De afanes y recompensas…
José Agustín Blanco Redondo.
................ Continúa.
Los ojos de Calar parecen abandonar el brocal de sus cuencas mientras el filo de su puñal se ensaña con la garganta de aquellos asesinos, un manoteo sorprendido, impreciso, algún murmullo incapaz de trocase en palabras, los párpados muy abiertos, las pupilas restregadas como de esa niebla que parece dispuesta a disolverse, su sangre escarlata destellando por sobre el torvisco, los brezos y el tomillo. Pero no hay tiempo. El tiempo es ahora su enemigo, una dimensión inasible, cadenciosa, insobornable que el hombre debe derrotar. Calar es diestro en su lucha contra lo tangible, pero el tiempo es una magnitud invisible, intocable, fugacísima. El hombre marcha ahora con la conciencia emborrascada y los ojos velados por el lienzo de la pasión más irracional, más mortífera, más primitiva. Es la venganza, nada hay en su mirada que recuerde esas fronteras amables de la condición humana.
Cabalga hacia el noreste, bordea el alto de los Castellones y los parajes de Soto Espino y Hoya Larga, al mediodía del cerro de los Corzos. Anochece con una levedad de escarcha entre los endrinos, las aulagas y el labiérnago. Prepara una lumbre de ramas secas de lentisco junto a un abrigo de rocas cuarcíticas. Lo intenta, pero apenas puede dormir. Escucha el maullido de los linces, el hozar cercano del jabalí, el merodeo apresurado de los zorros. Y tras ese descanso intermitente, deja que su caballo de pelaje con relumbres de cuarzo se alimente de avena loca, grama y génaves amarillos. Esta noche no ha anidado la niebla en aquellos perdederos, así que ahora avanzan más rápido. Calar atraviesa el río Onsares por el paraje de Ardachel. No quiere alejarse del cauce del Guadalimar. Sabe que los forajidos buscarán lo llano de sus vegas para no hacer la huida tan penosa. Y esa será su perdición. Lo evidente se volverá en su contra, no deberían ser tan estúpidos, tan confiados, tan predecibles.
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| Mapa del río Onsares |
El cielo es una amalgama mestiza entre el azul pálido y el plomo de la tormenta. Pronto lloverá. Pronto el aguacero encontrará la manera de asemejarse a la cascada de un río que se arroja desde lo alto de un cantil. Y mientras Calar se aleja de la sierra del Calderón, al norte del Guadalimar, bordea las vertientes occidentales de los cerros de Cabeza Grande y Cabeza del Coscojal. El hombre cabalga tras aquellos canallas que, tal vez, busquen refugio más al sur, en la fragosidad umbría del cerro Blasco y del paraje de Majada Llana. No tiene suerte. Los dioses parecen alejarse de su lado. No encuentra ninguna huella de caballerías, ningún rastro humano, ninguna maldita rama quebrada que confirme su paso por aquel lugar. Escupe sobre el espliego y divaga por los parajes de Loma Ardal y luego hacia el naciente, hacia la Loma del Roble, junto al arroyo de Los Molinos. Atraviesa barrancos, pedrizas y veredas frecuentadas por los linces, los venados y el raposo. Hasta que el cerro Lobo, al cierzo del paraje de la Junta de los Arroyos, se aparece como una epifanía salvífica ante la ansiosa mirada de Calar. El aguacero, al fin, no quebró el plomo del cielo, la niebla no parece querer expresarse y el sol es todavía tenue, incapaz de evaporar el rocío que se aplasta contra la grama, las cañas del hinojo y los espinazos del cardo corredor. El águila imperial sobrevuela aquellos cazaderos, pronto se abatirá sobre los conejos que medran junto al marrubio y los juncos de las vaguadas. Calar busca algún rastro, alguna huella sobre aquel pastizal amparado de coscojas y de encinas tan longevas como las cinco generaciones de antepasados que le precedieron en el poblado del cerro de la Hermana de Arriba. Calar escucha con asombro lo hipnótico de aquel silencio. Aquel lugar parece mágico, henchido de misterio, quizá también sea fértil en leyendas que aletargan aquella belleza ilimitada. Las encinas centenarias hunden sus raíces en una tierra tan áspera como feraz. Raíces que engarzan la savia de la vida, a través de la albura del tronco y de las ramas, con las hojas más altas de aquellos impasibles, recios, imperecederos gigantes. Dos dimensiones, la telúrica y la celeste, unidas a través del líquido cordel de una savia que no es sino la sangre de la encina fluyendo por sus arterias vegetales. La savia, el elixir de la longevidad, el látex de lo inmarcesible y, quizá, también el fluido de la vida eterna. Hay una quietud extraña sólo alterada por el aleteo de las torcaces en la techumbre de las encinas y el gorjeo del zorzal entre sus hojas coriáceas. Un corzo ladra desde el Collado de los Órganos, al naciente, muy cerca del paraje del Tobarejo. Calar se detiene en aquel círculo, en aquel rodal de génaves amarillos formado por las carrascas más ancianas, los tallos quebrados, grises de las tobas y el azulear pálido de las retamas. Calar escucha, pero sólo el viento del norte, al filtrarse por el perenne entramado de las hojas, parece acudir a aquellos perdederos. Hasta que, entre las sibilancias de ese viento del norte, el hombre de quijada estrecha escucha algunas ramas secas al quebrarse, un piafar inquieto de caballerías, algún relincho de insatisfacción, un lamento tenue, algún exabrupto, aquellas voces encorajinadas.
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| Situación del paraje de la Junta de los Arroyos. Siles |
Reverbero de oro viejo, el metal de
su puñal comienza su mandato de represalia, odio enquistado y honor. Regueros
generosos de sangre escarlata destellan, de nuevo, sobre el torvisco, los
espartos y el tomillo. Hay quejidos, rumor de huesos y coyunturas al quebrarse,
manoteos espásticos y sorpresa en las pupilas, en las mandíbulas, en la
conciencia de los que sabían a qué se arriesgaban tras lo trágico de sus
fechorías. Y allí, tras aquel reverbero de oro viejo, en aquel albañal de
muerte y desagravio, es donde, al fin, Calar logra liberar a su familia.
Plegarias al dios del Sol y al de las Encinas Centenarias, también al dios de las Montañas Umbrías del Norte y de las Grutas. Abrazos, palabras de alivio, gritos, besos y algunas lágrimas bajo el vuelo circular, lento del buitre leonado, el aleteo estático de los cernícalos y el solemne planeo del águila real. Caricias incrédulas entre aquellas carrascas viejas, sobre la retama, tras las tobas demediadas, los génaves amarillos y las coscojas, junto al latir descabalado de unos corazones que celebran así, con jubilosa algarabía, el reencuentro con una vida que creyeron perdida para siempre.
Retornan despacio a las ruinas del
poblado. Ya no hay prisa, nadie espera allí, sólo la ausencia, el duelo, la
soledad. Y soledad es lo que encuentran, un desamparo que se esparce generoso,
lento, irremediable entre los escombros como lo haría el aceite de los frutos
del acebuche en el agua de un estanque. Algún crepitar de brasas entre el
silencio, sobre las cenizas, bajo los tapiales. Algunas humaredas que no se
atreven a elevarse en vertical, sino que se arrastran como si fueran víboras en
busca de presas a las que inocular su ponzoña. Olores acres tras las techumbres
incendiadas, entre los zócalos de piedra que han soportado las acometidas de
las llamas, por sobre los cadáveres del ganado y de los perros, en el azabache
de las plumas de cuervos y cornejas, sus picos de pedernal merodeando ansiosos
entre la carroña, sus graznidos rompiendo el necesario respeto hacia los
muertos.
Ahora sólo queda cauterizar las penas, mitigar el sufrimiento, postrarse durante el duelo y resignarse ante esa condición de mortalidad que embarga a las personas desde su nacimiento. Ahora sólo queda honrar a los muertos, excavar su sepultura, sus cuerpos alineados frente a la muralla de piedras mampuestas, junto a dos enormes peñas entretejidas de cantuesos y coscoja, sí, honrar a los muertos bajo el templado viento del oeste y el graznido impertinente que aquellos pájaros embadurnados del negro de la noche, del dolor y de la pena. Honrar a los muertos con danzas alrededor de las sepulturas, cánticos acongojados y libaciones de aguamiel y del zumo de los frutos del madroño. También sentidas súplicas al siempre temido dios del Inframundo.
Amanece, al fin. Calar no ha logrado conciliar el sueño y el blanco de sus ojos se ramea del mismo color de los frutos del serbal, pero eso no le importa nada. Se incorpora, restriega las mandíbulas con un movimiento lateral hasta hacer rechinar el esmalte de las muelas y se asegura de tener cerca el reverbero de oro viejo de su puñal. Luego tiende los cuerpos de sus vecinos, muy despacio, en el interior de las sepulturas abiertas en la tierra, junto a la ribera del arroyo del Sabinar. Tierra que, de súbito y bajo esa luz tenue, auroral, se convierte en solar de restos mortales, de carne castigada, mordida por las alimañas, picoteada por los cuervos negros y las negras cornejas. Tierra que se estremece con la carne recibida y que convertirá, lentamente, aquellos cuerpos en hueso, en añicos de coyunturas, también en recuerdos de una vida demasiado corta. Esquirlas de hueso, añicos de gelatina y recuerdos que, tras reposar bajo el templado viento del oeste, colmatarán la memoria de Calar y de su familia junto a los chopos y los álamos blancos de la ribera del arroyo del Sabinar. La memoria guardada para siempre en los adentros de aquella tierra atormentada, angosta, dolorida. En la tierra sagrada de sus antepasados.
| Situación del Arroyo de El Sabinar entre los Cerros de las Hermanillas, junto al río Guadalimar |
El relente del atardecer da paso a
otra noche triste, desfondada, hasta que, de nuevo, el alba serpea por entre
los brazos y el rostro de Calar. Es entonces cuando un viento extraño alumbra
tolvaneras de violencia desconocida. El hombre cierra los párpados. Verdolaga y
sus hijos también los cierran. Los cierran mientras elevan el rostro hacia las
prematuras caricias de aquel sol frío, mientras suplican al dios del Inframundo
que transporte las almas de los asesinados a los inasibles parajes donde
habitan los espíritus sosegados de los muertos.
El recuerdo de lo acontecido
perdurará en aquella tierra por sobre escarchas, aguaceros, nevadas, tormentas,
hielos y sequías. La memoria de aquel día aciago perdurará demasiado tiempo,
durante todas las estaciones que acompañen a los afanes de los hombres.
Aquellos sucesos se relatarán junto al fuego del hogar en los inviernos y,
quizá, transformados en leyendas, pasarán de padres a hijos durante
generaciones. No habrá olvido, sólo recuerdos que jamás deberán encarnarse en
realidad.
Cerros de la Hermanillas. Puente de Génave
Calar cierra los párpados, relaja sus
brazos y también su conciencia. Sabe que podrá ahora descansar, una vez
concluidas sus obligaciones con
la tierra y con el reverbero de oro viejo de su puñal, una vez restaurado el
honor de su pueblo. Ahora comenzarán otros afanes más valiosos, más
gratificantes, comenzar una nueva vida en esa casa que reconstruirán en el
poblado del cerro de la Hermana de Arriba. Una nueva vida con sus hijos y junto
a Verdolaga, la mujer más hermosa de esta tierra al cierzo del río Guadalimar.
La mujer a la que ama. La mujer que alberga en sus pupilas todo el color de las
flores del romero y de las malvas.





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