismo y lo acompañó hasta la
puerta.
La escuela
del cura
La escuela
estaba en la primera planta de una casa de tres, en un salón que ocupaba toda
la fachada y se abría a la calle con tres balcones de forja. Entró a la casa y
encontró a una mujer mayor, con el pelo blanco recogido en un moño, que salía
de un patio, al fondo del pasillo, y le indicó, tras responder a su saludo, la
escalera. Al llamar suavemente a la puerta con los nudillos, se atenuó el
murmullo que se oía dentro y la voz de don Pedro lo invitó a pasar.
Al entrar,
vio a la derecha la mesa del maestro rebosante de libros y cuadernos y una
vitrina, en la que don Pedro buscaba algo antes de dirigirse a su encuentro; la
sala, relativamente grande, parecía pequeña atestada de pupitres dobles, alguno
ocupado por tres chiquillos. En el centro de la pared más luminosa, enfrentada
a los balcones, una gran pizarra negra estaba llena de sumas, restas,
multiplicaciones y divisiones, y de números quebrado y raíces cuadradas, todo
sin resolver. Debajo de la pizarra, en un banco sin respaldo, media docena de
niños de cuatro o cinco años se entretenían con cartillas del método rayas. Y
en medio de la escuela, junto a una estufa tipo salamandra, apagada, un grupo
de niños, de pie, leía en voz alta y originaba el leve guirigay, que había
escuchado desde la escalera. Los chicos de los pupitres, que se habían
levantado con generalizados golpes de asientos, al entrar la visita, volvieron
a sus tareas a una señal de don Pedro.
El
cura-maestro sacó del bolsillo de su sotana un paquete de Ideales, de los conocidos
como “caldo gallina” y ofreció a Marchena un cigarrillo, que el cantaor rechazó
con un gesto. Don Pedro comenzó a liar sosegadamente el suyo, mientras el
cantaor observaba curioso a los chavales.
-Mire, don Pedro, -dijo Marchena- no hay nada que me
produzca más envidia que esto, y nada que valore más que el saber. Mis padres
eran campesinos, seguramente como la mayoría de los padres de estos chiquillos,
pero afortunadamente para ellos tienen la suerte de poder estar aquí.
Y le contó
que cuando tenía la edad de estos niños, él trabajó con un arriero y luego de
aprendiz de herrero y de tabernero, y en lo que iba saliendo, aunque eso no le
impedía cantar por las noches en las ventas y las tabernas de la comarca. Y
desde entonces el cante había sido su vida, aunque muchas veces, echaba de
menos no haber tenido la oportunidad de estudiar.
Don Pedro le
habló de su vocación de maestro nacida del convencimiento de que es el mejor
servicio que puede hacer a estos críos, porque la mayoría de ellos, la mayoría
de nosotros, no tiene un talento especial como el suyo, Marchena, para triunfar
en la vida. La gente normal tiene que prepararse y la escuela es la base, el
comienzo de esa preparación. Con unos buenos conocimientos esenciales, estos
muchachos saldrán por ahí a buscarse la vida con más posibilidades que las que
tuvieron sus padres.
Don Pedro
García Bellón siempre había ocupado el tiempo libre que le dejaba la iglesia en
dar clases particulares, pero fue al llegar a este pueblo cuando decidió
hacerse maestro. Él decía que tuvo que examinarse de todo, incluso de religión,
desde primero de bachillerato, porque no estaban reguladas las convalidaciones.
Cuando terminó magisterio, se encontró con que en el pueblo no había escuela
vacante para él y, entonces, fundó una escuela parroquial, que enseguida se
llenó de chiquillos y, con el tiempo, fue asimilada por el Ministerio de
Educación, como una escuela nacional más.
-Mire,
Marchena, -decía el cura-maestro- lo que falta en nuestro país son escuelas:
aquí hay tres de niños y en cada una, mírelos, -y señalaba la sala repleta de
pupitres- hay cincuenta o sesenta chiquillos, desde los cinco a los catorce
años. Con las escuelas de niñas pasa lo mismo. Hacen falta escuelas: por eso me
hice maestro.
Pepe
Marchena dejó la escuela y bajó la calle hasta el puente viejo. Se paró a observar
el trajín de los albañiles en la casa de Salvador Tous y vio por debajo de la
obra la boca de una cueva, en la que no había reparado por la mañana porque
delante había materiales de construcción. Vio en una roca junto al río a un
hombre que pescaba con una caña; bajó hasta él y le dijo que cómo se daba la
pesca; el pescador le enseñó una cesta con tres o cuatro peces.
El hombre le
dijo que la llamaban la cueva de Paco el sastre porque en la casa de al lado,
esa de ahí, le señaló, vivió Paco el sastre: ahora vive su familia. La cueva
tiene que ver con una mina, pero no sabía nada más; le dijo que era bastante
profunda, pero que él no había entrado nunca porque le daba respeto, eso dijo:
que le daba respeto.
El pescado
frito
Llegó al
taller de Alfonso. Un poco alejado, a la orilla de la carretera, casi delante
del cine, un hombre freía pescado, pescaditos, que a Marchena le parecieron
boquerones.
Pepe
Marchena supo luego que era un hombre de un pueblo de la Sierra, que se
dedicaba a traer pescado, desde Úbeda, para vender en los pueblos del interior
de los valles de Segura. Tenía una vieja camioneta, que se le averiaba con
frecuencia y más de una vez había tenido que tirar el pescado, por culpa de una
avería no reparada a tiempo. Para evitarlo, llevaba siempre en su viejo cacharro
una sartén, trébedes, aceite, harina y leña, y como estaba ocurriendo ahora,
mientras en el taller de Alfonso le arreglaban la avería, élf reía el pescado
para poder conservarlo. Alfonso le había pedido que se saliera del taller, que
cerca de la gasolina no se podía encender fuego, y el hombre había aprovechado
para llamar al pregonero y ofrecer pescado fresco o frito. Lo estaba vendiendo
bien y había mujeres que se lo compraban frito. Braulio andaba por allí y
echaba una mano a Alfonso cuando era menester, estaban esperando que Luis
llevara la bobina, que al parecer tenía arreglada; después de comer montarían
la magneto y podrían reanudar el viaje.
En la Fonda,
se sentaron a la mesa y salió Justa a preguntarles si les gustaban los guisos,
había preparado uno de cordero con patatas. Pepe y Braulio le dijeron que les
gustaban.
Cuando un
par de horas más tarde salían del pueblo por la carretera de Albacete, Braulio
oía a Pepe Marchena que, para sí mismo, muy bajito, cantaba:
“Yo me
enamoré de ti
y al entrar
en Cartagena
yo de ti me
enamoré”
Se sabe que
Pepe Marchena escribió cartas a varias personas con las que se relacionó en
Puente de Génave. Una de esas personas fue don Pedro García Bellón, que mantuvo
correspondencia con el cantaor. La primera carta, conservada durante muchos
años en un cajón de la mesa de su escuela, decía así:
“Querido
amigo don Pedro, quisiera decirle que me he ido de ese pueblo con pena: no me
habría importado quedarme algún día más, sabiendo que gozaría de su compañía y
de su amistad. Pero, como les dije, tenía que cantar en Cartagena y andaba ya
apurado de tiempo. Espero volver. Como yo sólo sé cantar, cantando expreso mi
agradecimiento. El Puente de Génave me recuerda a algún pueblo minero de
Almería, donde nació la taranta, y con una taranta dedicada a ese pueblo, les
recordaré siempre. La llamaré El cante
del Puente del Génave. Cuando la estrene, le avisaré por si puede venir a oírla,
Ud. y quienes le acompañen están invitados. En todo caso, espero incluirla en
alguno de mis discos y cuando salga, se lo enviaré. Con todo mi afecto. Pepe Marchena.”
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