Presentamos, algo que ya viene siendo habitual en nuestro blog, la publicación de la narración ganadora del concurso literario de Relato Histórico Domingo Henares convocado por el Ayuntamiento de Puente de Génave. En esta edición correspondiente a 2023, resultó ganador el relato de D. Pedro Herreros Cejas, que nos transporta a la Edad Media donde la relación entre caballeros, servidores de la fe de Dios y los villanos, no siempre fácil, dentro de la Encomienda de Segura bajo el control de la Orden de Santiago en tierras de frontera con la Granada musulmana. Dividimos por su extensión en dos partes este relato que seguro os cautivará.
D. Pedro Herreros Cejas recibiendo el premio. |
EL MOLINO
–Encomienda tu alma al Señor.
Un dolor agudo sacudió el
vientre de la víctima y la angustia que precede al pánico comenzó a invadir todo su cuerpo, desde los pies hasta la cabeza, inmovilizándolo en una extraña sensación
de parálisis.
El caballero alzó una
daga con la diestra, mientras asía con la otra el cabello de su presa, con intención de alzarle la cabeza para que el acero entrara
con mayor facilidad por su garganta.
–Don Nuño, no le
corresponde a vuestra merced dictar sentencia ni ejecutar al reo. Deberíamos
esperar a estar en presencia de don Gonzalo.
Quien así hablaba era
otro hombre de igual condición que el improvisado verdugo, aunque de semblante
más sereno y ademanes más juiciosos. El nombre de don Gonzalo hizo dudar a don Nuño,
provocando que aflojara la tensión con la que sujetaba la cabeza de aquel que estaba a punto de ser degollado, con lo que el dramatismo de aquella escena pudo atenuarse por un instante.
Recobrando la compostura y haciendo gala de una simulada frialdad, acertó a
componer el siguiente discurso:
–Don Álvaro, sería aconsejable que jamás os interpusierais entre un cazador y su presa; la caza es un acto en que el buen juicio deja lugar, en el último instante, al ardor y a la excitación, y, en ese momento, una jabalina dirigida hacia una alimaña puede atravesar a cualquier cristiano que tercie por cobrar la presa para sí mismo.
Trabajo de los villanos en la Edad Media |
Tal amenaza no amedrentó
a don Álvaro, aunque tampoco produjo el efecto de ofenderle, por lo que con
igual templanza respondió:
–Os aseguro que nunca he
intentado cobrar otras presas que las que mis aceros han arrebatado a la vida,
pero sé perfectamente quién es mi señor y qué privilegios le corresponden.
Jamás cazaría en su coto sin su licencia.
Tal razonamiento pareció
convencer a don Nuño, que descendió lentamente su brazo armado e incorporó con
vehemencia a aquel hombre que, aunque solo fuera por un tiempo no muy largo,
acababa de salvar su vida.
–Esperemos, pues, a estar
en presencia de nuestro señor don Gonzalo, pero sabed que, con su aquiescencia,
yo mismo cumpliré la sentencia que le espera a este miserable.
–No me parece mal tal decisión. Permitidme que amarre a este infeliz a mi corcel, pues el vuestro es más brioso y podría descoyuntarle los huesos antes de que lleguemos a Xénabe.
Torre de La Tercia en Génave. |
Don Álvaro anudó las
muñecas del reo con una soga que portaba en la silla de montar y enlazó el otro cabo en el fuste de la misma. Por primera
vez se detuvo a observar el semblante de quien
había estado rastreando y persiguiendo durante
los últimos dos días
y pudo percibir que era mucho más joven de lo que en un principio estimaba. Poseía unos
brazos delgados y fibrosos, pero firmes; una tez tostada, cabello no muy largo,
enmarañado, y unas manos grandes, recias y callosas. Poseía unos ojos profundos
que reflejaban años de hambre, de miseria y de odio. De haber sido otra la fortuna
de aquel hombre, posiblemente
habría sido un valioso guerrero, un compañero de armas de los que más vale
tener en tu mesnada que frente a ti. Había visto antes villanos de tal estirpe;
eran muy diferentes de la mayoría de siervos que trabajaban las tierras de los
señores. Altivos, orgullosos, sufridos, cristianos viejos que otorgaban su
fidelidad solo a cambio del respeto de sus fueros. El señor de estos vasallos
debía cumplir su pacto, evitar llevar a cabo abusos y conceder las prebendas que
empeñaba con su palabra; en caso contrario se exponía a una algarada del vulgo
que solía acabar de igual manera: aquellos valientes eran ajusticiados por
encabezar la rebelión y el resto, los cobardes, volvían al redil amedrentados y
encogidos, con la misma miseria por la que se alzaron contra su señor.
–No alcanzaremos hoy los
hogares de Xénabe –dijo don Nuño, señalando el horizonte–. Los caballos no
pueden ser forzados tras la caza de hoy y aquellas tormentas estarán aquí antes
de que crucemos el río Guadalimar por el puente. Procuremos ganar el molino y
dormiremos a resguardo esta noche. Si no, preparémonos para buscar otro
refugio.
–El molino servirá –respondió don Álvaro.
Molino harinero junto al río Guadalimar |
Marcharon al paso por
estrechas veredas que serpenteaban a través de las lomas que flanqueaban el
río, dirigiéndose al único paso que permitía vadearlo cuando el caudal del
mismo aumentaba a causa de los fuertes aguaceros que descargaban en su curso
alto. La tarde se oscurecía con un cielo vaporoso, pleno de grisáceas nubes que
conferían una atmósfera húmeda y violenta a causa de los remolinos de viento
que con frecuencia se levantaban entre los prados y chaparrales; cerca del río,
las alamedas proferían gritos aterradores al tiempo que sus hojas se
desprendían como lágrimas que se liberan, y, un poco más allá, tronaba el agua
cual volcán en pleno fulgor.
–¡No debemos estar muy
lejos! –advirtió don Álvaro–. ¡Ese rumor de agua viene del salto que acontece a
no más de un cuarto de legua del puente!
–¡Apurad, vuestra merced,
al caballo y no miréis por el bienestar de ese villano o llegaremos con la
tormenta arreciando!
Recorrido un trecho del
camino, el prisionero dio con sus bruces en el suelo de manera estrepitosa,
siendo arrastrado a lo largo de algunas varas y lastimándose por ello codos y
rodillas. Al percatarse, detuvo don Álvaro su cabalgadura y, viendo que a causa
de los golpes era incapaz el cautivo de ponerse en pie, descabalgó y se aprestó
a alzarlo con más cuidados que los que su condición servil admitían. En cuanto
lo tuvo cara a cara, apreciando la fortaleza de aquel desdichado, a quien
habían estado rastreando como si de una bestia se tratase, fue incapaz de
reprimir la siguiente inquisición:
–Decidme, ¿por qué motivo
pusisteis empeño en traicionar a vuestro señor natural?
–Tiene que comprender vuestra señoría –respondió el reo completamente extenuado– que todo señor natural debe procurar el sustento y la provisión de sus vasallos, y que, cuando esto no ocurre, es deber del siervo luchar por sus fueros.
Puente de los de Xénabe |
Se lo dijo sin
sobrecogerse ni apurarse lo más mínimo, sosteniéndole la mirada, sin ceder ni
un solo ápice de orgullo y dignidad. “Qué adversa es la fortuna”, meditó don
Álvaro a la par que una punzada le oprimía el pecho.
–¡No detengáis la marcha
para departir con el prisionero, don Álvaro, o no llegaremos secos al molino!
–¡Disponed vuestro corcel
al paso que vuestra merced guste, que yo llevaré a este hombre vivo ante la
presencia de don Gonzalo! ¡Y si para eso he de calarme hasta los huesos, así
sea, si esa es la voluntad de Dios!
–¡Con ella llegaremos a
presencia de don Gonzalo, pero en nuestro albedrío está pasar la noche con los
ropajes secos o empapados! ¡Dejaos de monsergas y apretemos el paso!
¡Si este rufián ha
trotado estos montes durante dos días sin desfallecer, capaz es de apurar el
paso un cuarto de legua más!
Continuaron durante menos
de una hora a lo largo de la ribera del río, a cuyo flanco discurría la vereda
que conducía al molino donde los vecinos de Xénabe acudían a moler el cereal.
Después de dos años sin apenas cosechar nada que moler, el propio molinero
había sido pasado por las armas por las mismas razones que ahora arrastraban al
preso, por lo que el oficio de molinero se encontraba vacante; aun así, sabían
que tenían la puerta franca, pues incluso algunos gañanes encontraban refugio
en él en momentos como aquel. Al vislumbrar sus piedras ocres ya entraba la
noche, y la penumbra les permitió distinguir un haz de luz que salía del
interior a través de un ventanuco que a buena altura se abría en el muro.
–¡Una candela! ¡Alguien
se refugia en el molino! –exclamó don Álvaro.
–¡Aprestemos las armas!
–Primero habré de
asegurar al preso.
–Amarradlo a ese chaparro y acudid vuestra merced por detrás en previsión de hallar gente de armas mal avenida. Yo acometeré de frente, en corto y por derecho.
No hacía falta acordar
más, puesto que ambos conocían su oficio. Don Nuño alentó a su cabalgadura para
amarrarla a cierta distancia y, tras descabalgar, se dispuso a alcanzar el
portón del molino y estar presto a cualquier eventualidad, con la espada
desenvainada y una rodela cubriendo su pecho, mientras daba tiempo a don Álvaro
de realizar su cometido y posicionarse en lugar donde sorprender a un fortuito
enemigo. Una vez en guardia, don Nuño abrió el portón con ímpetu, adentrándose
con el filo de la espada por delante. Observó con prontitud que la única
persona que aguardaba en el interior era un fraile atemorizado por el susto que
el retumbar del portón y el brillo del acero le habían causado.
Aquel fraile, que viajaba
solo, con la única compañía de su jumento, observó espantado cómo un ser
robusto, bizarro, de espesa barba negra, algo encanecida, armado con espada,
rodela, barbuta, peto y espaldar, lo acometía con sangre en los ojos sin tan
siquiera apelar ni al Altísimo ni al Diablo.
–Vuestro nombre.
–Fray Federico –respondió
el monje titubeando–. Profeso la orden franciscana y pertenezco al convento de
San León en la ciudad de Baeza.
–¿Y qué hace un padre
franciscano por estas encomiendas de la orden de Santiago?
En ese momento, don Álvaro,
consciente de que la situación carecía, a primera vista, de un peligro a tener
en cuenta, apareció tras el umbral empuñando su espada, pero con la punta baja,
casi rozando el suelo empedrado del molino.
–Hago camino hacia la
aldea de Siles, donde asuntos familiares me reclaman…
–¿En soledad por estos
caminos? –inquirió don Nuño con irrespetuoso asombro.
–En compañía de otros hermanos de mi orden hasta Beas, y desde allí, y por consejo de un ventero de aquel lugar, por estas veredas con la esperanza de hacer noche en La Puerta. Pero viajaba con otro asno que se espantó a causa de una raposa que se cruzó no lejos de aquí, por lo que, intentando recobrarlo, deduje que se me hacía de noche, y busqué amparo en el molino, pues va a ser noche oscura y no aconseja la prudencia aventurarse por veredas que hace años que en persona no se transitan.
Ruinas del Convento Franciscano de Baeza |
Quedaron satisfechos
ambos caballeros con las explicaciones del franciscano y don Nuño bajó la
guardia, acordando pasar la noche juntos y sin más cuidados, pues era cierto
que se presentaba una oscuridad que a ninguna hueste granadina ni banda de
salteadores le hubiera permitido preparar una celada.
En el momento en que don
Álvaro apareció, poco después, con el prisionero, al cual había desatado del
árbol y llevaba maniatado igual que una alimaña, Fray Federico pudo observarlo
pausadamente, examinando sus heridas con respetuoso silencio, conjeturando
acerca de las desdichas que habían llevado a ese hombre a encontrarse en tal
condición. Luego volvió a sentarse junto al fuego y se dispuso a sacar del
zurrón pan negro, tocino curado, queso y una bota de piel de cabra. Don Nuño se
desprendía de su armadura y se disponía a hacer lo mismo, cuando el religioso
intervino:
–He de suponer que,
aunque este hombre se encuentre preso, al ser tan cristiano como nosotros,
cenará también algo de tocino y beberá de lo que hay en este pellejo, que no sé
si es vino con algo de agua o agua con algo de vino.
El gracejo no hizo mella
en don Nuño, que con gravedad respondió:
–Cenará lo que cenan los
presos que van a ser juzgados por traición.
–Cenará –intervino don
Álvaro–, porque es menester llevarlo vivo en presencia de su señoría, don
Gonzalo Rodríguez de Castro, freire de la Orden de Santiago, al cual servimos,
vicario de la Orden en las aldeas de Xénabe, Torres, Bayonas y Albaladejuelo de
la Sierra, que administra en nombre del Maestre, don Rodrigo Fernández Mexía.
–Graves serán sus pecados
para que tan ilustres caballeros perseveren en ajusticiar a un hombre tan
humilde –dedujo fray Federico.
–Estáis en lo cierto –respondió don Nuño–, pero no es lugar este para hacer públicos sus delitos, sino mañana delante del tribunal que habrá de juzgarlo, por lo que, si tanto os interesan sus pecados, podéis desviar vuestro camino y presenciarlos vuestra ilustrísima por sí misma.
Territorio de Encomienda de Segura |
El monje percibió la
sorna que aquel “vuestra ilustrísima” representaba, pues sabía muy bien fray
Federico que don Nuño percibía exactamente su condición dentro del estamento al
que pertenecía y tal tratamiento de respeto era excesivo a todas luces.
–Que no os engañe la
humildad de mi hábito, pues soy de linaje hidalgo, y los asuntos familiares que
en Siles me requieren consisten en asistir en su lecho de muerte a mi hermano,
don Lope de Montefrío, caballero de sierra de esta encomienda de Segura, y
descendiente de hidalgos que acompañaron al maestre Pelay Pérez Correa, en los
tiempos en que el rey don Fernando el Tercero, señor de Castilla, arrebató
estas fortalezas a los moros.
–¡Don Lope de Montefrío!
–exclamó don Álvaro– Por mi honor que no tenía conocimiento de que se
encontraba en trance de reunirse con Nuestro Señor. Lo conozco bien, pues no
pocos venados hemos asaetado años ha, cuando él aún estaba en disposición de
cabalgar y yo apenas era mozo. Pero decís que os dirigís a la aldea de Siles y
creo que erráis, pues don Lope hace años que levantó solar en la villa de
Segura, como han hecho todos los grandes señores de ganado de estas sierras.
–¿Don Lope en la villa de
Segura? –preguntó el monje– Por la salvación de mi alma que esa es nueva.
¿Tantos años ha que no vuelvo al lugar que me vio nacer? ¿Y qué poderosas
razones habrán llevado a mi hermano a abandonar el solar de nuestros
antepasados? Pues en Siles era señor de vasallos y poseía tierras de sembradura
con sus aldeas, montes de donde sacaban buenas cargas de madera y pastos y
dehesas en donde el ganado prosperaba y enriquecía la hacienda.
–Y debe seguir siéndolo,
pues tampoco tenemos nuevas de que perdiera tal heredad, mas es costumbre de la
gente principal de esta encomienda trasladarse a Segura, por ser aquella la
fortaleza más fuerte e inexpugnable, la mejor protegida contra las cabalgadas
de los moros granadinos y las mesnadas hostiles a la Orden y al rey de
Castilla.
En este punto de la
conversación, intervino don Nuño con ánimo de centrar la atención en la mejor
manera de calentar la cena y pasar la noche:
–No nos place conocer el estado en que se encuentra vuestro hermano y mañana mismo, cuando arribéis a La Puerta, haced las pesquisas oportunas para averiguar su paradero, no sea que hagáis el camino en balde y, cuando estéis en su presencia, elevad una oración al Altísimo en nuestro nombre por la salvación de su alma. Mientras tanto, es menester que dispongamos de una vez por todas la cena, apañemos el estado de nuestras cabalgaduras y ajustemos las ligaduras de este rufián para que no sienta la tentación de huir durante la oscuridad de la noche.
Segura de la Sierra. Sede de la Encomienda Santiaguista |
No había apenas acabado
esta disquisición, cuando el cielo empezó a descargar con furia un aguacero tan
grande que hacía retumbar la techumbre del molino, mientras los truenos rompían
el acompasado tañido de la lluvia. La noche era verdaderamente cerrada y solo
un loco podría pensar en campear por aquellos cerros en un momento así.
El tronar que acompañaba
a la tormenta provocó que ambos caballeros levantaran la guardia y se
dispusieran a examinar el improvisado refugio en el que debían guarecerse en
pos de preparar una defensa eficaz ante cualquier posible amenaza. El molino
contaba con las dos plantas habituales, tal y como era costumbre desde tiempos
inmemoriales. En la inferior se encontraba el rodezno que, durante la molienda,
era movido por las fuerzas de las aguas del río, cuya corriente se desviaba a
través de un cubo de presión hacia su interior y era desalojada mediante un
socaz. Este sistema de canales se hallaba convenientemente sellado en aquel
tiempo. De otro modo habría sido imposible conciliar el sueño en aquel lugar.
Como otros molinos, el buje se alzaba hasta la planta superior, donde se erigía
el resto del ingenio: una enorme piedra solera y la volandera sobre ella; la
tolva, con su habitual forma de pirámide invertida; el harnero donde cribar la
harina; el cernedor donde depurarla; y el complejo de la cabria, con sus vigas
y poleas. Afortunadamente, la sala molinera no llenaba todo el edificio; una
antesala permitía llevar una vida más holgada al molinero que obraba en los
meses de molienda. Esta antesala era la que acogía al fraile cuando los dos
caballeros asaltaron el molino, y se hallaba muy pobremente provista: apenas un
hogar donde encender lumbre, una leñera escasamente abastecida, un par de
banquetas viejas y agrietadas, un camastro donde echar un jergón cuando
estuviese en uso y algunas piezas toscas de vajilla de barro con algunas
tarascadas. Todo aquello que nadie se llevaría cuando hubiera que desalojar el
molino por falta de labor; aquello que ni los saqueadores codiciarían. Un par
de ventanucos, defendidos por estacas de madera carcomida, permitían airear
sobradamente toda la estancia.
–Bien –dijo fray Federico–, volviendo al asunto anterior. Si bien es cierto que no soy juez para juzgar los pecados de este infeliz, sí que ejerzo el ministerio que posibilita que, si tiene a bien arrepentirse de ellos, pueda perdonarlos en nombre de Nuestro Señor Jesucristo. Recordad que a ningún cristiano se le puede negar el sacramento de la penitencia y, ya que la noche va a ser larga, permitidme que lo oiga en confesión, si el propio reo no muestra impedimento alguno.
Caballero de la Orden de Santiago |
Sin apreciar demasiado
ese razonamiento, no le quedó más remedio a don Nuño que aceptar a
regañadientes tal disposición, al tiempo que don Álvaro mostraba una absoluta
indiferencia.
–Acercaos, pues, si
deseáis someteros al juicio de Dios antes de encomendaros al juicio de los
hombres –indicó fray Federico al reo.
Apartándose hacia un
rincón de la estancia, lo más alejado de la lumbre en la que don Nuño pretendía
asar una morcilla que guardaba en las alforjas, el monje se dispuso a escuchar
al preso en confesión santa, sentado aquél en un taburete abandonado, con las
manos sobre los hombros de éste, que, puesto de rodillas, cruzaba los dedos de
ambas manos apoyadas sobre su vientre, intimando cara con cara, de tal manera
que era imposible oír la confesión para los dos caballeros, que habían decidido
dedicarse a sus quehaceres.
–Padre –comenzó el reo–,
os agradezco lo que queréis hacer por mí, pero no puedo recibir este santo
sacramento.
–¿Por qué habláis así? La
misericordia del Señor es infinita.
–Porque no puedo
arrepentirme de los pecados por los cuales seré juzgado y sentenciado a morir.
–Por favor, contadme qué
pecados son esos e intercederé con mis oraciones por la salvación de vuestra
alma, porque no hay mal cometido por el hombre que Dios no perdone; recordad
que Él nos envió a su propio hijo para redimirnos del pecado original.
–Padre, mi nombre es
Santiago Yáñez. Nací en Xénabe y en toda mi vida jamás me he alejado de ella
más de diez o doce leguas. Soy siervo de la Orden de Santiago, que tiene
encomendada la defensa de estas sierras como bien sabéis. Antes de mí, lo fue
mi padre, y antes de él, lo fue el suyo, y así hasta que se pierde la memoria.
Siempre hemos acatado una servidumbre obediente y hemos respetado los fueros
que nos gobiernan; por eso, siempre hemos pagado las rentas, las tercias, los
diezmos y cuantas imposiciones han sido exigidas por nuestros señores; siempre
hemos respetado y cumplido las ordenanzas que rigen en esta Encomienda de
Segura; jamás hemos traicionado ni hemos llevado a cabo trabajos contrarios a
los intereses de la Orden. Pero la fidelidad de un siervo está condicionada por
el cumplimiento de sus obligaciones por parte de su señor y, cuando tales
obligaciones quedan insatisfechas, al siervo no le queda otra que luchar por sí
mismo…
–No deis más requiebros
retóricos, os lo suplico. Decidme por qué os llevan preso.
–Padre, me acusan, con razón, de haber levantado a los vecinos de Xénave para que se negaran a pagar las tercias que don Gonzalo nos exigía, a causa de nuestra miseria, porque ha dos años ya que el Señor nos castiga con malas cosechas, y la hambruna y la peste se han extendido por estas tierras. Y es cierto, encabecé una algarada contra don Gonzalo, pero solo después de haber enterrado a mi mujer y a mi hija pequeña; la primera, víctima de don Gonzalo, la segunda, del hambre -en este punto, el reo, que decía llamarse Santiago, comenzó a sollozar amargamente–. No puedo más, padre. Prefiero morir a seguir viviendo con esta pena. Pero antes, solo quiero cumplir en la tierra la venganza que juré contra don Gonzalo Rodríguez de Castro.
Revuelta campesina |
–La venganza de un siervo
contra su señor natural no es algo que Nuestro Señor permita, pues solo es Él
quien tiene potestad de castigar a los señores que hacen mal a los siervos que
su Divina Providencia les ha concedido.
–Padre, yo soy hombre
iletrado, pero cristiano viejo, y tengo para mí que Nuestro Señor liberó al
pueblo de Israel de la esclavitud a la que estaba sometida en Egipto,
castigando duramente a los mismos egipcios con diez plagas, la última de las
cuales fue la condena a muerte a todos los primogénitos. Padre, yo soy el Ángel
de la Muerte que va a cumplir el castigo del Señor.
–¡Callad, por el amor de
Dios, cerrad la boca! ¡Vuestra merced solo es un pobre desdichado víctima de
una injusticia! Cualquier maldad que don Gonzalo hubiera cometido contra vos o
contra vuestra esposa, será justamente castigada en el Cielo, pues todos nos
hemos de ver algún día bajo la implacable mirada justiciera de Dios.
¡Arrepentíos ahora de vuestros pecados y encontraréis el consuelo del Altísimo
en la otra vida, una vida eterna que podéis vivir junto con vuestra esposa y
vuestra hija, o bien, preparaos para la condena eterna en un infierno sin
consuelo ni paz para vuestra alma!
–Padre, ahora es vuestra
señoría quien abusa de la retórica.
El rechazo a la confesión produjo una
gran desazón en fray Federico, que, al alzar la mirada, comprobó que los dos
caballeros los observaban curiosos, sin duda alertados por los ademanes
nerviosos que en él habían provocado las respuestas de Santiago. Gesticuló tal
y como solía hacer cuando de común administraba el perdón de los pecados y
abandonó al reo en aquel rincón para aproximarse a la lumbre mientras
comentaba:
–Hecha está. Ahora sí es
momento de cenar en buena paz.
Cenaron todos, unos más frugalmente que otros, y, al cabo, ambos caballeros y el fraile se dispusieron a departir antes de dejarse vencer por el sueño. La tormenta no cejaba, aunque los truenos retumbaban cada vez más distantes; la corriente del río se podía sentir como si en cualquier momento fuese a inundar aquella sala y arramblase con todo lo que en el interior se encontrara; y la más absoluta obscuridad se podía entrever a través de un ventanuco con dos barrotes de madera que hacía las veces de enrejado. El fuego apenas daba para alumbrar media estancia, y en su parte más sombría se encontraba amarrado Santiago Yañez, que había caído en un profundo sueño, fruto de la extenuación en la que su cuerpo se encontraba tras haber sido perseguido, acosado y maltratado durante los últimos dos días. Las vivas llamas de la lumbre proyectaban luces que iban y venían a lo largo del piso y las paredes, creando formas terroríficas y siluetas de efímeros espíritus que aparecían y desaparecían según el capricho del fuego.
Fray Federico se mostraba
pensativo tras haber recitado las oraciones preceptivas. Aguardaba el momento
oportuno, mientras sus dos eventuales compañeros de cámara acordaban ciertos
detalles del oficio. Una vez se hizo un momento de silencio, pudo dirigir la
atención hacia aquello que le devoraba por dentro:
–Entiendo que vuestras
mercedes son caballeros esforzados y sufridos, y el Señor me libre de juzgar
sus acciones, pero, solo por saber de nuevas de los males que afectan a esta
comarca, ¿pueden referirme qué sucesos nos han llevado a encontrarnos en esta
lúgubre noche en un lugar tan luctuoso?
Don Nuño dirigió una
mirada desdeñosa al fraile e inmediatamente asió una pequeña daga que llevaba
en el cinto con la que dispuso a dar forma a una vieja pata de una antigua
silla de enea que en un rincón del molino había hallado.
–¿Acaso no se lo hemos
descrito ya? - respondió con menosprecio.
-------- continuará..........................
Muy bonito.Como es un relato no me han importado localizsr algún anacronismo.Sinceramente me ha encantado.
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