Como os prometimos, pasamos a reproducir la segunda parte del relato que obtuvo el primer premio en la primera edición de los Premios de Relato Histórico Domingo Henares que convoca anualmente el Ayuntamiento de Puente de Génave. Con este entrega ponemos fin a este periodo de publicaciones iniciando otro que, como suele ser habitual, tiene como marco temporal el periodo estival que se avecina. Nos comprometemos a seguir en nuestra labor de difusión y en el próximo septiembre volveremos con nuevas publicaciones. Queremos aprovechar la ocasión para desearos un feliz verano.
La medalla (2ª parte)
Continúa......
Allí estaba ahora,
haciéndose fuerte en un castillo de su encomienda de Segura de la Sierra
acompañado de algunos caballeros que se mantenían bajo sus órdenes, una
fidelidad tan vinculante como un cordón umbilical. Y entre ellos, Hernando de
Guzmán, valeroso y sin par estratega, gracias al cual le estaban dando en los
intestinos a las tropas del valido.
-¿Me has hecho llamar, Rodrigo?
Rodrigo no
respondió a Hernando, se limitó a un ademán para que se situara a su lado. El
sol iba perforando con sus rayos la densa capa nubosa arrancándole jirones,
permitiendo ver entre sus huecos retales de ocres y verdes, el río Hornos
convertido en arteria vital para la tierra.
Escudo de armas de los Manrique. |
-¿Por qué sigues a mi lado, Hernando?
El caballero giró
la cabeza con brusquedad, atizando su largo cabello como un látigo.
-No entiendo.
-Estamos en el bando perdedor, Hernando,
aunque ganemos esta batalla.
Apoyamos a Enrique
de Aragón contra Juan II y ahora está muerto, perdimos en Olmedo y ahora Álvaro
de Luna es gran maestre de nuestra orden y la persona con más poder del Reino.
-¿Qué futuro te aguarda a mi lado?
-Sólo pienso en ser leal y digno de mis
actos.
-Sí, pero apoyándome contra el Rey y
contra Álvaro de Luna permaneces alejado de Elvira.
-¿Acaso no la incluyes en tu futuro?
Hernando contrajo
el estómago y los labios. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez
que estuvo con ella? Con gesto mecánico extrajo la medalla que colgaba de su
cuello y el destello le obligó a entornar los ojos. Era la que Elvira Hinojosa
le había regalado tras pactar su amor, sus nombres inscritos para hacerlos
eternos en un círculo de oro. Ella portaba otra idéntica.
-Elvira, cuánto la echaba en falta, tan
lejos allá en Toledo.
-Claro que la incluyo, todo se
arreglará. Álvaro de Luna no podrá permanecer eternamente en el poder.
-¿Por qué me preguntas todo esto?
Rodrigo giró la
cabeza. Mirar a los ojos de Hernando de Guzmán era como bucear en aguas
cristalinas, imposible que mintieran o que escondieran intenciones ocultas.
Confiaba en aquel hombre.
Castillo de Segura de la Sierra |
-El enemigo quiere parlamentar,
Hernando.
-Quizá sea buena señal, no se pierde
nada por ello. ¿Dónde está el problema?
Rodrigo devolvió la
mirada al horizonte. Las nubes se dispersaban en un vuelo de cometa.
-Han exigido que seas tú el
interlocutor. La reunión será en el frente de guerra, cerca del castillo de
Bujaraiza.
Caminar
por la noche por las calles de Toledo había dejado de ser prudente. Se había
enrarecido el ambiente con los enfrentamientos entre leales a Juan II y al
infante don Enrique, se había cuarteado la convivencia entre cristianos,
conversos y judíos en la ciudad de las tres culturas debido a las recaudaciones
abusivas para la guerra con Aragón.
La
luna pendía del cielo derramando su luz fantasmal sobre la calle de Alfileritos,
sembrando los rincones de sombras inciertas. No se escuchaba nada más allá que
el beso de la brisa en las esquinas y el maullido de algún gato irreverente con
el descanso humano. Poco a poco, desde la lejanía, un rumor sordo fue
abriéndose hueco hasta transformarse en un claro repiqueteo de pasos sobre el
adoquinado, una procesión de antorchas que horadaban las tinieblas nocturnas. A
la altura de una recia casona, un guardia de la comitiva tomó la aldaba y
golpeó con fuerza la puerta.
-¡Abran en nombre
del Rey!
No
tardó en encenderse una luz de candil en una de las ventanas. Poco después se
percibieron pasos desde el interior, el corrimiento de cerrojos y el giro de la
llave en la cerradura. El hidalgo Luis Hinojosa tenía el pasmo y el susto
dibujados en su rostro.
-¿Qué ocurre?
-¿Luis Hinojosa?
–preguntó el capitán de la guardia.
-Sí, soy yo.
-Traemos una
orden de detención contra su hija Elvira.
-¿Cómo? ¡Debe
tratarse de un error! ¿Qué delito ha cometido mi hija?
-Conspirar contra
su majestad Juan II.
Los
gritos reverberaban en la angosta calle de Alfileritos atrayendo la curiosidad morbosa
de los vecinos que comenzaban a aflorar por las ventanas. El capitán dio la orden
y los soldados apartaron de un empujón a Luis Hinojosa introduciéndose en la casa,
desparramándose por las distintas estancias de la casona olfateando a su presa,
irrumpiendo con violencia en los dormitorios donde los niños dormían, crujiendo
las escaleras arriba y abajo hasta que uno de ellos regresó arrastrando a
Elvira de un brazo e intentando repeler los golpes de su madre. Era puro
torbellino la escena, gritos que arañaban los oídos y una prepotencia
avasalladora por parte de la guardia del Rey.
Cuando
se aprestaban a salir de la casa, se toparon con Luis Hinojosa plantado en la puerta
y blandiendo su espada.
-Aquí ningún hijo
de puta se lleva a mi hija.
Apretaba
los dientes a punto de rompérselos, los ojos escupiendo furia, las manos
aferradas con firmeza al mango esperando el ataque. Se produjo simultáneamente
por dos flancos, dos soldados que entrechocaron sus espadas con la del hidalgo
despidiendo chispas metálicas. Con movimiento certero, Luis hundió su arma en
el vientre de uno de sus rivales; fue como atravesar un saco de arena. Cuando
se aprestaba a acabar con el otro, el capitán de la guardia se acercó por la
espalda y lo atravesó de lado a lado. La punta de la espada apareció goteando
sangre ante los ojos estupefactos de Luis Hinojosa que comprendió en un
instante que se le esfumaba la vida por la boca.
-¡Padre! ¡No!
Elvira
había conseguido liberarse y se abrazó a su padre moribundo, pintando su camisón
de sangre. Tuvo una sensación desconocida hasta entonces, como si una tijera la
estuviera sajando por dentro matándola a ella también. No paraba de llorar,
tampoco su madre que se le unió horrorizada ni sus hermanos menores, aturdidos
por el espectáculo y la visión de su padre herido. No dejaron que Elvira
asistiera al último aliento de Luis Hinojosa. La arrancaron con brusquedad y la
arrastraron entre llantos por las brumas de las calles de Toledo, dejando tras
de sí el inconfundible rastro del dolor de una familia destrozada y la
sensación cierta de que la estaban arrojando a las mandíbulas de un lobo
hambriento.
A
la mañana siguiente, poco después de asistir a misa, Álvaro de Luna recibió la noticia
en su castillo de Escalona. Aunque su mirada gélida aparentaba indiferencia, no
reprimió un reguerillo interior de satisfacción. Qué embriagadora sensación de
poder, amoldar el destino de las personas a los dictados de su voluntad. Qué
fácil acusar a alguien, aportar pruebas falsas o sostenerse en el endeble
testimonio de aquellos dispuestos a confesar que, debido a su relación con
Hernando de Guzmán, Elvira Hinojosa urdía actos de traición contra Juan II.
¿Quién iba a rebatírselo? Sonrió y se asomó a una ventana donde se percibían
los aromas de la campiña. Estaba orientada hacia el sur, donde sus tropas
batallaban contra las de su odiado enemigo. Era allí donde situaría su
imprescindible pieza en la partida de ajedrez que se estaba eternizando, el casillero
donde colocaría a Elvira Hinojosa para iniciar el jaque mate contra Rodrigo Manrique.
Hornos de Segura |
Poco
antes de la hora pactada, Hernando de Guzmán, acompañado por otros dos caballeros,
iniciaba el descenso del peñasco donde se posaba altanero el castillo de Hornos
de Segura. Iban buscando la hendidura que el río, con paciencia de siglos,
había excavado en la tierra, seguir su orilla y aproximarse al castillo de
Bujaraiza, en manos de las tropas fieles a Juan II. Hernando cabalgaba
enhiesto, luciendo la cruz de Santiago en el pecho y con su cabello ondulando
al viento de la sierra. Se preguntaba por qué habrían exigido que él fuera el
interlocutor y no otro caballero o el propio Rodrigo Manrique, le resultaba extraño.
Y luego, ¿qué tendrían que ofrecer? ¿Una retirada honrosa? ¿La exigencia de la
rendición de Hornos?
Al
llegar al límite que marcaba el frente se vio barrido por ojos que mezclaban el
resentimiento y la admiración, soldados situados al otro lado con el castillo
de Bujaraiza de fondo, un recinto modesto compuesto por la torre del homenaje y
una muralla de mampostería ubicado sobre una pequeña colina. Desde allí se
perdía el contacto visual con Hornos. Hernando no pudo evitar una leve
sensación de vértigo, aunque su ejército también estuviera allí Salió a su
encuentro el comandante del ejército de Álvaro de Luna, Sancho Ledesma,
ataviado con indumentaria similar a la suya. Resultaba contradictorio que dos caballeros
de Santiago encabezaran bandos opuestos, pero el enfrentamiento entre Rodrigo
Manrique y Álvaro de Luna había desmembrado la Orden ofreciendo un triste ejemplo
para la cristiandad. Ambos se introdujeron en una tienda de campaña para que nadie
escuchara la conversación, ocultos de indiscreciones. Le pesaba la mirada a Sancho
Ledesma, como si se le hubieran llenado de plomo los ojos.
El
comandante guardó silencio unos segundos. Parecía que se le hubieran almidonado
las cuerdas vocales. Cuando se soltó, no se anduvo por las ramas.
-Han detenido a
Elvira Hinojosa acusada de traición al Rey.
La
barbilla de Hernando se volvió trémula. De pronto, todo se hizo oscuro. Por un
momento deseó desenvainar su espada y cortarle la cabeza allí mismo a Sancho Ledesma.
-¿Qué estás
diciendo? Ella jamás se implicaría en intrigas.
-Es cierto,
Hernando.
-No puedo
creerte. ¿Otra artimaña de Álvaro de Luna?
Entonces
Sancho Ledesma la mostró. Abrió la palma de su mano y Hernando contempló la
medalla gemela a la suya, oro con dos nombres grabados. El fuego le quemó por
dentro.
-Sigue hablando
–le dijo a Sancho.
-Esto es lo que
mi señor te propone: la vida de tu amada a cambio de la de Rodrigo Manrique.
Acaba con él cuando os encontréis a solas, será fácil, y Elvira quedará en
libertad sin cargos.
La
tela de la tienda vibraba con el viento y comenzó a marear a Hernando de Guzmán.
Bufaba agitadamente, se le hinchaban los pulmones como vejigas llenas de vino.
Perdió por completo la cabeza, desenvainó su espada y apuntaló con ella el mentón
de Sancho Ledesma.
-¿Dónde se
encuentra Elvira, desgraciado? ¡Dímelo!
A
pesar del peligro, Sancho no perdió la compostura. -La tenemos aquí, en el
castillo. Si no cumples lo que te decimos, no volverás a verla. A Rodrigo, dile
para justificar este encuentro que queremos su rendición inmediata pues pronto
recibiremos refuerzos. Esta noche, quedad a solas y mátalo.
Queremos
su cabeza. –Hernando desbordaba brasas en sus ojos, comprimía la punta de su
espada hendiendo la piel. Sancho hablaba con la voz entrecortada-. Podrás
escapar sin dificultad antes de que vuestros hombres se enteren, recuperar a
Elvira y marchar a Toledo con ella.
Entierro del Condestable Alvaro de Luna |
¿Pero
qué decía aquel estúpido? No, no podía ser verdad lo que estaba escuchando,
demasiado insoportables cualquiera de las dos opciones. Hernando levantó bruscamente
la espada y con las dos manos describió un arco descendente hacia la cabeza de
Sancho Ledesma. Se escuchó el zumbido cortando el aire, pero el filo se detuvo
en el cabello del comandante sin llegar a herirlo. Los soldados de ambos bandos
echaron mano a sus armas cuando el tremendo grito fabricó un eco repetido en
las montañas circundantes, el grito enloquecido y desesperado de Hernando de
Guzmán.
Rodrigo
Manrique apenas había probado bocado durante la cena. La noticia de que el
enemigo esperaba refuerzos apenas le había afectado y en ningún caso aceptaría la
rendición. Antes la muerte que doblegar la cabeza ante el maldito de Luna. Se
dejaría la piel blandiendo la espada y vistiendo el uniforme de trece de la
Orden de Santiago, no como el cobarde valido que enviaba a otros a defender sus
intereses mientras él rumiaba bajezas en su sede de Escalona. No era eso lo que
le había quitado el hambre, sino la turbiedad que había encontrado donde antes
existía cristal.
Hernando
fue recibido en sus aposentos. Le había rogado hablar a solas esa noche,
rediseñar la estrategia para enviar al infierno de una vez por todas al enemigo
que asediaba. Rodrigo le miró a los ojos, como solía hacerlo, y comprendió que
ya no era como bucear en aguas cristalinas, que algún demonio había removido el
fondo enturbiándolas. De todas formas, decidió sumergirse en ellos para
descifrar el mensaje mientras Hernando le hablaba sin que él hiciera caso de la
disposición de la caballería, de las estacas que defendieran a los arqueros,
del golpe definitivo de la infantería.
Rodrigo necesitaba la prueba de confianza sin
la cual no podría batallar junto a sus caballeros. Algo había barruntado de la
lectura en aquellos ojos. Le dio la espalda a Hernando de Guzmán y se arrodilló
en su reclinatorio en actitud orante. La cabeza la inclinó dejando a la vista
un cuello blando y dócil. Enseguida escuchó el suave y familiar roce de una espada saliendo de la vaina y los
segundos se hicieron eternos. Cuando giró la cabeza vio horrorizado cómo
Hernando de Guzmán se disponía al suicidio.
-¡No!
Rodrigo
Manrique fue felino, saltó tensando cada una de sus fibras musculares evitando
la tragedia en el último instante, desviando la estocada mortífera que apuntaba
al vientre de Hernando de Guzmán. Fue duro observar cómo un soldado de Santiago
batido en mil refriegas se derretía en llanto como un niño pequeño, pero no le
importó, Rodrigo le ofreció consuelo a aquel hombre que acababa de superar la
más alta prueba de lealtad que señor alguno puede exigir. Cuando se serenó,
Hernando le puso al tanto de los pormenores de su entrevista con Sancho
Ledesma. Si solamente con el odio se hubiera podido matar, aquella noche
hubieran muerto muchos hombres, entre ellos Álvaro de Luna.
Mausoleo de D. Alvaro de Luna en la Catedral de Toledo |
La
mañana amaneció escarchada y los ánimos convertidos en estalactitas. Después de
una noche en vela, Rodrigo Manrique junto con sus hombres ahogó al enemigo
cuando aún se desperezaba envolviéndolos en una atrevida e inesperada maniobra
militar. Dicen algunos que era el mismo demonio quien empuñaba la espada de
Hernando de Guzmán, que jamás vieron a nadie descuartizar con tanta fiereza a
sus enemigos convirtiendo sus cuerpos en aspersores de sangre que nutrieron la
tierra de dolor. Consiguieron arrojarlos de las tierras de la sierra de Segura
haciéndose de nuevo fuertes en el lugar, pero de nada sirvió para los intereses
de Hernando, porque cuando se adentró en el castillo de Bujaraiza contempló la
escena que ya para siempre quedaría grabada al rojo en su memoria y en su alma,
el cuerpo sin vida de su amada Elvira Hinojosa en la sala abovedada de la torre
del homenaje.
Ruinas del Castillo de Bujaraiza |
El
historiador Lucas Dueñas echó un vistazo al pantano del Tranco y comprendió que
tendría que alquilar una barca para alcanzar el castillo de Bujaraiza, una
pequeña isla exuberante de vegetación que casi ocultaban los restos de la
fortaleza.
Apenas
si podía vislumbrarse la torre del homenaje, sumamente castigada por el tiempo y
los elementos. Cuando alcanzó la orilla se alegró de haberse colocado las botas
de explorador para sortear el barrizal. El sombrero le daba cierto toque retro,
de descubridor de sarcófagos y algún falso santo grial. Tuvo que apartar maleza
para abrirse paso hasta la torre, atalaya de solidez dudosa de la que fácilmente
podía desprenderse algún cascote. Se introdujo con precaución en la sala
abovedada, se orientó para descubrir qué muro estaba orientado al norte y
entonces contó las filas de bloques que componían la pared. Depositó la mochila
en el suelo y extrajo un pico y unos guantes de goma. No estaba habituado al
ejercicio físico, aquello le levantaría ampollas en las manos y agujetearía sus
músculos, pero lo daría por bien empleado si la copla de Jorge Manrique estaba
en lo cierto, una de las estrofas del poema que había descubierto.
Herido Hernando en el alma
cayó su cuerpo en suelo
llorando.
Cogió, perdida la calma,
la medalla en un vuelo,
gritando.
Piedra en fila segunda,
columna cuarta, al norte,
picó.
La medalla, muy profunda,
después de quitar el bloque,
escondió.
Lucas Dueñas se sintió idiota conforme picaba en el muro. ¿Cómo
podía hacer caso a un poema, por muy auténtica que fuese su autoría? Quizá de
niño había leído demasiadas aventuras de piratas con tesoros escondidos. Sabía
que era cierta la lucha enconada en Hornos de Segura entre las tropas de
Rodrigo Manrique y las de Álvaro de Luna, pero jamás tuvo noticia de ningún
Hernando de Guzmán ni de la vileza cometida con su amada por parte del valido
del Rey.
Las
gotas de sudor perlaban su frente cuando consiguió que el bloque gimiera; de
seguir picando así se le vendría la torre del homenaje encima. La piedra se
movió un poco y luego otro poco más, lo suficiente para permitir a sus dedos
enguantados asirla y tirar de ella. Pudo emplear otra hora más, pero al final
dejó en el muro un hueco como la mella en una dentadura. ¿Y ahora qué, Indiana
Jones? Se quitó el guante de la mano derecha y palpó los restos de mortero
temiendo que en cualquier momento el muro le diera un mordisco. ¿Qué era eso?
Algo envuelto en tela. Lo sacó con devoción y descubrió su contenido. Caramba
con el amigo Jorge Manrique. Lucas Dueñas observaba con admiración, sobre la
palma de su mano, una antigua medalla de oro con dos nombre grabados: Elvira y
Hernando. La guardó en su mochila y abandonó el castillo y la isla con el
corazón a punto de escapar de su pecho. Verdad, era todo verdad lo que contaba
la composición lírica que halló en el legajo del Archivo General de Simancas:
la batalla, el secuestro de Elvira y un Hernando de Guzmán que, destrozado,
quiso ocultar para siempre la medalla de su amada en el lugar donde le dieron
muerte.
No
obstante, a pesar del testimonio estremecedor del poeta, Lucas Dueñas no pudo
evitar una sonrisa conforme remaba: al final, Rodrigo Manrique salvó su cabeza
por confiar en la fidelidad de Hernando de Guzmán. No así el vil Álvaro de
Luna, que pocos años después cayó en desgracia del rey Juan II y fue decapitado
de un tajo seco en Valladolid. El tiempo termina haciendo justicia.
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