viernes, 31 de octubre de 2025

14º Premio Domingo Henares. DE AFANES Y RECOMPENSAS... (2ªparte)

 De afanes y recompensas…

José Agustín Blanco Redondo.

................ Continúa.

Los ojos de Calar parecen abandonar el brocal de sus cuencas mientras el filo de su puñal se ensaña con la garganta de aquellos asesinos, un manoteo sorprendido, impreciso, algún murmullo incapaz de trocase en palabras, los párpados muy abiertos, las pupilas restregadas como de esa niebla que parece dispuesta a disolverse, su sangre escarlata destellando por sobre el torvisco, los brezos y el tomillo. Pero no hay tiempo. El tiempo es ahora su enemigo, una dimensión inasible, cadenciosa, insobornable que el hombre debe derrotar. Calar es diestro en su lucha contra lo tangible, pero el tiempo es una magnitud invisible, intocable, fugacísima. El hombre marcha ahora con la conciencia emborrascada y los ojos velados por el lienzo de la pasión más irracional, más mortífera, más primitiva. Es la venganza, nada hay en su mirada que recuerde esas fronteras amables de la condición humana.

Cabalga hacia el noreste, bordea el alto de los Castellones y los parajes de Soto Espino y Hoya Larga, al mediodía del cerro de los Corzos. Anochece con una levedad de escarcha entre los endrinos, las aulagas y el labiérnago. Prepara una lumbre de ramas secas de lentisco junto a un abrigo de rocas cuarcíticas. Lo intenta, pero apenas puede dormir. Escucha el maullido de los linces, el hozar cercano del jabalí, el merodeo apresurado de los zorros. Y tras ese descanso intermitente, deja que su caballo de pelaje con relumbres de cuarzo se alimente de avena loca, grama y génaves amarillos. Esta noche no ha anidado la niebla en aquellos perdederos, así que ahora avanzan más rápido. Calar atraviesa el río Onsares por el paraje de Ardachel. No quiere alejarse del cauce del Guadalimar. Sabe que los forajidos buscarán lo llano de sus vegas para no hacer la huida tan penosa. Y esa será su perdición. Lo evidente se volverá en su contra, no deberían ser tan estúpidos, tan confiados, tan predecibles.

Mapa del río Onsares

        El cielo es una amalgama mestiza entre el azul pálido y el plomo de la tormenta. Pronto lloverá. Pronto el aguacero encontrará la manera de asemejarse a la cascada de un río que se arroja desde lo alto de un cantil. Y mientras Calar se aleja de la sierra del Calderón, al norte del Guadalimar, bordea las vertientes occidentales de los cerros de Cabeza Grande y Cabeza del Coscojal. El hombre cabalga tras aquellos canallas que, tal vez, busquen refugio más al sur, en la fragosidad umbría del cerro Blasco y del paraje de Majada Llana. No tiene suerte. Los dioses parecen alejarse de su lado. No encuentra ninguna huella de caballerías, ningún rastro humano, ninguna maldita rama quebrada que confirme su paso por aquel lugar. Escupe sobre el espliego y divaga por los parajes de Loma Ardal y luego hacia el naciente, hacia la Loma del Roble, junto al arroyo de Los Molinos. Atraviesa barrancos, pedrizas y veredas frecuentadas por los linces, los venados y el raposo. Hasta que el cerro Lobo, al cierzo del paraje de la Junta de los Arroyos, se aparece como una epifanía salvífica ante la ansiosa mirada de Calar. El aguacero, al fin, no quebró el plomo del cielo, la niebla no parece querer expresarse y el sol es todavía tenue, incapaz de evaporar el rocío que se aplasta contra la grama, las cañas del hinojo y los espinazos del cardo corredor. El águila imperial sobrevuela aquellos cazaderos, pronto se abatirá sobre los conejos que medran junto al marrubio y los juncos de las vaguadas. Calar busca algún rastro, alguna huella sobre aquel pastizal amparado de coscojas y de encinas tan longevas como las cinco generaciones de antepasados que le precedieron en el poblado del cerro de la Hermana de Arriba. Calar escucha con asombro lo hipnótico de aquel silencio. Aquel lugar parece mágico, henchido de misterio, quizá también sea fértil en leyendas que aletargan aquella belleza ilimitada. Las encinas centenarias hunden sus raíces en una tierra tan áspera como feraz. Raíces que engarzan la savia de la vida, a través de la albura del tronco y de las ramas, con las hojas más altas de aquellos impasibles, recios, imperecederos gigantes. Dos dimensiones, la telúrica y la celeste, unidas a través del líquido cordel de una savia que no es sino la sangre de la encina fluyendo por sus arterias vegetales. La savia, el elixir de la longevidad, el látex de lo inmarcesible y, quizá, también el fluido de la vida eterna. Hay una quietud extraña sólo alterada por el aleteo de las torcaces en la techumbre de las encinas y el gorjeo del zorzal entre sus hojas coriáceas. Un corzo ladra desde el Collado de los Órganos, al naciente, muy cerca del paraje del Tobarejo. Calar se detiene en aquel círculo, en aquel rodal de génaves amarillos formado por las carrascas más ancianas, los tallos quebrados, grises de las tobas y el azulear pálido de las retamas. Calar escucha, pero sólo el viento del norte, al filtrarse por el perenne entramado de las hojas, parece acudir a aquellos perdederos. Hasta que, entre las sibilancias de ese viento del norte, el hombre de quijada estrecha escucha algunas ramas secas al quebrarse, un piafar inquieto de caballerías, algún relincho de insatisfacción, un lamento tenue, algún exabrupto, aquellas voces encorajinadas.

Situación del paraje de la Junta de los Arroyos. Siles

Reverbero de oro viejo, el metal de su puñal comienza su mandato de represalia, odio enquistado y honor. Regueros generosos de sangre escarlata destellan, de nuevo, sobre el torvisco, los espartos y el tomillo. Hay quejidos, rumor de huesos y coyunturas al quebrarse, manoteos espásticos y sorpresa en las pupilas, en las mandíbulas, en la conciencia de los que sabían a qué se arriesgaban tras lo trágico de sus fechorías. Y allí, tras aquel reverbero de oro viejo, en aquel albañal de muerte y desagravio, es donde, al fin, Calar logra liberar a su familia.

Plegarias al dios del Sol y al de las Encinas Centenarias, también al dios de las Montañas Umbrías del Norte y de las Grutas. Abrazos, palabras de alivio, gritos, besos y algunas lágrimas bajo el vuelo circular, lento del buitre leonado, el aleteo estático de los cernícalos y el solemne planeo del águila real. Caricias incrédulas entre aquellas carrascas viejas, sobre la retama, tras las tobas demediadas, los génaves amarillos y las coscojas, junto al latir descabalado de unos corazones que celebran así, con jubilosa algarabía, el reencuentro con una vida que creyeron perdida para siempre.

Retornan despacio a las ruinas del poblado. Ya no hay prisa, nadie espera allí, sólo la ausencia, el duelo, la soledad. Y soledad es lo que encuentran, un desamparo que se esparce generoso, lento, irremediable entre los escombros como lo haría el aceite de los frutos del acebuche en el agua de un estanque. Algún crepitar de brasas entre el silencio, sobre las cenizas, bajo los tapiales. Algunas humaredas que no se atreven a elevarse en vertical, sino que se arrastran como si fueran víboras en busca de presas a las que inocular su ponzoña. Olores acres tras las techumbres incendiadas, entre los zócalos de piedra que han soportado las acometidas de las llamas, por sobre los cadáveres del ganado y de los perros, en el azabache de las plumas de cuervos y cornejas, sus picos de pedernal merodeando ansiosos entre la carroña, sus graznidos rompiendo el necesario respeto hacia los muertos.

Ahora sólo queda cauterizar las penas, mitigar el sufrimiento, postrarse durante el duelo y resignarse ante esa condición de mortalidad que embarga a las personas desde su nacimiento. Ahora sólo queda honrar a los muertos, excavar su sepultura, sus cuerpos alineados frente a la muralla de piedras mampuestas, junto a dos enormes peñas entretejidas de cantuesos y coscoja, sí, honrar a los muertos bajo el templado viento del oeste y el graznido impertinente que aquellos pájaros embadurnados del negro de la noche, del dolor y de la pena. Honrar a los muertos con danzas alrededor de las sepulturas, cánticos acongojados y libaciones de aguamiel y del zumo de los frutos del madroño. También sentidas súplicas al siempre temido dios del Inframundo.

Amanece, al fin. Calar no ha logrado conciliar el sueño y el blanco de sus ojos se ramea del mismo color de los frutos del serbal, pero eso no le importa nada. Se incorpora, restriega las mandíbulas con un movimiento lateral hasta hacer rechinar el esmalte de las muelas y se asegura de tener cerca el reverbero de oro viejo de su puñal. Luego tiende los cuerpos de sus vecinos, muy despacio, en el interior de las sepulturas abiertas en la tierra, junto a la ribera del arroyo del Sabinar. Tierra que, de súbito y bajo esa luz tenue, auroral, se convierte en solar de restos mortales, de carne castigada, mordida por las alimañas, picoteada por los cuervos negros y las negras cornejas. Tierra que se estremece con la carne recibida y que convertirá, lentamente, aquellos cuerpos en hueso, en añicos de coyunturas, también en recuerdos de una vida demasiado corta. Esquirlas de hueso, añicos de gelatina y recuerdos que, tras reposar bajo el templado viento del oeste, colmatarán la memoria de Calar y de su familia junto a los chopos y los álamos blancos de la ribera del arroyo del Sabinar. La memoria guardada para siempre en los adentros de aquella tierra atormentada, angosta, dolorida. En la tierra sagrada de sus antepasados.

Situación del Arroyo de El Sabinar entre
los Cerros de las Hermanillas, junto al río Guadalimar

El relente del atardecer da paso a otra noche triste, desfondada, hasta que, de nuevo, el alba serpea por entre los brazos y el rostro de Calar. Es entonces cuando un viento extraño alumbra tolvaneras de violencia desconocida. El hombre cierra los párpados. Verdolaga y sus hijos también los cierran. Los cierran mientras elevan el rostro hacia las prematuras caricias de aquel sol frío, mientras suplican al dios del Inframundo que transporte las almas de los asesinados a los inasibles parajes donde habitan los espíritus sosegados de los muertos.

El recuerdo de lo acontecido perdurará en aquella tierra por sobre escarchas, aguaceros, nevadas, tormentas, hielos y sequías. La memoria de aquel día aciago perdurará demasiado tiempo, durante todas las estaciones que acompañen a los afanes de los hombres. Aquellos sucesos se relatarán junto al fuego del hogar en los inviernos y, quizá, transformados en leyendas, pasarán de padres a hijos durante generaciones. No habrá olvido, sólo recuerdos que jamás deberán encarnarse en realidad.

Cerros de la Hermanillas. Puente de Génave

Calar cierra los párpados, relaja sus brazos y también su conciencia. Sabe que podrá ahora descansar, una  vez  concluidas  sus obligaciones con la tierra y con el reverbero de oro viejo de su puñal, una vez restaurado el honor de su pueblo. Ahora comenzarán otros afanes más valiosos, más gratificantes, comenzar una nueva vida en esa casa que reconstruirán en el poblado del cerro de la Hermana de Arriba. Una nueva vida con sus hijos y junto a Verdolaga, la mujer más hermosa de esta tierra al cierzo del río Guadalimar. La mujer a la que ama. La mujer que alberga en sus pupilas todo el color de las flores del romero y de las malvas.


lunes, 13 de octubre de 2025

14º Premio Domingo Henares. DE AFANES Y RECOMPENSAS... (1ªparte)

Un año más se ha llevado a cabo el Concurso de Relato Histórico "Domingo Henares" convocado por el Ayuntamiento de Puente de Génave. En esta 14ª edición ha resultado ganador D. José Agustín Blanco Redondo con su relato, centrado en la Edad del Bronce en algún lugar cercano a este pueblo junto al río Guadalimar, titulado "De afanes y recompensas...". Como viene siendo habitual reproducimos este relato ganador, por su extensión dividido en dos partes, para así situarnos en una época histórica donde las particularidades de la vida estaban enfocadas a la simple lucha por la subsistencia.

De afanes y recompensas…

José Agustín Blanco Redondo.

“Se cierne el águila en la cumbre del cielo, el cazador y la jauría cumplen su círculo.” T. S. Eliot.

 

Cerro de la Hermana de Arriba. Edad del Bronce. Año 1366 a.d.C.

El viento del norte arrecia. Baja desde el cerro Blanco y el alto de la Retamosa a sacudidas, con avaricia, con usura, con una destreza capaz de acobardar al águila imperial, a los estorninos, al azor y a las torcaces. La tierra seca se eleva en una tolvanera de avance incierto. Las urracas aletean mientras rozan el ládano de las jaras con la premura de sus graznidos. Un cielo de pizarra y de galena se cierne sobre aquel campo que fue roturado antes de la estación del calor, las golondrinas, el abejaruco y los mosquitos. Las oropéndolas, el autillo y el alcaudón se marcharon hacia aquella remota templanza del mediodía hace ya más de dos lunas nuevas y ahora es el tiempo del retorno del milano real y de los zorzales desde las lejanísimas tierras del noreste.

José Agustín Blanco Redondo

Calar deja el arado, levanta la mirada hacia ese cielo gris, escupe sobre los tormos y se restriega los ojos con el dorso de la mano. El buey derrocha mansedumbre y agacha la testuz, esperando las órdenes de aquel hombre de quijada estrecha. Pronto comenzará la estación de los temporales. Las víboras hocicudas, el lagarto ocelado y las culebras de escalera ya se han guarecido en sus cubiles del final del otoño, falta apenas un ciclo lunar para la noche más larga, la noche del solsticio y la siembra del cereal debe terminarse con premura. Las tierras al poniente del arroyo del Tamaral, al norte del paraje de la Tejera y antes de su engarce con el río Guadalimar, son fértiles, profundas, buena tierra para el trigo, la cebada, el centeno, las lentejas y las habas, no como las laderas que enfrentan, al suroeste, el poblado donde habita con el arroyo del Sabinar y el cerro de la Hermana de Abajo, apenas un sustrato de romeros lánguidos, coscojas mortecinas, avena loca, cantuesos deslavazados y sabinas de querencias rastreras.

Paraje de las Hermanillas. Puente de Génave

El hombre pasa la noche al socaire de unos acebuches, arrebujado en una piel de vaca curtida con la corteza de los robles. Calar se duerme al fin junto a una lumbre fragante de ramas de encina y, al amanecer, marcha en dirección al poblado del cerro de la Hermana de Arriba. La niebla se agarra a la tierra como el cabrito unce su hocico en la ubre de su madre. Está cansado, pero no desfallece, tiene que llegar cuanto antes, sabe que allí le están esperando. Es su hogar, el descanso de coyunturas, huesos y carnes magras, la lenidad de un lecho de esparto y lana, la tibieza de las brasas de la lumbre, el asiento del sosiego. Su hogar, el parapeto de todos los vientos, del aguacero y de la escarcha. El hombre guía con una vara de fresno la grupa del buey hacia el norte, por entre el brezo, las sabinas y la retama. Cruza el río por un vado de álamos blancos y chopos viejos hasta alcanzar el engarce del Guadalimar con el arroyo del Zángano. Camina aguas arriba del arroyo mientras el sol, oculto aún tras el velo de la niebla, no es capaz de orientar al hombre hacia el poblado, pero Calar no necesita ninguna ayuda, conoce aquellos parajes con la minuciosidad con que las hilanderas tejen los paños de lana y lino, con la precisión con que el maestro fundidor forja los puñales de bronce, con la misma maestría con que la alfarera compone los cuencos de barro, con la destreza con que el espartero compone las esteras y las cinchas de pleita, con la misma pericia con que los pastores ordeñan a sus cabras y elaboran esas riquísimas cuajadas que, tras prensarlas y cubrirlas de sal, se convierten en quesos curados con romero, tomillo y manteca. Y sin verlo, puede ya imaginar el alto perfil del poblado donde nació, el poblado donde nacieron hasta cinco generaciones de antepasados suyos. Respira hondo y escupe hacia la mielga y los hinojos. Luego aprieta el paso mientras el buey humilla la testuz delante de aquel hombre de quijada estrecha.

La niebla no se disipa, es un lienzo opaco que humedece los campos, confunde a los raposos y distorsiona sonidos, perfiles y distancias; un lienzo que difumina el contorno de las encinas, de las rocas, de las riberas y vaguadas, pero a Calar eso no le importa nada, está acostumbrado a forcejear con la niebla, la conoce, la comprende, la respeta. Al final, la niebla cederá en sus afanes y, para entonces, Calar ya habrá cocinado las gachas y la caldereta de chivo sobre las brasas de leña de encina. Pronto dará por concluidos sus afanes con la tierra para comenzar otros más gratificantes, frente al fuego del hogar, el tasajo de ciervo y un delicioso queso de cabra aderezado con dulce de escaramujo y miel silvestre de retama. Sí, podrá dedicarse a afanes más placenteros: narrar a sus hijos historias antiquísimas, leyendas de sus ancestros, relatos en los que intervienen alquimias, hechizos, seres sobrenaturales y deidades con poderes absolutos, cuentos que no deben perderse en el páramo del tiempo y formulaciones de remedios naturales para los males que afligen a los mortales. También le esperan esos afanes de esperanza que se albergan en los proyectos de futuro de sus hijos: padre, yo quiero ser cazador de venados, lobos y jabalíes; yo quiero ser guerrero y manejar con habilidad la honda, el arco y el puñal de bronce; yo quiero ser la alfarera más diestra del poblado; a mí me gustaría aprender las mañas sanadoras del hechicero y conocer las virtudes curativas de esas plantas que almacena en vasos de cerámica, botes de madera y saquitos de arpillera. Pero, sobre todo, Calar desea hablar con Verdolaga, su esposa, y reír junto a ella, y soñar junto a ella, y esperar el futuro y su destino junto a la mujer más hermosa de esta tierra al norte del río Guadalimar, la mujer que alberga en sus pupilas todo el color de las flores del romero y de las malvas.

Calar presiente que algo va mal. Y aunque aquel sucio manto con que la niebla mineraliza su mirada impide cualquier certeza, el hombre deja atrás al buey y corre hacia el poblado del cerro de la Hermana de Arriba. Ya está muy cerca. La niebla entrevera su vapor con esas columnas de humo que reverberan en negro pálido por sobre la muralla de piedras mampuestas. Calar se detiene, de súbito, en un vano intento por abarcar con su mirada la magnitud de la desgracia. Pero allí, en las puertas desguazadas del poblado, sólo le recibe un silencio oscuro, helado, impenetrable. Un silencio que se cierne, junto a un insolente, negro trajín de cuervos y cornejas, sobre las ruinas de las casas, entre los animales muertos, sobre los cadáveres de sus vecinos.

Calar, entre aquellas callejas que ahora le parecen un solar de pesadilla, tuerce los labios, endurece las pupilas y aprieta su quijada estrecha hasta hacer crujir las muelas. Una leva de bandidos montaraces acaba de asaltar el poblado. El hombre hinca las rodillas en la tierra y, entre lágrimas no alumbradas, mastica una plegaria al dios de la Vida y de la Muerte, la mirada ausente, la incertidumbre latiendo en las sienes, un espasmo deslizándose por sus brazos, por sus piernas, el paladar embadurnado como de espádices de carrizo. Calar se incorpora y busca desesperado a su mujer y a sus hijos, pero todo es en vano. Por entre el alivio de saber que no han sido aún asesinados, el hombre quiere creer que se los han llevado, tal vez, para que trabajen en la esclavitud, para venderlos en tierras ajenas o para satisfacer la lujuria y los caprichos de aquellos malnacidos. No queda nadie en el poblado. Nadie que albergue la tibia llama de la vida. Un caballo desbocado galopa alrededor de la muralla, los ojos aterrados, el vapor de sus belfos entreverado de niebla, su pelaje castaño brillando con relumbres de cuarzo, sí, es el único ser vivo que aquellos canallas no han logrado capturar. El único testigo de aquel desastre transido de sangre, dolor y muerte.

Aquel caballo con relumbres de cuarzo, su valor y un puñal de bronce. No necesita nada más.

El hombre remonta, al galope, los meandros del río Guadalimar. Sabe que marchan por su ribera para así dotar de certezas aquella huida, sólo de esta forma evitarán extraviarse con la niebla. Aquel denso manto de vapor es ahora el aliado de Calar. Conoce bien los ribazos del río, está harto de recorrerlos desde niño, conoce cada meandro, cada chopo, cada sauce, cada fresno, cada álamo blanco.

Cerro de la Cabecilla

        El hombre galopa hacia el naciente, junto a los tamujos, la zarzamora y los rojos frutos del rosal silvestre. Deja atrás la junta del arroyo de Peñolite con la ribera sur del Guadalimar, también el engarce del arroyo de la Tinada con la umbría del río. Luego, hacia el norte, divisa apenas el cerro Cabecilla mientras galopa junto a los bravíos parajes de Los Llanos de Abajo y El Albercón, muy cerca de la entrega del arroyo de Camarillas al Guadalimar. La niebla se aplasta aún sobre estos solares pergeñados de carrasca, enebros, coscoja y robles viejos. Cuando las aguas del arroyo Gachamigas se funden con las del río, la niebla muda su opacidad estricta por algunas hebras claras, famélicas que se deslavazan hacia el poniente. El sol las atraviesa, y las quiebra, y las diluye como la miel oscura de retama se disuelve en la leche de cabra recién hervida. Enseguida se dirige al norte y al naciente, deja al mediodía las cuarcitas de La Piedra del Hambre y alcanza el alto de Oruña, en el mismo centro de la sierra del mismo nombre. Es allí donde logra dar alcance a los bandidos más rezagados, apenas cinco despojos humanos aturdidos aún por el zumo de los frutos del madroño. La justicia de su puñal —cobre y estaño fundidos en un bronce afilado con esquirlas de piedra arenisca— redime a los bandidos de las miserias que tuercen sus vidas desde antaño, quizá desde su nacimiento. El metal de su puñal es una curtida lámina de bronce, de una aleación de cobre y estaño arrancada a golpe de pedernal de los entresijos de las sierras que se yerguen allí donde se ensombrece la tierra y se alumbran los dominios del dios de las Montañas Umbrías del Norte y de las Grutas, montañas donde las pinturas ocres se plasmaron por las manos firmes de los hombres de antaño con pigmentos desconocidos, tenaces, imperecederos. Allí, en las paredes de cuarcita, pintaron figuras esquemáticas para súplica y honra de un dios que, al anochecer, parece cobijar en sus entrañas telúricas a ese otro dios, el más fuerte, el que riega de luz la debilidad de los mortales, el dios del Sol. Sí, el estaño y también el cobre, ese milagro que el maestro fundidor, el fuego de leña de encina y las vasijas de barro cocido rescatan de la escoria en goterones del mismo color de la ceniza del aladierno para luego ser purificado en crisoles que destilan esas coladas de metal fundido.

-----continuará.........

viernes, 26 de septiembre de 2025

LA BOLEA. UN JUEGO DE LA SIERRA DE SEGURA

Dentro de la recopilación de los juegos más tradicionales practicados en la Sierra de Segura, y como complemento al artículo que hacía referencia a las características del juego de los bolos serranos, Alejandro F. Idáñez Aguilar, ha buscado las particularidades del juego de la bolea muy practicado y popular en los lugares de la parte baja de la Sierra de Segura que a continuación reproducimos.

EL JUEGO DE LA BOLEA.

Por Alejandro F. Idáñez Aguilar.

Así como los bolos es un juego o deporte plenamente vigente, con competiciones reguladas, la bolea ha perdido su presencia activa en los pueblos y aldeas donde se jugaba tradicionalmente, que con mayor intensidad comprendía los pueblos de Génave, Villarrodrigo, Puente de Génave, Arroyo del Ojanco y varias aldeas como Los Pascuales, La Gracea, Bonache, etc., aunque antes se jugaba en pueblos como Orcera, Segura, La Puerta de Segura, Siles y otros, es decir, lugares de la zona baja de la Sierra de Segura, quedando constancia de este juego en la nomenclatura local al existir calles llamadas “de la Bolea”, en localidades como Orcera, Arroyo del Ojanco o Puente de Génave.

Este deporte se practicaba en todos los pueblos cercanos del sur de la provincia de Ciudad Real, como Torre de Juan Abad, Montiel, Albaladejo, La Puebla del Príncipe, Terrinches, etc., y otros en la provincia de Albacete, tales como Bienservida, Villapalacios, Salobre, Alcaraz, Cotillas, Villaverde del Guadalimar, Yeste y Nerpio, además de las zonas mencionadas de la Sierra de Segura.

La bolea es un deporte o juego estrictamente varonil que puede entrañar algún peligro para presentes y viandantes, sobre todos los niños, por lo que exige cierta vigilancia del campo de juego para evitar accidentes; conjugando perfectamente la fuerza física y la habilidad o la «maña» del boleador, y requiriendo hombres enjutos, templados y con fibra, ligeros, dotados de gran agilidad y tino o precisión en el tiro, para que la bola «pique» en el lugar preciso en busca del rebote más favorable, por lo que el conocimiento del campo o espacio de juego es fundamental para el jugador. Es lo que los viejos boleadores dicen que la persona ha de «tener gracia para tirar». La práctica de este juego comienza normalmente de los 16 a 18 años entre los jóvenes, y entre los mayores se llega a los 50 y más años.

El partido de bolea era actividad indeclinable de jóvenes, mozos y adultos, solteros o casados, que en los días festivos tenía lugar en sesiones de mañana o tarde, en cualquier época del año con tal de que hiciera buen tiempo que permitiera la práctica del juego, y, sobre todo los domingos y en las fiestas «señalás» (día de la Ascensión, Corpus, fiesta del patrón del pueblo, como San Isidro en el Puente, o el Cristo de la Veracruz en Orcera).

La asistencia de público al juego era habitual, y solían tomar partido por uno u otro de los contendientes, porfiando por este o aquel con apuestas que eran de vino, cuerva, cerveza, etc., que debería pagar el perdedor o el equipo derrotado, conforme el resultado final del juego, tras haber terminado éste y una vez jugada la revancha si así se había acordado.

En la localidad de Arroyo del Ojanco se acostumbraba a beber mientras se jugaba, de acuerdo con el viejo aforismo que establecía: «punta ganá, punta bebía». Los lugares donde se tomaba el convite eran: en los Pascuales, en la tasca de Pedro Díaz; en Orcera, las tabernas de Juana Mateo o de la Paca, que estaban en la calle principal de Wenceslao de la Cruz, o en la de la Hermana Luisa, que abría sus puertas en la calle del Calvario, junto a la ermita del Santo Cristo, y también en la tasca de «Chisneja», de la calle Asunción. En Arroyo del Ojanco, la consumición tenía lugar en el bar de Ricardo Tenedor, y en Génave se bebía vino de pellejo en casa de Guerrita, en la taberna de Domingo Carrillo o en la de Perules, acompañado a veces con garbanzos tostados o lirios secos, unos pescados salados que había en la posguerra, mientras que en Puente de Génave la taberna de Ventura era el lugar habitual.

El campo.-

La bolea se juega al aire libre, por lo general en los mismos extramuros de la población o callejuelas de aldeas o pueblos, casi siempre en caminos de tierra o carriles, o en las eras empedradas donde se trilla la mies. A veces se jugaba incluso «a campo traviesa», es decir, por barbechos o rastrojos en tierras de labor, sin lugar prefijado de antemano, para añadir dificultad a su desarrollo y a los tiros. Aunque no es preceptivo, el campo debe estar algo pendiente, tirándose hacia abajo una punta y la siguiente hacia arriba, según era costumbre. Siempre era esencial que la tierra estuviera seca y el suelo en buenas condiciones para que las bolas rodaran.

En Orcera se boleaba en lo que hoy es calle de La Bolea hasta el Llano Romero, y en el camino de Benatae, desde El Correo o el Convento hasta el Puente de los Curas, y a veces se llegaba hasta el mismo pueblo de Benatae. En Los Pascuales, desde la misma aldea a La Asomadla. En Arroyo del Ojanco, en la Bolea, que era el camino del cementerio, y hoy es una calle que se le conoce también como calle de los Muertos. En Puente de Génave, en La Bolea, paralela al río Guadalimar aunque en la actualidad ha pasado a desarrollarse en la zona del Cortijo de la Ánimas junto a la carretera a Los Pascuales; en Génave se boleaba en el camino del cementerio en el paraje de Los Mesaos, o en las Eras Hondas, sobre todo si se tiraba al pique. En la cortijada de La Gracea, tiraban en las eras de piedra, por encima del cortijo.

Las bolas.-

La bolea se juega con bolas de hierro —de acero al manganeso, de las usadas por los molinos trituradores de áridos y similares—, de gran dureza y resistentes al roce y abrasión de las piedras, en las que pica y resbala, saltando a veces chispas al fuerte y rápido contacto. Las bolas son de varios pesos y tamaños, por lo que se emplean pareadas, o lo que es igual, dos bolas iguales de peso y tamaño con las que tiran los jugadores o equipos del partido. Su peso varía entre los 500 gr., las más pequeñas, hasta las de 1300 gr. de las grandes; siendo las medianas son las de 700-800 gr., que eran las que se usaban para tirar más corrientemente. En Génave eran muy apetecidas las bolas tamaño pequeño o del «Pinche», y las medianas o de «coscorretes» por ser muy «manejeras».

Según su volumen o tamaño, las bolas oscilan entre los 5­6 cms. a la de 12­15 cms. de diámetro, designándose popularmente a las bolas más chicas yemas de huevo o gállaras. Excepcional era en La Gracea, donde las bolas grandes de 1500 gr. tenían un chafe, rebaje u pequeño orificio para meter el dedo corazón e impedir que se escurrieran, al no poder abarcarla bien con la mano por su excesivo diámetro.

Modalidades de juego.-

Son dos las modalidades de juego más usadas, que hacen referencia a la manera de sacar o lanzar las bolas, y a la forma de contar el recorrido de las mismas sobre el campo, ambas muy entrelazadas como veremos. El lanzamiento de la bola desde la raya de salida ha de hacerse de un modo uniforme por todos los participantes, para evitar ventajas, siendo las modalidades más frecuentes:

-«A volapié».

Se ejecuta sin tomar impulso alguno y sin levantar el pie derecho del filo de la raya, pudiendo únicamente rajar la raya adelantando un paso con el pie izquierdo con la inercia del tiro y el otro puede deslizarse sin separarse del suelo un paso. Caso de separarse del suelo el pie derecho, se incumple la norma de rajar la raya, y el tiro de la bola era nulo, debiendo repetirse el saque o tiro. Es lo que se llama tirar a mata raya.

-«A carrera».

Consistente en hacer el lanzamiento de la bola tomando impulso hasta la misma raya de salida o sitio acordado. Cuando se permite traspasar la raya, se denomina tirar a cruza raya. El juego se inicia siempre desde la raya que también se llama efarre, desde donde se efectúa el saque o lanzamiento de la bola. Sacar es sinónimo de efarrar en pueblos como Orcera o Puente de Génave, y lugares como Los Pascuales, La Gracea, etc.

Las técnicas de tiro variaban entre jugadores, aunque lo más frecuente era lanzar la bola por debajo del brazo, parado o a la carrera, aunque otros lo hacían por encima, y algunos giraban una vuelta completa el brazo para ganar más impulso antes de lanzarla, todo lo cual estaba permitido, ya que cada uno era libre de hacerlo a su estilo; sin embargo, predominaba la modalidad de tirar a palma, es decir, abriendo pronto la mano y soltando los dedos con habilidad para despedir la bola, pues de lo contrario se agarraría y saldría un tiro defectuoso. A la cagarrilla, se dice burlonamente de la bola que se tira al rule dejándola caer para que siga el curso del terreno, o buscando un pique cercano adecuado. Se considera otro del jugador poco capaz, y su uso era infrecuente.

En cuanto a las formas de contar el espacio recorrido por las bolas en cada tiro o lanzamiento, dos son las más usadas: las denominadas al pique, llamada también al hueco, y la otra modalidad al rule o al raso. Como se colige de los nombres, el recorrido de la bola se cuenta en la primera modalidad por el lugar exacto desde la bola cae o pica por primera vez en la tierra, sin considerar el espacio que recorra después. La segunda, por el contrario, tiene en cuenta la totalidad de la distancia que la bola recorre en su curso hasta el punto del terreno donde quede completamente parada.

Las reglas del juego son muy simples pues la bolea se juega de forma individual, entre los jugadores en un mano a mano clásico, o por equipos, formados siempre de dos en adelante y sin límite alguno en cuanto al número de componentes o jugadores, aunque lo habitual eran los equipos formados por tres miembros, «trés para trés» en el argot de los boeladores. El jugador más hábil solía ser el capitán o jefe de cada equipo, que llevaba la voz cantante de su conjunto.

Existen dos modalidades de contar el tanteo en el juego: la normal y más común del partido, y la de puntas corrías. El juego se denomina partido, y cada partido consta de cuatro puntas. La punta se compone de tantos tiros como jugadores hay en cada equipo se juegue por equipos o individuales; en este último caso la punta es de dos tiros. La bolea se juega a dos o cuatro partidos ganados, como norma general, a menos que se convenga otra cosa, siendo su extensión un punto previo a fijar. Si el vencido pide la revancha, es potestativo del ganador concederla o no, jugándose a continuación o al día siguiente si era tarde o se hacía de noche. La puntuación se lleva por puntas, iniciándose de nuevo en cada una de ellas, no arrastrando los tantos el perdedor. El sistema de «puntas corrías» se jugaba casi siempre a 5 ó 6 puntas, ganando quien antes llegue al número propuesto, y se diferencia del partido en que el perdedor mantiene la puntuación o tantos ganados hasta el final.

Las tiradas se inician desde la raya de salida, no pudiéndose «rajar» la raya, siendo nulo el tiro y debiendo repetirse caso de rajarla, si así se había convenido, o por el contrario, debiendo rajarla al hacer el tiro, para añadir dificultad al lanzamiento, cometiendo falta el que no la raje según lo acordado, siendo ésta última la modalidad más empleada sobré todo tirando al volapié. Los tiros nulos pueden repetirse hasta tres veces como máximo, en algunas localidades. El juego suele iniciarse tirando la bola por el sistema denominado «a volapié» o sin tomar impulso; la segunda punta se tiraba «a carrera», aunque todo ello dependía del jugador primero o mano, que puede elegir sistema o modalidad de juego a seguir. En el juego participan todos los boleadores de cada equipo, que tiran la bola alternativamente.

El lugar de saque lo elige el mano (jugador o equipo) que tira primero. Los segundos y posteriores tiros han de realizarse desde el lugar donde ha quedado parada la bola del tiro anterior, salvo que se convenga otra cosa. El segundo partido se saca donde se ha terminado el primero y, por tanto, en sentido inverso al anterior. Caso de empate de un tiro, dirimido según la «seña», los jugadores han de repetirlo. Completada una punta, el equipo ganador saca bola, empezando la segunda punta de regreso hasta completar el partido. Si se juega «a campo traviesa», se tira seguido sin volver a la raya de salida hasta terminar el partido.

El origen de un partido tiene dos vías: el de la apuesta que se formaliza entre dos o más boleadores, o la simple porfía o desafío, entre dos «esafiaos» en el léxico del boleador. En cualquier caso, siempre mediaba la apunta de una consumición en la cantidad acordada, que era por tanto requisito esencial del juego. La formación de los equipos se convenía entre los jugadores apostantes, o bien se procedía a su selección entre los presentes, tratando de que cada equipo se formara con jugadores de características o facultades parecidas, para que las fuerzas de cada uno resultaran lo más equilibrada posible. Una vez formados los equipos, sus cabezas acuerdan los criterios que han de regir el juego, empezando por la elección de la «seña», o referencia para dirimir los casos de duda entre bolas igualadas. Otro detalle a convenir es si se permitía o no hacer «pasillo», o mover el pie derecho al tirar la bola cruzando la raya de salida, cuando se tira al volapié. Asimismo, se podía establecer la modalidad del juego, forma de saque, etc., y a falta de acuerdo las imponía el que sacaba primero. Se acuerda también el número de partidos del juego, siendo la norma general de dos partidos y un tercero en su caso para desempate, o de cuatro partidos ganados; si se daba o no revancha, clase de tanteo a seguir, etc.

Otro punto importante era ajustar la potencia inicial de los contendientes individuales, compensando al más débil o jugador más flojo dándole uno varios cosos, izquierdos o derechos, que son unos tiros libres complementarios que se lanzaban con la mano agarrada atrás o a la espalda, tirando por debajo de la pierna sin levantar el pie del suelo, e incluso corriendo. Estos tiros se sumaban a los normales del juego que hacía el mismo jugador beneficiado con ellos, y se daban en el mano a mano. Esta compensación era usual en Génave. En otros lugares se hacía dando tiros o alguna punta al contrario como ventaja inicial compensatoria. Puede también acordarse sacar la bola tras cada tiro, en vez del lugar en que haya caído, desde otro lugar más apacible como una carretera, carril, etc., y en sitio equivalente de acuerdo con la «seña» establecida.

Por último, se decidía el equipo que iniciaba el saque y por consiguiente el juego, para lo que se echaba al aire un tejo de dos caras, en una de las cuales se había escupido, eligiendo los cabezas de equipo entre pan o vino, según fuera la superficie seca o mojada la elegida. El acertante se convertía en el mano, con las prerrogativas de tirar primero eligiendo la modalidad del saque que ha de regir en la punta que se iniciaba, y que los demás jugadores tenían que seguir obligatoriamente, a menos que se hubiera pactado otra cosa, y a continuación de su tiro lo hace otro del equipo contrario, tirándose luego desde la nueva raya o punto donde hubiera quedado parada la bola. El ganador de una punta tiene también la facultad de elegir el sistema de saque o tiro que ha de regir en todos los jugadores en la siguiente, cuyo principio no pueden transgredir los contrarios. En La Gracea y Puente de Génave, se permitiría que, aunque se hubiera estipulado otra cosa, un jugador pudiera tirar la bola o volapié voluntariamente, pero nunca a la carrera. En casos dudosos sobre la posición de una bola, se resolvía de acuerdo con la «seña» puesta antes, o establecida por común acuerdo de los jugadores como sabemos, que casi siempre era un accidente geográfico del terreno, por ejemplo, en Génave era el Picarzo, un monte situado al este del pueblo, con cuyo punto se confrontaban las bolas para determinar la ganadora o el empate y repetición del tiro.

Las técnicas del tiro son muy variadas, dependiendo de multitud de factores como las características del jugador o boleaor, el campo o lugar donde se juega, viento dominante, situación de los piques o rebotes, tiempo atmosférico, condiciones del recorrido, etc. Del mismo modo es importante tener la mano de salida, pues el primero señala el lugar del saque, que con frecuencia es factor muy influyente para el curso del partido, dándose casos en que se ha sacado desde un pozo, una cueva o subido encima de una pared, o en sitio insuperable para el contrario por imposición del mismo, ya que los demás jugadores habían de hacerlo en el mismo sitio y de igual forma, procurando que la bola del contrario caiga en sitio inaccesible, y creando en definitiva toda clase de trabas e inconvenientes al contrincante. Finalmente, el cabeza de equipo o jugador mejor de cada conjunto contendiente, podía reservar su intervención en el juego para tirar en último lugar, conociendo la marcha del juego y de la punta disputada, decidiendo muchas veces el resultado con su tiro, aunque ello dependía de cada cual, y otros seguían criterios diferentes, puesto que la norma general era la libertad individual en el orden de tirar los boleaores, que no era fijo y podían hacerlo por el que quisieran.

Siendo la finalidad del juego de la bolea cubrir la mayor distancia posible sumados todos los tiros de un jugador o equipo, es obvia la necesidad de utilizar las técnicas más adecuadas a tal fin, que mejor se adapten al campo y condiciones del juego, y que cooperen al alargamiento máximo del trayecto recorrido por la bola en cada lanzamiento, debiendo evitarse en todo momento incurrir en algunos de los defectos más usuales, cuales son el de colgar la bola, enchinarla o reventarla. Colgar la bola, es lanzarla tan alta que su recorrido se ve por ello mermado, quedando siempre un tiro corto al perder impulso longitudinal la bola. Bola reventa, es aquella que sale despedida en sentido transversal al de su lanzamiento, al tocar mal o defectuosamente en el pique, raso, etc., por lo que no avanza hacia adelante al desviarse su trayectoria. Esta anomalía sólo puede producirse cuando se tira al rule, y no existe nunca tirando al pique o al hueco. Bola enchiná, es la que pica en terreno blando, china, etc., y queda muerta en el sitio no saliendo despedida. Error frecuente es que se escape o resbale la bola de la mano del jugador al lanzarla, lo que corrigen los boleadores enrollándose entre los tres dedos de la mano una cuerda fina que llaman cordelillo. El error contrario es cuando la bola se agarra, lo cual suele ocurrir a algunos boleadores, saliendo la bola hacia arriba con gran peligro para los presentes y suponiendo un tiro defectuoso.

Al finalizar el partido, los boleaores, y a veces algún seguidor, se disponían en amigable camaradería a consumir la apuesta, que podía ser media arroba o una cuartilla de vino o cuerva acompañada de garbanzos tostados u otras menudencias, y rara era la vez en que de la alegre libación, entre discusiones y bromas, no surgía el concierto de un nuevo partido de bolea entre los presentes, que de esta forma iban perpetuando en sí mismos los viejos principios o fundamentos del juego, que cada tarde se revivían en ellos al empuñar airosos y gallardos las bolas en las «raya» o «efarre».

Todavía se bolea en las fiestas patronales de San Isidro en Puente de Génave, o el día del Señor (Corpus Christi), tirando ahora en el cortijo de Las Ánimas, por la carretera de Los Pascuales. Algunos encuentros de rivalidad entre pueblos fueron muy notables, por la calidad de los boleaores, como el que enfrentó a Manuel Zorrilla y Manuel «Zancas» de Los Pascuales, contra «El Follón» y «El Herrero», que tuvo lugar en Puente de Génave, y que ganaron los primeros, o el celebrado a doble vuelta entre Casiano Pérez y José Pascual de La Gracea, contra Eduardo Zorrilla y Joaquín Samblás, de Génave.

Entre los últimos practicantes de este varonil deporte o juego destacan como buenos boleaores los que aparecen como informantes de Génave, debiendo mencionar entre los antiguos a Paco Solano, tirador muy seguro al hueco; Eugenio Rodríguez «Sopas», fijo y muy limpio de ejecución, y Adolfo Muñoz Zorrilla «El Mudo de Plumas», inigualable tirando al rule o raso; Crescenciano Sánchez, el herrero; Venancio Rodríguez, «El Cerpudo», y tantos otros. En la última época destacó sobre todos Salomón Garrido (más conocido por «Salomoncillo»), ya fallecido y modelo de tirador certero, limpio y de una gran seguridad.

En la aldea de La Gracea, perteneciente al término de La Puerta de Segura, sobresalen los hijos de Casiano —Francisco, Pedro, José María, Fortunato y Casiano Pérez Idáñez—, y más antiguos fueron Eladio Alarcón, Casiano Pérez y Segundo Idáñez, tiradores de casta. En la también porteña aldea de Los Pascuales descollaron entre otros, Gregorio Muñoz, especialista al rule; Juan María Zorrilla al volapié; Noveno y Miguel Muñoz, Manuel «El Zancas» y Manuel Zorrilla Santoyo, campeón al pique y rule, que han sido los últimos boleaores. En el pueblo de Arroyo del Ojanco, fueron muy nombrados como boleaores, Eugenio Soriano, de Guadalmena; José Llavero y José María León, como también los apodados «Los Posaores». En Orcera hubo siempre boleaores de clase, como el apodado «Tartaja», Manolico el de Pinacho, los «Zarzas» y los hijos de Gregorio Robles.

En Puente de Génave fueron buenos boleaores «Los Bilorios» o Tiburcio Ortega, y antes Manuel Jiménez Vázquez «Trujillo».

La bolea se debate hoy al borde mismo del precipicio del tiempo y su desaparición entre nosotros es desde los años cincuenta ya un hecho triste y real, y sólo se mantiene arrinconada en la esporádica celebración de algún concurso de bolea, como una actividad más del programa de las fiestas patronales de algún pueblo. Ojalá y resurja otra vez del olvido de sus propias cenizas, y el metálico choque de las bolas contra las piedras de los caminos vuelva a resonar en las callejuelas y carriles de nuestros pueblos.

jueves, 19 de junio de 2025

UN JUEGO MUY NUESTRO. LOS BOLOS SERRANOS.

 BOLOS SERRANOS.

Por Alejandro F. Idáñez Aguilar.

Sobre el origen de los juegos populares, únicamente recordar que no parece muy acertada la idea que algunos sostienen que los juegos y deportes tradicionales son un neto producto del pasado, que la sociedad ha buscado nuevas formas de entretenimiento y la tecnología ha podido con lo tradicional que ya nada aporta a la formación y desarrollo de la sociedad, teniendo en cuenta que tales juegos permanecen aún vivos y prestan un positivo servicio a la sociedad de hoy, pues incluso algunos de ellos han experimentado en los últimos años un renovado fortalecimiento y su práctica ha proliferado mucho entre los jóvenes de nuestros días.

El juego a través del tiempo ha sido una actividad personal libre que, además, ocupa el tiempo de ocio o recreo para convertirse en complemento o parte esencial de la vida. Atendiendo a sus resultados, produce también alegría y satisfacción a quienes lo practican, reforzando los ideales humanos de expresión y de convivencia, de ahí su progresiva permanencia y vitalidad en la sociedad a lo largo de la historia, pues el juego conecta con las más hondas raíces de los seres vivientes, y es la razón de que haya trascendido a cualquier etapa de la cultura, por lo que puede afirmarse que pertenece a la raíz misma de los seres vivos, personas o animales, ya que ambos sienten la imperiosa necesidad de jugar.

Juego tradicional de bolos en la Sierra de Segura

Por otro lado, el juego es una manifestación autónoma que cuenta con unos límites concretos de tiempo y espacio, y se rige a su vez por unas reglas propias e inmutables que no cabe transgredir. De ahí que el juego cree un orden, y de hecho se convierte en orden en sí mismo, pero al propio tiempo produce incertidumbre, tensión o azar. En resumen, el juego acota espacio y tiempo, o lo que es igual, supone de alguna forma la cancelación temporal del mundo cotidiano, y cumple por tanto unas evidentes funciones, reguladoras sociales como es el reforzamiento y potenciación de la cohesión comunitaria.

LOS BOLOS SERRANOS.

Según es sabido, el juego de los bolos es el deporte tradicional de mayor práctica en el país, existiendo gran número de modalidades, estilos y denominaciones en los diferentes lugares, pues se le conoce también por otros muchos nombres como bochas, petanca, tangos y tornos o pasabolo tablón, o simplemente bolo en tierras castellanas, dándose gran variedad en todo el solar hispano. Su uso está muy extendido, pudiendo decirse que el mapa del juego abarca toda la geografía nacional, aunque su difusión y práctica se va perdiendo a medida que se desciende de la meseta castellana hacia el sur; probablemente sea la zona de la Sierra de Segura la de mayor importancia del juego de bolos en todo el sur peninsular.

Sujeción de las bolas en los bolos serranos

Cabe apuntar que en la comarca de la Sierra de Segura los bolos serranos comparten espacio con otro juego, muy particular también, denominado “bolea” y que se encuentra muy arraigado en nuestros pueblos. No hay datos que permitan aventurar una hipótesis sobre el origen de estos juegos en nuestras sierras, donde han permanecido casi intactos en su ejecución hasta los tiempos actuales, pero si podemos apuntar que la presencia de estos juegos ha seguido una evolución muy diferenciada, y en algunos lugares su práctica ha sufrido altibajos y alternancias que se han ido resolviendo con el predominio de uno u otro en algunas localidades, como por ejemplo Génave donde hay una calle denominada de “los bolos” cuando es un municipio asiduo cultivador de la bolea. De forma muy genérica, el mapa segureño podría delimitarse diciendo que, así como los bolos han tenido y mantienen su mayor arraigo en la zona de montaña y pueblos próximos, es decir en tierras forestales y pastoriles, la bolea tuvo sus bases más fuertes en los pueblos situados más al norte comarcal, más agrícolas y cerealistas, que se abren ya a las amplias llanuras de La Mancha cercana. En este aspecto, los pueblos de La Puerta de Segura y Orcera pueden considerarse como el punto neutro que sirve de enlace a ambas áreas. En el mapa que se inserta, pueden apreciarse los lugares donde cada uno de estos deportes o juegos tradicionales han tenido mayor arraigo en la última época. Pasamos ya a examinar cada uno de los factores que intervienen en estos juegos, empezando por los bolos serranos, que de esta forma son conocidos por todos. (mapa practica). En el presente artículo nos vamos a centrar en la descripción del juego de los bolos serranos, dejando para un próximo artículo las particularidades del juego serrano de “la bolea”.

-Elementos materiales de los bolos serranos.

1.-Campo o bolera.- Espacio de tierra alisada, compactada y sin piedras con unas dimensiones aproximadas de 7 metros de largo y anchura variable en función del lugar, que no suele delimitarse, y un tablón de madera o losa para colocar encima el primer mingo o bolo, en la comarca segureña. No obstante, en caso necesario se juega en cualquier lugar que lo permita, caminos, eras, etc., adaptándose al sitio disponible. En la parte cazorleña la bolera es más larga, entre 65 a 125 metros, y unos 8 a 20 metros de ancha.

Diferentes campos de juego

La bolera se delimita por el lado del saque con la línea de mano o mano en la zona de Segura, y línea de tira en Cazorla, y al final con la línea de borre, existiendo otras líneas intermedias en la versión de la alta Sierra de Segura y en Cazorla.

En resumen, puede decirse que las boleras de hoy —boleas en la dicción popular—, son más fáciles para el jugador al tener más cerca la línea de borre, utilizar cemento en el piso, etc.

2.2.- Bolas. De madera de cepa de enebro, ácer o carrasca, que suelen hacer los mismos boleros. Estas últimas, requieren unas especiales condiciones de conservación para que se endurezcan y evitar que se abran rajas o grietas en la madera, a cuyo fin se mantienen metidas en agua o cubiertas bajo una capa de basura o tierra húmeda, siendo menos aconsejable el agua a largo plazo; en la zona cazorleña las sumergían en gas­oil. Las de madera de enebro no abren raja. Hoy existen también de material plástico o fibra de vidrio que mejoran las anteriores porque rulan más, sufren menos roturas, son de mayor duración y no precisan cuidados de conservación. Su forma es circular y algunas algo achatadas por sus bases opuestas, y su diámetro es de 15 a 25­30 cms. y disponen de dos orificios para asirlas introduciendo los dedos de la mano en ellos para impulsarla con fuerza, uno redondo de 2­3 cms. para meter el dedo pulgar y otro de mayor tamaño, plano y alargado o redondo para los demás dedos, y que a veces suelen comunicarse interiormente, que llaman alambraura en la comarca segureña y alambraera en la cazorlana. Estos orificios llevan a veces unos refuerzos de chapa para que no se quebranten a los golpes. Su peso varía de 2 a 3 kgrs., lo que unido a su tamaño influye bastante en la manera de hacer el juego, ya que las bolas más chicas sacan más mingos de la bolera, y las más gordas derriban mayor número, pero en cambio sacan menos del campo de juego, requiriendo por tanto técnicas distintas de juego en el bolero, sobre todo cuando se emplean varios mingos.

Tanto las bolas como los mingos se hacen artesanalmente por muchos jugadores, algunos de los cuales son muy diestros y verdaderos expertos en su elaboración, como Eugenio Chacón, de la aldea segureña de El Robledo, al pie mismo del Yelmo, y otros muchos.

2.3.-Mingos.- Son hitos más finos por la punta y de «culo» o base más ancha, que se hacen de madera de carrasca, pino u oliva, y fabricación artesanal, aunque hoy existen mingos de otros materiales. Su altura oscila entre los 15 a 20 cms. y su diámetro entre 8­12 cms., y el peso entre 500­1.000 grs. Su número depende de la modalidad del juego que se aplique, y oscila de uno a cinco, cambiando igualmente su valor.

Los mingos se colocan en fila en el centro de la bolera a la distancia de un metro uno de otro o un paso entre viejos boleros, a partir del primero de ellos de mayor tamaño, o «mingo gordo», que se sitúa a 7 metros de la línea de mano apoyado sobre un tablón, losa o base a propósito de pequeñas dimensiones, ligeramente inclinada hacia la mano.

3.- El juego y sus modalidades

El partido es la unidad del juego de los bolos, y consta de dos puntas, independientemente del número de jugadores o equipos y modalidades en que se ejecute. El tanteo del juego se fija o acuerda por los mismos jugadores por lo general, y depende de su número y otros factores. En los bolos serranos existen en la actualidad dos sistemas de juego, que se corresponden con las dos formas de practicarlo más utilizadas: la versión tradicional, y la que podría denominarse versión moderna.

3.1.-Las modalidades tradicionales más antiguas son varias y tienen aplicación en distintas partes del territorio estudiado: la primera es la de la alta montaña o más propiamente de la Sierra, pues así es por todos conocida, que se juega por las zonas altas de Río Madera: Los Anchos, La Toba, El Parralejo, Los Huecos de Bañares, La Peguera del Madroño, Miller y, en general, en los núcleos de población de las cuencas y elevados valles de los ríos Segura, y todo el recorrido del río Madera y algunos puntos del valle alto del Guadalquivir, como Coto­Ríos, Bujaraiza, Pontones, Santiago de la Espada, Villanueva del Arzobispo, etc.; esta variedad se juega también en toda la zona cazorleña desde la aldea irueleña de Arroyo Frío, Vadillo, Burunchel, Cazorla, etc.

Otra modalidad que difiere algo de esta es la propia del pueblo de Segura, que tiene algunas variantes con las demás que se dirán, y la tercera versión o modalidad es la que se practica en las aldeas y cortijadas de toda la zona que se conoce como el Valle en el término de Segura como Rihornos, Valdemarín, Robledo, El Ojuelo, Carrasco, Cortijos Nuevos, Hornos, Cañada Catena, Beas de Segura, Pontones, etc…, y que cambia ostensiblemente de las anteriores. Cada una de las versiones expuestas tienen ciertas normas específicas que las diferencia de las otras.

Una de las variaciones más apreciables entre las distintas versiones del juego de los bolos serranos, es el número de mingos utilizados en cada una de ellas, que varía de uno a cinco, así como su valor. La modalidad de tres mingos es por otra parte más variada y vistosa, mientras que la de uno solo es más espectacular, y la versión de cinco mingos resulta algo pesada para poner en pie todos los que se derriban.

Práctica de bolos del valle

3.2.-El otro sistema o modalidad de juego, es el que hoy se practica con motivo de los modernos campeonatos, y que viene a ser una refundición de reglas de las distintas modalidades tradicionales, y tiende a unificarlos diversos criterios preexistentes, estableciendo un cuadro de normas únicas que rigen en la celebración de tales pruebas, predominando en la nueva normativa los usos y criterios de la versión del Valle en general. Sin embargo, otros sistemas intermedios se juegan a veces, como en Pontones, donde han pasado de 3 a 2 bolos, con valores de 2 y 3 puntos, desapareciendo el «bilre».

3.3.-Versión de la sierra.

Las principales notas de la versión de montaña, son:

a) Se juega con un solo mingo en lugar de los tres o más del valle.

b) No existe bilre de la bola, que por tanto no se birla en la montaña.

c) La línea de tirada o mano está más próxima del mingo (2,5 metros, aproximadamente).

d) Al final de la bolera existen otras rayas marcadas que aumentan la puntuación y valor del mingo, de 10 en 10 metros, hasta unos 200 metros, o la longitud que permita el lugar.

Con ligeras variantes esta es la modalidad que rige en el valle del Guadalquivir y tierras de La Iruela, Cazorla y campiña próxima, El Molar, Santo Tomé, etc.

Campo de juego versión Sierra.

3.4.-Versión Segura.

Hoy en trance de desaparición, se caracteriza por emplear 5 mingos, con valores de 3, 2, 1, 1 y 1 puntos y colocar más lejos los mingos de la línea de mano, a unos 8 metros, y de 20 a 30 metros la de borre.

3.5. Versión del Valle.

a) Se juega con tres mingos, cuyo valor es de 4, 2 y 1punto en la tirada inicial.

b) El valor de los mingos en caso de bilre es de 2, 2, 2 puntos.

c) La línea de mano puede estar más cerca, a veces se coloca junto al primer mingo.

d) No existen líneas intermedias entre la mano y el borre de la bolera.

De todas estas modalidades, la de mayor vigencia es la del Valle, que se emplea en torneos y campeonatos, en lo que puede considerarse como una etapa de renacimiento de este deporte en toda la zona serrano­segureña, en cuya restauración tiene mucho que ver la celebración de competiciones y concursos comarcales, en que participan gran número de boleros de pueblos y aldeas, que impulsa con encomio el orcereño Santiago González Santoro, verdadero mentor de este deporte.

Campo de juego versión Valle.

4.-Reglas del juego

Los usos y normas que rigen el juego de los bolos serranos son consuetudinarias y las actuales una recopilación de las tradicionalmente aplicadas, aunque se observa una tendencia a uniformar su contenido, al extenderse el juego o variedad del Valle a través de la creación de unas normas únicas que rigen en las competiciones y campeonatos que se organizan ahora por toda la comarca segureña, aunque hay que resaltar la gran libertad que de siempre ha existido para que los propios boleros acuerden antes de comenzar el desarrollo del juego gran variedad de reglas o puntos que estimen convenientes, todo ello con independencia de las facultades que tiene el jugador que saca primero de elegir o usar sus prerrogativas en determinados aspectos del juego que se verán en sus apartados, si bien existen asimismo algunos principios y reglas que son invariables, y, en consecuencia, no pueden ser modificadas por los contendientes.

4.1.-Según lo más normal, se juega por parejas y a dos tiradas, y cada jugador tirará con una bola que puede cambiar durante la competición o partido, o cada jugada. También se juega «por desafío», es decir, uno contra uno en una mano a mano de carácter individual, y por equipos formados por varios jugadores, sin límite de número. Los campeonatos actuales se juegan por parejas.

4.2.-La mano o línea de tirada la señala el jugador o equipo que saca primero; la línea de borre la marca el otro. En la versión moderna de campeonatos, las líneas y sus distancias se fijan por los organizadores.

4.3.-Los mingos o bolos se colocan en fila recta uno tras otro a la distancia establecida. La posición de los mingos en la bolera no puede variarse en todo el partido. Su número es diferente y cambia de 1 en la montaña, 5 en Segura y 3 en el Valle. La primera versión es la vigente en toda la zona cazorleña.

4.4.-Cada bolero usa las bolas que estima más apropiadas a sus características personales, siendo de su libre elección.

4.5.-Los boleros lanzan o tiran la bola desde la línea de mano, sin pisar en ningún caso las rayas de mano o borre, pues de hacerlo sería nulo el tiro efectuado y declarado «borre», sin posibilidad alguna de repetición.

4.6.-La bola ha de traspasar la línea de borre para que sea válido el tiro y puedan contarse los puntos de los mingos derribados.

4.7.-Cuando el primer jugador de un equipo no logra que su bola traspase la línea de borre, se permite que su compañero de equipo haga un intento de sacar la bola con su tirada, en cuyo caso se da validez a los puntos conseguidos por ambos, pudiendo incluso bilrar el primero. De no conseguirlo, se anulan las tiradas de ambos.

4.8.-El bilre consiste en lanzar la bola a la inversa, es decir, desde la línea de borre hacia atrás, y tiene lugar cuando la bola, un mingo, o ambos han traspasado el borre en su lanzamiento, o en este caso se coloca la bola en el sitio del mingo y se tira desde el borre con el mingo derribado contra la bola. Si el mingo da a la bola se cuentan los puntos obtenidos y se bilra a continuación. Si el mingo no da a la bola, se cuenta solamente un punto más del valor de los mingos derribados.

Juego de bolos serranos versión Valle.

4.9.-Tanteo y puntuación:

4.9.1. Lo normal es ajustar la punta a un tanteo de 50­60 puntos, que viene a suponer hacer dos tiradas cada jugador, aunque el tanteo se fija siempre teniendo en cuenta el número de jugadores participantes, combinando las posibilidades de juego de cada uno y la duración del partido. El tanteo más usual para una pareja es de 40 puntos. En los actuales campeonatos cada jugador hace dos tiradas, y el tanteo es variable y no prefijado, ganando el que mayor puntuación obtiene.

En la zona cazorleña la punta equivale a una «raya», y el tanteo normal se fija en 8 ó 10 rayas, permitiéndose tirar a un jugador por otro ausente que falte o haya de menos en un equipo, lo que se conoce como tirar «a bola corría», ya que habrán de lanzar sucesivamente cada uno de ellos.

4.9.2.-Al tirar desde la mano, el primer mingo vale 4 puntos; el segundo vale 2 puntos, y el tercero 1 punto, siempre con la condición de que la bola traspase la línea de borre.

En el «bilre» el valor de cada mingo derribado es de 2 puntos, en la versión moderna o de campeonato. Cuando el primer mingo pase la raya de borre, valdrá 10 puntos. En la versión del Valle, el valor de cada uno de los mingos en el bilre es de puntos.

4.9.3.-En la versión de la Sierra, detrás de la línea de borre se marcan tres líneas que valen respectivamente 10, 20 y 30 puntos que se anotará el jugador que con su tira consiga que el primer mingo pase alguna de estas líneas; si roza o toca la línea, puntúa el valor inmediato anterior.

4.9.4.-En la versión que rige los campeonatos, el valor máximo que un jugador puede conseguir en una tirada es de 19 puntos.

4.9.5.-En los partidos tradicionales no existe la figura de juez o árbitro, llevando la cuenta de puntos y resolviendo cualquier duda o incidente los mismos jugadores. Fuera de los boleros o jugadores, los únicos que intervienen a veces son uno o dos muchachos para colocar de pie los mingos derribados, a los que daban una propina.

4.9.6.-En los juegos de campeonato intervienen un juez de la mano y otro de borre, existiendo además un anotador que lleva el tanteo y resultados resolviendo cualquier litigio del juego.

Lanzamiento en los bolos serranos.

5.-Desarrollo del juego:

5.1.-La composición de los equipos se decide previo sorteo que se hace lanzando al aire un tejo o una moneda, cuyo acertante empieza el primero a elegir los boleros que compondrán su conjunto, alternando con el resto de los equipos.

5.2.-El orden de juego se determina por sorteo, y cada pareja designa el jugador que lanza primero entre ellos. En el caso de campeonato tira primero el jugador que se ha inscrito por cada equipo.

5.3.-El jugador o equipo que es mano o primero, señala la distancia del primer mingo, manera de efectuar el saque como la de «mano en la cepa» o sin mano, haciéndose el lanzamiento de la bola junto al primer mingo, o a «mano delicá», más distante en que no puede pisarse la raya.

5.4.-Cada equipo efectúa su primer lanzamiento por su orden, y en su caso el bilre si procede, y siguen los demás haciendo el primer tiro desde la línea de mano. A continuación, cada equipo hace la segunda tirada, pero alternando el jugador.

5.5.-El equipo ganador será el que mayor número de puntos obtenga; en caso de igualada se realizan los desempates necesarios a un solo tiro entre los equipos afectados.

6.-Otros usos del juego.

El deporte de los bolos serranos es un juego esencialmente varonil, y los jugadores de bolos o boleros, han de reunir ciertas cualidades de agudeza visual, fuerza, tino, pulso, cálculo y precisión, y su rendimiento sufre variaciones, atravesando a veces épocas de crisis en los que les fallan las fuerzas, tino u otras facultades. El bolero o practicante del deporte de los bolos, suele ser campesino, agricultor o ganadero de mediana edad, y no usa indumentaria especial, si bien suele jugarse en mangas de camisa o ligero de ropa.

Juego de bolos serranos versión Sierra.

Aunque el juego puede practicarse ya desde los 10­12 años entre los muchachos, los jugadores que más abundan son los de 30 a 40 años, siendo muy apto este juego asimismo para las personas mayores, que suelen frecuentarlo mucho, y así es habitual ver en cualquier lugar, la clásica estampa de unos viejos jugando a los bolos en los extramuros de pueblos y aldeas, o en cualquier club de ancianos a la caída de la tarde.

La época primaveral es la más apropiada para jugar a los bolos, por ser más favorables las condiciones climáticas al aire libre, no obstante, también se hace en verano u otoño. El horario acostumbrado es de 5 de la tarde en adelante, aunque antes los mozos, tras una noche de fiesta, solían jugar al alba. En los días festivos se juega también por la mañana. Hoy las competiciones y campeonatos se juegan por la mañana, acabando al mediodía. Lo usual era hacer apuestas de consumo de cuerva, cerveza y en ocasiones, hasta se apostaban un borrego, lo que, naturalmente, debía pagar el jugador o equipo perdedor. En los concursos y campeonatos de hoy se entregan trofeos a los ganadores.

El juego termina cuando un jugador o equipo «cierra», pues, cerrar en el argot de los bolos serranos significa alcanzar la puntuación acordada y, por consiguiente, conseguir la victoria o ganar el partido. El público puede asistir a los partidos, siguiendo el juego y comentando los lances que ocurren en su desarrollo, desde ambos lados de la bolera, cuando no desde la pequeña barra de obra hoy existente en algunas boleras, para solaz del personal, pues los campos son privados unos, y otros comunales, sin que los municipios tengan intervención en esta actividad, que se desarrolla al margen del mundo oficial, careciendo asimismo de organización oficial alguna, por lo que conserva este juego sus viejas raíces y reglas que se han ido transmitiendo oralmente de generación en generación, lo que le ha permitido mantener vivas los principios y normas de su orígenes.

El juego de los bolos serranos goza de gran arraigo en toda la parte montañosa de la comarca segureña, desde Miller a Cazorla, en municipios y pueblos como Santiago de la Espada, Hornos, Pontones, Benatae, Orcera, Cortijos Nuevos, Bujaraiza y todos los altos valles de los ríos Segura, Madera, Hornos, Zumeta o Guadalquivir, habiéndose mantenido incólume durante siglos en aldeas y cortijadas, desde donde se ha ido extendiendo el juego a otros pueblos limítrofes, en los que han construido campos o boleras, como en Beas de Segura o Villanueva del Arzobispo, Cazorla y otros pueblos próximos.

En todos los tiempos hubo jugadores que sobresalieron por su clase; boleros que han descollado fueron, entre los antiguos que recuerde, Leovigildo Jiménez (Leo), Bartolomé Ramos, Paco Fernández, Gregorio «El Cartero», Paulino «El Rizao», Francisco Pascual «Lavilla», Nicolás «El Piñón» y Antonio Fernández «El Liebro», ambos del pueblo de Segura de la Sierra; Juan Pedro Robles «El Varillas», o Pepe Martínez Foronda y Rufino Robles «Chimeneas»s, de la zona del Valle, y entre los actuales, Jacinto Sánchez, de Carrasco; Domingo Carriquí, de La Alberquilla; los hermanos Santos y Benito Muñoz, de Cortijos Nuevos; Santiago del Barco, de Arroyo del Ojanco; Camilo Ondoño, de Beas de Segura, y Antonio Bautista y César Quijano, de El Ojuelo. En la zona de Río Madera, gran cuna de boleros, son dignos de mención... Julián Ramos, de El Parralejo; Victorino Castillo, de Los Anchos; Pablo Castillo, de Fuente­Segura. Entre los actuales, Emilio Mañas «Potages», Gregorio Moreno «El Chapas», de Arroyo Canales; Teófilo Fernández «El Mozo» de Prados de la Presa, o «El Chico» de La Tobilla, o Antonio Jiménez «El Taño», de Pontones.