Completamos, con la publicación de la segunda parte del relato "El prisionero de Segura" de Juan Nuñez Guerrero, la totalidad de la narración ganadora del VI concurso de relato histórico Domingo Henares convocado por el ayuntamiento de Puente de Génave. Comprenderemos así las peripecias de su protagonista en una época tan convulsa como fue, bajo dominio musulmán, los Reinos de Taifas.
EL PRISIONERO DE SEGURA......... 2ª Parte
EL PRISIONERO DE SEGURA......... 2ª Parte
II. PRISIONERO.
Terror y
desolación fueron los sentimientos que me embargaron en los momentos iniciales
de mi cautiverio, sufrido durante la casi totalidad de este recién concluido y
tórrido verano. Verdad es que anduve lejos de soportar la canícula estival dado
que en cuanto fui capturado por aquel par de pajarracos de mal agüero me
arrojaron a un profundo pozo excavado en medio del patio de armas de la fortificación
-quizás un antiguo aljibe, quizás abandonada letrina- donde, envuelto en misérrima
y mugrienta manta, soporté los primeros días de prisión. Apenas un candil y una
escudilla fueron los utensilios que me dispensaron los carroñeros e inicuos
Suhayl hasta que más tarde cayeron en la cuenta de que, dado que mi escapatoria
era, en principio imposible, por puro cálculo pecuniario podían permitirse un
comportamiento más conmiserativo para conmigo hasta el extremo casi de cebarme
como a la res que el matarife engorda hasta la fecha de su sacrificio.
En efecto,
tras medio mes de amargo encierro, lóbrego y húmedo, sin distinguir el día de
la noche, racionado a pan y agua –¡Dios, perdóname, pero cuánto anhelaba una
copa de vino!-, pobres alimentos que, entre burlas de la grosera soldadesca, me
eran descolgados de cuando en cuando en el fondo de un asqueroso barreño, los cabecillas
del lugar, verdaderos cuervos que habían olisqueado el más que sustancioso botín
que tenían al alcance de la mano –ya saboreaban el metálico aroma del oro y el
ácido dulzor de la plata que ya palpaban, ya contaban, ya depositaban, en sumas
ingentes, en sus hasta hoy vacíos cofres- se percataron de que únicamente
podrían recabar el desmesurado monto exigido por mi rescate dispensándome un tratamiento
más humano, de manera que aflojaron la cadena que rodeaba mi pescuezo y libraron
mis manos y pies de pesados grilletes, y por fin, convencidos de que, salvo que
me transmutase mágicamente en pájaro, jamás podría escapar indemne de aquel
abrupto lugar, me dejaron, como si de la más espléndida dádiva se tratase, pasear
a ratos por el recinto de la alcazaba (custodiado de cerca por un par de guardianes
con los que se me prohibió cruzar palabra). Su “munificencia” fue rematada a mediados
del estío cuando procedieron a acondicionar un habitáculo, fresco y angosto, anexo
a las cocinas del fortín, donde tras sellar un par de ventanucos e instalar una
consistente puerta repujada en hierro, allí me encerraron libre de argollas,
otorgándome como gran privilegio, un destartalado jergón, una mesa y un par de
taburetes.
Pero tales
“comodidades” tenían, por supuesto, su precio. Los Suhayl habían decidido enriquecerse
a mi costa y sin mayores preámbulos me solicitaron –al comienzo lisonjera y más
tarde, agotada su paciencia, acerbamente- una cantidad exorbitante de dinares
acuñados en oro de primera ley. Ningún argumento les hizo cambiar de opinión:
ni mis excusas de padecer lastimosa pobreza ya que el lustro transcurrido desde
mi destronamiento –en la fuga, accidentada y convulsa, salvé el pellejo pero
abandoné cuantiosos tesoros- me había sido particularmente adverso de manera
que el giro de la caprichosa fortuna convirtióme de acaudalado gobernante en
menesteroso exiliado, ni mis promesas de una mayor recompensa futura si,
liberado por su magnánima generosidad, la rueda del destino me volviese a ser
favorable… Inmisericordes e inconmovibles, pétreos corazones de acero más duros
que el diamante, mas, por otra parte, inasequibles al desaliento en su afán de
obtener el máximo rédito por su ilustre rehén, Abd al- Chábbar, el menor y más
taimado de los Suhayl, –el mayor, Ibrahim, es un necio en toda reglame planteó,
sin rodeos, el chantaje: si no pagaba hasta la última moneda por ellos exigida,
otros lo harían.
-“Me es
indiferente, visir (le gustaba dirigirse a mí mediante ese principesco tratamiento)
que pagues tú o que lo haga fulano o mengano. Si te niegas a entrar en razón y
no te rescatas a ti mismo tus enemigos lo harán por ti y tu suerte estará
echada”.
-“¡Escribe!,
que en ello te va la vida”, me azuzaba el malvado dejando caer que no tendría
el menor escrúpulo en venderme al mejor postor aunque éste no tuviese otra intención
que la de asesinarme a sangre fría…
¿A quién
acudir? Contaba, de un lado, con demasiados falsos amigos que en esta nefasta
coyuntura no sólo no gastarían su peculio en mi redención sino que no moverían un
dedo por mi salvación, felices, en secreto, por librase de un personaje
incómodo –y repartirse, de paso, sus vacantes cargos, y disfrutar de sus
expropiadas rentas y propiedades- y por otro, con innumerables adversarios
ansiosos por privarme de la existencia, vengadores de aquellos cuyos cadáveres
fueron apartados de forma expeditiva de mi trayecto hacia la gloria y el
imperio que, en este instante, desde el más allá, reclaman su deuda de sangre
conmigo…
Afilo, todavía
nervioso, el cálamo… Un poco de tinta aún útil en su casi vacío recipiente, candil
moribundo por falta de aceite, lánguida luz solar, casi extinta, domeñada por las
penumbras de la naciente noche cuya negrura comenzaba a penetrar, entre difusa
y vaga, a través de diminutas rendijas y ocultos recodos… Ominoso ocaso,
siniestro juego de luces y sombras que, para mi mayor desazón, proyectaba
oníricas siluetas, deformes y grotescas, en la pared de enfrente, punzante recordatorio
de los fantasmas y demonios que me esperaban en el averno… Mi espíritu se identificó,
exangüe, con tan mortecino ambiente, sabedor de que mis días estaban contados…
Y el círculo,
comprendí al cabo, de mis días terrenales se había cerrado. Nunca he sido partidario
de adivinos, estrelleros o nigromantes a quienes tengo por falsos charlatanes.
No es que desprecie -Dios no lo quiera- la bendición de un piadoso eremita o la
baraca que pueda transmitir un bendito morabito, pero siempre he desdeñado a
nigromantes, quiromantes y levantadores de horóscopos como a individuos más
cercanos a Satanás que a Dios, con su infernal parafernalia de amuletos,
brebajes y sortilegios. De entre todos, tan sólo un par de eruditos, a quienes
conocí a consecuencia de mis nunca concluidas andanzas por el país, me parecieron
dotados de la clarividencia y precognición que sólo el Altísimo otorga a sus criaturas
más predilectas. El uno y el otro, con los que me entrevisté hace décadas,
portaban el nombre de Mohammed y ambos me pronosticaron un fin aciago. El
primero, el que respondía al apellido de al-Dabbi, instalado en una recóndita
cueva de la sierra onubense, escurridizo y enjuto, taciturno y lacónico hasta el
extremo de que pronunciar una palabra pudiese llegar a causarle el más intenso
dolor o enfrentarle a los estragos de terrible enfermedad, tras mirarme, hipnótico,
a los ojos y después de un interminable silencio, concluyó: -"Morirás violentamente
al filo de un arma cristiana". Con el transcurso de las estaciones, y no
sin sufrimiento, conseguí digerir su fatídica predicción...: ser matado en
combate, atravesado por acero hostil e impío en defensa de la gloriosa fe del
islam, me convertiría de forma automática en mártir y limpiaría, instantáneamente,
mis pecados ante el Eterno, asegurando por siempre a mi ánima los deleites imperecederos
del paraíso. Quizás esta predicción me haya animado más de la cuenta a infringir
las normas divinas y humanas, seguro de la salvación de mi alma...No obstante,
tengo que confesarlo: he intentado retrasar ese glorioso momento cuanto he
podido y aunque no me tengo por militar competente tampoco me comporto como un
tembloroso cobarde ante los ejércitos rivales si en éstos no figuran tropas cristianas,
a las que esquivo por motivos obvios, en la medida de lo posible, como el
conejo al lobo, como la liebre al halcón. El segundo adivino, adicto a los
placeres mundanos y sumamente locuaz y alegre, apodado "el Ecijano",
tras levantar, basándose en la fecha de mi nacimiento y utilizando extraños e incomprensibles
artilugios como astrolabios y sextantes, después de semanas de estudio –bien que
se las cobró- mi carta astral, se limitó, muy circunspecto, a notificarme, una
tarde de invierno, negra como la pez de puro lluviosa, en su mansión de Toledo,
la inexorable sentencia dictada por la conjunción de planetas y estrellas:
-"Te matarán,
un día idéntico al de hoy, borrascoso e invernal, luctuosa fecha en la que oscuras
nubes, ejerciendo de ojos desbordados de copiosas lágrimas, descargarán agua en
abundancia pidiendo al cielo que tu espíritu sea redimido de los innumerables
pecados que lo corro en…. ¡El Todopoderoso se apiade de ti! Preveo que serás cosido
a heridas de espada, con cincuenta, quizá cincuenta y un años, no más…".
Acabo de cumplir, agorero e infausto aniversario, cincuenta y uno.
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Fortaleza de Segura |
¿A quién
dirigirme? Por desgracia, me es patente y manifiesto que no tengo descendencia,
íntimos camaradas o agradecidos deudos a quienes recurrir…Ni siquiera recuerdo
la posibilidad de entrever entre la multitud de personajes que me son conocidos
a algún leal y honrado acólito a quien utilizar como testaferro y asignar la
custodia de mi cuantioso patrimonio en esta penosa tesitura… Sí, aquí y allá,
en escondrijos impensables, atesoro una apreciable cantidad de monedas en previsión
de malas contingencias –eso sí, menor que la disparatada suma exigida por mi
liberación- cuya recuperación podría ayudarme a rehacer mi posición y mando en
una pésima coyuntura como la que atravieso pero que están dispersas por
diversos lugares de la península, registradas, tan sólo, en mi inmodestamente
prodigiosa memoria. ¿En quién confiar tal misión de rescate? Imposible… Por
otro lado, nadie, ni aunque mi desgracia se proclamara en el orbe entero,
levantará un dedo por mejorar mi lastimosa situación. Nadie presentará aval o cubrirá
tan desorbitado rescate… Si, quizás, lo mejor sea resignarse a los designios
del Altísimo y esperar que ningún potentado puje por mi insignificante persona
o que en caso de hacerlo no lo guíen aviesas intenciones… A Dios me encomiendo.
Estos chacales
de los Suhayl, cansados de mi demora en reunir el montante exigido, han enviado
cartas a lo largo y ancho de al-Andalus, poniéndome, literalmente, en almoneda.
Y su oferta ya no me incluye sólo a mí, puesto que, decididos a zafarse del
pesado yugo que les supone defender un territorio codiciado por sus más
potentes vecinos coronados, han anunciado su deseo de desprenderse del señorío
de Segura, es decir, de los castillos, torres, almenaras y alquerías sujetos a
su demarcación. Ironías del destino, juntos o por
separado, mi sino ha quedado vinculado curiosamente a la suerte del baluarte
donde me hallo apresado y que hasta hace tan poco pretendía hacer capital de mi
nonata dinastía.
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Castillo de Segura |
III. VENDIDO.
¿Quién se hará
conmigo? ¿Los hipotéticos compradores pujarán por mí, por el feudo o por ambos? Pasan las
semanas, otoño fresco y lluvioso, van llegado cartas. Atisbo, oteo y pregunto
sin pudor a todo el que se me acerca, con creciente fruición, sobre el devenir
de las negociaciones pero, malhadadamente, el curso de la transacción, plagada
de regateos, es un tema que me está en absoluto vedado.
No obstante,
me llegan hablillas, rumores que, a pesar de su falta de consistencia, tienen
la virtud de exaltar o deprimir mi ánimo, según el giro que toma el negocio,
turbio e implacable, del que pende el hilo, a cada instante más delgado, de mi
supervivencia.
Se comenta, en
boca de los mercenarios y campesinos que pululan por la ciudadela, que sus amos
reciben mensajes atados a las patas de gráciles palomas mensajeras, escritos
portados por veloces adalides llegados a lomos de raudas caballerías, lujosos
pergaminos garabateados con promesas de riquezas sin cuento, sellados con
rúbricas reales, entregados al pie de las murallas por escurridizos emisarios,
donde los Suhayl, tan sólo en muy contadas circunstancias se dignan bajar, si
acaso a cumplimentar a los dignatarios de mayor rango, enviados, para cerrar un
posible acuerdo, por la nutrida pléyade de emires -demasiados- que pugnan por
la primacía en nuestro desgraciado país…
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Reinos de Taifas a mediados S.XI |
Mi única firme
esperanza se diluyó, como azúcar en agua, justo al mes de mi apresamiento.
Chábir y Hadi, que no fueron lastimados en la traidora cumbre, reventando caballos,
habían partido hacia la corte de Zaragoza y vuelto, a la velocidad del rayo, portadores
de cartas firmadas por su señor que sólo transmitían las más funestas noticias:
al-Mutaman había sucumbido en el ínterin de resultas de su penosa enfermedad y
su hijo y sucesor, al-Mustain, enfrascado en conflictos y disputas con sus
parientes para conservar su precario y discutido trono, se limitaba a lamentar
mi suerte y elevar preces por mi salvación, eso sí, sin aportar gestos o
medidas cualesquiera en mi favor.
Oprimido por
el curso de los acontecimientos, me despojé -¿loca inconsciencia o recuperada
valentía?-, puesto que empecé a atisbar que mi suerte estaba echada y nada
tenía que perder, el miedo que me acongojaba y adopté un aire de displicencia y
vanidad en el trato con mis carceleros que al punto llegó a exasperarles.
-"¡Vendedme bien caro, pues con total certeza lo valgo, malditos mercachifles!",
llegué, incluso, a espetarles en una oportunidad mientras me entregaba con deleite
a la que siempre ha sido mi mejor arma, verdadera lanza punzante, letal estilete
dirigido con maestría contra el preclaro renombre y digna reputación de mis
oponentes, a la par que, sin duda, mi gran valedora -aunque en demasiados
lances, también, la causa directa de mis desgracias-: la poesía. Compuse y
recité en voz alta, en impecable árabe clásico que aquellos paletos apenas
entendían, todo un ramillete de poemas, en apariencia irrelevantes pero que,
con calculada doblez, al entendido se mostraban cargados de doble sentido,
giros ocultos y otros varios sutiles trucos del idioma con los que buscaba, al
menos para recreo de mi fuero interno, humillar, denigrar y pisotear el honor y
la fama de aquella pareja de grajos que podrían disponer de mi cuerpo a su
libre albedrío pero que, a su vez, se veían imposibilitados para domar mi mente.
Como cabía esperar, aquellos iletrados, sin comprender el significado siquiera
de una sílaba, quedaban hechizados por la armonía de los sonidos que mi boca
emitía. De esta guisa, en mis ponzoñosos versos, sardónicos y cínicos hasta
extremos inconcebibles, hirientes cual dentelladas de fiera rabiosa, de una
mordacidad más cáustica que el más letal de los tósigos, el fortín de Segura se
veía elevado a la capitalidad de al-Andalus, sin parangón alguno en el orbe
islámico, ya que Córdoba, Sevilla o la mismísima Bagdad palidecían,
abochornadas y ensombrecidas, ante su incontestable esplendor, y sus dueños,
por ende, se erigían en el súmmum de la majestad y magnanimidad reales,
haciendo palidecer las hazañas y leyendas de los grandes califas de nuestra
historia, más dignos de loor incluso que el gran Harun al-Rachid, un cualquiera
en comparación con los amos de estas serranías....Si la ciudadela se me
antojaba joya inexpugnable, colgada del cielo, defendida por nubes y arcángeles
e inmensa en su mayestática elevación, los Suhayl trocábanse en guerreros invictos,
conquistadores de mayor talla que los mismísimos Alejandro Magno o Julio César…
En fin, me divertí para mis adentros, y menos mal que no comprendían mis
maliciosas rimas porque, no tengo ni un ápice de duda, de haber captado mis burlas,
de su inexorable venganza creo que tal vez aún podría haber escapado vivo (las
expectativas de mi rescate habrían frenado su inclinaciones asesinas) pero con
el cuerpo diez veces apaleado, algún hueso quebrado y quizás sin lengua.
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Representación palaciega de la Taifa de Murcia |
Que el señor
beréber de Granada, Abd Allah, joven, perezoso y sin demasiados recursos, puja
con unos raquíticos 2.000 dirhames de plata como remate por la integridad de lo
subastado, la fortaleza y su insigne prisionero: Segura, sólido picacho que le permitiría
ganar un bastión en estos montes frente a su gran rival de Sevilla, que de
continuo se expande por estas remotas e inaccesibles comarcas, y de rebote, Ibn
Ammar… que sería, sin mayores preámbulos, decapitado en el acto, antes incluso
de alcanzar la capital de su menguado y decadente reino, con la finalidad de que
un exultante lancero, al frente de mortífera comitiva, desfilase por los patios
y salones de su blindada alcazaba -construida con piedras de un color rojo penetrante,
terrible recordatorio sanguinolento de los desdichados siervos que perecieron
en su construcción- con mi cabeza bien alta clavada en una pica. Cuentas pendientes
tenemos e irrefutable es el hecho de que cuando ejercía el visirato en Sevilla
a punto estuve de someter su territorio en beneficio de mi amo al-Mutamid y
eso, claro está, no se olvida…
Otro rey
venido a menos, al-Mutasim de Almería, vetusto y achacoso, con casi cuatro décadas
de reinado a sus espaldas, ofrece, a su vez, una modesta suma tan sólo por mi redención…
Este lugar cae lejos de sus dominios y, sin recursos en tropas y dineros, le sería
imposible defenderlo de sus codiciosos rivales mas… a mí, encantado estaría de
apretar hasta la asfixia mi indefensa garganta, abrumar mis miembros,
torturados con saña y refinamiento, con el insoportable peso de macizas cadenas
y recrearse largo tiempo en mi desgracia. En efecto, este demonio disfrazado de
hombre, sin prisas, se emplearía a fondo en discurrir los métodos más
truculentos –hierros candentes, látigos de varias puntas, picaduras de escorpiones
son sus especialidades- para borrarme, literalmente en cuerpo y alma, de la faz
de la tierra. Sí, en el pasado le engañé con sutiles argucias y embrolladas
tretas en varias oportunidades, consiguiendo arrebatarle alguna fortaleza y
bastante peculio y hasta, en una coyuntura que creí propicia para mis
intereses, animé a sus súbditos a la rebelión con el fin de destronarle o
matarle… Ardides y celadas orquestados, evidentemente, con el designio de substituirle
en el solio. Esta última artimaña, por poco, y sería largo de contar, fracasó
con estrépito pero aún así ¿con qué refinado martirio tendrá pensado
obsequiarme? Al-Mutasim es hombre paciente y meticuloso, que nada olvida, que
aguarda con infinita paciencia el momento del desquite y la revancha… No creo
que sus verdugos se limitaran a darme, como haría el tosco granadino, un tajo
rápido y fatal en el gaznate…No, del fin dado por este despiadado príncipe a
sus desgraciados oponentes circulan múltiples leyendas, a cual más pavorosa,
porque es rey que sabe esperar su momento y, llegado éste, el desdichado que
cae en su tela de araña sufre los tormentos más atroces –aplicados en secreto,
en aterradoras noches de tormenta, en las subterráneas mazmorras de su alcázar-
hasta que, extenuado por las continuas privaciones y ahíto de padecimientos,
abandona el infeliz condenado este mundo, no sólo en su inerme envoltorio carnal,
–guiñapo destrozado por exquisitas y refinadas torturas y un hambre y sed nunca
saciadas- sino que hasta su recuerdo y memoria son objeto de feroz anatema,
pues el viejo señor de Almería decreta, so pena de ejecución, que en los
predios que le prestan acatamiento ni se mencione el nombre de aquellos que han
desaparecido a sus manos. ¡Hasta el más execrable olvido de la memoria y recuerdo
de sus víctimas ordena ejecutar este tirano a sus súbditos que malviven sobre
los cigarrales que gobierna! ¡Que el cáncer que corroe sus huesos le aniquile
en medio de sufrimientos sin cuento!
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Representación de Al-Mutamim |
E Ibn Tahir,
ex monarca de Murcia, matusalén riquísimo, de ilustre prosapia, sabio, ilustre
poeta. Nos conocimos, ha muchos lustros atrás, cuando compuse panegíricos en su
honor y él, justo es reconocerlo, arrojó sin freno sobre mi regazo una
inagotable lluvia de dinares y me cubrió, literalmente de los pies a la cabeza,
de dádivas, prebendas y honores.
Luego las
tornas cambiaron y hace apenas cinco años le expulsé de su trono para… apropiármelo
yo. Aquella traición supuso el cénit de mi carrera y, mirando en retrospectiva,
quizás, probablemente, el principio de mi menoscabo. En efecto, Ibn Tahir, tan
acaudalado que su linaje poseía legítimamente la propiedad de la mitad de las
tierras que componían su reinecillo murciano, apenas gastaba recursos en su defensa,
intentando coexistir sin conflictos ni rencillas con los demás reyes de taifas
y llevando a cabo una diplomacia basada en el buen entendimiento con sus
vecinos y el mantenimiento a toda costa de la paz aunque tal política supusiese
la firma de pactos y treguas que devinieran a la postre en el pago de onerosos
tributos y gravosas parias a todos sus potenciales rivales, tanto musulmanes
como cristianos. Al-Mutamid, sabedor de lo exiguo de sus tropas, me encomendó
la ocupación de su menguado feudo.
Tarea fácil:
el ejército sevillano, acampado ante Murcia, no tuvo ni necesidad de desenfundar
la espada. Los murcianos, y en especial los notables de la corte, temerosos de nuestra
potencia militar, y sobornados los más preclaros de ellos con pesadas faltriqueras
colmadas de riquezas de toda índole (oro y plata amonedados en buena ley,
preciadas sedas, documentos que otorgaban concesiones tributarias sobre fincas,
cortijos y peajes…) nos entregaron, atado de pies y manos, a su emir.
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Cautiverio de Ibn Tahir en Sevilla |
Quise
mostrarme, no obstante, reconocido con su anterior liberalidad y ordené, en
agradecimiento a su comportamiento conmigo en el pasado, que se le liberase y tratase
con miramientos aunque -no pude hacer más en su favor- quedó bajo arresto
domiciliario en una de sus magníficas mansiones de recreo.
Sin embargo,
su repentina y violenta deposición –es humano- debió agriarle el carácter y
escribió, secretamente, a sus aliados poniéndoles en mi contra. Yo, por mi
parte, ofuscado por mi recién adquirida supremacía, cometí el mayor de los
pecados ante Dios y la más grande infamia ante el género humano: me convertí,
por segunda vez, en traidor, destruyendo el valimiento que mi señor al-Mutamid
había depositado en mí, su consejero, guía, compañero y amante. Felonía de
manual, he de reconocerlo -pues no hay excusas para mi comportamiento-
consistente en darme aires de soberano abandonando la obediencia debida a mi
rey y compañero, a quien negué homenaje y de cuyo servicio me aparté para
siempre. En efecto, teniendo en poco la dignidad de visir o virrey, que en
realidad era mi verdadera condición en Murcia, proclamé mi independencia y me
erigí en emir, culminando, al fin, mis mayores expectativas, siempre soñadas,
siempre postergadas, que perpetuamente me asediaron durante mi azaroso devenir.
Rey, sí, de un principado minúsculo y alicaído, pero nada más y nada menos que
rey, sin nadie por encima a quien jurar pleitesía, rendir vasallaje y dar
cuentas... ni a quien invocar en el rezo diario ni a cuyo nombre acuñar moneda…
solo, sin dependencia alguna, dueño de hacer y deshacer a mi entera voluntad…
justa recompensa a mi inteligencia, tan superior a la del montón de petimetres coronados
que deben exclusivamente su legitimidad a herencia transmitida por linaje de sus
difuntos padres y abuelos y que, en la mayoría de los casos, ni conservar sus
legados saben.
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Corte de Al-Mutamid |
¡Maldita
obcecación la sobrevenida por el irresistible fulgor del oro! ¡Maldito veneno que
corroe las venas hasta de los más justos y leales cuando el dosel real se les
ofrece! ¡Loca ambición de pujanza e imperio sobre los demás hombres! ¡Frenética
obcecación por ejercer el caudillaje sin sujeción a patrón alguno aunque de
éste sólo obtengas recompensas y parabienes! Lástima no haber permanecido en
segundo plano, lejos de la pasión irrefrenable por el disfrute del poder
absoluto que emanaba de los alcáceres sevillanos, con sus continuas luchas intestinas,
traiciones sin cuento y demás peajes que el ejercicio del mando nos obliga a
pagar sin escapatoria posible. Pude haberme conformado, allá, en mi terruño de
nacimiento, en Silves, con un puesto burocrático secundario, cómodo y bien
remunerado, al amparo de la protección de mi amigo y líder Al-Mutamid que, no
cabe duda, me hubiese permitido una existencia libre de preocupaciones
económicas y el centrarme, como único objetivo de mi ser, en la búsqueda desenfrenada
del placer en todas sus vertientes imaginables –gran sibarita soy, dotado de apetencias
pantagruélicas en el amor, el saber, el comer y el beber- …mas, mi nunca
satisfecha codicia y un ansia de gloria enfermiza me cegaron y empujaron a
cometer contra mi protector y mecenas los actos y acciones más viles y abominables.
Recuerdo que Al-Mutamid desempeñó el cargo de gobernador de mi ciudad siendo
apenas un adolescente. Yo era cinco años mayor que él. ¡Qué dicha infinita nos
embargó durante aquellos días lejanos! Ambos, jóvenes y despreocupados,
sedientos de vino y sexo con hermosos efebos y encantadoras doncellas, nos holgábamos,
además de durmiendo juntos, bebiendo, comiendo, cazando, nadando y paseando por
las riberas de su tranquilo río –en sus orillas, precisamente, conoció a la
mujer que cautivó por siempre su corazón, Itimad la Rumaikiya- donde, entre
copas, nos retábamos en certámenes de composición poética, justas literarias de
las que han surgido, modestia aparte, los mejores poemas de nuestro siglo. Ahora,
mi antaño bienhechor al-Mutamid, sólo me tiene en mientes con el objeto de
conseguir a toda costa mi captura y muerte. Irreprochables motivos tiene.
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Crónica medieval árabe |
Un último y
desesperado recurso: suplicar la ayuda de Alfonso, rey de Castilla, cruzado
contra nuestra santa religión, expugnador de nuestras ciudades y saqueador de nuestras
haciendas, el soberano más poderoso de la península, el tirano, el déspota, el
infiel que pretende enseñorearse de la totalidad al-Andalus al frente de sus jinetes
acorazados -uno de ellos, justo es reconocerlo, vale diez de los nuestros y ese
diablo al que llamamos Cid, por lo menos, cien-.
No obstante,
ese pensamiento se desvanece en un suspiro. Nos conocemos a la perfección, casi
íntimamente, el pérfido castellano y yo, ora adversarios cuando raziaba las
tierras del Aljarafe sevillano, siempre ávido de parias, exacciones y tributos
que desangran a los estados musulmanes en beneficio los insaciables cofres de
la cristiandad, ora aliados cuando reuníamos fuerzas contra cualquier otro desgraciado
príncipe islámico. Ni un músculo moverá en mi socorro, pues aparte de profesarme
profundo odio y un indisimulado desprecio, teme de mis argucias, ya que alguna jugada
le he gastado, y es afecto al poco soltar y mucho acumular, como palmariamente
demostró en una ocasión en la que, coaligados contra natura, atacamos al señor
de Granada: las tierras ocupadas para Sevilla, los tesoros arrebatados a su
inicuo gobernante para el castellano. Los granadinos, naturalmente y sin mucho
esfuerzo, consiguieron sobornarle y compraron su retirada al precio de una cantidad
inimaginable, obscena, de numerario de toda índole que, transportado en una
impresionante recua de bestias, cargadas hasta la extenuación con monedas,
joyas, telas, especias y perfumes, desfilaron ante mi atónita mirada. -"No
hay territorios conquistados, nada os corresponde de este botín según nuestro pacto",
me refirió, sardónico. Me “obsequió”, no obstante, con indescriptible cinismo,
como pago al extenuante esfuerzo bélico de las tropas de Sevilla, un hacha de
doble hoja, finamente labrada con un par de rubíes engastados en su mango
lacado en primoroso marfil. Objeto, tan hermoso como inquietante, que solía
portar al cinto más como adorno que como defensa, y que yo regalé más tarde a
mi señor al-Mutamid. Su valor, que en sí mismo no era desdeñable, lo estimo en
una millonésima parte de lo por él conseguido. ¡Dios lo castigue y se pudra en
el infierno!
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Castillo de Segura |
Empero, la
peor noticia se confirma. Se dice que mis cautivadores se han entrevistado con
Yazid al-Radi, el hijo favorito –y ciertamente, el más avispado de su abundantísima
prole- de mi antiguo cómplice y soberano, el monarca de Sevilla, el magnífico al-Mutamid,
que ha ofrecido doblar cualquier oferta... que la subasta, alta, se ha
concretado y que los Suhayl recibirán por la entrega de Segura y de su
prisionero, 10.000 monedas de oro, parte en metálico, parte en ricas telas, vajillas
nobles y caballos de raza. ¡En mala hora traicioné, cegado por la aureola de la
realeza, a tan magnánimo señor! ¡En mala hora me alié con sus enemigos para
perjudicar a su reino! ¡En mala hora compuse obscenos y procaces versos contra
su familia, linaje y él mismo! ¡En mala hora desprecié el amor que siempre me
profesó! De nada sirve, por otra parte, arrepentimiento tan tardío: no hay
remedio contra el mal ya hecho ni forma de revertir el daño causado en el pasado.
La ligación que vincula nuestras vidas, tan imbricadas entre sí, que han
discurrido entre el paroxismo del amor más acendrado y el odio más acerbo, como
órbitas de astros que se atraen y repelen mutuamente para por fin colisionar
sin remisión, ya se apresta a su conclusión: llega su momento, la consumación
de su venganza, tanto tiempo soñada como postergada, y su cumplimiento no
implica otra cosa que mi exterminio ¡Dios dame entereza con la que afrontar mi
final!
Rezar, contrito
y resignado, ante la fatal suerte que me aguarda, purgar mis pecados con el más
sincero de los arrepentimientos y expiar, siquiera en lo más recóndito de mi
corazón, faltas y ofensas, que incontables y de toda ralea he cometido, para
encarar, libre de culpa, mi próximo encuentro con el Altísimo, es lo único que
me queda por hacer en las inminentes y lacerantes jornadas que me esperan hasta
mi entrega en Sevilla, humillado y azotado durante una ruta que no se me antoja
otra cosa que inhumano calvario, sólo para arrostrar el más trágico destino,
destrozado por el hacha castellana -la que fue del maldito Alfonso- que el mismísimo
rey sevillano -sordo a mis súplicas, plegarias y besos- blandirá, en mortífero
calabozo, contra mi débil y encadenado cuerpo hasta que, extenuado y trémulo, se
aparte de mi cadáver cosido a heridas, ya frío por entonces.
-"¡Eh,
hijos de Suhayl, perros sarnosos, que Dios os castigue, caro me habéis vendido
después de todo!".
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