domingo, 28 de junio de 2015

CABALLEROS, LUCHAS Y GUERREROS EN LA SIERRA DE SEGURA ( II )

Como os prometimos, pasamos a reproducir la segunda parte del relato que obtuvo el primer premio en la primera edición de los Premios de Relato Histórico Domingo Henares que convoca anualmente el Ayuntamiento de Puente de Génave. Con este entrega ponemos fin a este periodo de publicaciones iniciando otro que, como suele ser habitual, tiene como marco temporal el periodo estival que se avecina. Nos comprometemos a seguir en nuestra labor de difusión y en el próximo septiembre volveremos con nuevas publicaciones. Queremos aprovechar la ocasión para desearos un feliz verano.

La medalla (2ª parte)
Continúa......
Allí estaba ahora, haciéndose fuerte en un castillo de su encomienda de Segura de la Sierra acompañado de algunos caballeros que se mantenían bajo sus órdenes, una fidelidad tan vinculante como un cordón umbilical. Y entre ellos, Hernando de Guzmán, valeroso y sin par estratega, gracias al cual le estaban dando en los intestinos a las tropas del valido.

-¿Me has hecho llamar, Rodrigo?

Rodrigo no respondió a Hernando, se limitó a un ademán para que se situara a su lado. El sol iba perforando con sus rayos la densa capa nubosa arrancándole jirones, permitiendo ver entre sus huecos retales de ocres y verdes, el río Hornos convertido en arteria vital para la tierra.
Escudo de armas de los Manrique.

-¿Por qué sigues a mi lado, Hernando?

El caballero giró la cabeza con brusquedad, atizando su largo cabello como un látigo.

-No entiendo.

-Estamos en el bando perdedor, Hernando, aunque ganemos esta batalla.

Apoyamos a Enrique de Aragón contra Juan II y ahora está muerto, perdimos en Olmedo y ahora Álvaro de Luna es gran maestre de nuestra orden y la persona con más poder del Reino.

-¿Qué futuro te aguarda a mi lado?

-Sólo pienso en ser leal y digno de mis actos.

-Sí, pero apoyándome contra el Rey y contra Álvaro de Luna permaneces alejado de Elvira.

-¿Acaso no la incluyes en tu futuro?

Hernando contrajo el estómago y los labios. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que estuvo con ella? Con gesto mecánico extrajo la medalla que colgaba de su cuello y el destello le obligó a entornar los ojos. Era la que Elvira Hinojosa le había regalado tras pactar su amor, sus nombres inscritos para hacerlos eternos en un círculo de oro. Ella portaba otra idéntica.

-Elvira, cuánto la echaba en falta, tan lejos allá en Toledo.

-Claro que la incluyo, todo se arreglará. Álvaro de Luna no podrá permanecer eternamente en el poder.

-¿Por qué me preguntas todo esto?

Rodrigo giró la cabeza. Mirar a los ojos de Hernando de Guzmán era como bucear en aguas cristalinas, imposible que mintieran o que escondieran intenciones ocultas. Confiaba en aquel hombre.
Castillo de Segura de la Sierra

-El enemigo quiere parlamentar, Hernando.

-Quizá sea buena señal, no se pierde nada por ello. ¿Dónde está el problema?

Rodrigo devolvió la mirada al horizonte. Las nubes se dispersaban en un vuelo de cometa.

-Han exigido que seas tú el interlocutor. La reunión será en el frente de guerra, cerca del castillo de Bujaraiza.

Caminar por la noche por las calles de Toledo había dejado de ser prudente. Se había enrarecido el ambiente con los enfrentamientos entre leales a Juan II y al infante don Enrique, se había cuarteado la convivencia entre cristianos, conversos y judíos en la ciudad de las tres culturas debido a las recaudaciones abusivas para la guerra con Aragón.

La luna pendía del cielo derramando su luz fantasmal sobre la calle de Alfileritos, sembrando los rincones de sombras inciertas. No se escuchaba nada más allá que el beso de la brisa en las esquinas y el maullido de algún gato irreverente con el descanso humano. Poco a poco, desde la lejanía, un rumor sordo fue abriéndose hueco hasta transformarse en un claro repiqueteo de pasos sobre el adoquinado, una procesión de antorchas que horadaban las tinieblas nocturnas. A la altura de una recia casona, un guardia de la comitiva tomó la aldaba y golpeó con fuerza la puerta.

-¡Abran en nombre del Rey!

No tardó en encenderse una luz de candil en una de las ventanas. Poco después se percibieron pasos desde el interior, el corrimiento de cerrojos y el giro de la llave en la cerradura. El hidalgo Luis Hinojosa tenía el pasmo y el susto dibujados en su rostro.

-¿Qué ocurre?

-¿Luis Hinojosa? –preguntó el capitán de la guardia.

-Sí, soy yo.

-Traemos una orden de detención contra su hija Elvira.

-¿Cómo? ¡Debe tratarse de un error! ¿Qué delito ha cometido mi hija?

-Conspirar contra su majestad Juan II.

-¡Eso es una calumnia! ¡Ella no ha hecho nada!
Calle Alfileritos enToledo

Los gritos reverberaban en la angosta calle de Alfileritos atrayendo la curiosidad morbosa de los vecinos que comenzaban a aflorar por las ventanas. El capitán dio la orden y los soldados apartaron de un empujón a Luis Hinojosa introduciéndose en la casa, desparramándose por las distintas estancias de la casona olfateando a su presa, irrumpiendo con violencia en los dormitorios donde los niños dormían, crujiendo las escaleras arriba y abajo hasta que uno de ellos regresó arrastrando a Elvira de un brazo e intentando repeler los golpes de su madre. Era puro torbellino la escena, gritos que arañaban los oídos y una prepotencia avasalladora por parte de la guardia del Rey.

Cuando se aprestaban a salir de la casa, se toparon con Luis Hinojosa plantado en la puerta y blandiendo su espada.

-Aquí ningún hijo de puta se lleva a mi hija.

Apretaba los dientes a punto de rompérselos, los ojos escupiendo furia, las manos aferradas con firmeza al mango esperando el ataque. Se produjo simultáneamente por dos flancos, dos soldados que entrechocaron sus espadas con la del hidalgo despidiendo chispas metálicas. Con movimiento certero, Luis hundió su arma en el vientre de uno de sus rivales; fue como atravesar un saco de arena. Cuando se aprestaba a acabar con el otro, el capitán de la guardia se acercó por la espalda y lo atravesó de lado a lado. La punta de la espada apareció goteando sangre ante los ojos estupefactos de Luis Hinojosa que comprendió en un instante que se le esfumaba la vida por la boca.

-¡Padre! ¡No!

Elvira había conseguido liberarse y se abrazó a su padre moribundo, pintando su camisón de sangre. Tuvo una sensación desconocida hasta entonces, como si una tijera la estuviera sajando por dentro matándola a ella también. No paraba de llorar, tampoco su madre que se le unió horrorizada ni sus hermanos menores, aturdidos por el espectáculo y la visión de su padre herido. No dejaron que Elvira asistiera al último aliento de Luis Hinojosa. La arrancaron con brusquedad y la arrastraron entre llantos por las brumas de las calles de Toledo, dejando tras de sí el inconfundible rastro del dolor de una familia destrozada y la sensación cierta de que la estaban arrojando a las mandíbulas de un lobo hambriento.

A la mañana siguiente, poco después de asistir a misa, Álvaro de Luna recibió la noticia en su castillo de Escalona. Aunque su mirada gélida aparentaba indiferencia, no reprimió un reguerillo interior de satisfacción. Qué embriagadora sensación de poder, amoldar el destino de las personas a los dictados de su voluntad. Qué fácil acusar a alguien, aportar pruebas falsas o sostenerse en el endeble testimonio de aquellos dispuestos a confesar que, debido a su relación con Hernando de Guzmán, Elvira Hinojosa urdía actos de traición contra Juan II. ¿Quién iba a rebatírselo? Sonrió y se asomó a una ventana donde se percibían los aromas de la campiña. Estaba orientada hacia el sur, donde sus tropas batallaban contra las de su odiado enemigo. Era allí donde situaría su imprescindible pieza en la partida de ajedrez que se estaba eternizando, el casillero donde colocaría a Elvira Hinojosa para iniciar el jaque mate contra Rodrigo Manrique.
Hornos de Segura

Poco antes de la hora pactada, Hernando de Guzmán, acompañado por otros dos caballeros, iniciaba el descenso del peñasco donde se posaba altanero el castillo de Hornos de Segura. Iban buscando la hendidura que el río, con paciencia de siglos, había excavado en la tierra, seguir su orilla y aproximarse al castillo de Bujaraiza, en manos de las tropas fieles a Juan II. Hernando cabalgaba enhiesto, luciendo la cruz de Santiago en el pecho y con su cabello ondulando al viento de la sierra. Se preguntaba por qué habrían exigido que él fuera el interlocutor y no otro caballero o el propio Rodrigo Manrique, le resultaba extraño. Y luego, ¿qué tendrían que ofrecer? ¿Una retirada honrosa? ¿La exigencia de la rendición de Hornos?

Al llegar al límite que marcaba el frente se vio barrido por ojos que mezclaban el resentimiento y la admiración, soldados situados al otro lado con el castillo de Bujaraiza de fondo, un recinto modesto compuesto por la torre del homenaje y una muralla de mampostería ubicado sobre una pequeña colina. Desde allí se perdía el contacto visual con Hornos. Hernando no pudo evitar una leve sensación de vértigo, aunque su ejército también estuviera allí Salió a su encuentro el comandante del ejército de Álvaro de Luna, Sancho Ledesma, ataviado con indumentaria similar a la suya. Resultaba contradictorio que dos caballeros de Santiago encabezaran bandos opuestos, pero el enfrentamiento entre Rodrigo Manrique y Álvaro de Luna había desmembrado la Orden ofreciendo un triste ejemplo para la cristiandad. Ambos se introdujeron en una tienda de campaña para que nadie escuchara la conversación, ocultos de indiscreciones. Le pesaba la mirada a Sancho Ledesma, como si se le hubieran llenado de plomo los ojos.

-Dime, Sancho. Qué tenéis que ofrecer.

El comandante guardó silencio unos segundos. Parecía que se le hubieran almidonado las cuerdas vocales. Cuando se soltó, no se anduvo por las ramas.

-Han detenido a Elvira Hinojosa acusada de traición al Rey.

La barbilla de Hernando se volvió trémula. De pronto, todo se hizo oscuro. Por un momento deseó desenvainar su espada y cortarle la cabeza allí mismo a Sancho Ledesma.

-¿Qué estás diciendo? Ella jamás se implicaría en intrigas.

-Es cierto, Hernando.

-No puedo creerte. ¿Otra artimaña de Álvaro de Luna?

Entonces Sancho Ledesma la mostró. Abrió la palma de su mano y Hernando contempló la medalla gemela a la suya, oro con dos nombres grabados. El fuego le quemó por dentro.

-Sigue hablando –le dijo a Sancho.

-Esto es lo que mi señor te propone: la vida de tu amada a cambio de la de Rodrigo Manrique. Acaba con él cuando os encontréis a solas, será fácil, y Elvira quedará en libertad sin cargos.

La tela de la tienda vibraba con el viento y comenzó a marear a Hernando de Guzmán. Bufaba agitadamente, se le hinchaban los pulmones como vejigas llenas de vino. Perdió por completo la cabeza, desenvainó su espada y apuntaló con ella el mentón de Sancho Ledesma.

-¿Dónde se encuentra Elvira, desgraciado? ¡Dímelo!

A pesar del peligro, Sancho no perdió la compostura. -La tenemos aquí, en el castillo. Si no cumples lo que te decimos, no volverás a verla. A Rodrigo, dile para justificar este encuentro que queremos su rendición inmediata pues pronto recibiremos refuerzos. Esta noche, quedad a solas y mátalo.

Queremos su cabeza. –Hernando desbordaba brasas en sus ojos, comprimía la punta de su espada hendiendo la piel. Sancho hablaba con la voz entrecortada-­­. Podrás escapar sin dificultad antes de que vuestros hombres se enteren, recuperar a Elvira y marchar a Toledo con ella.
Entierro del Condestable Alvaro de Luna

¿Pero qué decía aquel estúpido? No, no podía ser verdad lo que estaba escuchando, demasiado insoportables cualquiera de las dos opciones. Hernando levantó bruscamente la espada y con las dos manos describió un arco descendente hacia la cabeza de Sancho Ledesma. Se escuchó el zumbido cortando el aire, pero el filo se detuvo en el cabello del comandante sin llegar a herirlo. Los soldados de ambos bandos echaron mano a sus armas cuando el tremendo grito fabricó un eco repetido en las montañas circundantes, el grito enloquecido y desesperado de Hernando de Guzmán.

Rodrigo Manrique apenas había probado bocado durante la cena. La noticia de que el enemigo esperaba refuerzos apenas le había afectado y en ningún caso aceptaría la rendición. Antes la muerte que doblegar la cabeza ante el maldito de Luna. Se dejaría la piel blandiendo la espada y vistiendo el uniforme de trece de la Orden de Santiago, no como el cobarde valido que enviaba a otros a defender sus intereses mientras él rumiaba bajezas en su sede de Escalona. No era eso lo que le había quitado el hambre, sino la turbiedad que había encontrado donde antes existía cristal.

Hernando fue recibido en sus aposentos. Le había rogado hablar a solas esa noche, rediseñar la estrategia para enviar al infierno de una vez por todas al enemigo que asediaba. Rodrigo le miró a los ojos, como solía hacerlo, y comprendió que ya no era como bucear en aguas cristalinas, que algún demonio había removido el fondo enturbiándolas. De todas formas, decidió sumergirse en ellos para descifrar el mensaje mientras Hernando le hablaba sin que él hiciera caso de la disposición de la caballería, de las estacas que defendieran a los arqueros, del golpe definitivo de la infantería.

 Rodrigo necesitaba la prueba de confianza sin la cual no podría batallar junto a sus caballeros. Algo había barruntado de la lectura en aquellos ojos. Le dio la espalda a Hernando de Guzmán y se arrodilló en su reclinatorio en actitud orante. La cabeza la inclinó dejando a la vista un cuello blando y dócil. Enseguida escuchó el suave y familiar roce  de una espada saliendo de la vaina y los segundos se hicieron eternos. Cuando giró la cabeza vio horrorizado cómo Hernando de Guzmán se disponía al suicidio.

-¡No!

Rodrigo Manrique fue felino, saltó tensando cada una de sus fibras musculares evitando la tragedia en el último instante, desviando la estocada mortífera que apuntaba al vientre de Hernando de Guzmán. Fue duro observar cómo un soldado de Santiago batido en mil refriegas se derretía en llanto como un niño pequeño, pero no le importó, Rodrigo le ofreció consuelo a aquel hombre que acababa de superar la más alta prueba de lealtad que señor alguno puede exigir. Cuando se serenó, Hernando le puso al tanto de los pormenores de su entrevista con Sancho Ledesma. Si solamente con el odio se hubiera podido matar, aquella noche hubieran muerto muchos hombres, entre ellos Álvaro de Luna.
Mausoleo de D. Alvaro de Luna en la Catedral de Toledo

La mañana amaneció escarchada y los ánimos convertidos en estalactitas. Después de una noche en vela, Rodrigo Manrique junto con sus hombres ahogó al enemigo cuando aún se desperezaba envolviéndolos en una atrevida e inesperada maniobra militar. Dicen algunos que era el mismo demonio quien empuñaba la espada de Hernando de Guzmán, que jamás vieron a nadie descuartizar con tanta fiereza a sus enemigos convirtiendo sus cuerpos en aspersores de sangre que nutrieron la tierra de dolor. Consiguieron arrojarlos de las tierras de la sierra de Segura haciéndose de nuevo fuertes en el lugar, pero de nada sirvió para los intereses de Hernando, porque cuando se adentró en el castillo de Bujaraiza contempló la escena que ya para siempre quedaría grabada al rojo en su memoria y en su alma, el cuerpo sin vida de su amada Elvira Hinojosa en la sala abovedada de la torre del homenaje.
Ruinas del Castillo de Bujaraiza

El historiador Lucas Dueñas echó un vistazo al pantano del Tranco y comprendió que tendría que alquilar una barca para alcanzar el castillo de Bujaraiza, una pequeña isla exuberante de vegetación que casi ocultaban los restos de la fortaleza.

Apenas si podía vislumbrarse la torre del homenaje, sumamente castigada por el tiempo y los elementos. Cuando alcanzó la orilla se alegró de haberse colocado las botas de explorador para sortear el barrizal. El sombrero le daba cierto toque retro, de descubridor de sarcófagos y algún falso santo grial. Tuvo que apartar maleza para abrirse paso hasta la torre, atalaya de solidez dudosa de la que fácilmente podía desprenderse algún cascote. Se introdujo con precaución en la sala abovedada, se orientó para descubrir qué muro estaba orientado al norte y entonces contó las filas de bloques que componían la pared. Depositó la mochila en el suelo y extrajo un pico y unos guantes de goma. No estaba habituado al ejercicio físico, aquello le levantaría ampollas en las manos y agujetearía sus músculos, pero lo daría por bien empleado si la copla de Jorge Manrique estaba en lo cierto, una de las estrofas del poema que había descubierto.



Herido Hernando en el alma

cayó su cuerpo en suelo

llorando.

Cogió, perdida la calma,

la medalla en un vuelo,

gritando.

Piedra en fila segunda,

columna cuarta, al norte,

picó.

La medalla, muy profunda,

después de quitar el bloque,

escondió.



Lucas Dueñas se sintió idiota conforme picaba en el muro. ¿Cómo podía hacer caso a un poema, por muy auténtica que fuese su autoría? Quizá de niño había leído demasiadas aventuras de piratas con tesoros escondidos. Sabía que era cierta la lucha enconada en Hornos de Segura entre las tropas de Rodrigo Manrique y las de Álvaro de Luna, pero jamás tuvo noticia de ningún Hernando de Guzmán ni de la vileza cometida con su amada por parte del valido del Rey.

Las gotas de sudor perlaban su frente cuando consiguió que el bloque gimiera; de seguir picando así se le vendría la torre del homenaje encima. La piedra se movió un poco y luego otro poco más, lo suficiente para permitir a sus dedos enguantados asirla y tirar de ella. Pudo emplear otra hora más, pero al final dejó en el muro un hueco como la mella en una dentadura. ¿Y ahora qué, Indiana Jones? Se quitó el guante de la mano derecha y palpó los restos de mortero temiendo que en cualquier momento el muro le diera un mordisco. ¿Qué era eso? Algo envuelto en tela. Lo sacó con devoción y descubrió su contenido. Caramba con el amigo Jorge Manrique. Lucas Dueñas observaba con admiración, sobre la palma de su mano, una antigua medalla de oro con dos nombre grabados: Elvira y Hernando. La guardó en su mochila y abandonó el castillo y la isla con el corazón a punto de escapar de su pecho. Verdad, era todo verdad lo que contaba la composición lírica que halló en el legajo del Archivo General de Simancas: la batalla, el secuestro de Elvira y un Hernando de Guzmán que, destrozado, quiso ocultar para siempre la medalla de su amada en el lugar donde le dieron muerte.

No obstante, a pesar del testimonio estremecedor del poeta, Lucas Dueñas no pudo evitar una sonrisa conforme remaba: al final, Rodrigo Manrique salvó su cabeza por confiar en la fidelidad de Hernando de Guzmán. No así el vil Álvaro de Luna, que pocos años después cayó en desgracia del rey Juan II y fue decapitado de un tajo seco en Valladolid. El tiempo termina haciendo justicia.

lunes, 15 de junio de 2015

CABALLEROS, LUCHAS Y GUERREROS EN LA SIERRA DE SEGURA ( I )




Ya convocado el 4º premio de Relato Histórico Domingo Henares por el Ayuntamiento de Puente de Génave, desde el Blog queremos volver la vista a atrás y recordar en nuestras páginas el relato ganador de la primera edición de este prestigioso premio literario que se convoca en nuestro pueblo. Nos estamos refiriendo al relato titulado La Medalla escrito por el autor almeriense Fernando Martínez López. Se trata de un  relato coherente, bien estructurado, documentado históricamente, de lectura fluida y con una buena resolución de la trama en el que se describe la rivalidad existente entre D. Álvaro de Luna y D. Rodrigo Manrique por el control de la Orden de Santiago, que se desarrolló en lugares tan cercanos como Segura, Hornos o el mismo castillo de Bujaraiza. 
El autor es Doctor en Ciencias Químicas y profesor de Educación Secundaria. Ha publicado las novelas "El sobre negro", "Sanchís y la reliquia sagrada", "Sanchís y el pergamino azul", "El rastro difuso"...entre otras. Es ganador de numerosos certamenes literarios, entre ellos, X Certamen Literario "Santoña...la mar" (Cantabria); XIII Certamen Literario "Café Compás" (Valladolid); VII Concurso de Relatos de Invierno del Diario Ideal de Almería...etc..

Debido a la extensión del mismo lo publicaremos en dos entregas sucesivas, dejando la segunda parte para la semana próxima.
Fernando Martínez López


PREMIO 1ra. EDICIÓN DE RELATO HISTÓRICO DOMINGO HENARES. Año 2012

La medalla. (1ª parte)
El historiador Lucas Dueñas se había ausentado del mundo en una de las salas de lectura del Archivo General de Simancas. La luz cortaba el aire en suaves haces polvorientos. La madera de las paredes y el artesonado custodiaba aquel templo de la memoria donde numerosos investigadores gastaban los días de verano inmersos en un silencio petrificado, si acaso el leve siseo del paso de las hojas, como las del legajo que ahora mostraba a Lucas Dueñas sus secretos largamente olvidados. Se trataba de un documento de una secretaría de despacho de la época de Felipe II, papel añejo cuyo tacto se amoldaba al relieve de las yemas de los dedos. Leía y anotaba sin percatarse del cadencioso paso del tiempo, feliz como ratón de biblioteca, siguiendo una secuencia coherente hasta que en la siguiente hoja se produjo un salto abrupto en el contenido. La textura del papel era diferente, más basta, como si alguien la hubiera introducido allí por equivocación. Se trataba de una composición lírica. ¿Qué diablos hacía aquel intruso entre el abrigo del legajo?
Sala lectura Archivo de Simancas

Lucas Dueñas hizo un paréntesis en su estudio y se dedicó a leer aquel texto cuya primera estrofa hacía referencia a los sucesos acontecidos en el Reino de Murcia allá por 1446, en concreto la lucha que se produjo en el castillo de Hornos de Segura entre Rodrigo Manrique, trece de la Orden de Santiago, y las tropas enviadas por Álvaro de Luna, gran maestre de la misma orden y valido del rey Juan II de Castilla. El historiador sabía de los odios y rencillas entre estos dos personajes a quienes el amparo del apóstol Santiago sólo sirvió para deshermanarlos, disputándose posesiones territoriales en continuos rifirrafes que rociaron de sangre cristiana los campos peninsulares. Pero de lo que nunca había tenido noticia era de aquella anécdota... ¿Sería invención del autor? El reverso mostraba la firma de Jorge Manrique, el famoso poeta e hijo de Rodrigo a quien honró en sus Coplas a la muerte de su padre.
De hecho, la estructura de la obra era similar si no recordaba mal, octosílabos con versos de pie truncado. Lucas Dueñas notó el redoble aumentado de sus latidos, carraspeó, aró su espesa cabellera con los dedos y ajustó las gafas sobre la nariz. Tenía el pálpito de hallarse ante un descubrimiento importante, esa sensación indescriptible similar a encontrar el cofre del tesoro o desempolvar el rostro momificado de un faraón, pero no, no podía ser, tenía que tratarse de una falsificación. ¿Toparse por casualidad con un texto inédito del gran Jorge Manrique? ¿Qué probabilidad existía en este universo de azares de que la bola de la ruleta cayera en tu casilla? Y luego estaba el contenido de la historia. Volvió a sumergirse en el poema despreocupado por completo del legajo. Demasiado increíble, le sonaba a melodrama de Shakespeare. Tenía que tratarse de ficción. ¿O quizá no? Se podría comprobar la autenticidad de aquel papel, su antigüedad, si la excelsa caligrafía casaba con la archivada de Jorge Manrique, pero a él lo que más le interesaba era certificar lo que se contaba: él era historiador, no intérprete de arcanos literarios. Sí, sería ciertamente interesante demostrarlo y, entre otras posibilidades, había una manera muy seductora.
Jorge Manrique en Segura de la Sierra
Lucas Dueñas devolvió el poema al interior del legajo y lo ató cuidadosamente. De momento, no pensaba decirle a nadie lo que había descubierto hasta que no recabara pruebas. Quizá hubiese llegado el momento de abandonar la indumentaria de algodón y las sandalias y cambiarlas por la de un burdo remedo de Indiana Jones. Le esperaba una fortaleza que las aguas de un pantano habían convertido en isla: el castillo de Bujaraiza. Había ocasiones en que la abundancia de lluvias casi lo sumergían, pero confiaba en que el recinto se mantuviera en seco, emergida su torre como la aparición de un monstruo antediluviano desde las profundidades.
Álvaro de Luna recibió al mensajero en la sala Rica del castillo de Escalona, el refugio donde manipulaba los hilos invisibles que hacían bailar al Reino de Castilla. Vestía el uniforme de gran maestre de la Orden de Santiago, la puntiaguda cruz rojiza como sangre tatuada sobre el pecho. Rompió el lacre del pergamino, hierático, y leyó el contenido ante la presencia muda de los tapices que colgaban de los muros. Las noticias le estallaron en las manos: Rodrigo Manrique se había hecho fuerte en el castillo de Hornos de Segura y no había manera de debelar su resistencia. El mensajero aguardaba en silencio, la cabeza inclinada para esquivar ese rostro granítico de labios severos que solía amedrentar a sus rivales. Sin embargo, el valido del Rey apenas modificó el gesto, aunque no pudo evitar que la ira hablara a través de sus manos fuertemente comprimidas, un muestrario de huesos, venas y tendones que desgarraron el pergamino.
Hornos de Segura
Se le estaba atragantando el trece de la Orden de Santiago, él y todos esos nobles aliados con los infantes de Aragón que no daban su brazo a torcer. Creyó haberlo conseguido tras la batalla de Olmedo un año antes, cuando los derrotó alcanzando la cúspide de su poder y el título de gran maestre de la orden, cuando logró que Rodrigo fuese despojado de parte de su patrimonio. Pero ahora el bastardo resistía en la abrupta serranía de Segura, en el Reino de Murcia que a su vez dependía de la corona de Castilla, un lugar que la propia Orden de Santiago había arrebatado a los musulmanes sembrando sus peñascos de castillos. Rodrigo era como la cola de las lagartijas que renace tras ser amputada, como espinas de zarza clavadas en las pupilas. El mensaje de su capitán era rotundo: nuestros esfuerzos están siendo vanos. Y también destacaba la labor militar de un caballero bajo el mando de Rodrigo Manrique: Hernando de Guzmán. “Sin el arrojo y el acierto táctico de este soldado, probablemente Hornos habría dejado de estar en manos de los conspiradores”, terminaba la nota. Álvaro de Luna dobló los labios en una sonrisa navajera y despidió al mensajero.
Conspiración era una palabra adherida al vocabulario de su vida, también otras: intriga, traición, lucha por no perder el favoritismo de su rey, de Juan II, a quien la nobleza terrateniente consideraba un títere en sus manos y por cuya razón apoyaba al infante Enrique de Aragón en su intento de controlar el poder en Castilla. Lo cierto es que la vida de Álvaro había sido un continuo devenir de la corte al exilio y ahora no estaba dispuesto a que volviera a suceder, que Rodrigo Manrique, parte de esa nobleza rebelde, recobrara fuerzas para usurparle lo que en justicia le pertenecía, unas posesiones y unos títulos a los que se aferraría con uñas de gato. Haría lo que fuera menester, como en otras ocasiones, incluso recurrir a esos asesinatos selectivos que fulminaron a sus enemigos, amparados sus sicarios por las brumas nocturnas. Sí, cada vez lo veía con mayor nitidez, como si se evaporara el vaho de un cristal. Si la fuerza no daba resultado aún restaba la inteligencia desprovista de escrúpulos.
D. Alvaro de Luna

Amoldó su cuerpo al cuero de un sillón y se sirvió vino en una copa de oro. El metal refulgía con los últimos rayos de sol, al igual que sus ojos desenfocados, mientras su mente activaba el oculto engranaje de su maquinaria revisando los puntos débiles del enemigo. No los halló en Rodrigo Manrique, pero le vino a la memoria un lejano comentario de su esposa Juana Pimentel acerca del valeroso don Hernando de Guzmán, caballero de la Orden de Santiago. ¿Podría encontrar ahí la solución, incluso hacerla definitiva? Se dijo que por qué no, actos peores había cometido, y se estremeció al pensar que quizá ya nada lo librara de los horrores del infierno, que sus huesos estaban condenados a formar parte del caldero calentado con fuego eterno. Bueno, si el castigo del alma ya estaba garantizado, qué importaba pecar de nuevo si eso afianzaba su bienestar en vida. Sorbió con delectación el vino y se dejó embriagar, con los ojos cerrados, por la dulce caricia de los vapores etílicos.
Rodrigo Manrique había hecho llamar a Hernando de Guzmán. Se encontraba en lo alto de la torre del homenaje del castillo de Hornos, una torre de planta cuadrada con las esquinas redondeadas como correspondía a la costumbre de la orden santiaguista.
Allí solía sentirse como un águila que otea el horizonte desde las alturas, donde los problemas terrenales se trivializan, más aún ese día en que las nubes habían descendido por debajo del nivel del peñasco que albergaba el castillo fabricando un mar algodonoso a sus pies. El enemigo se encontraba más abajo, invisible y acechante, adueñado del castillo de Bujaraiza pero incapaz de conquistar el terreno que mediaba entre las dos fortalezas. Tenía dudas sobre su victoria, pero lucharía hasta la extenuación para expulsar de esas tierras a las ratas enviadas por Álvaro de Luna.
Caballeros de la Orden de Santiago
Álvaro de Luna. Pensar en él era como tragarse vidrio roto. Era sorprendente cómo aquel bastardo había escalado a la cima del poder gracias a su influencia  sobre el rey Juan II desde que este era un niño, y ahora lo peor: tras la batalla de Olmedo en la que perdió algunas de sus posesiones, el rey influyó entre los priores y treces para que nombraran a Álvaro gran maestre de la Orden de Santiago después de que muriera el anterior, el infante Enrique de Aragón, por la infección de una herida en batalla. Se consideraba agraviado hasta el infinito por la injusticia y fue el único que se negó a darle su voto, eso jamás. Al contrario, se rebeló y tomó por las armas varias villas del maestrazgo creando un cisma en la Orden, se negó a devolverlas a petición del Rey a pesar de ofrecerle la restitución de sus posesiones birladas tras lo de Olmedo. Al diablo con todo. Ya se lo dijo a Juan II: El cargo de gran maestre me corresponde por dignidad, ancianidad y servicios prestados a la Orden. ¿Qué ha hecho a cambio Álvaro de Luna sino intrigar como una serpiente venenosa? Incluso el papa Eugenio IV me reconoce a mí como gran maestre.
Continuará..........................