Un año más se ha llevado a cabo el Concurso de Relato Histórico "Domingo Henares" convocado por el Ayuntamiento de Puente de Génave. En esta 13ª edición ha resultado ganador D. José Agustín Blanco Redondo con su relato, centrado en la Edad del Bronce en algún lugar cercano a este pueblo junto al río Guadalimar, titulado "De afanes y recompensas...". Como viene siendo habitual reproducimos este relato ganador, por su extensión dividido en dos partes, para así situarnos en una época histórica donde las particularidades de la vida estaban enfocadas a la simple lucha por la subsistencia.
De afanes y recompensas…
José Agustín Blanco
Redondo.
“Se cierne el águila en
la cumbre del cielo, el cazador y la jauría cumplen su círculo.” T. S. Eliot.
Cerro de la Hermana de
Arriba. Edad del Bronce. Año 1366 a.d.C.
El viento del norte arrecia. Baja desde el cerro Blanco y el alto de la Retamosa a sacudidas, con avaricia, con usura, con una destreza capaz de acobardar al águila imperial, a los estorninos, al azor y a las torcaces. La tierra seca se eleva en una tolvanera de avance incierto. Las urracas aletean mientras rozan el ládano de las jaras con la premura de sus graznidos. Un cielo de pizarra y de galena se cierne sobre aquel campo que fue roturado antes de la estación del calor, las golondrinas, el abejaruco y los mosquitos. Las oropéndolas, el autillo y el alcaudón se marcharon hacia aquella remota templanza del mediodía hace ya más de dos lunas nuevas y ahora es el tiempo del retorno del milano real y de los zorzales desde las lejanísimas tierras del noreste.
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José Agustín Blanco Redondo |
Calar deja el arado, levanta la mirada hacia ese cielo gris, escupe sobre los tormos y se restriega los ojos con el dorso de la mano. El buey derrocha mansedumbre y agacha la testuz, esperando las órdenes de aquel hombre de quijada estrecha. Pronto comenzará la estación de los temporales. Las víboras hocicudas, el lagarto ocelado y las culebras de escalera ya se han guarecido en sus cubiles del final del otoño, falta apenas un ciclo lunar para la noche más larga, la noche del solsticio y la siembra del cereal debe terminarse con premura. Las tierras al poniente del arroyo del Tamaral, al norte del paraje de la Tejera y antes de su engarce con el río Guadalimar, son fértiles, profundas, buena tierra para el trigo, la cebada, el centeno, las lentejas y las habas, no como las laderas que enfrentan, al suroeste, el poblado donde habita con el arroyo del Sabinar y el cerro de la Hermana de Abajo, apenas un sustrato de romeros lánguidos, coscojas mortecinas, avena loca, cantuesos deslavazados y sabinas de querencias rastreras.
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Paraje de las Hermanillas. Puente de Génave |
El hombre pasa la noche al socaire de unos acebuches, arrebujado en una piel de vaca curtida con la corteza de los robles. Calar se duerme al fin junto a una lumbre fragante de ramas de encina y, al amanecer, marcha en dirección al poblado del cerro de la Hermana de Arriba. La niebla se agarra a la tierra como el cabrito unce su hocico en la ubre de su madre. Está cansado, pero no desfallece, tiene que llegar cuanto antes, sabe que allí le están esperando. Es su hogar, el descanso de coyunturas, huesos y carnes magras, la lenidad de un lecho de esparto y lana, la tibieza de las brasas de la lumbre, el asiento del sosiego. Su hogar, el parapeto de todos los vientos, del aguacero y de la escarcha. El hombre guía con una vara de fresno la grupa del buey hacia el norte, por entre el brezo, las sabinas y la retama. Cruza el río por un vado de álamos blancos y chopos viejos hasta alcanzar el engarce del Guadalimar con el arroyo del Zángano. Camina aguas arriba del arroyo mientras el sol, oculto aún tras el velo de la niebla, no es capaz de orientar al hombre hacia el poblado, pero Calar no necesita ninguna ayuda, conoce aquellos parajes con la minuciosidad con que las hilanderas tejen los paños de lana y lino, con la precisión con que el maestro fundidor forja los puñales de bronce, con la misma maestría con que la alfarera compone los cuencos de barro, con la destreza con que el espartero compone las esteras y las cinchas de pleita, con la misma pericia con que los pastores ordeñan a sus cabras y elaboran esas riquísimas cuajadas que, tras prensarlas y cubrirlas de sal, se convierten en quesos curados con romero, tomillo y manteca. Y sin verlo, puede ya imaginar el alto perfil del poblado donde nació, el poblado donde nacieron hasta cinco generaciones de antepasados suyos. Respira hondo y escupe hacia la mielga y los hinojos. Luego aprieta el paso mientras el buey humilla la testuz delante de aquel hombre de quijada estrecha.
La niebla no se disipa, es un lienzo opaco que humedece los campos, confunde a los raposos y distorsiona sonidos, perfiles y distancias; un lienzo que difumina el contorno de las encinas, de las rocas, de las riberas y vaguadas, pero a Calar eso no le importa nada, está acostumbrado a forcejear con la niebla, la conoce, la comprende, la respeta. Al final, la niebla cederá en sus afanes y, para entonces, Calar ya habrá cocinado las gachas y la caldereta de chivo sobre las brasas de leña de encina. Pronto dará por concluidos sus afanes con la tierra para comenzar otros más gratificantes, frente al fuego del hogar, el tasajo de ciervo y un delicioso queso de cabra aderezado con dulce de escaramujo y miel silvestre de retama. Sí, podrá dedicarse a afanes más placenteros: narrar a sus hijos historias antiquísimas, leyendas de sus ancestros, relatos en los que intervienen alquimias, hechizos, seres sobrenaturales y deidades con poderes absolutos, cuentos que no deben perderse en el páramo del tiempo y formulaciones de remedios naturales para los males que afligen a los mortales. También le esperan esos afanes de esperanza que se albergan en los proyectos de futuro de sus hijos: padre, yo quiero ser cazador de venados, lobos y jabalíes; yo quiero ser guerrero y manejar con habilidad la honda, el arco y el puñal de bronce; yo quiero ser la alfarera más diestra del poblado; a mí me gustaría aprender las mañas sanadoras del hechicero y conocer las virtudes curativas de esas plantas que almacena en vasos de cerámica, botes de madera y saquitos de arpillera. Pero, sobre todo, Calar desea hablar con Verdolaga, su esposa, y reír junto a ella, y soñar junto a ella, y esperar el futuro y su destino junto a la mujer más hermosa de esta tierra al norte del río Guadalimar, la mujer que alberga en sus pupilas todo el color de las flores del romero y de las malvas.
Calar presiente que algo va mal. Y aunque aquel sucio manto con que la niebla mineraliza su mirada impide cualquier certeza, el hombre deja atrás al buey y corre hacia el poblado del cerro de la Hermana de Arriba. Ya está muy cerca. La niebla entrevera su vapor con esas columnas de humo que reverberan en negro pálido por sobre la muralla de piedras mampuestas. Calar se detiene, de súbito, en un vano intento por abarcar con su mirada la magnitud de la desgracia. Pero allí, en las puertas desguazadas del poblado, sólo le recibe un silencio oscuro, helado, impenetrable. Un silencio que se cierne, junto a un insolente, negro trajín de cuervos y cornejas, sobre las ruinas de las casas, entre los animales muertos, sobre los cadáveres de sus vecinos.
Calar, entre aquellas callejas que
ahora le parecen un solar de pesadilla, tuerce los labios, endurece las pupilas
y aprieta su quijada estrecha hasta hacer crujir las muelas. Una leva de
bandidos montaraces acaba de asaltar el poblado. El hombre hinca las rodillas en
la tierra y, entre lágrimas no alumbradas, mastica una plegaria al dios de la
Vida y de la Muerte, la mirada ausente, la incertidumbre latiendo en las
sienes, un espasmo deslizándose por sus brazos, por sus piernas, el paladar
embadurnado como de espádices de carrizo. Calar se incorpora y busca
desesperado a su mujer y a sus hijos, pero todo es en vano. Por entre el alivio
de saber que no han sido aún asesinados, el hombre quiere creer que se los han
llevado, tal vez, para que trabajen en la esclavitud, para venderlos en tierras
ajenas o para satisfacer la lujuria y los caprichos de aquellos malnacidos. No
queda nadie en el poblado. Nadie que albergue la tibia llama de la vida. Un
caballo desbocado galopa alrededor de la muralla, los ojos aterrados, el vapor
de sus belfos entreverado de niebla, su pelaje castaño brillando con relumbres
de cuarzo, sí, es el único ser vivo que aquellos canallas no han logrado
capturar. El único testigo de aquel desastre transido de sangre, dolor y
muerte.
Aquel caballo con relumbres de cuarzo, su valor y un puñal de bronce. No necesita nada más.
El hombre remonta, al galope, los meandros del río Guadalimar. Sabe que marchan por su ribera para así dotar de certezas aquella huida, sólo de esta forma evitarán extraviarse con la niebla. Aquel denso manto de vapor es ahora el aliado de Calar. Conoce bien los ribazos del río, está harto de recorrerlos desde niño, conoce cada meandro, cada chopo, cada sauce, cada fresno, cada álamo blanco.
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Cerro de la Cabecilla |
El hombre galopa hacia el naciente,
junto a los tamujos, la zarzamora y los rojos frutos del rosal silvestre. Deja
atrás la junta del arroyo de Peñolite con la ribera sur del Guadalimar, también
el engarce del arroyo de la Tinada con la umbría del río. Luego, hacia el
norte, divisa apenas el cerro Cabecilla mientras galopa junto a los bravíos
parajes de Los Llanos de Abajo y El Albercón, muy cerca de la entrega del
arroyo de Camarillas al Guadalimar. La niebla se aplasta aún sobre estos
solares pergeñados de carrasca, enebros, coscoja y robles viejos. Cuando las
aguas del arroyo Gachamigas se funden con las del río, la niebla muda su
opacidad estricta por algunas hebras claras, famélicas que se deslavazan hacia
el poniente. El sol las atraviesa, y las quiebra, y las diluye como la miel
oscura de retama se disuelve en la leche de cabra recién hervida. Enseguida se
dirige al norte y al naciente, deja al mediodía las cuarcitas de La Piedra del
Hambre y alcanza el alto de Oruña, en el mismo centro de la sierra del mismo
nombre. Es allí donde logra dar alcance a los bandidos más rezagados, apenas
cinco despojos humanos aturdidos aún por el zumo de los frutos del madroño. La
justicia de su puñal —cobre y estaño fundidos en un bronce afilado con
esquirlas de piedra arenisca— redime a los bandidos de las miserias que tuercen
sus vidas desde antaño, quizá desde su nacimiento. El metal de su puñal es una
curtida lámina de bronce, de una aleación de cobre y estaño arrancada a golpe
de pedernal de los entresijos de las sierras que se yerguen allí donde se ensombrece
la tierra y se alumbran los dominios del dios de las Montañas Umbrías del Norte
y de las Grutas, montañas donde las pinturas ocres se plasmaron por las manos
firmes de los hombres de antaño con pigmentos desconocidos, tenaces,
imperecederos. Allí, en las paredes de cuarcita, pintaron figuras esquemáticas
para súplica y honra de un dios que, al anochecer, parece cobijar en sus
entrañas telúricas a ese otro dios, el más fuerte, el que riega de luz la
debilidad de los mortales, el dios del Sol. Sí, el estaño y también el cobre,
ese milagro que el maestro fundidor, el fuego de leña de encina y las vasijas
de barro cocido rescatan de la escoria en goterones del mismo color de la
ceniza del aladierno para luego ser purificado en crisoles que destilan esas coladas
de metal fundido.
-----continuará.........
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