viernes, 31 de octubre de 2025

14º Premio Domingo Henares. DE AFANES Y RECOMPENSAS... (2ªparte)

 De afanes y recompensas…

José Agustín Blanco Redondo.

................ Continúa.

Los ojos de Calar parecen abandonar el brocal de sus cuencas mientras el filo de su puñal se ensaña con la garganta de aquellos asesinos, un manoteo sorprendido, impreciso, algún murmullo incapaz de trocase en palabras, los párpados muy abiertos, las pupilas restregadas como de esa niebla que parece dispuesta a disolverse, su sangre escarlata destellando por sobre el torvisco, los brezos y el tomillo. Pero no hay tiempo. El tiempo es ahora su enemigo, una dimensión inasible, cadenciosa, insobornable que el hombre debe derrotar. Calar es diestro en su lucha contra lo tangible, pero el tiempo es una magnitud invisible, intocable, fugacísima. El hombre marcha ahora con la conciencia emborrascada y los ojos velados por el lienzo de la pasión más irracional, más mortífera, más primitiva. Es la venganza, nada hay en su mirada que recuerde esas fronteras amables de la condición humana.

Cabalga hacia el noreste, bordea el alto de los Castellones y los parajes de Soto Espino y Hoya Larga, al mediodía del cerro de los Corzos. Anochece con una levedad de escarcha entre los endrinos, las aulagas y el labiérnago. Prepara una lumbre de ramas secas de lentisco junto a un abrigo de rocas cuarcíticas. Lo intenta, pero apenas puede dormir. Escucha el maullido de los linces, el hozar cercano del jabalí, el merodeo apresurado de los zorros. Y tras ese descanso intermitente, deja que su caballo de pelaje con relumbres de cuarzo se alimente de avena loca, grama y génaves amarillos. Esta noche no ha anidado la niebla en aquellos perdederos, así que ahora avanzan más rápido. Calar atraviesa el río Onsares por el paraje de Ardachel. No quiere alejarse del cauce del Guadalimar. Sabe que los forajidos buscarán lo llano de sus vegas para no hacer la huida tan penosa. Y esa será su perdición. Lo evidente se volverá en su contra, no deberían ser tan estúpidos, tan confiados, tan predecibles.

Mapa del río Onsares

        El cielo es una amalgama mestiza entre el azul pálido y el plomo de la tormenta. Pronto lloverá. Pronto el aguacero encontrará la manera de asemejarse a la cascada de un río que se arroja desde lo alto de un cantil. Y mientras Calar se aleja de la sierra del Calderón, al norte del Guadalimar, bordea las vertientes occidentales de los cerros de Cabeza Grande y Cabeza del Coscojal. El hombre cabalga tras aquellos canallas que, tal vez, busquen refugio más al sur, en la fragosidad umbría del cerro Blasco y del paraje de Majada Llana. No tiene suerte. Los dioses parecen alejarse de su lado. No encuentra ninguna huella de caballerías, ningún rastro humano, ninguna maldita rama quebrada que confirme su paso por aquel lugar. Escupe sobre el espliego y divaga por los parajes de Loma Ardal y luego hacia el naciente, hacia la Loma del Roble, junto al arroyo de Los Molinos. Atraviesa barrancos, pedrizas y veredas frecuentadas por los linces, los venados y el raposo. Hasta que el cerro Lobo, al cierzo del paraje de la Junta de los Arroyos, se aparece como una epifanía salvífica ante la ansiosa mirada de Calar. El aguacero, al fin, no quebró el plomo del cielo, la niebla no parece querer expresarse y el sol es todavía tenue, incapaz de evaporar el rocío que se aplasta contra la grama, las cañas del hinojo y los espinazos del cardo corredor. El águila imperial sobrevuela aquellos cazaderos, pronto se abatirá sobre los conejos que medran junto al marrubio y los juncos de las vaguadas. Calar busca algún rastro, alguna huella sobre aquel pastizal amparado de coscojas y de encinas tan longevas como las cinco generaciones de antepasados que le precedieron en el poblado del cerro de la Hermana de Arriba. Calar escucha con asombro lo hipnótico de aquel silencio. Aquel lugar parece mágico, henchido de misterio, quizá también sea fértil en leyendas que aletargan aquella belleza ilimitada. Las encinas centenarias hunden sus raíces en una tierra tan áspera como feraz. Raíces que engarzan la savia de la vida, a través de la albura del tronco y de las ramas, con las hojas más altas de aquellos impasibles, recios, imperecederos gigantes. Dos dimensiones, la telúrica y la celeste, unidas a través del líquido cordel de una savia que no es sino la sangre de la encina fluyendo por sus arterias vegetales. La savia, el elixir de la longevidad, el látex de lo inmarcesible y, quizá, también el fluido de la vida eterna. Hay una quietud extraña sólo alterada por el aleteo de las torcaces en la techumbre de las encinas y el gorjeo del zorzal entre sus hojas coriáceas. Un corzo ladra desde el Collado de los Órganos, al naciente, muy cerca del paraje del Tobarejo. Calar se detiene en aquel círculo, en aquel rodal de génaves amarillos formado por las carrascas más ancianas, los tallos quebrados, grises de las tobas y el azulear pálido de las retamas. Calar escucha, pero sólo el viento del norte, al filtrarse por el perenne entramado de las hojas, parece acudir a aquellos perdederos. Hasta que, entre las sibilancias de ese viento del norte, el hombre de quijada estrecha escucha algunas ramas secas al quebrarse, un piafar inquieto de caballerías, algún relincho de insatisfacción, un lamento tenue, algún exabrupto, aquellas voces encorajinadas.

Situación del paraje de la Junta de los Arroyos. Siles

Reverbero de oro viejo, el metal de su puñal comienza su mandato de represalia, odio enquistado y honor. Regueros generosos de sangre escarlata destellan, de nuevo, sobre el torvisco, los espartos y el tomillo. Hay quejidos, rumor de huesos y coyunturas al quebrarse, manoteos espásticos y sorpresa en las pupilas, en las mandíbulas, en la conciencia de los que sabían a qué se arriesgaban tras lo trágico de sus fechorías. Y allí, tras aquel reverbero de oro viejo, en aquel albañal de muerte y desagravio, es donde, al fin, Calar logra liberar a su familia.

Plegarias al dios del Sol y al de las Encinas Centenarias, también al dios de las Montañas Umbrías del Norte y de las Grutas. Abrazos, palabras de alivio, gritos, besos y algunas lágrimas bajo el vuelo circular, lento del buitre leonado, el aleteo estático de los cernícalos y el solemne planeo del águila real. Caricias incrédulas entre aquellas carrascas viejas, sobre la retama, tras las tobas demediadas, los génaves amarillos y las coscojas, junto al latir descabalado de unos corazones que celebran así, con jubilosa algarabía, el reencuentro con una vida que creyeron perdida para siempre.

Retornan despacio a las ruinas del poblado. Ya no hay prisa, nadie espera allí, sólo la ausencia, el duelo, la soledad. Y soledad es lo que encuentran, un desamparo que se esparce generoso, lento, irremediable entre los escombros como lo haría el aceite de los frutos del acebuche en el agua de un estanque. Algún crepitar de brasas entre el silencio, sobre las cenizas, bajo los tapiales. Algunas humaredas que no se atreven a elevarse en vertical, sino que se arrastran como si fueran víboras en busca de presas a las que inocular su ponzoña. Olores acres tras las techumbres incendiadas, entre los zócalos de piedra que han soportado las acometidas de las llamas, por sobre los cadáveres del ganado y de los perros, en el azabache de las plumas de cuervos y cornejas, sus picos de pedernal merodeando ansiosos entre la carroña, sus graznidos rompiendo el necesario respeto hacia los muertos.

Ahora sólo queda cauterizar las penas, mitigar el sufrimiento, postrarse durante el duelo y resignarse ante esa condición de mortalidad que embarga a las personas desde su nacimiento. Ahora sólo queda honrar a los muertos, excavar su sepultura, sus cuerpos alineados frente a la muralla de piedras mampuestas, junto a dos enormes peñas entretejidas de cantuesos y coscoja, sí, honrar a los muertos bajo el templado viento del oeste y el graznido impertinente que aquellos pájaros embadurnados del negro de la noche, del dolor y de la pena. Honrar a los muertos con danzas alrededor de las sepulturas, cánticos acongojados y libaciones de aguamiel y del zumo de los frutos del madroño. También sentidas súplicas al siempre temido dios del Inframundo.

Amanece, al fin. Calar no ha logrado conciliar el sueño y el blanco de sus ojos se ramea del mismo color de los frutos del serbal, pero eso no le importa nada. Se incorpora, restriega las mandíbulas con un movimiento lateral hasta hacer rechinar el esmalte de las muelas y se asegura de tener cerca el reverbero de oro viejo de su puñal. Luego tiende los cuerpos de sus vecinos, muy despacio, en el interior de las sepulturas abiertas en la tierra, junto a la ribera del arroyo del Sabinar. Tierra que, de súbito y bajo esa luz tenue, auroral, se convierte en solar de restos mortales, de carne castigada, mordida por las alimañas, picoteada por los cuervos negros y las negras cornejas. Tierra que se estremece con la carne recibida y que convertirá, lentamente, aquellos cuerpos en hueso, en añicos de coyunturas, también en recuerdos de una vida demasiado corta. Esquirlas de hueso, añicos de gelatina y recuerdos que, tras reposar bajo el templado viento del oeste, colmatarán la memoria de Calar y de su familia junto a los chopos y los álamos blancos de la ribera del arroyo del Sabinar. La memoria guardada para siempre en los adentros de aquella tierra atormentada, angosta, dolorida. En la tierra sagrada de sus antepasados.

Situación del Arroyo de El Sabinar entre
los Cerros de las Hermanillas, junto al río Guadalimar

El relente del atardecer da paso a otra noche triste, desfondada, hasta que, de nuevo, el alba serpea por entre los brazos y el rostro de Calar. Es entonces cuando un viento extraño alumbra tolvaneras de violencia desconocida. El hombre cierra los párpados. Verdolaga y sus hijos también los cierran. Los cierran mientras elevan el rostro hacia las prematuras caricias de aquel sol frío, mientras suplican al dios del Inframundo que transporte las almas de los asesinados a los inasibles parajes donde habitan los espíritus sosegados de los muertos.

El recuerdo de lo acontecido perdurará en aquella tierra por sobre escarchas, aguaceros, nevadas, tormentas, hielos y sequías. La memoria de aquel día aciago perdurará demasiado tiempo, durante todas las estaciones que acompañen a los afanes de los hombres. Aquellos sucesos se relatarán junto al fuego del hogar en los inviernos y, quizá, transformados en leyendas, pasarán de padres a hijos durante generaciones. No habrá olvido, sólo recuerdos que jamás deberán encarnarse en realidad.

Cerros de la Hermanillas. Puente de Génave

Calar cierra los párpados, relaja sus brazos y también su conciencia. Sabe que podrá ahora descansar, una  vez  concluidas  sus obligaciones con la tierra y con el reverbero de oro viejo de su puñal, una vez restaurado el honor de su pueblo. Ahora comenzarán otros afanes más valiosos, más gratificantes, comenzar una nueva vida en esa casa que reconstruirán en el poblado del cerro de la Hermana de Arriba. Una nueva vida con sus hijos y junto a Verdolaga, la mujer más hermosa de esta tierra al cierzo del río Guadalimar. La mujer a la que ama. La mujer que alberga en sus pupilas todo el color de las flores del romero y de las malvas.


lunes, 13 de octubre de 2025

14º Premio Domingo Henares. DE AFANES Y RECOMPENSAS... (1ªparte)

Un año más se ha llevado a cabo el Concurso de Relato Histórico "Domingo Henares" convocado por el Ayuntamiento de Puente de Génave. En esta 14ª edición ha resultado ganador D. José Agustín Blanco Redondo con su relato, centrado en la Edad del Bronce en algún lugar cercano a este pueblo junto al río Guadalimar, titulado "De afanes y recompensas...". Como viene siendo habitual reproducimos este relato ganador, por su extensión dividido en dos partes, para así situarnos en una época histórica donde las particularidades de la vida estaban enfocadas a la simple lucha por la subsistencia.

De afanes y recompensas…

José Agustín Blanco Redondo.

“Se cierne el águila en la cumbre del cielo, el cazador y la jauría cumplen su círculo.” T. S. Eliot.

 

Cerro de la Hermana de Arriba. Edad del Bronce. Año 1366 a.d.C.

El viento del norte arrecia. Baja desde el cerro Blanco y el alto de la Retamosa a sacudidas, con avaricia, con usura, con una destreza capaz de acobardar al águila imperial, a los estorninos, al azor y a las torcaces. La tierra seca se eleva en una tolvanera de avance incierto. Las urracas aletean mientras rozan el ládano de las jaras con la premura de sus graznidos. Un cielo de pizarra y de galena se cierne sobre aquel campo que fue roturado antes de la estación del calor, las golondrinas, el abejaruco y los mosquitos. Las oropéndolas, el autillo y el alcaudón se marcharon hacia aquella remota templanza del mediodía hace ya más de dos lunas nuevas y ahora es el tiempo del retorno del milano real y de los zorzales desde las lejanísimas tierras del noreste.

José Agustín Blanco Redondo

Calar deja el arado, levanta la mirada hacia ese cielo gris, escupe sobre los tormos y se restriega los ojos con el dorso de la mano. El buey derrocha mansedumbre y agacha la testuz, esperando las órdenes de aquel hombre de quijada estrecha. Pronto comenzará la estación de los temporales. Las víboras hocicudas, el lagarto ocelado y las culebras de escalera ya se han guarecido en sus cubiles del final del otoño, falta apenas un ciclo lunar para la noche más larga, la noche del solsticio y la siembra del cereal debe terminarse con premura. Las tierras al poniente del arroyo del Tamaral, al norte del paraje de la Tejera y antes de su engarce con el río Guadalimar, son fértiles, profundas, buena tierra para el trigo, la cebada, el centeno, las lentejas y las habas, no como las laderas que enfrentan, al suroeste, el poblado donde habita con el arroyo del Sabinar y el cerro de la Hermana de Abajo, apenas un sustrato de romeros lánguidos, coscojas mortecinas, avena loca, cantuesos deslavazados y sabinas de querencias rastreras.

Paraje de las Hermanillas. Puente de Génave

El hombre pasa la noche al socaire de unos acebuches, arrebujado en una piel de vaca curtida con la corteza de los robles. Calar se duerme al fin junto a una lumbre fragante de ramas de encina y, al amanecer, marcha en dirección al poblado del cerro de la Hermana de Arriba. La niebla se agarra a la tierra como el cabrito unce su hocico en la ubre de su madre. Está cansado, pero no desfallece, tiene que llegar cuanto antes, sabe que allí le están esperando. Es su hogar, el descanso de coyunturas, huesos y carnes magras, la lenidad de un lecho de esparto y lana, la tibieza de las brasas de la lumbre, el asiento del sosiego. Su hogar, el parapeto de todos los vientos, del aguacero y de la escarcha. El hombre guía con una vara de fresno la grupa del buey hacia el norte, por entre el brezo, las sabinas y la retama. Cruza el río por un vado de álamos blancos y chopos viejos hasta alcanzar el engarce del Guadalimar con el arroyo del Zángano. Camina aguas arriba del arroyo mientras el sol, oculto aún tras el velo de la niebla, no es capaz de orientar al hombre hacia el poblado, pero Calar no necesita ninguna ayuda, conoce aquellos parajes con la minuciosidad con que las hilanderas tejen los paños de lana y lino, con la precisión con que el maestro fundidor forja los puñales de bronce, con la misma maestría con que la alfarera compone los cuencos de barro, con la destreza con que el espartero compone las esteras y las cinchas de pleita, con la misma pericia con que los pastores ordeñan a sus cabras y elaboran esas riquísimas cuajadas que, tras prensarlas y cubrirlas de sal, se convierten en quesos curados con romero, tomillo y manteca. Y sin verlo, puede ya imaginar el alto perfil del poblado donde nació, el poblado donde nacieron hasta cinco generaciones de antepasados suyos. Respira hondo y escupe hacia la mielga y los hinojos. Luego aprieta el paso mientras el buey humilla la testuz delante de aquel hombre de quijada estrecha.

La niebla no se disipa, es un lienzo opaco que humedece los campos, confunde a los raposos y distorsiona sonidos, perfiles y distancias; un lienzo que difumina el contorno de las encinas, de las rocas, de las riberas y vaguadas, pero a Calar eso no le importa nada, está acostumbrado a forcejear con la niebla, la conoce, la comprende, la respeta. Al final, la niebla cederá en sus afanes y, para entonces, Calar ya habrá cocinado las gachas y la caldereta de chivo sobre las brasas de leña de encina. Pronto dará por concluidos sus afanes con la tierra para comenzar otros más gratificantes, frente al fuego del hogar, el tasajo de ciervo y un delicioso queso de cabra aderezado con dulce de escaramujo y miel silvestre de retama. Sí, podrá dedicarse a afanes más placenteros: narrar a sus hijos historias antiquísimas, leyendas de sus ancestros, relatos en los que intervienen alquimias, hechizos, seres sobrenaturales y deidades con poderes absolutos, cuentos que no deben perderse en el páramo del tiempo y formulaciones de remedios naturales para los males que afligen a los mortales. También le esperan esos afanes de esperanza que se albergan en los proyectos de futuro de sus hijos: padre, yo quiero ser cazador de venados, lobos y jabalíes; yo quiero ser guerrero y manejar con habilidad la honda, el arco y el puñal de bronce; yo quiero ser la alfarera más diestra del poblado; a mí me gustaría aprender las mañas sanadoras del hechicero y conocer las virtudes curativas de esas plantas que almacena en vasos de cerámica, botes de madera y saquitos de arpillera. Pero, sobre todo, Calar desea hablar con Verdolaga, su esposa, y reír junto a ella, y soñar junto a ella, y esperar el futuro y su destino junto a la mujer más hermosa de esta tierra al norte del río Guadalimar, la mujer que alberga en sus pupilas todo el color de las flores del romero y de las malvas.

Calar presiente que algo va mal. Y aunque aquel sucio manto con que la niebla mineraliza su mirada impide cualquier certeza, el hombre deja atrás al buey y corre hacia el poblado del cerro de la Hermana de Arriba. Ya está muy cerca. La niebla entrevera su vapor con esas columnas de humo que reverberan en negro pálido por sobre la muralla de piedras mampuestas. Calar se detiene, de súbito, en un vano intento por abarcar con su mirada la magnitud de la desgracia. Pero allí, en las puertas desguazadas del poblado, sólo le recibe un silencio oscuro, helado, impenetrable. Un silencio que se cierne, junto a un insolente, negro trajín de cuervos y cornejas, sobre las ruinas de las casas, entre los animales muertos, sobre los cadáveres de sus vecinos.

Calar, entre aquellas callejas que ahora le parecen un solar de pesadilla, tuerce los labios, endurece las pupilas y aprieta su quijada estrecha hasta hacer crujir las muelas. Una leva de bandidos montaraces acaba de asaltar el poblado. El hombre hinca las rodillas en la tierra y, entre lágrimas no alumbradas, mastica una plegaria al dios de la Vida y de la Muerte, la mirada ausente, la incertidumbre latiendo en las sienes, un espasmo deslizándose por sus brazos, por sus piernas, el paladar embadurnado como de espádices de carrizo. Calar se incorpora y busca desesperado a su mujer y a sus hijos, pero todo es en vano. Por entre el alivio de saber que no han sido aún asesinados, el hombre quiere creer que se los han llevado, tal vez, para que trabajen en la esclavitud, para venderlos en tierras ajenas o para satisfacer la lujuria y los caprichos de aquellos malnacidos. No queda nadie en el poblado. Nadie que albergue la tibia llama de la vida. Un caballo desbocado galopa alrededor de la muralla, los ojos aterrados, el vapor de sus belfos entreverado de niebla, su pelaje castaño brillando con relumbres de cuarzo, sí, es el único ser vivo que aquellos canallas no han logrado capturar. El único testigo de aquel desastre transido de sangre, dolor y muerte.

Aquel caballo con relumbres de cuarzo, su valor y un puñal de bronce. No necesita nada más.

El hombre remonta, al galope, los meandros del río Guadalimar. Sabe que marchan por su ribera para así dotar de certezas aquella huida, sólo de esta forma evitarán extraviarse con la niebla. Aquel denso manto de vapor es ahora el aliado de Calar. Conoce bien los ribazos del río, está harto de recorrerlos desde niño, conoce cada meandro, cada chopo, cada sauce, cada fresno, cada álamo blanco.

Cerro de la Cabecilla

        El hombre galopa hacia el naciente, junto a los tamujos, la zarzamora y los rojos frutos del rosal silvestre. Deja atrás la junta del arroyo de Peñolite con la ribera sur del Guadalimar, también el engarce del arroyo de la Tinada con la umbría del río. Luego, hacia el norte, divisa apenas el cerro Cabecilla mientras galopa junto a los bravíos parajes de Los Llanos de Abajo y El Albercón, muy cerca de la entrega del arroyo de Camarillas al Guadalimar. La niebla se aplasta aún sobre estos solares pergeñados de carrasca, enebros, coscoja y robles viejos. Cuando las aguas del arroyo Gachamigas se funden con las del río, la niebla muda su opacidad estricta por algunas hebras claras, famélicas que se deslavazan hacia el poniente. El sol las atraviesa, y las quiebra, y las diluye como la miel oscura de retama se disuelve en la leche de cabra recién hervida. Enseguida se dirige al norte y al naciente, deja al mediodía las cuarcitas de La Piedra del Hambre y alcanza el alto de Oruña, en el mismo centro de la sierra del mismo nombre. Es allí donde logra dar alcance a los bandidos más rezagados, apenas cinco despojos humanos aturdidos aún por el zumo de los frutos del madroño. La justicia de su puñal —cobre y estaño fundidos en un bronce afilado con esquirlas de piedra arenisca— redime a los bandidos de las miserias que tuercen sus vidas desde antaño, quizá desde su nacimiento. El metal de su puñal es una curtida lámina de bronce, de una aleación de cobre y estaño arrancada a golpe de pedernal de los entresijos de las sierras que se yerguen allí donde se ensombrece la tierra y se alumbran los dominios del dios de las Montañas Umbrías del Norte y de las Grutas, montañas donde las pinturas ocres se plasmaron por las manos firmes de los hombres de antaño con pigmentos desconocidos, tenaces, imperecederos. Allí, en las paredes de cuarcita, pintaron figuras esquemáticas para súplica y honra de un dios que, al anochecer, parece cobijar en sus entrañas telúricas a ese otro dios, el más fuerte, el que riega de luz la debilidad de los mortales, el dios del Sol. Sí, el estaño y también el cobre, ese milagro que el maestro fundidor, el fuego de leña de encina y las vasijas de barro cocido rescatan de la escoria en goterones del mismo color de la ceniza del aladierno para luego ser purificado en crisoles que destilan esas coladas de metal fundido.

-----continuará.........