martes, 10 de octubre de 2017

6° Premio Domingo Henares... EL PRISIONERO DE SEGURA......(2ª parte)

Completamos, con la publicación de la segunda parte del relato "El prisionero de Segura" de Juan Nuñez Guerrero, la totalidad de la narración ganadora del VI concurso de relato histórico Domingo Henares convocado por el ayuntamiento de Puente de Génave. Comprenderemos así las peripecias de su protagonista en una época tan convulsa como fue, bajo dominio musulmán, los Reinos de Taifas.

EL PRISIONERO DE SEGURA.........    2ª Parte


II. PRISIONERO.

Terror y desolación fueron los sentimientos que me embargaron en los momentos iniciales de mi cautiverio, sufrido durante la casi totalidad de este recién concluido y tórrido verano. Verdad es que anduve lejos de soportar la canícula estival dado que en cuanto fui capturado por aquel par de pajarracos de mal agüero me arrojaron a un profundo pozo excavado en medio del patio de armas de la fortificación -quizás un antiguo aljibe, quizás abandonada letrina- donde, envuelto en misérrima y mugrienta manta, soporté los primeros días de prisión. Apenas un candil y una escudilla fueron los utensilios que me dispensaron los carroñeros e inicuos Suhayl hasta que más tarde cayeron en la cuenta de que, dado que mi escapatoria era, en principio imposible, por puro cálculo pecuniario podían permitirse un comportamiento más conmiserativo para conmigo hasta el extremo casi de cebarme como a la res que el matarife engorda hasta la fecha de su sacrificio.

En efecto, tras medio mes de amargo encierro, lóbrego y húmedo, sin distinguir el día de la noche, racionado a pan y agua –¡Dios, perdóname, pero cuánto anhelaba una copa de vino!-, pobres alimentos que, entre burlas de la grosera soldadesca, me eran descolgados de cuando en cuando en el fondo de un asqueroso barreño, los cabecillas del lugar, verdaderos cuervos que habían olisqueado el más que sustancioso botín que tenían al alcance de la mano –ya saboreaban el metálico aroma del oro y el ácido dulzor de la plata que ya palpaban, ya contaban, ya depositaban, en sumas ingentes, en sus hasta hoy vacíos cofres- se percataron de que únicamente podrían recabar el desmesurado monto exigido por mi rescate dispensándome un tratamiento más humano, de manera que aflojaron la cadena que rodeaba mi pescuezo y libraron mis manos y pies de pesados grilletes, y por fin, convencidos de que, salvo que me transmutase mágicamente en pájaro, jamás podría escapar indemne de aquel abrupto lugar, me dejaron, como si de la más espléndida dádiva se tratase, pasear a ratos por el recinto de la alcazaba (custodiado de cerca por un par de guardianes con los que se me prohibió cruzar palabra). Su “munificencia” fue rematada a mediados del estío cuando procedieron a acondicionar un habitáculo, fresco y angosto, anexo a las cocinas del fortín, donde tras sellar un par de ventanucos e instalar una consistente puerta repujada en hierro, allí me encerraron libre de argollas, otorgándome como gran privilegio, un destartalado jergón, una mesa y un par de taburetes.

Pero tales “comodidades” tenían, por supuesto, su precio. Los Suhayl habían decidido enriquecerse a mi costa y sin mayores preámbulos me solicitaron –al comienzo lisonjera y más tarde, agotada su paciencia, acerbamente- una cantidad exorbitante de dinares acuñados en oro de primera ley. Ningún argumento les hizo cambiar de opinión: ni mis excusas de padecer lastimosa pobreza ya que el lustro transcurrido desde mi destronamiento –en la fuga, accidentada y convulsa, salvé el pellejo pero abandoné cuantiosos tesoros- me había sido particularmente adverso de manera que el giro de la caprichosa fortuna convirtióme de acaudalado gobernante en menesteroso exiliado, ni mis promesas de una mayor recompensa futura si, liberado por su magnánima generosidad, la rueda del destino me volviese a ser favorable… Inmisericordes e inconmovibles, pétreos corazones de acero más duros que el diamante, mas, por otra parte, inasequibles al desaliento en su afán de obtener el máximo rédito por su ilustre rehén, Abd al- Chábbar, el menor y más taimado de los Suhayl, –el mayor, Ibrahim, es un necio en toda reglame planteó, sin rodeos, el chantaje: si no pagaba hasta la última moneda por ellos exigida, otros lo harían.
-“Me es indiferente, visir (le gustaba dirigirse a mí mediante ese principesco tratamiento) que pagues tú o que lo haga fulano o mengano. Si te niegas a entrar en razón y no te rescatas a ti mismo tus enemigos lo harán por ti y tu suerte estará echada”.
-“¡Escribe!, que en ello te va la vida”, me azuzaba el malvado dejando caer que no tendría el menor escrúpulo en venderme al mejor postor aunque éste no tuviese otra intención que la de asesinarme a sangre fría…
¿A quién acudir? Contaba, de un lado, con demasiados falsos amigos que en esta nefasta coyuntura no sólo no gastarían su peculio en mi redención sino que no moverían un dedo por mi salvación, felices, en secreto, por librase de un personaje incómodo –y repartirse, de paso, sus vacantes cargos, y disfrutar de sus expropiadas rentas y propiedades- y por otro, con innumerables adversarios ansiosos por privarme de la existencia, vengadores de aquellos cuyos cadáveres fueron apartados de forma expeditiva de mi trayecto hacia la gloria y el imperio que, en este instante, desde el más allá, reclaman su deuda de sangre conmigo…

Afilo, todavía nervioso, el cálamo… Un poco de tinta aún útil en su casi vacío recipiente, candil moribundo por falta de aceite, lánguida luz solar, casi extinta, domeñada por las penumbras de la naciente noche cuya negrura comenzaba a penetrar, entre difusa y vaga, a través de diminutas rendijas y ocultos recodos… Ominoso ocaso, siniestro juego de luces y sombras que, para mi mayor desazón, proyectaba oníricas siluetas, deformes y grotescas, en la pared de enfrente, punzante recordatorio de los fantasmas y demonios que me esperaban en el averno… Mi espíritu se identificó, exangüe, con tan mortecino ambiente, sabedor de que mis días estaban contados…

Y el círculo, comprendí al cabo, de mis días terrenales se había cerrado. Nunca he sido partidario de adivinos, estrelleros o nigromantes a quienes tengo por falsos charlatanes. No es que desprecie -Dios no lo quiera- la bendición de un piadoso eremita o la baraca que pueda transmitir un bendito morabito, pero siempre he desdeñado a nigromantes, quiromantes y levantadores de horóscopos como a individuos más cercanos a Satanás que a Dios, con su infernal parafernalia de amuletos, brebajes y sortilegios. De entre todos, tan sólo un par de eruditos, a quienes conocí a consecuencia de mis nunca concluidas andanzas por el país, me parecieron dotados de la clarividencia y precognición que sólo el Altísimo otorga a sus criaturas más predilectas. El uno y el otro, con los que me entrevisté hace décadas, portaban el nombre de Mohammed y ambos me pronosticaron un fin aciago. El primero, el que respondía al apellido de al-Dabbi, instalado en una recóndita cueva de la sierra onubense, escurridizo y enjuto, taciturno y lacónico hasta el extremo de que pronunciar una palabra pudiese llegar a causarle el más intenso dolor o enfrentarle a los estragos de terrible enfermedad, tras mirarme, hipnótico, a los ojos y después de un interminable silencio, concluyó: -"Morirás violentamente al filo de un arma cristiana". Con el transcurso de las estaciones, y no sin sufrimiento, conseguí digerir su fatídica predicción...: ser matado en combate, atravesado por acero hostil e impío en defensa de la gloriosa fe del islam, me convertiría de forma automática en mártir y limpiaría, instantáneamente, mis pecados ante el Eterno, asegurando por siempre a mi ánima los deleites imperecederos del paraíso. Quizás esta predicción me haya animado más de la cuenta a infringir las normas divinas y humanas, seguro de la salvación de mi alma...No obstante, tengo que confesarlo: he intentado retrasar ese glorioso momento cuanto he podido y aunque no me tengo por militar competente tampoco me comporto como un tembloroso cobarde ante los ejércitos rivales si en éstos no figuran tropas cristianas, a las que esquivo por motivos obvios, en la medida de lo posible, como el conejo al lobo, como la liebre al halcón. El segundo adivino, adicto a los placeres mundanos y sumamente locuaz y alegre, apodado "el Ecijano", tras levantar, basándose en la fecha de mi nacimiento y utilizando extraños e incomprensibles artilugios como astrolabios y sextantes, después de semanas de estudio –bien que se las cobró- mi carta astral, se limitó, muy circunspecto, a notificarme, una tarde de invierno, negra como la pez de puro lluviosa, en su mansión de Toledo, la inexorable sentencia dictada por la conjunción de planetas y estrellas:
-"Te matarán, un día idéntico al de hoy, borrascoso e invernal, luctuosa fecha en la que oscuras nubes, ejerciendo de ojos desbordados de copiosas lágrimas, descargarán agua en abundancia pidiendo al cielo que tu espíritu sea redimido de los innumerables pecados que lo corro en…. ¡El Todopoderoso se apiade de ti! Preveo que serás cosido a heridas de espada, con cincuenta, quizá cincuenta y un años, no más…". Acabo de cumplir, agorero e infausto aniversario, cincuenta y uno.
Fortaleza de Segura

¿A quién dirigirme? Por desgracia, me es patente y manifiesto que no tengo descendencia, íntimos camaradas o agradecidos deudos a quienes recurrir…Ni siquiera recuerdo la posibilidad de entrever entre la multitud de personajes que me son conocidos a algún leal y honrado acólito a quien utilizar como testaferro y asignar la custodia de mi cuantioso patrimonio en esta penosa tesitura… Sí, aquí y allá, en escondrijos impensables, atesoro una apreciable cantidad de monedas en previsión de malas contingencias –eso sí, menor que la disparatada suma exigida por mi liberación- cuya recuperación podría ayudarme a rehacer mi posición y mando en una pésima coyuntura como la que atravieso pero que están dispersas por diversos lugares de la península, registradas, tan sólo, en mi inmodestamente prodigiosa memoria. ¿En quién confiar tal misión de rescate? Imposible… Por otro lado, nadie, ni aunque mi desgracia se proclamara en el orbe entero, levantará un dedo por mejorar mi lastimosa situación. Nadie presentará aval o cubrirá tan desorbitado rescate… Si, quizás, lo mejor sea resignarse a los designios del Altísimo y esperar que ningún potentado puje por mi insignificante persona o que en caso de hacerlo no lo guíen aviesas intenciones… A Dios me encomiendo.

Estos chacales de los Suhayl, cansados de mi demora en reunir el montante exigido, han enviado cartas a lo largo y ancho de al-Andalus, poniéndome, literalmente, en almoneda. Y su oferta ya no me incluye sólo a mí, puesto que, decididos a zafarse del pesado yugo que les supone defender un territorio codiciado por sus más potentes vecinos coronados, han anunciado su deseo de desprenderse del señorío de Segura, es decir, de los castillos, torres, almenaras y alquerías sujetos a su demarcación. Ironías del destino, juntos o por separado, mi sino ha quedado vinculado curiosamente a la suerte del baluarte donde me hallo apresado y que hasta hace tan poco pretendía hacer capital de mi nonata dinastía.
Castillo de Segura

III. VENDIDO.

¿Quién se hará conmigo? ¿Los hipotéticos compradores pujarán por mí, por el feudo o por ambos? Pasan las semanas, otoño fresco y lluvioso, van llegado cartas. Atisbo, oteo y pregunto sin pudor a todo el que se me acerca, con creciente fruición, sobre el devenir de las negociaciones pero, malhadadamente, el curso de la transacción, plagada de regateos, es un tema que me está en absoluto vedado.

No obstante, me llegan hablillas, rumores que, a pesar de su falta de consistencia, tienen la virtud de exaltar o deprimir mi ánimo, según el giro que toma el negocio, turbio e implacable, del que pende el hilo, a cada instante más delgado, de mi supervivencia.

Se comenta, en boca de los mercenarios y campesinos que pululan por la ciudadela, que sus amos reciben mensajes atados a las patas de gráciles palomas mensajeras, escritos portados por veloces adalides llegados a lomos de raudas caballerías, lujosos pergaminos garabateados con promesas de riquezas sin cuento, sellados con rúbricas reales, entregados al pie de las murallas por escurridizos emisarios, donde los Suhayl, tan sólo en muy contadas circunstancias se dignan bajar, si acaso a cumplimentar a los dignatarios de mayor rango, enviados, para cerrar un posible acuerdo, por la nutrida pléyade de emires -demasiados- que pugnan por la primacía en nuestro desgraciado país…
Reinos de Taifas a mediados S.XI
Mi única firme esperanza se diluyó, como azúcar en agua, justo al mes de mi apresamiento. Chábir y Hadi, que no fueron lastimados en la traidora cumbre, reventando caballos, habían partido hacia la corte de Zaragoza y vuelto, a la velocidad del rayo, portadores de cartas firmadas por su señor que sólo transmitían las más funestas noticias: al-Mutaman había sucumbido en el ínterin de resultas de su penosa enfermedad y su hijo y sucesor, al-Mustain, enfrascado en conflictos y disputas con sus parientes para conservar su precario y discutido trono, se limitaba a lamentar mi suerte y elevar preces por mi salvación, eso sí, sin aportar gestos o medidas cualesquiera en mi favor.

Oprimido por el curso de los acontecimientos, me despojé -¿loca inconsciencia o recuperada valentía?-, puesto que empecé a atisbar que mi suerte estaba echada y nada tenía que perder, el miedo que me acongojaba y adopté un aire de displicencia y vanidad en el trato con mis carceleros que al punto llegó a exasperarles. -"¡Vendedme bien caro, pues con total certeza lo valgo, malditos mercachifles!", llegué, incluso, a espetarles en una oportunidad mientras me entregaba con deleite a la que siempre ha sido mi mejor arma, verdadera lanza punzante, letal estilete dirigido con maestría contra el preclaro renombre y digna reputación de mis oponentes, a la par que, sin duda, mi gran valedora -aunque en demasiados lances, también, la causa directa de mis desgracias-: la poesía. Compuse y recité en voz alta, en impecable árabe clásico que aquellos paletos apenas entendían, todo un ramillete de poemas, en apariencia irrelevantes pero que, con calculada doblez, al entendido se mostraban cargados de doble sentido, giros ocultos y otros varios sutiles trucos del idioma con los que buscaba, al menos para recreo de mi fuero interno, humillar, denigrar y pisotear el honor y la fama de aquella pareja de grajos que podrían disponer de mi cuerpo a su libre albedrío pero que, a su vez, se veían imposibilitados para domar mi mente. Como cabía esperar, aquellos iletrados, sin comprender el significado siquiera de una sílaba, quedaban hechizados por la armonía de los sonidos que mi boca emitía. De esta guisa, en mis ponzoñosos versos, sardónicos y cínicos hasta extremos inconcebibles, hirientes cual dentelladas de fiera rabiosa, de una mordacidad más cáustica que el más letal de los tósigos, el fortín de Segura se veía elevado a la capitalidad de al-Andalus, sin parangón alguno en el orbe islámico, ya que Córdoba, Sevilla o la mismísima Bagdad palidecían, abochornadas y ensombrecidas, ante su incontestable esplendor, y sus dueños, por ende, se erigían en el súmmum de la majestad y magnanimidad reales, haciendo palidecer las hazañas y leyendas de los grandes califas de nuestra historia, más dignos de loor incluso que el gran Harun al-Rachid, un cualquiera en comparación con los amos de estas serranías....Si la ciudadela se me antojaba joya inexpugnable, colgada del cielo, defendida por nubes y arcángeles e inmensa en su mayestática elevación, los Suhayl trocábanse en guerreros invictos, conquistadores de mayor talla que los mismísimos Alejandro Magno o Julio César… En fin, me divertí para mis adentros, y menos mal que no comprendían mis maliciosas rimas porque, no tengo ni un ápice de duda, de haber captado mis burlas, de su inexorable venganza creo que tal vez aún podría haber escapado vivo (las expectativas de mi rescate habrían frenado su inclinaciones asesinas) pero con el cuerpo diez veces apaleado, algún hueso quebrado y quizás sin lengua.
Representación palaciega de la Taifa de Murcia
Que el señor beréber de Granada, Abd Allah, joven, perezoso y sin demasiados recursos, puja con unos raquíticos 2.000 dirhames de plata como remate por la integridad de lo subastado, la fortaleza y su insigne prisionero: Segura, sólido picacho que le permitiría ganar un bastión en estos montes frente a su gran rival de Sevilla, que de continuo se expande por estas remotas e inaccesibles comarcas, y de rebote, Ibn Ammar… que sería, sin mayores preámbulos, decapitado en el acto, antes incluso de alcanzar la capital de su menguado y decadente reino, con la finalidad de que un exultante lancero, al frente de mortífera comitiva, desfilase por los patios y salones de su blindada alcazaba -construida con piedras de un color rojo penetrante, terrible recordatorio sanguinolento de los desdichados siervos que perecieron en su construcción- con mi cabeza bien alta clavada en una pica. Cuentas pendientes tenemos e irrefutable es el hecho de que cuando ejercía el visirato en Sevilla a punto estuve de someter su territorio en beneficio de mi amo al-Mutamid y eso, claro está, no se olvida…

Otro rey venido a menos, al-Mutasim de Almería, vetusto y achacoso, con casi cuatro décadas de reinado a sus espaldas, ofrece, a su vez, una modesta suma tan sólo por mi redención… Este lugar cae lejos de sus dominios y, sin recursos en tropas y dineros, le sería imposible defenderlo de sus codiciosos rivales mas… a mí, encantado estaría de apretar hasta la asfixia mi indefensa garganta, abrumar mis miembros, torturados con saña y refinamiento, con el insoportable peso de macizas cadenas y recrearse largo tiempo en mi desgracia. En efecto, este demonio disfrazado de hombre, sin prisas, se emplearía a fondo en discurrir los métodos más truculentos –hierros candentes, látigos de varias puntas, picaduras de escorpiones son sus especialidades- para borrarme, literalmente en cuerpo y alma, de la faz de la tierra. Sí, en el pasado le engañé con sutiles argucias y embrolladas tretas en varias oportunidades, consiguiendo arrebatarle alguna fortaleza y bastante peculio y hasta, en una coyuntura que creí propicia para mis intereses, animé a sus súbditos a la rebelión con el fin de destronarle o matarle… Ardides y celadas orquestados, evidentemente, con el designio de substituirle en el solio. Esta última artimaña, por poco, y sería largo de contar, fracasó con estrépito pero aún así ¿con qué refinado martirio tendrá pensado obsequiarme? Al-Mutasim es hombre paciente y meticuloso, que nada olvida, que aguarda con infinita paciencia el momento del desquite y la revancha… No creo que sus verdugos se limitaran a darme, como haría el tosco granadino, un tajo rápido y fatal en el gaznate…No, del fin dado por este despiadado príncipe a sus desgraciados oponentes circulan múltiples leyendas, a cual más pavorosa, porque es rey que sabe esperar su momento y, llegado éste, el desdichado que cae en su tela de araña sufre los tormentos más atroces –aplicados en secreto, en aterradoras noches de tormenta, en las subterráneas mazmorras de su alcázar- hasta que, extenuado por las continuas privaciones y ahíto de padecimientos, abandona el infeliz condenado este mundo, no sólo en su inerme envoltorio carnal, –guiñapo destrozado por exquisitas y refinadas torturas y un hambre y sed nunca saciadas- sino que hasta su recuerdo y memoria son objeto de feroz anatema, pues el viejo señor de Almería decreta, so pena de ejecución, que en los predios que le prestan acatamiento ni se mencione el nombre de aquellos que han desaparecido a sus manos. ¡Hasta el más execrable olvido de la memoria y recuerdo de sus víctimas ordena ejecutar este tirano a sus súbditos que malviven sobre los cigarrales que gobierna! ¡Que el cáncer que corroe sus huesos le aniquile en medio de sufrimientos sin cuento!
Representación de Al-Mutamim
E Ibn Tahir, ex monarca de Murcia, matusalén riquísimo, de ilustre prosapia, sabio, ilustre poeta. Nos conocimos, ha muchos lustros atrás, cuando compuse panegíricos en su honor y él, justo es reconocerlo, arrojó sin freno sobre mi regazo una inagotable lluvia de dinares y me cubrió, literalmente de los pies a la cabeza, de dádivas, prebendas y honores.

Luego las tornas cambiaron y hace apenas cinco años le expulsé de su trono para… apropiármelo yo. Aquella traición supuso el cénit de mi carrera y, mirando en retrospectiva, quizás, probablemente, el principio de mi menoscabo. En efecto, Ibn Tahir, tan acaudalado que su linaje poseía legítimamente la propiedad de la mitad de las tierras que componían su reinecillo murciano, apenas gastaba recursos en su defensa, intentando coexistir sin conflictos ni rencillas con los demás reyes de taifas y llevando a cabo una diplomacia basada en el buen entendimiento con sus vecinos y el mantenimiento a toda costa de la paz aunque tal política supusiese la firma de pactos y treguas que devinieran a la postre en el pago de onerosos tributos y gravosas parias a todos sus potenciales rivales, tanto musulmanes como cristianos. Al-Mutamid, sabedor de lo exiguo de sus tropas, me encomendó la ocupación de su menguado feudo.

Tarea fácil: el ejército sevillano, acampado ante Murcia, no tuvo ni necesidad de desenfundar la espada. Los murcianos, y en especial los notables de la corte, temerosos de nuestra potencia militar, y sobornados los más preclaros de ellos con pesadas faltriqueras colmadas de riquezas de toda índole (oro y plata amonedados en buena ley, preciadas sedas, documentos que otorgaban concesiones tributarias sobre fincas, cortijos y peajes…) nos entregaron, atado de pies y manos, a su emir.
Cautiverio de Ibn Tahir en Sevilla
Quise mostrarme, no obstante, reconocido con su anterior liberalidad y ordené, en agradecimiento a su comportamiento conmigo en el pasado, que se le liberase y tratase con miramientos aunque -no pude hacer más en su favor- quedó bajo arresto domiciliario en una de sus magníficas mansiones de recreo.
Sin embargo, su repentina y violenta deposición –es humano- debió agriarle el carácter y escribió, secretamente, a sus aliados poniéndoles en mi contra. Yo, por mi parte, ofuscado por mi recién adquirida supremacía, cometí el mayor de los pecados ante Dios y la más grande infamia ante el género humano: me convertí, por segunda vez, en traidor, destruyendo el valimiento que mi señor al-Mutamid había depositado en mí, su consejero, guía, compañero y amante. Felonía de manual, he de reconocerlo -pues no hay excusas para mi comportamiento- consistente en darme aires de soberano abandonando la obediencia debida a mi rey y compañero, a quien negué homenaje y de cuyo servicio me aparté para siempre. En efecto, teniendo en poco la dignidad de visir o virrey, que en realidad era mi verdadera condición en Murcia, proclamé mi independencia y me erigí en emir, culminando, al fin, mis mayores expectativas, siempre soñadas, siempre postergadas, que perpetuamente me asediaron durante mi azaroso devenir. Rey, sí, de un principado minúsculo y alicaído, pero nada más y nada menos que rey, sin nadie por encima a quien jurar pleitesía, rendir vasallaje y dar cuentas... ni a quien invocar en el rezo diario ni a cuyo nombre acuñar moneda… solo, sin dependencia alguna, dueño de hacer y deshacer a mi entera voluntad… justa recompensa a mi inteligencia, tan superior a la del montón de petimetres coronados que deben exclusivamente su legitimidad a herencia transmitida por linaje de sus difuntos padres y abuelos y que, en la mayoría de los casos, ni conservar sus legados saben.
Corte de Al-Mutamid
¡Maldita obcecación la sobrevenida por el irresistible fulgor del oro! ¡Maldito veneno que corroe las venas hasta de los más justos y leales cuando el dosel real se les ofrece! ¡Loca ambición de pujanza e imperio sobre los demás hombres! ¡Frenética obcecación por ejercer el caudillaje sin sujeción a patrón alguno aunque de éste sólo obtengas recompensas y parabienes! Lástima no haber permanecido en segundo plano, lejos de la pasión irrefrenable por el disfrute del poder absoluto que emanaba de los alcáceres sevillanos, con sus continuas luchas intestinas, traiciones sin cuento y demás peajes que el ejercicio del mando nos obliga a pagar sin escapatoria posible. Pude haberme conformado, allá, en mi terruño de nacimiento, en Silves, con un puesto burocrático secundario, cómodo y bien remunerado, al amparo de la protección de mi amigo y líder Al-Mutamid que, no cabe duda, me hubiese permitido una existencia libre de preocupaciones económicas y el centrarme, como único objetivo de mi ser, en la búsqueda desenfrenada del placer en todas sus vertientes imaginables –gran sibarita soy, dotado de apetencias pantagruélicas en el amor, el saber, el comer y el beber- …mas, mi nunca satisfecha codicia y un ansia de gloria enfermiza me cegaron y empujaron a cometer contra mi protector y mecenas los actos y acciones más viles y abominables. Recuerdo que Al-Mutamid desempeñó el cargo de gobernador de mi ciudad siendo apenas un adolescente. Yo era cinco años mayor que él. ¡Qué dicha infinita nos embargó durante aquellos días lejanos! Ambos, jóvenes y despreocupados, sedientos de vino y sexo con hermosos efebos y encantadoras doncellas, nos holgábamos, además de durmiendo juntos, bebiendo, comiendo, cazando, nadando y paseando por las riberas de su tranquilo río –en sus orillas, precisamente, conoció a la mujer que cautivó por siempre su corazón, Itimad la Rumaikiya- donde, entre copas, nos retábamos en certámenes de composición poética, justas literarias de las que han surgido, modestia aparte, los mejores poemas de nuestro siglo. Ahora, mi antaño bienhechor al-Mutamid, sólo me tiene en mientes con el objeto de conseguir a toda costa mi captura y muerte. Irreprochables motivos tiene.
Crónica medieval árabe
Un último y desesperado recurso: suplicar la ayuda de Alfonso, rey de Castilla, cruzado contra nuestra santa religión, expugnador de nuestras ciudades y saqueador de nuestras haciendas, el soberano más poderoso de la península, el tirano, el déspota, el infiel que pretende enseñorearse de la totalidad al-Andalus al frente de sus jinetes acorazados -uno de ellos, justo es reconocerlo, vale diez de los nuestros y ese diablo al que llamamos Cid, por lo menos, cien-.

No obstante, ese pensamiento se desvanece en un suspiro. Nos conocemos a la perfección, casi íntimamente, el pérfido castellano y yo, ora adversarios cuando raziaba las tierras del Aljarafe sevillano, siempre ávido de parias, exacciones y tributos que desangran a los estados musulmanes en beneficio los insaciables cofres de la cristiandad, ora aliados cuando reuníamos fuerzas contra cualquier otro desgraciado príncipe islámico. Ni un músculo moverá en mi socorro, pues aparte de profesarme profundo odio y un indisimulado desprecio, teme de mis argucias, ya que alguna jugada le he gastado, y es afecto al poco soltar y mucho acumular, como palmariamente demostró en una ocasión en la que, coaligados contra natura, atacamos al señor de Granada: las tierras ocupadas para Sevilla, los tesoros arrebatados a su inicuo gobernante para el castellano. Los granadinos, naturalmente y sin mucho esfuerzo, consiguieron sobornarle y compraron su retirada al precio de una cantidad inimaginable, obscena, de numerario de toda índole que, transportado en una impresionante recua de bestias, cargadas hasta la extenuación con monedas, joyas, telas, especias y perfumes, desfilaron ante mi atónita mirada. -"No hay territorios conquistados, nada os corresponde de este botín según nuestro pacto", me refirió, sardónico. Me “obsequió”, no obstante, con indescriptible cinismo, como pago al extenuante esfuerzo bélico de las tropas de Sevilla, un hacha de doble hoja, finamente labrada con un par de rubíes engastados en su mango lacado en primoroso marfil. Objeto, tan hermoso como inquietante, que solía portar al cinto más como adorno que como defensa, y que yo regalé más tarde a mi señor al-Mutamid. Su valor, que en sí mismo no era desdeñable, lo estimo en una millonésima parte de lo por él conseguido. ¡Dios lo castigue y se pudra en el infierno!
Castillo de Segura
Empero, la peor noticia se confirma. Se dice que mis cautivadores se han entrevistado con Yazid al-Radi, el hijo favorito –y ciertamente, el más avispado de su abundantísima prole- de mi antiguo cómplice y soberano, el monarca de Sevilla, el magnífico al-Mutamid, que ha ofrecido doblar cualquier oferta... que la subasta, alta, se ha concretado y que los Suhayl recibirán por la entrega de Segura y de su prisionero, 10.000 monedas de oro, parte en metálico, parte en ricas telas, vajillas nobles y caballos de raza. ¡En mala hora traicioné, cegado por la aureola de la realeza, a tan magnánimo señor! ¡En mala hora me alié con sus enemigos para perjudicar a su reino! ¡En mala hora compuse obscenos y procaces versos contra su familia, linaje y él mismo! ¡En mala hora desprecié el amor que siempre me profesó! De nada sirve, por otra parte, arrepentimiento tan tardío: no hay remedio contra el mal ya hecho ni forma de revertir el daño causado en el pasado. La ligación que vincula nuestras vidas, tan imbricadas entre sí, que han discurrido entre el paroxismo del amor más acendrado y el odio más acerbo, como órbitas de astros que se atraen y repelen mutuamente para por fin colisionar sin remisión, ya se apresta a su conclusión: llega su momento, la consumación de su venganza, tanto tiempo soñada como postergada, y su cumplimiento no implica otra cosa que mi exterminio ¡Dios dame entereza con la que afrontar mi final!

Rezar, contrito y resignado, ante la fatal suerte que me aguarda, purgar mis pecados con el más sincero de los arrepentimientos y expiar, siquiera en lo más recóndito de mi corazón, faltas y ofensas, que incontables y de toda ralea he cometido, para encarar, libre de culpa, mi próximo encuentro con el Altísimo, es lo único que me queda por hacer en las inminentes y lacerantes jornadas que me esperan hasta mi entrega en Sevilla, humillado y azotado durante una ruta que no se me antoja otra cosa que inhumano calvario, sólo para arrostrar el más trágico destino, destrozado por el hacha castellana -la que fue del maldito Alfonso- que el mismísimo rey sevillano -sordo a mis súplicas, plegarias y besos- blandirá, en mortífero calabozo, contra mi débil y encadenado cuerpo hasta que, extenuado y trémulo, se aparte de mi cadáver cosido a heridas, ya frío por entonces.
-"¡Eh, hijos de Suhayl, perros sarnosos, que Dios os castigue, caro me habéis vendido después de todo!".

No hay comentarios:

Publicar un comentario