Ya convocado el 4º premio de Relato
Histórico Domingo Henares por el Ayuntamiento de Puente de Génave, desde el
Blog queremos volver la vista a atrás y recordar en nuestras páginas el relato
ganador de la primera edición de este prestigioso premio literario que se
convoca en nuestro pueblo. Nos estamos refiriendo al relato titulado “La
Medalla”
escrito por el autor almeriense Fernando
Martínez López. Se trata de un relato coherente, bien
estructurado, documentado históricamente, de lectura fluida y con una buena
resolución de la trama en el que se describe la rivalidad existente entre D. Álvaro de Luna y D. Rodrigo Manrique por el control de la Orden de Santiago, que se desarrolló en lugares tan cercanos como Segura, Hornos o el mismo castillo de Bujaraiza.
El autor es Doctor en Ciencias Químicas y profesor de Educación Secundaria. Ha publicado las novelas "El sobre negro", "Sanchís y la reliquia sagrada", "Sanchís y el pergamino azul", "El rastro difuso"...entre otras. Es ganador de numerosos certamenes literarios, entre ellos, X Certamen Literario "Santoña...la mar" (Cantabria); XIII Certamen Literario "Café Compás" (Valladolid); VII Concurso de Relatos de Invierno del Diario Ideal de Almería...etc..
El autor es Doctor en Ciencias Químicas y profesor de Educación Secundaria. Ha publicado las novelas "El sobre negro", "Sanchís y la reliquia sagrada", "Sanchís y el pergamino azul", "El rastro difuso"...entre otras. Es ganador de numerosos certamenes literarios, entre ellos, X Certamen Literario "Santoña...la mar" (Cantabria); XIII Certamen Literario "Café Compás" (Valladolid); VII Concurso de Relatos de Invierno del Diario Ideal de Almería...etc..
La
medalla. (1ª parte)
El
historiador Lucas Dueñas se había ausentado del mundo en una de las salas de
lectura del Archivo General de Simancas. La luz cortaba el aire en suaves haces
polvorientos. La madera de las paredes y el artesonado custodiaba aquel templo
de la memoria donde numerosos investigadores gastaban los días de verano
inmersos en un silencio petrificado, si acaso el leve siseo del paso de las
hojas, como las del legajo que ahora mostraba a Lucas Dueñas sus secretos
largamente olvidados. Se trataba de un documento de una secretaría de despacho
de la época de Felipe II, papel añejo cuyo tacto se amoldaba al relieve de las
yemas de los dedos. Leía y anotaba sin percatarse del cadencioso paso del
tiempo, feliz como ratón de biblioteca, siguiendo una secuencia coherente hasta
que en la siguiente hoja se produjo un salto abrupto en el contenido. La
textura del papel era diferente, más basta, como si alguien la hubiera
introducido allí por equivocación. Se trataba de una composición lírica. ¿Qué
diablos hacía aquel intruso entre el abrigo del legajo?
Sala lectura Archivo de Simancas |
Lucas Dueñas hizo un
paréntesis en su estudio y se dedicó a leer aquel texto cuya primera estrofa
hacía referencia a los sucesos acontecidos en el Reino de Murcia allá por 1446,
en concreto la lucha que se produjo en el castillo de Hornos de Segura entre
Rodrigo Manrique, trece de la Orden de Santiago, y las tropas enviadas por
Álvaro de Luna, gran maestre de la misma orden y valido del rey Juan II de
Castilla. El historiador sabía de los odios y rencillas entre estos dos
personajes a quienes el amparo del apóstol Santiago sólo sirvió para
deshermanarlos, disputándose posesiones territoriales en continuos rifirrafes
que rociaron de sangre cristiana los campos peninsulares. Pero de lo que nunca
había tenido noticia era de aquella anécdota... ¿Sería invención del autor? El
reverso mostraba la firma de Jorge Manrique, el famoso poeta e hijo de Rodrigo
a quien honró en sus Coplas
a la muerte de su padre.
De
hecho, la estructura de la obra era similar si no recordaba mal, octosílabos
con versos de pie truncado. Lucas Dueñas notó el redoble aumentado de sus
latidos, carraspeó, aró su espesa cabellera con los dedos y ajustó las gafas
sobre la nariz. Tenía el pálpito de hallarse ante un descubrimiento importante,
esa sensación indescriptible similar a encontrar el cofre del tesoro o
desempolvar el rostro momificado de un faraón, pero no, no podía ser, tenía que
tratarse de una falsificación. ¿Toparse por casualidad con un texto inédito del
gran Jorge Manrique? ¿Qué probabilidad existía en este universo de azares de
que la bola de la ruleta cayera en tu casilla? Y luego estaba el contenido de
la historia. Volvió a sumergirse en el poema despreocupado por completo del
legajo. Demasiado increíble, le sonaba a melodrama de Shakespeare. Tenía que
tratarse de ficción. ¿O quizá no? Se podría comprobar la autenticidad de aquel
papel, su antigüedad, si la excelsa caligrafía casaba con la archivada de Jorge
Manrique, pero a él lo que más le interesaba era certificar lo que se contaba:
él era historiador, no intérprete de arcanos literarios. Sí, sería ciertamente
interesante demostrarlo y, entre otras posibilidades, había una manera muy
seductora.
Jorge Manrique en Segura de la Sierra |
Lucas
Dueñas devolvió el poema al interior del legajo y lo ató cuidadosamente. De
momento, no pensaba decirle a nadie lo que había descubierto hasta que no
recabara pruebas. Quizá hubiese llegado el momento de abandonar la indumentaria
de algodón y las sandalias y cambiarlas por la de un burdo remedo de Indiana
Jones. Le esperaba una fortaleza que las aguas de un pantano habían convertido
en isla: el castillo de Bujaraiza. Había ocasiones en que la abundancia de
lluvias casi lo sumergían, pero confiaba en que el recinto se mantuviera en
seco, emergida su torre como la aparición de un monstruo antediluviano desde
las profundidades.
Álvaro
de Luna recibió al mensajero en la sala Rica del castillo de Escalona, el
refugio donde manipulaba los hilos invisibles que hacían bailar al Reino de
Castilla. Vestía el uniforme de gran maestre de la Orden de Santiago, la
puntiaguda cruz rojiza como sangre tatuada sobre el pecho. Rompió el lacre del
pergamino, hierático, y leyó el contenido ante la presencia muda de los tapices
que colgaban de los muros. Las noticias le estallaron en las manos: Rodrigo
Manrique se había hecho fuerte en el castillo de Hornos de Segura y no había
manera de debelar su resistencia. El mensajero aguardaba en silencio, la cabeza
inclinada para esquivar ese rostro granítico de labios severos que solía
amedrentar a sus rivales. Sin embargo, el valido del Rey apenas modificó el
gesto, aunque no pudo evitar que la ira hablara a través de sus manos
fuertemente comprimidas, un muestrario de huesos, venas y tendones que
desgarraron el pergamino.
Hornos de Segura |
Se
le estaba atragantando el trece de la Orden de Santiago, él y todos esos nobles
aliados con los infantes de Aragón que no daban su brazo a torcer. Creyó
haberlo conseguido tras la batalla de Olmedo un año antes, cuando los derrotó
alcanzando la cúspide de su poder y el título de gran maestre de la orden, cuando
logró que Rodrigo fuese despojado de parte de su patrimonio. Pero ahora el
bastardo resistía en la abrupta serranía de Segura, en el Reino de Murcia que a
su vez dependía de la corona de Castilla, un lugar que la propia Orden de
Santiago había arrebatado a los musulmanes sembrando sus peñascos de castillos.
Rodrigo era como la cola de las lagartijas que renace tras ser amputada, como
espinas de zarza clavadas en las pupilas. El mensaje de su capitán era rotundo:
nuestros esfuerzos están siendo vanos. Y también destacaba la labor militar de
un caballero bajo el mando de Rodrigo Manrique: Hernando de Guzmán. “Sin el
arrojo y el acierto táctico de este soldado, probablemente Hornos habría dejado
de estar en manos de los conspiradores”, terminaba la nota. Álvaro de Luna dobló los labios en una sonrisa navajera y despidió al
mensajero.
Conspiración
era una palabra adherida al vocabulario de su vida, también otras: intriga,
traición, lucha por no perder el favoritismo de su rey, de Juan II, a quien la
nobleza terrateniente consideraba un títere en sus manos y por cuya razón
apoyaba al infante Enrique de Aragón en su intento de controlar el poder en
Castilla. Lo cierto es que la vida de Álvaro había sido un continuo devenir de
la corte al exilio y ahora no estaba dispuesto a que volviera a suceder, que
Rodrigo Manrique, parte de esa nobleza rebelde, recobrara fuerzas para
usurparle lo que en justicia le pertenecía, unas posesiones y unos títulos a
los que se aferraría con uñas de gato. Haría lo que fuera menester, como en
otras ocasiones, incluso recurrir a esos asesinatos selectivos que fulminaron a
sus enemigos, amparados sus sicarios por las brumas nocturnas. Sí, cada vez lo
veía con mayor nitidez, como si se evaporara el vaho de un cristal. Si la
fuerza no daba resultado aún restaba la inteligencia desprovista de escrúpulos.
D. Alvaro de Luna |
Amoldó
su cuerpo al cuero de un sillón y se sirvió vino en una copa de oro. El metal
refulgía con los últimos rayos de sol, al igual que sus ojos desenfocados,
mientras su mente activaba el oculto engranaje de su maquinaria revisando los
puntos débiles del enemigo. No los halló en Rodrigo Manrique, pero le vino a la
memoria un lejano comentario de su esposa Juana Pimentel acerca del valeroso
don Hernando de Guzmán, caballero de la Orden de Santiago. ¿Podría encontrar
ahí la solución, incluso hacerla definitiva? Se dijo que por qué no, actos
peores había cometido, y se estremeció al pensar que quizá ya nada lo librara
de los horrores del infierno, que sus huesos estaban condenados a formar parte
del caldero calentado con fuego eterno. Bueno, si el castigo del alma ya estaba
garantizado, qué importaba pecar de nuevo si eso afianzaba su bienestar en
vida. Sorbió con delectación el vino y se dejó embriagar, con los ojos cerrados,
por la dulce caricia de los vapores etílicos.
Rodrigo
Manrique había hecho llamar a Hernando de Guzmán. Se encontraba en lo alto de
la torre del homenaje del castillo de Hornos, una torre de planta cuadrada con las
esquinas redondeadas como correspondía a la costumbre de la orden santiaguista.
Allí
solía sentirse como un águila que otea el horizonte desde las alturas, donde
los problemas terrenales se trivializan, más aún ese día en que las nubes
habían descendido por debajo del nivel del peñasco que albergaba el castillo
fabricando un mar algodonoso a sus pies. El enemigo se encontraba más abajo,
invisible y acechante, adueñado del castillo de Bujaraiza pero incapaz de
conquistar el terreno que mediaba entre las dos fortalezas. Tenía dudas sobre
su victoria, pero lucharía hasta la extenuación para expulsar de esas tierras a
las ratas enviadas por Álvaro de Luna.
Caballeros de la Orden de Santiago |
Álvaro
de Luna. Pensar en él era como tragarse vidrio roto. Era sorprendente cómo
aquel bastardo había escalado a la cima del poder gracias a su influencia sobre el rey Juan II desde que este era un
niño, y ahora lo peor: tras la batalla de Olmedo en la que perdió algunas de
sus posesiones, el rey influyó entre los priores y treces para que nombraran a
Álvaro gran maestre de la Orden de Santiago después de que muriera el anterior,
el infante Enrique de Aragón, por la infección de una herida en batalla. Se consideraba
agraviado hasta el infinito por la injusticia y fue el único que se negó a darle
su voto, eso jamás. Al contrario, se rebeló y tomó por las armas varias villas
del maestrazgo creando un cisma en la Orden, se negó a devolverlas a petición
del Rey a pesar de ofrecerle la restitución de sus posesiones birladas tras lo
de Olmedo. Al diablo con todo. Ya se lo dijo a Juan II: El cargo de gran maestre
me corresponde por dignidad, ancianidad y servicios prestados a la Orden. ¿Qué
ha hecho a cambio Álvaro de Luna sino intrigar como una serpiente venenosa?
Incluso el papa Eugenio IV me reconoce a mí como gran maestre.
Continuará..........................
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