Continuamos con la publicación de la segunda entrega de la obra ganadora del X concurso de relato histórico "Domingo Henares" que recayó en el relato de Félix Pérez García inspirado en unos hechos que pudieron suceder, en otro tiempo, en la aldea de Peñolite y que aquí presentamos en dos entregas debido a su larga extensión. Historias que la tradición popular difundió y que quedaron perpetuadas por sus habitantes en la memoria colectiva y que el autor ha sabido recuperar y reconstruir a través de un relato extraordinariamente ameno sobre la "envenenada de Peñolite".
INÉS Y LAS SERPIENTES VENENOSAS. (2ª parte)
............. continúa.
De repente, empezó a recoger aceitunas del olivo y a machacarlas como pudo, estrujándolas con los dientes y con las manos. Al fin y al cabo, las manos las tenía libres. Había que escapar de allí lo antes posible.
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Domingo Henares entrega el premio a Félix Pérez |
Con los dedos pringados del rescoldo
de los frutos, untó con el ungüento su pie atrapado, hasta que consiguió
sacarlo del hueco del tronco y poder saltar a la tierra. Corrió tan deprisa,
con sus pies descalzos, que pronto llegó a la alberca y, tras saludar a la
serpiente, a las primeras casas de la aldea.
Un vecino, que la vio pasar con la
boca llena de ese color tan característico que dejan las aceitunas en la boca
cuando se mastican, exclamó:
–Verdaderamente, esta niña pasa hambre -y se santiguó.
Serafín cruzaba la plaza de la
“Morea” el día que le sorprendieron dos de los hermanos, familiares de Mariola.
–No puedo hacerlo -les indicó.
–¡Debes hacerlo! -le dijeron ellos.
Todo parecía muy fácil. Enterrada
Mariola, repartirían sus posesiones: fincas, casas, tierras, oliveras, de tal
forma que él también podría salir beneficiado. Al fin y al cabo, la anciana
tarde o temprano sucumbiría a la vida, con tantos males, achaques y con una
edad que ya solo podría esperar la muerte. ¿Qué habría que temer? Simplemente
la cuestión era adelantar en el tiempo el fatal desenlace.
Y todos estarían implicados. La
mayoría de la familia más allegada era conocedora del secreto y del posible
siniestro.
Vivían tiempos revueltos. La falta de
trabajo y la situación de precariedad del campo eran problemas muy graves a los
que el Gobierno no daba solución.
Los asesinatos estaban a la orden del día. El país se encontraba revolucionado y en avatares políticos, económicos y sociales más importantes que la muerte de una anciana en una aldea olvidada.
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Proclamación de la II República |
La dictadura de Primo de Rivera ya
había llegado a su fin. Alfonso XIII se marcharía exiliado. Más tarde, la
Segunda República, se proclamó pacíficamente, pero la gran depresión mundial
ocurrida durante esos tristes años treinta hundiría las economías de muchos
países, y la falta de trabajo y la pésima situación de las clases obrera y
campesina llegó a tales extremos que los enfrentamientos sociales harían
fracasar la primera experiencia democrática de la España del siglo XX.
Las huelgas, las insurrecciones, las
disputas entre los diferentes partidos políticos de la Segunda República, una
situación inestable en el país, previa a lo que desembocaría en la sangrienta
Guerra Civil, encubrirían cualquier acontecimiento extraño acaecido a una mujer
enferma en un rincón de la sierra unos años atrás.
–No -les contestó de nuevo.
–Tienes que participar con nosotros.
–¡No quiero ser un asesino! -contestó Serafín.
Se marcharon, pero sabían que la
conversación no había terminado aún. Le propondrían participar en el reparto de
una forma más directa y contundente. Los sobrinos querían adelantar una
herencia, pero tampoco deseaban ser señalados, en un pueblo tan pequeño, para
el resto de sus días. Todo debía mantenerse en secreto y aparentar una muerte
natural. Y quién mejor que él, que la atendía en sus cuidados, fuera el autor
final.
Posiblemente no estaría muy convencido y habría varias conversaciones, pero debía mantener la boca cerrada. Al fin y al cabo, él era una persona cercana a la anciana, era su practicante, y sus recomendaciones y consejos hacia sus enfermedades serían ley para la mujer. Podría hacer que tomara cualquier cosa, aunque no tuviera acceso a cianuro, arsénico o cicuta, o a lo mejor sí, pero siempre podría hacerle ingerir algún matarratas casero de bicarbonato, harina y azúcar, o cualquier otra cosa. O simplemente, no darle lo correcto en el momento correcto, acrecentando su padecimiento y dejándola morir. Lo cierto es que Mariola siempre será recordada en el pueblo como “la envenenada”.
Y así lo hicieron. Y él,
probablemente lleno de incertidumbre durante mucho tiempo, sólo tuviera la
solución de someterse o huir. Y, tal vez por las presiones o tal vez por el
supuesto beneficio, finalmente accedió.
Inés desconocía el mundo de los
zapatos de charol. Su minúscula existencia solo le había regalado el ser un
bebé huérfano de la Guerra Civil, ambulante de casa en casa, unos brazos para
trabajar y unos pies descalzos para caminar.
Cuando la hija de su madrastra
apareció con unas zapatillas en una fría noche de Reyes, no salía de su
asombro. Su alegría era tal que pensó que no se descalzaría ni de noche ni de
día. Ni los mejores zapatos de charol podrían superar aquella felicidad.
El verse calzada, después de una
niñez harapienta, bien podría parecer que por fin la vida le sonreía, aunque no
dispusiese ni de una perra gorda propia. Y así fue como estrenó su primer
calzado cuando ya contaba con alrededor de diez años.
Un buen día acompañó a una amiga a los huertos cercanos al arroyo a recoger tomates. Debía hacer de carabina, porque un chico se encontraría con ellas en los hortales y pasearían un rato por el campo.
La amiga era hija de uno de los
participantes en el “envenenamiento” y, aunque este hecho estaría ensombrecido
por la Guerra Civil posterior, aún perduraba en las habladurías del pueblo como
algo funesto, acaecido años atrás. Todos recordaban a los implicados, la aldea
era conocedora de los hechos, de los hermanos, de los familiares, del
practicante, de lo que sucedió y de cómo pudo llevarse a cabo, y no solo
corrían murmuraciones sino hasta se escribieron coplillas que algunos contaban
con malicia en fiestas y cantinas, recorriendo las aldeas olvidadas de la
Sierra de Segura, como si fueran
juglares cantando romances, llevando las nuevas por todos los contornos y, tal
vez, convirtiendo la murmuración en realidad. O quizá era tan veraz como que la
tierra es redonda, porque toda la historia pasaría a los anales del lugar, de
generación a generación, como un secreto a voces.
Alguien que pasaba por allí montado
en una mula la vio caminar junto a sus amigos y la increpó:
–Inés. ¿Es que eres amiga de los asesinos? -le preguntó al
verlos juntos.
–Soy amiga de quien me sale el “panete” -le contestó.
Y con esa respuesta dejó zanjada la
pregunta. Además, ¿qué culpa tenían las generaciones posteriores de lo que
habían hecho sus padres?
–Para mí, esta gente es buena gente -añadió.
Y, junto a sus amigos, siguió
caminando, conversando, jugando, riendo. Al fin y al cabo, llevaba sus
zapatillas nuevas, y estas le permitían subirse ágilmente a los árboles más
grandes y frondosos y pisar los surcos de barro de las huertas sin mojarse. Ya
no caminaba descalza. Era tan libre como cualquier moza de la aldea y tan
resuelta y trabajadora que podría valerse por sí misma en los años difíciles de
la posguerra. Por aquellos tiempos, ella comenzó una época de progreso y
libertad, y solo le faltaba tener un novio, como su amiga, la llamada
“asesina”.
Somos así, la sociedad es así, los pueblos son así y en cada círculo cerrado aparece el recuerdo de lo siniestro como un martilleo en las mentes futuras, perdurando la culpabilidad de padres a hijos como un reguero de aceite en el suelo y en el tiempo.
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Iglesia de San Juan Bautista. Peñolite |
La anciana Mariola murió y a nadie le
extrañó. Fue enterrada por los suyos como era normal y mandaban los cánones de
la Santa Madre Iglesia. En esos días, todos en la aldea se encontraban muy
afligidos, familiares o no, y hasta guardaron luto y lloraron su pérdida,
porque, al fin y al cabo, en vida había sido una buena mujer. En muerte, no
sabemos si apareció retorciendo conciencias, destruyendo mentes y recordando
qué cruel llega a ser el ser humano cuando desea poseer lo que es del prójimo.
¡Qué malicia esconde el hombre, como
serpiente venenosa, que, aunque corra la misma sangre por su cuerpo, con el fin
de la consecución de algo, puede retorcer la vida de sus semejantes a
conciencia, por envidia, codicia y una saca de maldad!
Y repartieron sus tierras, probablemente
al modo tradicional de la aldea; unos lotes bien equilibrados y supervisados
por los ancianos del lugar, que a la vez harían de testaferros, jueces sin
parte, vecinos de juicio, amigos de los familiares y, por supuesto,
desconocedores de la realidad. Una herencia que haría feliz a muchos, puesto
que era cuantiosa para aquellos caóticos y míseros años de hambruna y escasez.
Pero, inexplicablemente, no había
parte para el practicante. Se había quedado sin nada de lo que le prometieron.
La codicia incumple promesas. Las promesas son rotas por aquellos que adquieren
escrúpulos de malicia y hacen de la malicia la ley, y convierten esa ley en
premisa de vida, como si no hubiera un mañana, como si les faltara el pan que
debería caer solo a las buenas personas por doquier. Un mundo injusto donde los
buenos son tontos y los listos tratan y hasta consiguen vivir de los tontos.
Y Mariola sucumbió al veneno de sus
males, que fueron sus propios familiares, los que lloraban el féretro, quienes
precipitaron su muerte. Y así sería recordada, como “la envenenada”. Ya hace
casi cien años que ocurrió y forma parte de una historia no resuelta, como
tantas otras, pero en boca de todos los lugareños con los nombres y apellidos
de los implicados.
Tiempo después, alguien relató el
suceso. Y fue impreso en octavillas de papel que recorrían los pueblos cercanos
como la pólvora. La Sierra de Segura ya era conocedora del “envenenamiento” de
Peñolite, y un hombre apareció en la misma aldea con afán de cambiarlas por
unas monedas, por lo que fuera, como repartiendo los sucesos macabros de la
época en el entorno cercano. Pero los hermanos involucrados se enteraron,
pagaron al intruso todos los folletos y le obligaron a marcharse, para evitar
aún más el escándalo.
Inés seguía trabajando, luchando por subsistir de otra forma distinta, con sudor y esfuerzo, en las labores del campo, en las casas, enjalbegando paredes, en la rebusca de la aceituna o en lo que hiciera falta. Nada más triste que crecer en una familia que no era su familia, con el desarraigo de una madre fallecida, abandonada a su suerte en plena Guerra Civil en un mundo rural sin charol, sin zapatos, para hacerse dura ante las adversidades de la vida. Pero creciendo, aun así, y dando buen corazón a los que merecían recibirlo, aunque tuviera como amigas a las serpientes.
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Calle Ancha. Peñolite |
Un joven alto y delgado, hijo de los
que apodaban los “Ciegos”, otros dicen que los “Calero”, porque, además de a
las tareas del campo y de cuidar a un pequeño rebaño de ovejas, se dedicaban a
la construcción de hornos de cal, la empezó a rondar. Y, aunque ninguno era
bienvenido en casa de sus respectivas familias, empezaron a quedar y a salir
juntos. Y así fue como Inés, que ya no iba descalza por los caminos y ya era
moza, se echó novio.
Cuando amaneció, Admiración, la mujer
del practicante, encontró a su marido muerto sobre la cama. No pudo contener
las lágrimas y sollozos, y empezó a gritar de desesperación. Relativamente, su
marido era joven, y no se explicaba qué podría haber pasado para una muerte tan
repentina.
Porque Serafín también murió en
aquellas fechas locas, poco después que la anciana. Y nada ni nadie sabían la
causa, excepto un papel que dicen que apareció, tal vez, debajo de la almohada,
manuscrito por él, de su puño y letra, donde explicaba cómo la conciencia
retuerce las mentes buenas como un veneno en el subconsciente, cómo al final
accedió a las pretensiones de los familiares de Mariola, cómo participó en su
asesinato, cómo, engañado por las promesas de los herederos, no había recibido
nada de lo prometido, y cómo decidió, finalmente, acabar con sus días de la
misma forma que utilizó para la anciana, que probablemente le visitaba
constantemente, machaconamente, imperdonablemente, como hacia él en otros
tiempos para sanarla, como un espíritu que le creaba remordimiento, con la
inquietud de ese triste sentimiento de culpabilidad y amargura por una mala
acción realizada que intranquiliza. Y cómo puso fin a la codicia de la que
también fue parte, que, como si fuera una serpiente venenosa, no le dejaba
respirar.
Inés, por fin, se liberó de la
familia de “acogida” y, ya hecha toda una mujer, prosiguió con su noviazgo, y
aunque su novio era un buen amigo del hijo del “asesino”, y a pesar de las desavenencias
por otras causas, de ambas familias, celebrarían la boda en 1958 en la Ermita
de San Juan Bautista, de Peñolite.
Difícil tarea la emancipación en la
pobreza para vivir de no se sabe bien qué; de unos jornales en unos años duros
para ganar unas pesetas, de la recolección de la aceituna o de la crianza de un
gorrino.
Y ella y su marido Félix buscaron casa en la aldea para vivir religiosamente. Ya dice el refrán que el casado casa quiere. La viuda del practicante, ya anciana, les arrendó su primer hogar, donde poder formar una familia. Admiración fue una buena mujer, y siempre intentaba hacer el bien a todo el mundo. Solo les cobraría en trabajos y jornales en el campo el alquiler de la vivienda.
Nuevamente, en un pueblo tan pequeño
-ya se sabe que "en pueblo chico infierno grande”-, ellos mezclarían sus
vidas con la de los “asesinos” una y otra vez, como en un círculo cerrado que
gira y gira sin parar. Y, aunque no fuera un plato de buen gusto, cada
individuo debe juzgar a los demás conforme se comportan con uno mismo, y
sobrellevar las críticas y habladurías de las víboras lo mejor posible.
Dicen que la vida devuelve lo que
sembramos y que la energía negativa enviada a otros volverá a nosotros de una
forma más potente a través del Universo. Porque hacer el mal o el bien depende
de cada uno y todos nuestros actos tienen consecuencias, y somos, en gran
parte, responsables de ello.
En los años posteriores, las
vicisitudes de las personas que participaron en el caso del “envenenamiento”,
no fueron del todo halagüeñas. Transcurrieron años difíciles en la España de la
posguerra, llegando a cambiar olivas por un saco de harina para poder comer. Y
cuentan que perdieron gran parte de la hacienda, tan sórdidamente acrecentada,
como por un maleficio inexplicable de lo que había sucedido, porque parece ser
verdad que el tiempo pone a todos en su lugar.
Y hasta alguno de ellos, en años
relativamente más recientes, sufrió en su propia familia más cercana un
escandaloso asesinato.
Pero esto… esto es la historia de otras serpientes venenosas.
Peñolite, años treinta, cuarenta y cincuenta.
NOTA DEL AUTOR: No todos los nombres de los personajes son
ficticios.