domingo, 30 de noviembre de 2025

EL RECUERDO DE UN OLVIDO. EL FERROCARRIL BAEZA-UTIEL

 Recuperamos un artículo aparecido en el diario EL PAÍS a principios del año 1978, con motivo de los 50 años de realización del proyecto de la línea de ferrocarril Baeza-Utiel, en el que se hacía mención y denuncia al olvido que había vivido su construcción y los esfuerzos para que, en plena transición democrática, el gobierno retomara las obras para su finalización. Hoy, cuando han pasado casi 50 años de su publicación, sabemos que el olvido sigue siendo la característica de este inacabado trazado. Nuevos intentos de reactivación de obras, nuevas inversiones, nuevas promesas que sabemos jamás llegaron.

Trazado global del proyecto inicial. 1926

El ferrocarril Baeza-Utiel, una obra medio siglo después.

EL PAÍS. 22 febrero 1978

El ferrocarril Baeza-Utiel se incluyó en el plan de ferrocarriles de urgente construcción, aprobado por el real decreto de 5 de marzo de 1926, conocido por Plan Guadalhorce. Comprendía su trazado, la línea Baeza-Utiel-Lérida-Saint Girons, manteniendo un itinerario paralelo a la costa; de este itinerario, sólo se ultimó y entró en servicio, el tramo Lérida-Pobla de Segur. Las obras se iniciaron en 1927 con un trazado que entonces se consideró óptimo. El general Leopoldo Saro, ubetense, del directorio del general Primo de Rivera, y hombre influyente en su tiempo, intervino a la hora de hacer pasar el ferrocarril por la loma de Úbeda Con el paso del tiempo, el general Franco, en alguno de sus viajes por la provincia diría que éste había sido el capricho de Saro.

Trazado inicial de las obras. 1927

Hoy se observa una tendencia a la modificación sensible del trazado, que resultaría más conveniente, según todas las opiniones, si transcurriera por la zona del Condado, puesto que el actual ofrece dificultades para los técnicos. El trazado que se considera necesario poner en marcha de Baeza-Utiel consta de un total de 366 kilómetros y está dividido en cuatro secciones: de Baeza a Villacarrillo, de Villacarrillo hasta el límite de las provincias de Jaén y Albacete, del límite jiennense hasta Albacete capital y de esta última hasta Utiel.

Límite de provincia Jaén Albacete. Muestra de obra inacabada

Durante los años de construcción, las novedades fueron múltiples: varias suspensiones, promesas de ponerlo nuevamente en marcha y de acabado y casi al final un deseo de ponerle fin, aunque la tarea no fue culminada. Inexplicablemente, las obras fueron suspendidas en 1964, sin desmantelar lo que hasta entonces se había construido. Es más, se habían invertido hasta ese momento, 1.206 millones de pesetas, que en su valor actual, serían más de 4.000. La terminación del ferrocarril se preveía en el famoso Plan Jaén, que tanto desencanto trajo a la provincia, pese a sus teóricas buenas intenciones. La realidad es que en la vigencia del plan se detuvo la construcción, y más tarde, en 1968, un informe del Banco Mundial consideraba negativo el establecimiento de esta línea férrea.

Viaducto sobre el río Guadalimar. Trazado finalizado

A todo esto, la obra estaba casi terminada pues se había finalizado ya casi el 80% de su construcción. La fábrica, al igual que toda la explanación se habían ultimado, destacando la construcción de veinticinco viaductos y 107 túneles, con longitudes totales de 3.176 metros y 28.111 metros, respectivamente. También, al mismo tiempo, la mayoría de las estaciones estaban terminadas, e incluso ya se habían colocado ochenta kilómetros de vía a partir de Albacete. Es decir, que tan sólo faltaban otros 170 kilómetros, además de la colocación de señales, el tendido de líneas de telecomunicación y suministro de energía eléctrica. En resumen, se calcula ejecutado el 78% del proyecto y sólo falta el otro 22% del total. La obra se consideró prioritaria en el plan director territorial de Andalucía, promovido por las Diputaciones. Es evidente la importancia del ferrocarril Baeza-Utiel. Serviría de conexión óptima entre Andalucía a través de Linares-Baeza, con todo el Levante a través de Albacete. Sería pieza fundamental en la industrialización de Jaén. Serviría a una zona de 32.000 kilómetros cuadrados, hoy sin ferrocarril, cortando una de las salidas mayores de la red ferroviaria de vía ancha, serviría de impulso al desarrollo turístico-recreativo de las sierras de Cazorla y Segura, en esta provincia de Jaén. Contribuiría al mejor desarrollo de la zona minero-industrial de Linares-La Carolina y el suroeste de Albacete, y podría ejercer en el futuro una especial trascendencia. Muy cerca del ferrocarril por el actual trazado, en los términos de Úbeda, se encuentran, sin explotar, las mayores reservas de sales sódicas del mundo que, en su momento, pudieran convertir a Jaén, en una provincia industrializada.

Obras previas de trazado. Término municipal de Utiel

En últimos días, el subdirector general de transportes terrestres, con otros técnicos del departamento, han visitado sobre el terreno el estado de salud del trazado. Al parecer, para poner en marcha el ferrocarril sería necesaria una inversión de más de mil millones de pesetas. El problema económico del momento es el primer freno. Pero hay muchos intereses en que la obra salga adelante, comenzando porque la terminación está justificada por la propia defensa de las inversiones realizadas. Por ello, un senador del PSOE, por Jaén, Pedro Luis Martínez, ha anunciado que próximamente hará sobre el tema una interpelación al Gobierno. Contarla con el apoyo de todas las fuerzas de Jaén y Albacete, que durante muchos años han venido luchando, sin éxito, en la continuación del ferrocarril. Lo que sí se ha prometido es que lo que existe actualmente de trazado va a conservarse. Lo demás es problema de presupuestos.

viernes, 14 de noviembre de 2025

UN TESORO ARQUITECTÓNICO PERDIDO EN LA SIERRA DE SEGURA

 La Plaza de Toros de Pozo Romero. Singular muestra de arquitectura en la Sierra de Segura.

Situada en la zona más septentrional del Parque Natural de las Sierras de Segura, Cazorla y las Villas, próximo al Parque Natural de los Calares del Mundo y de la Sima, prácticamente en el límite provincial entre Jaén y Albacete y a más de 1.400 mts. de altura, pero perteneciente al término municipal de Siles, se encuentra este tesoro arquitectónico único en la provincia. Este paraje de Pozo Romero, conocido por ser lugar donde se registraron 14,9º, que a día de hoy, es la temperatura más gélida histórica de toda Andalucía, es lugar recorrido por montañeros, senderistas y amantes de la micología, que buscan en sus recónditos caminos la tranquilidad que se aleja de las zonas más turísticas del Parque Natural de las Sierras de Segura, Cazorla y las Villas aunque tenga lugares únicos como la cercano y sorprendente robledal de la Torca de los Melojos en el Parque Natural de los Calares del Mundo.

Situación geográfica del Paraje de Pozo Romero

La actividad ganadera de reses bravas fue protagonista en estos parajes hasta no hace tanto, vivencias que rememora Agustín, hijo de Pedro Cátedra Herreros y que tuvo, entre otros, a personajes como Emilio García “El Ronco” (1913-1988), natural de Tus (Albacete), mayoral que trabajó para ganaderos míticos como “El Quinquillero” y “José Santaolaya”. Esta actividad ganadera precisaba de un recinto donde realizar tareas selectivas y tentaderos por lo que se precisó de la construcción de un recinto, una plaza para que las reses se sometieran a ese proceso selectivo. Los materiales para realizar dicha construcción no podían seguir los cánones lógicos pues lo apartado del lugar hacía muy difícil recurrir a la construcción regular por lo que se optó por un recurso abundante en la zona como era la piedra. Se trata, pues, de una plaza de toros construida íntegramente con piedra seca. La construcción de arquitectura tradicional solo tiene parangón con el coso de Villanueva del Rosario (Cádiz), lo que representa que se trate de una construcción única en Andalucía, España y el mundo.

Vista global de la plaza de toros.

A falta de un estudio histórico sobre sus orígenes, se sabe que la estructura data, como mínimo del siglo XIX, aunque puede ser anterior. El coso se ubica en una finca de titularidad privada y, que se sepa, no cuenta con protección alguna. Es un vestigio vinculado con la ganadería brava, motivo por el cual se construyó mediante la técnica de la mampostería, que consiste en poner una piedra sobre otro sin cemento ni argamasa. Los propios ganaderos se encargaban de su reparación. El estar en un emplazamiento tan recóndito ha facilitado que se conserve, pero a su vez lo expone a la amenaza del vandalismo.

Señalización del paraje Pozo Romero en Siles

La plaza consta de varias estructuras superpuestas. Es un portento de arquitectura popular, una obra colectiva, de los propios lugareños o ganaderos, sin autor ni constructor conocido. Un ruedo perfecto, al que se unen una especie de corralones, también circulares, pero más pequeños, denominados popularmente como “ollas”, y la zona desde donde las reses eran “embarcadas”, en épocas más recientes, hacia los camiones cuando los festejos eran relativamente lejos de este punto de la comarca natural de la Sierra de Segura, pues tradicionalmente eran guiadas por los caminos a caballo por los mayorales. Más que como coso, aunque también se hacían capeas, la finalidad del complejo era guardar el ganado y proceder al herrado o marcado. Se cree que, como mucho, estuvo en pleno uso hasta los años 90 del siglo pasado.

Corrales anexos a la plaza

Uno de los grandes conocedores del lugar es el sileño Pedro Cátedra y su familia, afincada desde hace décadas en Segura de la Sierra, nos evoca las excursiones, durante su infancia y su juventud, de las gentes de Siles hacia esta zona alta y solitaria de la Sierra, especialmente en verano. Eran épocas vinculadas a personajes míticos de la actividad pecuaria como El Quinquillero y Santaolaya. Igualmente subían residentes en el cercano valle albaceteño del Tus, perteneciente a Yeste. Por allí había un camino, con múltiples usos, que conducían hacia los célebres baños de Tus y los Calares. Las concentraciones en la época estival eran todo un acontecimiento, pues se organizaban “quedadas” donde música, la comida y, sobretodo, la bebida eran los elementos dominantes, en un entorno serrano, con presencia también, en ocasiones, de reses bravas, donde se podían juntar más de trescientas personas en estas celebraciones. Eran fiestas muy populares, recuerda Pedro en torno a las jornadas de finales del verano en las que se marcaban los astados.

Pedro Cátedra alimentando a las reses

El sileño lamenta que todo esto ha pasado de ser un centro importantísimo a quedar en el más absoluto abandono. Ahora lo frecuentan los senderistas, cuyas rutas suelen tener aquí la meta. Por allí discurre el PR-A 78, un itinerario circular que va de Siles a Peñalcón. De aquellos años de plenitud de la plaza de Pozo Romero, Pedro Cátedra conserva unas fotografías en las que da de comer a los novillos, pues al morir la vaca el mayoral lo tuvo que alimentar a base de biberón. Aunque el animal era bravo se le podía llegar a acariciar y a darle comida. Igualmente era una atracción cuando se activaba la bomba del agua, ruido que las reses identificaban, no dudando en acercarse con calma para beber.

Pedro Cátedra con el ganado

Entonces había menos festejos taurinos que ahora. Los ganaderos, al vender a los animales, se abastecían para pasar el invierno, sostiene. Eran tiempos distintos, en los que confluían en este punto personajes que incluían toreros, novilleros, vaqueros, gañanes y mayorales. Era todo un modo, muy sacrificado, de vida sin días de descanso y con exposición total al frío intenso, el viento, la nieve y la lluvia. Allí, ahora mismo, ya solo queda algo de ganado ovino. El entorno es muy inhóspito, lo que se nota en la escasez de vegetación y en lo lento que crece. En Pozo Romero se produce, acrecentado por la altitud, el fenómeno de la inversión térmica, que hace que el aire frío, al ser más pesado, se acumule en la hondonada. Eso hace que incluso en verano se registren temperaturas extremas, incluso con heladas en julio y agosto. No muy lejos se localiza la preciosa laguna de Bonache, un singular ecosistema acuático a cerca de 1.300 metros de altitud.

Laguna de Bonache o de Siles

La población se asentaba en las viviendas aisladas o agrupadas situadas montaña abajo, tanto en la parte de Albacete como en la de Jaén, en Siles, en lugares tan afamados antaño como Vegabayona. Hoy en día no existe nada que pueda hacer pensar en la vida que tenían estos parajes antaño, pues casi todas esas edificaciones están derruidas o, como mínimo, deshabitadas; está claro que el despoblamiento se cebó en estas aldeas. Una verdadera lástima que no hayamos sabido preservar nuestra historia y nuestro pasado que no merece recaer en el lecho del olvido.

Diario Jaén. Juan Rafael Hinojos
Radio Sierra

viernes, 31 de octubre de 2025

14º Premio Domingo Henares. DE AFANES Y RECOMPENSAS... (2ªparte)

 De afanes y recompensas…

José Agustín Blanco Redondo.

................ Continúa.

Los ojos de Calar parecen abandonar el brocal de sus cuencas mientras el filo de su puñal se ensaña con la garganta de aquellos asesinos, un manoteo sorprendido, impreciso, algún murmullo incapaz de trocase en palabras, los párpados muy abiertos, las pupilas restregadas como de esa niebla que parece dispuesta a disolverse, su sangre escarlata destellando por sobre el torvisco, los brezos y el tomillo. Pero no hay tiempo. El tiempo es ahora su enemigo, una dimensión inasible, cadenciosa, insobornable que el hombre debe derrotar. Calar es diestro en su lucha contra lo tangible, pero el tiempo es una magnitud invisible, intocable, fugacísima. El hombre marcha ahora con la conciencia emborrascada y los ojos velados por el lienzo de la pasión más irracional, más mortífera, más primitiva. Es la venganza, nada hay en su mirada que recuerde esas fronteras amables de la condición humana.

Cabalga hacia el noreste, bordea el alto de los Castellones y los parajes de Soto Espino y Hoya Larga, al mediodía del cerro de los Corzos. Anochece con una levedad de escarcha entre los endrinos, las aulagas y el labiérnago. Prepara una lumbre de ramas secas de lentisco junto a un abrigo de rocas cuarcíticas. Lo intenta, pero apenas puede dormir. Escucha el maullido de los linces, el hozar cercano del jabalí, el merodeo apresurado de los zorros. Y tras ese descanso intermitente, deja que su caballo de pelaje con relumbres de cuarzo se alimente de avena loca, grama y génaves amarillos. Esta noche no ha anidado la niebla en aquellos perdederos, así que ahora avanzan más rápido. Calar atraviesa el río Onsares por el paraje de Ardachel. No quiere alejarse del cauce del Guadalimar. Sabe que los forajidos buscarán lo llano de sus vegas para no hacer la huida tan penosa. Y esa será su perdición. Lo evidente se volverá en su contra, no deberían ser tan estúpidos, tan confiados, tan predecibles.

Mapa del río Onsares

        El cielo es una amalgama mestiza entre el azul pálido y el plomo de la tormenta. Pronto lloverá. Pronto el aguacero encontrará la manera de asemejarse a la cascada de un río que se arroja desde lo alto de un cantil. Y mientras Calar se aleja de la sierra del Calderón, al norte del Guadalimar, bordea las vertientes occidentales de los cerros de Cabeza Grande y Cabeza del Coscojal. El hombre cabalga tras aquellos canallas que, tal vez, busquen refugio más al sur, en la fragosidad umbría del cerro Blasco y del paraje de Majada Llana. No tiene suerte. Los dioses parecen alejarse de su lado. No encuentra ninguna huella de caballerías, ningún rastro humano, ninguna maldita rama quebrada que confirme su paso por aquel lugar. Escupe sobre el espliego y divaga por los parajes de Loma Ardal y luego hacia el naciente, hacia la Loma del Roble, junto al arroyo de Los Molinos. Atraviesa barrancos, pedrizas y veredas frecuentadas por los linces, los venados y el raposo. Hasta que el cerro Lobo, al cierzo del paraje de la Junta de los Arroyos, se aparece como una epifanía salvífica ante la ansiosa mirada de Calar. El aguacero, al fin, no quebró el plomo del cielo, la niebla no parece querer expresarse y el sol es todavía tenue, incapaz de evaporar el rocío que se aplasta contra la grama, las cañas del hinojo y los espinazos del cardo corredor. El águila imperial sobrevuela aquellos cazaderos, pronto se abatirá sobre los conejos que medran junto al marrubio y los juncos de las vaguadas. Calar busca algún rastro, alguna huella sobre aquel pastizal amparado de coscojas y de encinas tan longevas como las cinco generaciones de antepasados que le precedieron en el poblado del cerro de la Hermana de Arriba. Calar escucha con asombro lo hipnótico de aquel silencio. Aquel lugar parece mágico, henchido de misterio, quizá también sea fértil en leyendas que aletargan aquella belleza ilimitada. Las encinas centenarias hunden sus raíces en una tierra tan áspera como feraz. Raíces que engarzan la savia de la vida, a través de la albura del tronco y de las ramas, con las hojas más altas de aquellos impasibles, recios, imperecederos gigantes. Dos dimensiones, la telúrica y la celeste, unidas a través del líquido cordel de una savia que no es sino la sangre de la encina fluyendo por sus arterias vegetales. La savia, el elixir de la longevidad, el látex de lo inmarcesible y, quizá, también el fluido de la vida eterna. Hay una quietud extraña sólo alterada por el aleteo de las torcaces en la techumbre de las encinas y el gorjeo del zorzal entre sus hojas coriáceas. Un corzo ladra desde el Collado de los Órganos, al naciente, muy cerca del paraje del Tobarejo. Calar se detiene en aquel círculo, en aquel rodal de génaves amarillos formado por las carrascas más ancianas, los tallos quebrados, grises de las tobas y el azulear pálido de las retamas. Calar escucha, pero sólo el viento del norte, al filtrarse por el perenne entramado de las hojas, parece acudir a aquellos perdederos. Hasta que, entre las sibilancias de ese viento del norte, el hombre de quijada estrecha escucha algunas ramas secas al quebrarse, un piafar inquieto de caballerías, algún relincho de insatisfacción, un lamento tenue, algún exabrupto, aquellas voces encorajinadas.

Situación del paraje de la Junta de los Arroyos. Siles

Reverbero de oro viejo, el metal de su puñal comienza su mandato de represalia, odio enquistado y honor. Regueros generosos de sangre escarlata destellan, de nuevo, sobre el torvisco, los espartos y el tomillo. Hay quejidos, rumor de huesos y coyunturas al quebrarse, manoteos espásticos y sorpresa en las pupilas, en las mandíbulas, en la conciencia de los que sabían a qué se arriesgaban tras lo trágico de sus fechorías. Y allí, tras aquel reverbero de oro viejo, en aquel albañal de muerte y desagravio, es donde, al fin, Calar logra liberar a su familia.

Plegarias al dios del Sol y al de las Encinas Centenarias, también al dios de las Montañas Umbrías del Norte y de las Grutas. Abrazos, palabras de alivio, gritos, besos y algunas lágrimas bajo el vuelo circular, lento del buitre leonado, el aleteo estático de los cernícalos y el solemne planeo del águila real. Caricias incrédulas entre aquellas carrascas viejas, sobre la retama, tras las tobas demediadas, los génaves amarillos y las coscojas, junto al latir descabalado de unos corazones que celebran así, con jubilosa algarabía, el reencuentro con una vida que creyeron perdida para siempre.

Retornan despacio a las ruinas del poblado. Ya no hay prisa, nadie espera allí, sólo la ausencia, el duelo, la soledad. Y soledad es lo que encuentran, un desamparo que se esparce generoso, lento, irremediable entre los escombros como lo haría el aceite de los frutos del acebuche en el agua de un estanque. Algún crepitar de brasas entre el silencio, sobre las cenizas, bajo los tapiales. Algunas humaredas que no se atreven a elevarse en vertical, sino que se arrastran como si fueran víboras en busca de presas a las que inocular su ponzoña. Olores acres tras las techumbres incendiadas, entre los zócalos de piedra que han soportado las acometidas de las llamas, por sobre los cadáveres del ganado y de los perros, en el azabache de las plumas de cuervos y cornejas, sus picos de pedernal merodeando ansiosos entre la carroña, sus graznidos rompiendo el necesario respeto hacia los muertos.

Ahora sólo queda cauterizar las penas, mitigar el sufrimiento, postrarse durante el duelo y resignarse ante esa condición de mortalidad que embarga a las personas desde su nacimiento. Ahora sólo queda honrar a los muertos, excavar su sepultura, sus cuerpos alineados frente a la muralla de piedras mampuestas, junto a dos enormes peñas entretejidas de cantuesos y coscoja, sí, honrar a los muertos bajo el templado viento del oeste y el graznido impertinente que aquellos pájaros embadurnados del negro de la noche, del dolor y de la pena. Honrar a los muertos con danzas alrededor de las sepulturas, cánticos acongojados y libaciones de aguamiel y del zumo de los frutos del madroño. También sentidas súplicas al siempre temido dios del Inframundo.

Amanece, al fin. Calar no ha logrado conciliar el sueño y el blanco de sus ojos se ramea del mismo color de los frutos del serbal, pero eso no le importa nada. Se incorpora, restriega las mandíbulas con un movimiento lateral hasta hacer rechinar el esmalte de las muelas y se asegura de tener cerca el reverbero de oro viejo de su puñal. Luego tiende los cuerpos de sus vecinos, muy despacio, en el interior de las sepulturas abiertas en la tierra, junto a la ribera del arroyo del Sabinar. Tierra que, de súbito y bajo esa luz tenue, auroral, se convierte en solar de restos mortales, de carne castigada, mordida por las alimañas, picoteada por los cuervos negros y las negras cornejas. Tierra que se estremece con la carne recibida y que convertirá, lentamente, aquellos cuerpos en hueso, en añicos de coyunturas, también en recuerdos de una vida demasiado corta. Esquirlas de hueso, añicos de gelatina y recuerdos que, tras reposar bajo el templado viento del oeste, colmatarán la memoria de Calar y de su familia junto a los chopos y los álamos blancos de la ribera del arroyo del Sabinar. La memoria guardada para siempre en los adentros de aquella tierra atormentada, angosta, dolorida. En la tierra sagrada de sus antepasados.

Situación del Arroyo de El Sabinar entre
los Cerros de las Hermanillas, junto al río Guadalimar

El relente del atardecer da paso a otra noche triste, desfondada, hasta que, de nuevo, el alba serpea por entre los brazos y el rostro de Calar. Es entonces cuando un viento extraño alumbra tolvaneras de violencia desconocida. El hombre cierra los párpados. Verdolaga y sus hijos también los cierran. Los cierran mientras elevan el rostro hacia las prematuras caricias de aquel sol frío, mientras suplican al dios del Inframundo que transporte las almas de los asesinados a los inasibles parajes donde habitan los espíritus sosegados de los muertos.

El recuerdo de lo acontecido perdurará en aquella tierra por sobre escarchas, aguaceros, nevadas, tormentas, hielos y sequías. La memoria de aquel día aciago perdurará demasiado tiempo, durante todas las estaciones que acompañen a los afanes de los hombres. Aquellos sucesos se relatarán junto al fuego del hogar en los inviernos y, quizá, transformados en leyendas, pasarán de padres a hijos durante generaciones. No habrá olvido, sólo recuerdos que jamás deberán encarnarse en realidad.

Cerros de la Hermanillas. Puente de Génave

Calar cierra los párpados, relaja sus brazos y también su conciencia. Sabe que podrá ahora descansar, una  vez  concluidas  sus obligaciones con la tierra y con el reverbero de oro viejo de su puñal, una vez restaurado el honor de su pueblo. Ahora comenzarán otros afanes más valiosos, más gratificantes, comenzar una nueva vida en esa casa que reconstruirán en el poblado del cerro de la Hermana de Arriba. Una nueva vida con sus hijos y junto a Verdolaga, la mujer más hermosa de esta tierra al cierzo del río Guadalimar. La mujer a la que ama. La mujer que alberga en sus pupilas todo el color de las flores del romero y de las malvas.


lunes, 13 de octubre de 2025

14º Premio Domingo Henares. DE AFANES Y RECOMPENSAS... (1ªparte)

Un año más se ha llevado a cabo el Concurso de Relato Histórico "Domingo Henares" convocado por el Ayuntamiento de Puente de Génave. En esta 14ª edición ha resultado ganador D. José Agustín Blanco Redondo con su relato, centrado en la Edad del Bronce en algún lugar cercano a este pueblo junto al río Guadalimar, titulado "De afanes y recompensas...". Como viene siendo habitual reproducimos este relato ganador, por su extensión dividido en dos partes, para así situarnos en una época histórica donde las particularidades de la vida estaban enfocadas a la simple lucha por la subsistencia.

De afanes y recompensas…

José Agustín Blanco Redondo.

“Se cierne el águila en la cumbre del cielo, el cazador y la jauría cumplen su círculo.” T. S. Eliot.

 

Cerro de la Hermana de Arriba. Edad del Bronce. Año 1366 a.d.C.

El viento del norte arrecia. Baja desde el cerro Blanco y el alto de la Retamosa a sacudidas, con avaricia, con usura, con una destreza capaz de acobardar al águila imperial, a los estorninos, al azor y a las torcaces. La tierra seca se eleva en una tolvanera de avance incierto. Las urracas aletean mientras rozan el ládano de las jaras con la premura de sus graznidos. Un cielo de pizarra y de galena se cierne sobre aquel campo que fue roturado antes de la estación del calor, las golondrinas, el abejaruco y los mosquitos. Las oropéndolas, el autillo y el alcaudón se marcharon hacia aquella remota templanza del mediodía hace ya más de dos lunas nuevas y ahora es el tiempo del retorno del milano real y de los zorzales desde las lejanísimas tierras del noreste.

José Agustín Blanco Redondo

Calar deja el arado, levanta la mirada hacia ese cielo gris, escupe sobre los tormos y se restriega los ojos con el dorso de la mano. El buey derrocha mansedumbre y agacha la testuz, esperando las órdenes de aquel hombre de quijada estrecha. Pronto comenzará la estación de los temporales. Las víboras hocicudas, el lagarto ocelado y las culebras de escalera ya se han guarecido en sus cubiles del final del otoño, falta apenas un ciclo lunar para la noche más larga, la noche del solsticio y la siembra del cereal debe terminarse con premura. Las tierras al poniente del arroyo del Tamaral, al norte del paraje de la Tejera y antes de su engarce con el río Guadalimar, son fértiles, profundas, buena tierra para el trigo, la cebada, el centeno, las lentejas y las habas, no como las laderas que enfrentan, al suroeste, el poblado donde habita con el arroyo del Sabinar y el cerro de la Hermana de Abajo, apenas un sustrato de romeros lánguidos, coscojas mortecinas, avena loca, cantuesos deslavazados y sabinas de querencias rastreras.

Paraje de las Hermanillas. Puente de Génave

El hombre pasa la noche al socaire de unos acebuches, arrebujado en una piel de vaca curtida con la corteza de los robles. Calar se duerme al fin junto a una lumbre fragante de ramas de encina y, al amanecer, marcha en dirección al poblado del cerro de la Hermana de Arriba. La niebla se agarra a la tierra como el cabrito unce su hocico en la ubre de su madre. Está cansado, pero no desfallece, tiene que llegar cuanto antes, sabe que allí le están esperando. Es su hogar, el descanso de coyunturas, huesos y carnes magras, la lenidad de un lecho de esparto y lana, la tibieza de las brasas de la lumbre, el asiento del sosiego. Su hogar, el parapeto de todos los vientos, del aguacero y de la escarcha. El hombre guía con una vara de fresno la grupa del buey hacia el norte, por entre el brezo, las sabinas y la retama. Cruza el río por un vado de álamos blancos y chopos viejos hasta alcanzar el engarce del Guadalimar con el arroyo del Zángano. Camina aguas arriba del arroyo mientras el sol, oculto aún tras el velo de la niebla, no es capaz de orientar al hombre hacia el poblado, pero Calar no necesita ninguna ayuda, conoce aquellos parajes con la minuciosidad con que las hilanderas tejen los paños de lana y lino, con la precisión con que el maestro fundidor forja los puñales de bronce, con la misma maestría con que la alfarera compone los cuencos de barro, con la destreza con que el espartero compone las esteras y las cinchas de pleita, con la misma pericia con que los pastores ordeñan a sus cabras y elaboran esas riquísimas cuajadas que, tras prensarlas y cubrirlas de sal, se convierten en quesos curados con romero, tomillo y manteca. Y sin verlo, puede ya imaginar el alto perfil del poblado donde nació, el poblado donde nacieron hasta cinco generaciones de antepasados suyos. Respira hondo y escupe hacia la mielga y los hinojos. Luego aprieta el paso mientras el buey humilla la testuz delante de aquel hombre de quijada estrecha.

La niebla no se disipa, es un lienzo opaco que humedece los campos, confunde a los raposos y distorsiona sonidos, perfiles y distancias; un lienzo que difumina el contorno de las encinas, de las rocas, de las riberas y vaguadas, pero a Calar eso no le importa nada, está acostumbrado a forcejear con la niebla, la conoce, la comprende, la respeta. Al final, la niebla cederá en sus afanes y, para entonces, Calar ya habrá cocinado las gachas y la caldereta de chivo sobre las brasas de leña de encina. Pronto dará por concluidos sus afanes con la tierra para comenzar otros más gratificantes, frente al fuego del hogar, el tasajo de ciervo y un delicioso queso de cabra aderezado con dulce de escaramujo y miel silvestre de retama. Sí, podrá dedicarse a afanes más placenteros: narrar a sus hijos historias antiquísimas, leyendas de sus ancestros, relatos en los que intervienen alquimias, hechizos, seres sobrenaturales y deidades con poderes absolutos, cuentos que no deben perderse en el páramo del tiempo y formulaciones de remedios naturales para los males que afligen a los mortales. También le esperan esos afanes de esperanza que se albergan en los proyectos de futuro de sus hijos: padre, yo quiero ser cazador de venados, lobos y jabalíes; yo quiero ser guerrero y manejar con habilidad la honda, el arco y el puñal de bronce; yo quiero ser la alfarera más diestra del poblado; a mí me gustaría aprender las mañas sanadoras del hechicero y conocer las virtudes curativas de esas plantas que almacena en vasos de cerámica, botes de madera y saquitos de arpillera. Pero, sobre todo, Calar desea hablar con Verdolaga, su esposa, y reír junto a ella, y soñar junto a ella, y esperar el futuro y su destino junto a la mujer más hermosa de esta tierra al norte del río Guadalimar, la mujer que alberga en sus pupilas todo el color de las flores del romero y de las malvas.

Calar presiente que algo va mal. Y aunque aquel sucio manto con que la niebla mineraliza su mirada impide cualquier certeza, el hombre deja atrás al buey y corre hacia el poblado del cerro de la Hermana de Arriba. Ya está muy cerca. La niebla entrevera su vapor con esas columnas de humo que reverberan en negro pálido por sobre la muralla de piedras mampuestas. Calar se detiene, de súbito, en un vano intento por abarcar con su mirada la magnitud de la desgracia. Pero allí, en las puertas desguazadas del poblado, sólo le recibe un silencio oscuro, helado, impenetrable. Un silencio que se cierne, junto a un insolente, negro trajín de cuervos y cornejas, sobre las ruinas de las casas, entre los animales muertos, sobre los cadáveres de sus vecinos.

Calar, entre aquellas callejas que ahora le parecen un solar de pesadilla, tuerce los labios, endurece las pupilas y aprieta su quijada estrecha hasta hacer crujir las muelas. Una leva de bandidos montaraces acaba de asaltar el poblado. El hombre hinca las rodillas en la tierra y, entre lágrimas no alumbradas, mastica una plegaria al dios de la Vida y de la Muerte, la mirada ausente, la incertidumbre latiendo en las sienes, un espasmo deslizándose por sus brazos, por sus piernas, el paladar embadurnado como de espádices de carrizo. Calar se incorpora y busca desesperado a su mujer y a sus hijos, pero todo es en vano. Por entre el alivio de saber que no han sido aún asesinados, el hombre quiere creer que se los han llevado, tal vez, para que trabajen en la esclavitud, para venderlos en tierras ajenas o para satisfacer la lujuria y los caprichos de aquellos malnacidos. No queda nadie en el poblado. Nadie que albergue la tibia llama de la vida. Un caballo desbocado galopa alrededor de la muralla, los ojos aterrados, el vapor de sus belfos entreverado de niebla, su pelaje castaño brillando con relumbres de cuarzo, sí, es el único ser vivo que aquellos canallas no han logrado capturar. El único testigo de aquel desastre transido de sangre, dolor y muerte.

Aquel caballo con relumbres de cuarzo, su valor y un puñal de bronce. No necesita nada más.

El hombre remonta, al galope, los meandros del río Guadalimar. Sabe que marchan por su ribera para así dotar de certezas aquella huida, sólo de esta forma evitarán extraviarse con la niebla. Aquel denso manto de vapor es ahora el aliado de Calar. Conoce bien los ribazos del río, está harto de recorrerlos desde niño, conoce cada meandro, cada chopo, cada sauce, cada fresno, cada álamo blanco.

Cerro de la Cabecilla

        El hombre galopa hacia el naciente, junto a los tamujos, la zarzamora y los rojos frutos del rosal silvestre. Deja atrás la junta del arroyo de Peñolite con la ribera sur del Guadalimar, también el engarce del arroyo de la Tinada con la umbría del río. Luego, hacia el norte, divisa apenas el cerro Cabecilla mientras galopa junto a los bravíos parajes de Los Llanos de Abajo y El Albercón, muy cerca de la entrega del arroyo de Camarillas al Guadalimar. La niebla se aplasta aún sobre estos solares pergeñados de carrasca, enebros, coscoja y robles viejos. Cuando las aguas del arroyo Gachamigas se funden con las del río, la niebla muda su opacidad estricta por algunas hebras claras, famélicas que se deslavazan hacia el poniente. El sol las atraviesa, y las quiebra, y las diluye como la miel oscura de retama se disuelve en la leche de cabra recién hervida. Enseguida se dirige al norte y al naciente, deja al mediodía las cuarcitas de La Piedra del Hambre y alcanza el alto de Oruña, en el mismo centro de la sierra del mismo nombre. Es allí donde logra dar alcance a los bandidos más rezagados, apenas cinco despojos humanos aturdidos aún por el zumo de los frutos del madroño. La justicia de su puñal —cobre y estaño fundidos en un bronce afilado con esquirlas de piedra arenisca— redime a los bandidos de las miserias que tuercen sus vidas desde antaño, quizá desde su nacimiento. El metal de su puñal es una curtida lámina de bronce, de una aleación de cobre y estaño arrancada a golpe de pedernal de los entresijos de las sierras que se yerguen allí donde se ensombrece la tierra y se alumbran los dominios del dios de las Montañas Umbrías del Norte y de las Grutas, montañas donde las pinturas ocres se plasmaron por las manos firmes de los hombres de antaño con pigmentos desconocidos, tenaces, imperecederos. Allí, en las paredes de cuarcita, pintaron figuras esquemáticas para súplica y honra de un dios que, al anochecer, parece cobijar en sus entrañas telúricas a ese otro dios, el más fuerte, el que riega de luz la debilidad de los mortales, el dios del Sol. Sí, el estaño y también el cobre, ese milagro que el maestro fundidor, el fuego de leña de encina y las vasijas de barro cocido rescatan de la escoria en goterones del mismo color de la ceniza del aladierno para luego ser purificado en crisoles que destilan esas coladas de metal fundido.

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viernes, 26 de septiembre de 2025

LA BOLEA. UN JUEGO DE LA SIERRA DE SEGURA

Dentro de la recopilación de los juegos más tradicionales practicados en la Sierra de Segura, y como complemento al artículo que hacía referencia a las características del juego de los bolos serranos, Alejandro F. Idáñez Aguilar, ha buscado las particularidades del juego de la bolea muy practicado y popular en los lugares de la parte baja de la Sierra de Segura que a continuación reproducimos.

EL JUEGO DE LA BOLEA.

Por Alejandro F. Idáñez Aguilar.

Así como los bolos es un juego o deporte plenamente vigente, con competiciones reguladas, la bolea ha perdido su presencia activa en los pueblos y aldeas donde se jugaba tradicionalmente, que con mayor intensidad comprendía los pueblos de Génave, Villarrodrigo, Puente de Génave, Arroyo del Ojanco y varias aldeas como Los Pascuales, La Gracea, Bonache, etc., aunque antes se jugaba en pueblos como Orcera, Segura, La Puerta de Segura, Siles y otros, es decir, lugares de la zona baja de la Sierra de Segura, quedando constancia de este juego en la nomenclatura local al existir calles llamadas “de la Bolea”, en localidades como Orcera, Arroyo del Ojanco o Puente de Génave.

Este deporte se practicaba en todos los pueblos cercanos del sur de la provincia de Ciudad Real, como Torre de Juan Abad, Montiel, Albaladejo, La Puebla del Príncipe, Terrinches, etc., y otros en la provincia de Albacete, tales como Bienservida, Villapalacios, Salobre, Alcaraz, Cotillas, Villaverde del Guadalimar, Yeste y Nerpio, además de las zonas mencionadas de la Sierra de Segura.

La bolea es un deporte o juego estrictamente varonil que puede entrañar algún peligro para presentes y viandantes, sobre todos los niños, por lo que exige cierta vigilancia del campo de juego para evitar accidentes; conjugando perfectamente la fuerza física y la habilidad o la «maña» del boleador, y requiriendo hombres enjutos, templados y con fibra, ligeros, dotados de gran agilidad y tino o precisión en el tiro, para que la bola «pique» en el lugar preciso en busca del rebote más favorable, por lo que el conocimiento del campo o espacio de juego es fundamental para el jugador. Es lo que los viejos boleadores dicen que la persona ha de «tener gracia para tirar». La práctica de este juego comienza normalmente de los 16 a 18 años entre los jóvenes, y entre los mayores se llega a los 50 y más años.

El partido de bolea era actividad indeclinable de jóvenes, mozos y adultos, solteros o casados, que en los días festivos tenía lugar en sesiones de mañana o tarde, en cualquier época del año con tal de que hiciera buen tiempo que permitiera la práctica del juego, y, sobre todo los domingos y en las fiestas «señalás» (día de la Ascensión, Corpus, fiesta del patrón del pueblo, como San Isidro en el Puente, o el Cristo de la Veracruz en Orcera).

La asistencia de público al juego era habitual, y solían tomar partido por uno u otro de los contendientes, porfiando por este o aquel con apuestas que eran de vino, cuerva, cerveza, etc., que debería pagar el perdedor o el equipo derrotado, conforme el resultado final del juego, tras haber terminado éste y una vez jugada la revancha si así se había acordado.

En la localidad de Arroyo del Ojanco se acostumbraba a beber mientras se jugaba, de acuerdo con el viejo aforismo que establecía: «punta ganá, punta bebía». Los lugares donde se tomaba el convite eran: en los Pascuales, en la tasca de Pedro Díaz; en Orcera, las tabernas de Juana Mateo o de la Paca, que estaban en la calle principal de Wenceslao de la Cruz, o en la de la Hermana Luisa, que abría sus puertas en la calle del Calvario, junto a la ermita del Santo Cristo, y también en la tasca de «Chisneja», de la calle Asunción. En Arroyo del Ojanco, la consumición tenía lugar en el bar de Ricardo Tenedor, y en Génave se bebía vino de pellejo en casa de Guerrita, en la taberna de Domingo Carrillo o en la de Perules, acompañado a veces con garbanzos tostados o lirios secos, unos pescados salados que había en la posguerra, mientras que en Puente de Génave la taberna de Ventura era el lugar habitual.

El campo.-

La bolea se juega al aire libre, por lo general en los mismos extramuros de la población o callejuelas de aldeas o pueblos, casi siempre en caminos de tierra o carriles, o en las eras empedradas donde se trilla la mies. A veces se jugaba incluso «a campo traviesa», es decir, por barbechos o rastrojos en tierras de labor, sin lugar prefijado de antemano, para añadir dificultad a su desarrollo y a los tiros. Aunque no es preceptivo, el campo debe estar algo pendiente, tirándose hacia abajo una punta y la siguiente hacia arriba, según era costumbre. Siempre era esencial que la tierra estuviera seca y el suelo en buenas condiciones para que las bolas rodaran.

En Orcera se boleaba en lo que hoy es calle de La Bolea hasta el Llano Romero, y en el camino de Benatae, desde El Correo o el Convento hasta el Puente de los Curas, y a veces se llegaba hasta el mismo pueblo de Benatae. En Los Pascuales, desde la misma aldea a La Asomadla. En Arroyo del Ojanco, en la Bolea, que era el camino del cementerio, y hoy es una calle que se le conoce también como calle de los Muertos. En Puente de Génave, en La Bolea, paralela al río Guadalimar aunque en la actualidad ha pasado a desarrollarse en la zona del Cortijo de la Ánimas junto a la carretera a Los Pascuales; en Génave se boleaba en el camino del cementerio en el paraje de Los Mesaos, o en las Eras Hondas, sobre todo si se tiraba al pique. En la cortijada de La Gracea, tiraban en las eras de piedra, por encima del cortijo.

Las bolas.-

La bolea se juega con bolas de hierro —de acero al manganeso, de las usadas por los molinos trituradores de áridos y similares—, de gran dureza y resistentes al roce y abrasión de las piedras, en las que pica y resbala, saltando a veces chispas al fuerte y rápido contacto. Las bolas son de varios pesos y tamaños, por lo que se emplean pareadas, o lo que es igual, dos bolas iguales de peso y tamaño con las que tiran los jugadores o equipos del partido. Su peso varía entre los 500 gr., las más pequeñas, hasta las de 1300 gr. de las grandes; siendo las medianas son las de 700-800 gr., que eran las que se usaban para tirar más corrientemente. En Génave eran muy apetecidas las bolas tamaño pequeño o del «Pinche», y las medianas o de «coscorretes» por ser muy «manejeras».

Según su volumen o tamaño, las bolas oscilan entre los 5­6 cms. a la de 12­15 cms. de diámetro, designándose popularmente a las bolas más chicas yemas de huevo o gállaras. Excepcional era en La Gracea, donde las bolas grandes de 1500 gr. tenían un chafe, rebaje u pequeño orificio para meter el dedo corazón e impedir que se escurrieran, al no poder abarcarla bien con la mano por su excesivo diámetro.

Modalidades de juego.-

Son dos las modalidades de juego más usadas, que hacen referencia a la manera de sacar o lanzar las bolas, y a la forma de contar el recorrido de las mismas sobre el campo, ambas muy entrelazadas como veremos. El lanzamiento de la bola desde la raya de salida ha de hacerse de un modo uniforme por todos los participantes, para evitar ventajas, siendo las modalidades más frecuentes:

-«A volapié».

Se ejecuta sin tomar impulso alguno y sin levantar el pie derecho del filo de la raya, pudiendo únicamente rajar la raya adelantando un paso con el pie izquierdo con la inercia del tiro y el otro puede deslizarse sin separarse del suelo un paso. Caso de separarse del suelo el pie derecho, se incumple la norma de rajar la raya, y el tiro de la bola era nulo, debiendo repetirse el saque o tiro. Es lo que se llama tirar a mata raya.

-«A carrera».

Consistente en hacer el lanzamiento de la bola tomando impulso hasta la misma raya de salida o sitio acordado. Cuando se permite traspasar la raya, se denomina tirar a cruza raya. El juego se inicia siempre desde la raya que también se llama efarre, desde donde se efectúa el saque o lanzamiento de la bola. Sacar es sinónimo de efarrar en pueblos como Orcera o Puente de Génave, y lugares como Los Pascuales, La Gracea, etc.

Las técnicas de tiro variaban entre jugadores, aunque lo más frecuente era lanzar la bola por debajo del brazo, parado o a la carrera, aunque otros lo hacían por encima, y algunos giraban una vuelta completa el brazo para ganar más impulso antes de lanzarla, todo lo cual estaba permitido, ya que cada uno era libre de hacerlo a su estilo; sin embargo, predominaba la modalidad de tirar a palma, es decir, abriendo pronto la mano y soltando los dedos con habilidad para despedir la bola, pues de lo contrario se agarraría y saldría un tiro defectuoso. A la cagarrilla, se dice burlonamente de la bola que se tira al rule dejándola caer para que siga el curso del terreno, o buscando un pique cercano adecuado. Se considera otro del jugador poco capaz, y su uso era infrecuente.

En cuanto a las formas de contar el espacio recorrido por las bolas en cada tiro o lanzamiento, dos son las más usadas: las denominadas al pique, llamada también al hueco, y la otra modalidad al rule o al raso. Como se colige de los nombres, el recorrido de la bola se cuenta en la primera modalidad por el lugar exacto desde la bola cae o pica por primera vez en la tierra, sin considerar el espacio que recorra después. La segunda, por el contrario, tiene en cuenta la totalidad de la distancia que la bola recorre en su curso hasta el punto del terreno donde quede completamente parada.

Las reglas del juego son muy simples pues la bolea se juega de forma individual, entre los jugadores en un mano a mano clásico, o por equipos, formados siempre de dos en adelante y sin límite alguno en cuanto al número de componentes o jugadores, aunque lo habitual eran los equipos formados por tres miembros, «trés para trés» en el argot de los boeladores. El jugador más hábil solía ser el capitán o jefe de cada equipo, que llevaba la voz cantante de su conjunto.

Existen dos modalidades de contar el tanteo en el juego: la normal y más común del partido, y la de puntas corrías. El juego se denomina partido, y cada partido consta de cuatro puntas. La punta se compone de tantos tiros como jugadores hay en cada equipo se juegue por equipos o individuales; en este último caso la punta es de dos tiros. La bolea se juega a dos o cuatro partidos ganados, como norma general, a menos que se convenga otra cosa, siendo su extensión un punto previo a fijar. Si el vencido pide la revancha, es potestativo del ganador concederla o no, jugándose a continuación o al día siguiente si era tarde o se hacía de noche. La puntuación se lleva por puntas, iniciándose de nuevo en cada una de ellas, no arrastrando los tantos el perdedor. El sistema de «puntas corrías» se jugaba casi siempre a 5 ó 6 puntas, ganando quien antes llegue al número propuesto, y se diferencia del partido en que el perdedor mantiene la puntuación o tantos ganados hasta el final.

Las tiradas se inician desde la raya de salida, no pudiéndose «rajar» la raya, siendo nulo el tiro y debiendo repetirse caso de rajarla, si así se había convenido, o por el contrario, debiendo rajarla al hacer el tiro, para añadir dificultad al lanzamiento, cometiendo falta el que no la raje según lo acordado, siendo ésta última la modalidad más empleada sobré todo tirando al volapié. Los tiros nulos pueden repetirse hasta tres veces como máximo, en algunas localidades. El juego suele iniciarse tirando la bola por el sistema denominado «a volapié» o sin tomar impulso; la segunda punta se tiraba «a carrera», aunque todo ello dependía del jugador primero o mano, que puede elegir sistema o modalidad de juego a seguir. En el juego participan todos los boleadores de cada equipo, que tiran la bola alternativamente.

El lugar de saque lo elige el mano (jugador o equipo) que tira primero. Los segundos y posteriores tiros han de realizarse desde el lugar donde ha quedado parada la bola del tiro anterior, salvo que se convenga otra cosa. El segundo partido se saca donde se ha terminado el primero y, por tanto, en sentido inverso al anterior. Caso de empate de un tiro, dirimido según la «seña», los jugadores han de repetirlo. Completada una punta, el equipo ganador saca bola, empezando la segunda punta de regreso hasta completar el partido. Si se juega «a campo traviesa», se tira seguido sin volver a la raya de salida hasta terminar el partido.

El origen de un partido tiene dos vías: el de la apuesta que se formaliza entre dos o más boleadores, o la simple porfía o desafío, entre dos «esafiaos» en el léxico del boleador. En cualquier caso, siempre mediaba la apunta de una consumición en la cantidad acordada, que era por tanto requisito esencial del juego. La formación de los equipos se convenía entre los jugadores apostantes, o bien se procedía a su selección entre los presentes, tratando de que cada equipo se formara con jugadores de características o facultades parecidas, para que las fuerzas de cada uno resultaran lo más equilibrada posible. Una vez formados los equipos, sus cabezas acuerdan los criterios que han de regir el juego, empezando por la elección de la «seña», o referencia para dirimir los casos de duda entre bolas igualadas. Otro detalle a convenir es si se permitía o no hacer «pasillo», o mover el pie derecho al tirar la bola cruzando la raya de salida, cuando se tira al volapié. Asimismo, se podía establecer la modalidad del juego, forma de saque, etc., y a falta de acuerdo las imponía el que sacaba primero. Se acuerda también el número de partidos del juego, siendo la norma general de dos partidos y un tercero en su caso para desempate, o de cuatro partidos ganados; si se daba o no revancha, clase de tanteo a seguir, etc.

Otro punto importante era ajustar la potencia inicial de los contendientes individuales, compensando al más débil o jugador más flojo dándole uno varios cosos, izquierdos o derechos, que son unos tiros libres complementarios que se lanzaban con la mano agarrada atrás o a la espalda, tirando por debajo de la pierna sin levantar el pie del suelo, e incluso corriendo. Estos tiros se sumaban a los normales del juego que hacía el mismo jugador beneficiado con ellos, y se daban en el mano a mano. Esta compensación era usual en Génave. En otros lugares se hacía dando tiros o alguna punta al contrario como ventaja inicial compensatoria. Puede también acordarse sacar la bola tras cada tiro, en vez del lugar en que haya caído, desde otro lugar más apacible como una carretera, carril, etc., y en sitio equivalente de acuerdo con la «seña» establecida.

Por último, se decidía el equipo que iniciaba el saque y por consiguiente el juego, para lo que se echaba al aire un tejo de dos caras, en una de las cuales se había escupido, eligiendo los cabezas de equipo entre pan o vino, según fuera la superficie seca o mojada la elegida. El acertante se convertía en el mano, con las prerrogativas de tirar primero eligiendo la modalidad del saque que ha de regir en la punta que se iniciaba, y que los demás jugadores tenían que seguir obligatoriamente, a menos que se hubiera pactado otra cosa, y a continuación de su tiro lo hace otro del equipo contrario, tirándose luego desde la nueva raya o punto donde hubiera quedado parada la bola. El ganador de una punta tiene también la facultad de elegir el sistema de saque o tiro que ha de regir en todos los jugadores en la siguiente, cuyo principio no pueden transgredir los contrarios. En La Gracea y Puente de Génave, se permitiría que, aunque se hubiera estipulado otra cosa, un jugador pudiera tirar la bola o volapié voluntariamente, pero nunca a la carrera. En casos dudosos sobre la posición de una bola, se resolvía de acuerdo con la «seña» puesta antes, o establecida por común acuerdo de los jugadores como sabemos, que casi siempre era un accidente geográfico del terreno, por ejemplo, en Génave era el Picarzo, un monte situado al este del pueblo, con cuyo punto se confrontaban las bolas para determinar la ganadora o el empate y repetición del tiro.

Las técnicas del tiro son muy variadas, dependiendo de multitud de factores como las características del jugador o boleaor, el campo o lugar donde se juega, viento dominante, situación de los piques o rebotes, tiempo atmosférico, condiciones del recorrido, etc. Del mismo modo es importante tener la mano de salida, pues el primero señala el lugar del saque, que con frecuencia es factor muy influyente para el curso del partido, dándose casos en que se ha sacado desde un pozo, una cueva o subido encima de una pared, o en sitio insuperable para el contrario por imposición del mismo, ya que los demás jugadores habían de hacerlo en el mismo sitio y de igual forma, procurando que la bola del contrario caiga en sitio inaccesible, y creando en definitiva toda clase de trabas e inconvenientes al contrincante. Finalmente, el cabeza de equipo o jugador mejor de cada conjunto contendiente, podía reservar su intervención en el juego para tirar en último lugar, conociendo la marcha del juego y de la punta disputada, decidiendo muchas veces el resultado con su tiro, aunque ello dependía de cada cual, y otros seguían criterios diferentes, puesto que la norma general era la libertad individual en el orden de tirar los boleaores, que no era fijo y podían hacerlo por el que quisieran.

Siendo la finalidad del juego de la bolea cubrir la mayor distancia posible sumados todos los tiros de un jugador o equipo, es obvia la necesidad de utilizar las técnicas más adecuadas a tal fin, que mejor se adapten al campo y condiciones del juego, y que cooperen al alargamiento máximo del trayecto recorrido por la bola en cada lanzamiento, debiendo evitarse en todo momento incurrir en algunos de los defectos más usuales, cuales son el de colgar la bola, enchinarla o reventarla. Colgar la bola, es lanzarla tan alta que su recorrido se ve por ello mermado, quedando siempre un tiro corto al perder impulso longitudinal la bola. Bola reventa, es aquella que sale despedida en sentido transversal al de su lanzamiento, al tocar mal o defectuosamente en el pique, raso, etc., por lo que no avanza hacia adelante al desviarse su trayectoria. Esta anomalía sólo puede producirse cuando se tira al rule, y no existe nunca tirando al pique o al hueco. Bola enchiná, es la que pica en terreno blando, china, etc., y queda muerta en el sitio no saliendo despedida. Error frecuente es que se escape o resbale la bola de la mano del jugador al lanzarla, lo que corrigen los boleadores enrollándose entre los tres dedos de la mano una cuerda fina que llaman cordelillo. El error contrario es cuando la bola se agarra, lo cual suele ocurrir a algunos boleadores, saliendo la bola hacia arriba con gran peligro para los presentes y suponiendo un tiro defectuoso.

Al finalizar el partido, los boleaores, y a veces algún seguidor, se disponían en amigable camaradería a consumir la apuesta, que podía ser media arroba o una cuartilla de vino o cuerva acompañada de garbanzos tostados u otras menudencias, y rara era la vez en que de la alegre libación, entre discusiones y bromas, no surgía el concierto de un nuevo partido de bolea entre los presentes, que de esta forma iban perpetuando en sí mismos los viejos principios o fundamentos del juego, que cada tarde se revivían en ellos al empuñar airosos y gallardos las bolas en las «raya» o «efarre».

Todavía se bolea en las fiestas patronales de San Isidro en Puente de Génave, o el día del Señor (Corpus Christi), tirando ahora en el cortijo de Las Ánimas, por la carretera de Los Pascuales. Algunos encuentros de rivalidad entre pueblos fueron muy notables, por la calidad de los boleaores, como el que enfrentó a Manuel Zorrilla y Manuel «Zancas» de Los Pascuales, contra «El Follón» y «El Herrero», que tuvo lugar en Puente de Génave, y que ganaron los primeros, o el celebrado a doble vuelta entre Casiano Pérez y José Pascual de La Gracea, contra Eduardo Zorrilla y Joaquín Samblás, de Génave.

Entre los últimos practicantes de este varonil deporte o juego destacan como buenos boleaores los que aparecen como informantes de Génave, debiendo mencionar entre los antiguos a Paco Solano, tirador muy seguro al hueco; Eugenio Rodríguez «Sopas», fijo y muy limpio de ejecución, y Adolfo Muñoz Zorrilla «El Mudo de Plumas», inigualable tirando al rule o raso; Crescenciano Sánchez, el herrero; Venancio Rodríguez, «El Cerpudo», y tantos otros. En la última época destacó sobre todos Salomón Garrido (más conocido por «Salomoncillo»), ya fallecido y modelo de tirador certero, limpio y de una gran seguridad.

En la aldea de La Gracea, perteneciente al término de La Puerta de Segura, sobresalen los hijos de Casiano —Francisco, Pedro, José María, Fortunato y Casiano Pérez Idáñez—, y más antiguos fueron Eladio Alarcón, Casiano Pérez y Segundo Idáñez, tiradores de casta. En la también porteña aldea de Los Pascuales descollaron entre otros, Gregorio Muñoz, especialista al rule; Juan María Zorrilla al volapié; Noveno y Miguel Muñoz, Manuel «El Zancas» y Manuel Zorrilla Santoyo, campeón al pique y rule, que han sido los últimos boleaores. En el pueblo de Arroyo del Ojanco, fueron muy nombrados como boleaores, Eugenio Soriano, de Guadalmena; José Llavero y José María León, como también los apodados «Los Posaores». En Orcera hubo siempre boleaores de clase, como el apodado «Tartaja», Manolico el de Pinacho, los «Zarzas» y los hijos de Gregorio Robles.

En Puente de Génave fueron buenos boleaores «Los Bilorios» o Tiburcio Ortega, y antes Manuel Jiménez Vázquez «Trujillo».

La bolea se debate hoy al borde mismo del precipicio del tiempo y su desaparición entre nosotros es desde los años cincuenta ya un hecho triste y real, y sólo se mantiene arrinconada en la esporádica celebración de algún concurso de bolea, como una actividad más del programa de las fiestas patronales de algún pueblo. Ojalá y resurja otra vez del olvido de sus propias cenizas, y el metálico choque de las bolas contra las piedras de los caminos vuelva a resonar en las callejuelas y carriles de nuestros pueblos.